Bajo un sol habitual en febrero, la inspectora de tránsito cumplía su tarea en la esquina más céntrica de Buenos Aires. Vestida con una blusa blanca sin mangas y una ceñida falda azul, subiendo y bajando de la calle la mujer ordenaba el paso de autos y personas, y cuando un muchacho se le acercó para hablarle al oído se apartó extrañada. Al repetirse el turno de circular autos él repitió el abordaje mirándola de frente y ella desviaría la vista por el descaro.
Al rato y al tiempo de un cruce de personas, el muchacho joven, de camisa abierta y pantalón ajustado que lucía su piel tostada, volvió a hablarle. Algo imprevisto le diría para que la mujer negara moviendo su mano derecha y le respondiera algo con una sonrisa leve. La escena se reiteró y por ahí, ya menos separados, ella se preocuparía por alguna idea intrusa y se los veía en una negociación acaso extravagante. En un turno de los autos el muchacho porfiaría en alejarla del lugar y hubo segundos tensos, demorados, hasta que con presteza los dos caminaron hacia un edificio sobre la misma vereda.
A la mujer una fuerza extraña se le impuso, subieron al primer piso como si fueran a cometer una travesura y en una oficina de ambiente sombreado; reflejo de una computadora encendida, un escritorio y dos o tres sillas separadas, la mujer pensó telegráficamente que su marido la mataría. Además que nunca había visto a ese hombre joven que comenzó a besarla, le ayudaba a quitarse la ropa y a transitar un territorio inesperado. El muchacho tomándole las nalgas quedó debajo de su barbilla y ella volaría en un aroma de novedosa piel, entregada íntegra al recibir la rotunda visita entre sus piernas. Un ritmo nuevo se le apropia y la erige desde la punta de sus pies desnudos, temblor que llega crece y se aleja cuando la boca definitiva del muchacho saboreaba sus labios. Entonces y los dos fuera del mundo, algún gemido fuga junto a palabras sin eco y el irrepetible y lacio abandono de lo definitivo...
Hasta separarse no hablaron. El muchacho quedó ausentado sobre la silla con las piernas desnudas y quitándose el condón, y la inspectora se vistió apremiada en volver a su tarea. Desechando pensar en su marido y que ella habría imaginado eso alguna vez.
Y quién sabe si al cruzarse en el infinito los dos precursores del encuentro no se felicitarían como siempre, sin palabras. El diablo con su canchero estilo de guiñar un ojo y dios, sencillamente, sonriendo con ganas.
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Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.