Los Crutchman eran tan felices, tan extraordinariamente felices, y tan moderados en todas sus costumbres, y todo lo que les pasaba les parecía tan bien que uno se veía obligado a sospechar la existencia de un gusano en su sonrosada manzana, y a imaginar que el llamativo color de la fruta no tenía otro objeto que esconder la gravedad y la extensión de la enfermedad. Su casa de Hill Street, por ejemplo, con todas aquellas enormes ventanas. ¿Quién, excepto alguien con complejo de culpabilidad, querría que entrase tanta luz en su casa? Y el hecho de enmoquetar todas las habitaciones, ¿no era como reconocer que un centímetro de suelo al descubierto (que no existía) podía despertar recuerdos muy enterrados de amores no correspondidos y de soledad? Y había cierto entusiasmo necrofílico en su manera de trabajar el jardín. ¿Por qué tanto interés en cavar agujeros, plantar semillas y ver cómo brotan las plantas? ¿Por qué tanta morbosa preocupación con la tierra? Helen era una mujer muy bonita con esa llamativa palidez que con tanta frecuencia se descubre en las ninfómanas. Larry era un hombre corpulento que solía trabajar en el jardín sin camisa, lo que quizá ponía de manifiesto una tendencia infantil al exhibicionismo.
Los Crutchman se mudaron muy contentos a Shady Hill después de la guerra. Larry había servido en la marina. Tenían dos hijos muy alegres: Rachel y Tom. Pero ya habían surgido algunas nubes en su horizonte. El barco de Larry se había hundido durante la guerra y él pasó cuatro días en una balsa en el Mediterráneo y sin duda aquella experiencia le haría ver con escepticismo las comodidades y los pájaros cantores de Shady Hill, obsequiándolo al mismo tiempo con algunas agobiantes pesadillas. Pero quizá era todavía más grave el hecho de que Helen fuese rica. Hija única del viejo Charlie Simpson -uno de los últimos bucaneros de la industria-, su padre le había dejado unas rentas superiores al mejor sueldo que Larry pudiera conseguir trabajando para Melcher y Thaw. Los peligros de esa situación son bien conocidos. Puesto que Larry no tenía que ganarse la vida al faltarle un incentivo-, cabía la posibilidad de que se tomara las cosas con calma, de que pasara demasiado tiempo en los campos de golf, y de que tuviera siempre una copa en la mano. Helen confundiría la independencia económica con la emocional, dañando el delicado equilibrio dentro de su matrimonio. Pero Larry no daba la sensación de tener pesadillas y Helen repartía sus ingresos entre diferentes obras de caridad y llevaba una vida cómoda pero modesta. Larry, por su parte, iba a su trabajo todas las mañanas con tanto entusiasmo que podía pensarse que intentaba escapar de algo. Su participación en la vida de la comunidad era tan intensa que apenas debía de quedarle tiempo para el examen de conciencia. Estaba en todas partes: en la fila para la comunión, en el campo de fútbol, tocando el oboe con el Club de Música de Cámara, conduciendo el coche de los bomberos, en el consejo escolar, y a las ocho y tres minutos de la mañana salía todos los días camino de Nueva York. ¿Qué pesar lo empujaba de aquella
manera?
Quizá había deseado tener más hijos. ¿Por qué tenían sólo dos? ¿Por qué no tres o cuatro? ¿Se había producido quizá un fallo en sus relaciones después del nacimiento de Tom? Rachel, la mayor, era terriblemente gorda de niña y muy agresiva en cuestiones económicas. Todas las primaveras arrastraba un viejo tocador desde el garaje hasta la acera y colocaba encima un cartel que decía: LiMonADA FResca. 15 centavos. Tom tuvo una pulmonía a los seis años y estuvo a punto de morirse, pero se restableció sin que se produjeran complicaciones visibles. Los hijos podrían haberse rebelado contra el conformismo de sus padres, porque Helen y Harry aceptaban todas las reglas sociales. ¿Dos automóviles? Sí. ¿Iban a la iglesia? Todos los domingos se arrodillaban y rezaban devotamente. ¿Ropa? No podrían haber sido más puntillosos en su observancia de las normas sobre la manera correcta de vestir. Clubs de lectura, arte local y asociaciones de amantes de la música, competiciones atléticas y juegos de cartas: los Crutchman estaban metidos hasta el cuello en todo. Pero si sus hijos se rebelaban, ocultaban su rebeldía y parecían querer a sus padres sin traumas y verse respondidos con el mismo afecto, aunque quizá existía en este amor la tristeza de alguna profunda desilusión. Quizá Larry fuese impotente. Quizá Helen fuera frígida..., pero había muy pocas probabilidades, con aquel cutis tan blanco. Todas las personas de Shady Hill con manos inquietas les habían hecho insinuaciones a los dos, pero siempre se habían visto rechazados. ¿Cuál era la fuente de su constancia? ¿Estaban asustados? ¿Eran gazmoños? ¿Monógamos? ¿Qué había en el fondo de aquella apariencia de felicidad?
A medida que sus hijos crecieron fue posible contar con ellos para encontrar el gusano en la manzana. Rachel y Tom serían ricos, heredarían la fortuna de Helen, y quizá viéramos situarse encima de ellos la sombra que con tanta frecuencia oscurece las vidas de los hijos que cuentan con una existencia libre de preocupaciones económicas. Y de todas formas, Helen amaba demasiado a su hijo. Le compraba todo lo que quería. Un día, después de llevarlo en coche a la academia de baile con su primer traje de sarga azul, Helen se entusiasmó tanto con la figura varonil que ofrecía subiendo la escalera, que al poner el automóvil en marcha fue a estrellarse directamente contra un olmo. Un sentimiento como aquél tenía inevitablemente que crear problemas. Y si Helen prefería a su hijo, terminaría por tratar peor a su hija. Escúchenla:
-Los pies de Rachel son inmensos, sencillamente inmensos -está diciendo-. Nunca encuentro zapatos para ella.
Quizá ahora veamos el gusano. Como la mayoría de las mujeres hermosas, Helen tiene celos; ¡tiene celos de su propia hija! No soporta tener una rival. Le pondrá a la chica unos trajes horrorosos, hará que le ricen el pelo de una forma que no le favorezca, y seguirá hablando del tamaño de sus pies hasta que la pobre criatura se niegue a ir a los bailes, o si la obligan, a quedarse muy mohína en el tocador de señoras, mirándose esos pies monstruosos que Dios le ha dado. Se sentirá tan desgraciada y tan sola que para poder realizarse se enamorará de un poeta psicológicamente inestable y se escapará con él a Roma, donde vivirán un exilio miserable bebiendo más de la cuenta. Pero cuando la muchacha entra en la sala, vemos que es bonita, que va bien vestida y que le sonríe a su madre con sincero cariño. Tiene los pies grandes, no hay duda, pero su pecho también es abundante. Quizá debamos ocuparnos del hijo para encontrar el problema que
buscamos.
Y ahí sí existen las dificultades. En el penúltimo año de bachillerato lo suspenden y tiene que repetir curso; el resultado es que se siente al margen de sus compañeros y lo colocan, por casualidad, en el pupitre vecino al de Carrie Whitchell, sin duda la chica más atractiva de Shady Hill. Todo el mundo sabe quiénes son los Whitchell y su alegre y bonita hija. Beben demasiado y viven en una de esas casas de madera de Maple Dell. La chica es realmente hermosa y todo el mundo está enterado de que sus astutos padres proyectan salir de Maple Dell apoyándose en la blanquísima piel de su hija. ¡Una situación perfecta! Los Whitchell no ignoran que Helen es rica. En su dormitorio a oscuras calcularán la compensación económica que podrán pedir, y en la cocina maloliente donde comen siempre le dirán a su hermosa hija que deje al muchacho llegar hasta donde quiera. Pero Tom se desenamoró de Carrie tan de prisa como se había enamorado, y después se enamoró de Karen Strawbridge y de Susie Morris y de Arma Macken, y podría pensarse que le faltaba estabilidad, pero en su segundo año de universidad anunció su compromiso con Elizabeth Trustman; se casaron cuando Tom terminó los estudios, y como él tenía que cumplir el servicio militar, ella se fue con él a su destino en Alemania, donde estudiaron y aprendieron el idioma, hicieron amistad con la gente y fueron un motivo de orgullo para su país.
Rachel no tuvo las cosas tan fáciles. Al perder los kilos que le sobraban, se convirtió en seguida en una chica muy atractiva. Fumaba bebía y probablemente fornicaba, y el abismo que se abre ante una joven hermosa e incapaz de moderarse es insondable. ¿Qué, excepto la casualidad, le impediría terminar de chica de alterne en una sala de baile de Times Square? ¿Y qué pensaría su pobre padre, viendo el rostro de su hija (los pechos apenas cubiertos por un velo) contemplándolo mudamente desde una de esas vitrinas en una mañana lluviosa? Pero lo que Rachel hizo fue enamorarse del hijo del jardinero alemán de los Farquarson, que había llegado a Estados Unidos con su familia después de la guerra dentro del contingente de Personas Desplazadas. Se llamaba Eric Reiner y, si hemos de ser honestos, se trataba de un joven excepcional que consideraba Estados Unidos como un verdadero Nuevo Mundo. A los Crutchman debió de entristecerles la elección de
Rachel, por no decir que les rompió el corazón, pero ocultaron sus sentimientos. Los Reiner no lo hicieron. Aquella pareja de industriosos alemanes consideraron el matrimonio de su hijo con la chica de los Crutchman imposible e indecoroso. En una ocasión, el padre golpeó a su hijo en la cabeza con un trozo de leña. Pero los jóvenes siguieron viéndose y terminaron por escaparse juntos. No les quedaba otro remedio: Rachel estaba embarazada de tres meses. Eric se encontraba entonces en su primer año de universidad en Tufts, adonde había ido con una beca. El dinero de Helen resultó muy útil en aquel momento y la madre de Rachel pudo alquilar un apartamento en Boston para la joven pareja y hacerse cargo de sus gastos. El hecho de que su primer nieto fuera prematuro no pareció preocupar a los Crutchman. Cuando Eric se graduó en la universidad, consiguió una beca para continuar sus estudios en el MIT (el Massachusetts Institute of Technology). Se
doctoró en física e inmediatamente empezó a enseñar en aquel mismo departamento. Podría haber conseguido un empleo en la industria privada con un sueldo más alto, pero le gustaba dar clases, y Rachel era feliz en Cambridge, donde siguieron viviendo.
Con la marcha de sus queridos hijos podría esperarse que los Crutchman sufrieran la conocida indigencia espiritual de su edad y de su clase -por fin aparecería al descubierto el gusano de la manzana-, si bien, al contemplar a esta pareja encantadora mientras dan fiestas para sus amigos o leen los libros que les gustan, uno podría preguntarse si el gusano no se hallaba en el ojo del espectador que, por timidez o cobardía moral, era incapaz de abarcar el amplio espectro de sus entusiasmos naturales y de reconocer que, a pesar de que Larry no tocara a Bach ni jugara al fútbol demasiado bien, el placer que experimentaba con aquellas dos actividades era auténtico. Quizá podría esperarse al menos que se notara en los Crutchman la normal capacidad destructiva del tiempo, pero ya sea por simple suerte o como consecuencia de su moderada y saludable manera de vivir, no se les cayeron ni los dientes ni el pelo. Su capacidad para la euforia siguió dando frutos innegables, y aunque Larry renunció al coche de los bomberos, se lo continuaba viendo en la fila de la comunión, en el campo de fútbol, en el tren de las ocho y tres minutos, y en el Club de Música de Cámara. Y gracias a la prudencia y a la astucia del agente de Bolsa de Helen, fueron haciéndose cada vez más ricos y vivieron felices el resto de sus días.