Mientras Moisés recibía los Diez Mandamientos en el Monte Sinaí, el pueblo de Israel pecaba contra el Señor adornando el Becerro de Oro.
Cuando Moisés volvió a su pueblo, una terrible peste lo había devasto matando a treinta mil personas.
- Señor –rogó Moisés-. Los pecadores merecían el castigo. ¡Pero la peste mató por igual a muchos inocentes!
Y el Señor permaneció en silencio. Esa noche despertaron a Moisés las picaduras de las hormigas. Se levantó y empezó a pisotearlas. Y entonces se escuchó la voz del Señor.
- ¿Por qué mataste tantas hormigas? ¿Acaso todas ellas te habían picado?
Y por eso dice el proverbio: “Cuando el fuego devasta los bosques, quema por igual a los árboles buenos y malos”.
Esta historia terrible, un cuento popular de los judíos afganos, parece una muestra más de la famosa arbitrariedad del Todopoderoso Dios judeocristiano. Sin embargo, hay una buena razón para que la cólera del Señor no distinga entre justos y pecadores: este mundo es responsabilidad del ser humano, y es preferible que los justos contengan a los pecadores antes de que Dios se vea obligado a intervenir.
Si bien el pensamiento judío enfatiza en todo momento la necesidad de controlar pasiones y emociones, ese autocontrol no significa anulación.
Quienes han sufrido la ira de Dios, saben que, en ciertas ocasiones (pero sólo en ellas), incluso la ira puede tener sentido y valor.
Una leyenda hawaiana expresa la misma concepción respecto al interjuego arbitrariedad-justicia en la cólera divina.
Cuento extraído de “Libro de los pecados, los vicios y las virtudes” de Ana María Shua.