Cuando el oficial pidió un voluntario - uno solo,porque faltan hombres- él dio un paso adelante y dijo:
-Yo estudié ahí, señor.
Nadie le había disputado el lugar. Ahora, en la mañana, camina con la ametralladora al hombro. Dos cuadras y aparece el largo paredón, la torre dominando las casas bajas, los arcos repetidos y minuciosos. Un paseo, ese paseo que terminó pronto, cuando papá levantó el llamador de bronce, bajándolo para despertar cualquier cosa, volviendo al mundo objetos dormidos, rostros en el fondo de los corredores que acomplejan el edificio, pasos lerdos que se acercan a la puerta, temerosos, y preguntan qué quiere, con una vieja voz conocida que parece haberse ido gastando con los años. Su padre no está. Me mandan a cuidar el colegio, contesta él. Y murmura el viejo saludo, haciendo que el padre portero se sorprenda (y lo reconozca a pesar de esa caparazón que el tiempo debe haber acrecentado en su mente), antes de apartarse para señalar, con un gesto, la oficina del padre superior. Cruzó el hall de la mano de su padre; mentalmente repasaba el contenido de la valija, para hacer algo, para no pensar que desde ese momento iba a estar pupilo, prisionero entre altos corredores oscuros: el cepillo de dientes, la colcha blanca con el número bordado, el pijama nuevo. La ametralladora, dice el padre Carlos, acercándose a él y leyendo las siglas del ejército argentino, que siempre ha estado al servicio de la libertad y de la religión, dice después, mientras caminaban por el patio y le recomendaba portarse bien, agregando que su padre iba a venir a visitarlo domingo por medio y para las vacaciones podría ir a su casa, y que ahora dejara la valija en un rincón, cerca de la consejería, y jugara con los demás chicos. Chicos que hay que defender, dice, justo al entrar a la iglesia, mientras él busca la pila de agua bendita y comprende que han pasado por la sacristía, que no lo va a encontrar. Se arrodilla frente al Santísimo para llevar del otro lado el misal rojo, el enorme evangelio que sostenía con las manos, con el caño para abajo, tratando de apuntar hacia el piso, no al altar. En la iglesia desierta el ruido de sus pasos, reforzado por las altas botas, contrasta con el silencioso andar del padre Carlos, ese sacerdote que lo vio llegar, una tarde, hace mucho tiempo, que ahora está abriendo una puerta y le dice que él ya debe saber cómo se llega. Y que allá, arriba, es el sitio indicado para vigilar.
Apoyarse, primero, en la ventanilla de la torre. Se ven, desiertas, las dos esquinas. Las casas bajas, alrededor, Más allá la ciudad con sus edificios altos y otras torres, en círculo. Estuvo observándolo todo un largo rato: recorriendo los techos, las ventanas, las chimeneas. Ahora, confusos ruidos brotan en algún lugar de la ciudad, hacia el centro. El se ha erguido: el cuerpo tenso, el caño de la ametralladora apoyado en el borde de la ventanilla redonda. Vigilando las dos esquinas, siempre. Las esquinas que ha visto tantas veces, desde ese mismo lugar. Subía, lentamente, antes de la novena, para anunciarla: al llegar se colgaba de la cuerda; las campanas, sonando arriba, lo aturdían y entusiasmaban; colgado, impetuoso, tiraba rítmicamente. Un ruido lo aturde: un avión a baja altura, despacio. Pueden verse las iniciales pero es inútil; nadie señaló en qué se distinguían los aviones leales de los aviones rebeldes. Otro ruido: gritos, en la mañana, a lo lejos. Prepara todo su cuerpo. Algo, un temblor indefinible, le recorre la piel. Le gustaría hablar con el padre Carlos. Los chicos están en el patio. El jugaba. En la punta del corredor aparece el padre Carlos. El corría a su encuentro, inventando cualquier pretexto, para hablarle. Suena la campana. Los pocos alumnos que quedan (los otros estarán en sus casas, con la familia) se dirigen a la iglesia y el padre Carlos diciendo, desde el pulpito: Hay que defender a Cristo. Era el día anterior a unas vacaciones. Defenderlo a toda costa, de los ateos, de los infieles; ustedes se van a ir por un tiempo, mañana. Otro avión y más ruidos; una avalancha de gritos, acercándose. Se van a ir mañana y el mundo está lleno de tentaciones, de gente que ofende a Nuestro Señor. De esa turba asesina que ahora puede venir a quemar las iglesias, como en Buenos Aires, ha dicho hace un rato el padre Carlos, mientras, al pie de la escalera, lo bendecía. Bendiciéndolos desde el pulpito para que no cayeran en la maldad y conservaran la pureza a lo largo de estos meses durante los que estarán a merced del maldito que está en el cine, en las revistas y en todos lados. También en el ocio, por supuesto, decía el padre Carlos cuando él, despidiéndose, le explicaba que en su pueblo no había cine. En el ocio, en las siestas, cuando él se tendía bajo los eucaliptus, en esa larga calle por la que se entraba a su casa. Y había que combatir al demonio, desechar los malos pensamientos. Era necesario trepar, subir hacia lo alto de la torre, de rama en rama, con la honda preparada, mirando el cielo (el cielo que cruzan aviones, gritos), preparada para tirar en cualquier momento, tensa. Tenso contra la ventanilla redonda, desde lo alto, dominando las dos esquinas del convento, el patio, el campo, los cuatro puntos cardinales por donde la revolución está floreciendo. Mirando por entre las nubes a un Buenos Aires lejano, donde el dictador va a caer. Vigilando atentamente un nido, cualquier lugar por donde puedan venir a posarse, por donde puedan llegar las fieras enardecidas por la derrota, parándose en una rama, profanando a Cristo. Entonces se oyen pasos, un bulto cruza la esquina. Los nuestros van a tener una cinta blanca en el brazo, había dicho el sargento. Cruzando de una rama a otra, el primero. Tirar.
Lo de la cinta blanca lo pensó después, cuando el cuerpo estaba como colgado en el aire, atravesado por las balas que antes habían volado un vidrio, corriendo a lo largo de la pared del frente hasta llegar a la esquina, donde el cuerpo las detuvo, donde el rostro se descompuso de golpe en una mueca como de preguntar cualquier cosa, mientras él gritaba: alto, deténgase; y el cuerpo se derrumbaba como una mancha creciéndole en el estómago, y más arriba, en el pecho, las manos tratando de cubrir la herida que lo destrozaba por todas partes. Ninguna cinta blanca. Entonces, él, tras el gatillo, había comenzado a estremecerse. Ahora, temblando, esperar. Saber que ese estremecimiento podía ser el horror, o el miedo. Y algo ordenándole resistir, hasta que todo sea más fácil, una costumbre. Durante un tiempo todo, en las cercanías, permanece en silencio, sin movimiento.
En la esquina, despatarrado sobre los adoquines, con la camisa rota, el muerto. Después, pero muy lentamente, como demorándose con un fin desconocido, se abren y cierran ventanas. Exclamaciones que van declinando, ruido de puertas y, en la distancia, ecos, voces prolongadas, tiroteos esporádicos. Y, de pronto, a cien metros, pasos. Vacila. Mira hacia el patio: desierto. Todos deben estar en la Iglesia; el padre Carlos también, desde el pulpito, diciendo:
Sí queridos hijos, defenderlo. Al pie de la escalera, antes de bendecirlo, diciendo: defenderlo del pueblo, de la turba asesina. Los pasos, cuerpos invisibles, acercándose. Defenderlo, como los mártires. Casi en la esquina, los pasos. El hombre los ha enceguecido y pueden asaltarnos; es la hora de la lucha, decía alguien. Otra vez ese estremecimiento, ese miedo. La voz, desde algún lugar, diciendo: asaltarlas como allá en Buenos Aires, quemar los santos como allá en Buenos Aires, luchar, luchar siempre, tirar cuando aparezca el segundo, apoyar el caño contra el muro y enviar directamente las balas hacia ese muchacho rubio que ahora dobla la esquina y al que apenas se le ven los ojos, cayendo mientras el tercero alza un puño, cerrado, como amenazándolo, como pidiendo que tire para caer él también, un gorrión más desde el eucalipto, cayendo, sobre el pasto, allá en el campo, para defendernos del demonio, allá en el campo, donde su padre dice cuídate, preocupado, sin saber que su hijo está en un alto reducto, luchando por él, en la torre, con Cristo, defendiendo las Iglesias, la libertad que ya amanecía, entre las nubes. Mientras caía otro, en la esquina, y los pasos iban hacia otro lado, huían; y él dejaba un rato la ametralladora, tratando de volver a cargarla, después, mientras miraba el patio.
El padre Carlos, desde abajo, rodeado de chicos, preguntando cómo iba todo. Bien, había alcanzado a decir y desde abajo se había elevado una voz mecánica, que se proclamaba en el portavoz de esa lucha; retumbando en los corredores del colegio, escapando. Al volver a su puesto alguien estaba cruzando la esquina y él había disparado. El cuerpo fue un punto oscuro que describía una pirueta; luego, un nudo. Entonces gritó que iba a otro, ferozmente, inconscientemente, y volvió a mirar hacia el patio. Unos muchachos transportaban un Cristo hacia una quinta de los fondos: se fijó en la sombra de la cruz, en el suelo, arrastrándose. Ser los héroes de Cristo, siempre. Un niño corriendo entre malhechores que intentaban robar la hostia que llevaba en su pecho para un enfermo; el niño ahogándose en el río, para impedir que la profanaran. La luz del cine se encendía y hablaba el padre Carlos. Decía a los chicos que tuvieran cuidado al pasar por el alambre. Y miraba hacia arriba, saludándolo. Así, un rato: la esquina sola, con sus cadáveres. Y él sintiéndose cansado: las manos sudando contra la culata, la cara también húmeda, caliente y ese mareo que iba perdiéndolo, hundiéndolo lentamente, mientras sentía cómo su cuerpo, sus músculos iban abandonando esa presión que los había mantenido duros, a punto de explotar en cada ráfaga, cada vez que todos los puntos de su cuerpo se descargaban sobre el gatillo, y el sueño lo iba destruyendo, trabajándolo de a poco hasta dejarlo así, envuelto en esa niebla, allá al fondo. Ese fondo del que lo arrancaron, pero no del todo, los disparos de pronto cercanos, en algún lugar de la ciudad; o un sonido más enorme, una bomba, tal vez, explotando, sacudiéndolo de golpe hasta hacerlo tirar, a él también, al aire, para contestar, para sentirse, todavía, dentro de esa lucha. La bruma persistía aún cuando decidió abandonar la torre. No dejar que tocaran ni las paredes del convento, no dejarlos hasta llegar a la esquina. Cuando llegó abajo tampoco sabía por qué estaba ahí, en la calle. Se lo preguntó y le contestaron disparos, lejos, en el centro. Y de pronto estaba en la calle, sin comprender del todo, pero corriendo, gritando algo de la libertad y de los libertadores, viéndose correr como desde arriba, como si fuera un cuerpo más que él vigilaba desde la torre, oyéndose gritar y enardeciéndose con sus propios gritos, sintiendo que debía seguir en la calle, ahora, hacia la escena misma de la lucha. Esa escena que va a ser toda Córdoba, decía el capitán, ante la tropa reunida. Corriendo con esa consigna que era Cristovence, Cristovence que lo protegía contra la chusma, contra los rostros que caían bajo sus balas, en medio de ese sueño creciente. Tiros, ametralladoras que también están defendiendo a Cristo, a lo lejos, y Córdoba será eso: cuna de la libertad argentina -decía el capitán-, de la democracia; la ciudad que engendraba héroes que van a cortarle el vuelo a la chusma y van a hacer que Dios vuelva a los hogares de la patria. Y corría. Tirando y defendiendo al padre Carlos. Córdoba arderá en libertad y todos aplaudían. Siguiendo la lucha por el colegio y por las iglesias y por el padre Carlos, mientras bultos cada vez más borrosos cruzaban hacia él, lo enfrentaban para derrumbarse de golpe, en el asfalto, hasta que las calles quedaron solitarias y él sentía que en otro lugar quedaban más calles, abiertas, llenas de enemigos sacrílegos, y todo era cada vez más confuso. Lo único nítido era su propia voz, en medio de los ruidos, gritando.
Ahora grita, sintió que decía alguien y abrió los ojos -que abarcaron un trozo de cielorraso blanco— y volvió a cerrarlos, sintiendo un golpe, algo que lo derribaba hacia esa oscuridad desde donde su mente apenas había logrado salir con esfuerzo, ese límite donde lo esperaban los rostros, voces gritando, cuerpos como un río tormentoso que se metía en sus oídos, en sus ojos, alejándose y volviendo en una ola inmensa, cada rostro, cada cuerpo repetido innumerablemente, representando cada uno su muerte, con una escena despiadada, continua. Era vertiginoso: cientos de estiletes penetrando a la vez en su carne, en medio de gritos profundos que lo estremecían y lo convulsionaban, un dolor minucioso que lo hacía agitarse, en la cama. Mientras la gente que lo miraba, en el sanatorio, podía recordar la última escena, la rápida escena durante la cual alguno de ellos corría atrás, siguiéndolo, y entre sus piernas abiertas veían cadáveres, cuerpos retorciéndose; hasta encontrarlo, de pronto, detenido, tras dar vuelta una esquina, con la ametralladora saltando en sus manos y enfrentando a los cinco hombres con una tela blanca en las mangas; y él recordaba al Padre Carlos y a Cristo y tiraba, veía cómo los gorriones desarmados se venían al suelo y tiraba contra ese populacho enardecido que venía a incendiar las iglesias y que él, el héroe, debía detener a toda costa, disparando como disparaba, viéndolos caer como caían, mientras Cristovence y una proclamaba que la revolución está ganada, que radio-la-voz-de-la-libertad-de-Córdoba-está-al-servicio-de-las-fuerzas-armadas-heroicas, que el tirano ha huido derrotado y que los ciudadanos católicos tienen la obligación moral de mantener el orden, mientras esas extrañas figuras se apoderaban rápidamente de él: los ruidos, la torre a lo lejos y como derrumbada, el padre Carlos diciendo preservar la libertad que nos legaron los héroes a los que podremos pertenecer si la defendemos, aviones o pájaros cruzando un cielo rojizo, el capitán desde el pulpito diciendo hay que defender siempre la tradición cristiana y están en la iglesia y él aplaude. Mientras su cuerpo tirado en medio de los adoquines estaba siendo invadido por miles de gritos, por rostros que se agolpaban en su mente, que crecían dentro de él, que lo insultaban.