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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO TRIANGULO (por Miguel Briante)
El primero en hablar es él. Dice:
- Qué pensás.
Ella tarda un tiempo en responder. Al fondo, como enterrada en ese hueco de la almohada, está su cabeza, y le cuesta salir de ese pozo en la boca del cual hay una superficie que debe volver a explorar. Dice:
- Nada. Y comprende que está demorando la respuesta, sin saber bien por qué. Ahora siente la mano el hueco de la mano sobre su frente y después sobre la boca y en el pecho, bajando hacia las piernas. Una caricia exacta, tierna. Esa ternura que le falta a él, a Enrique, que le faltaba, piensa, mientras dice: nada, otra vez, en ese juego interminable de siempre, que ahora tiene un significado distinto, está demorando algo más importante que otras veces, hasta que él se exaspere y diga lo que corresponde decir.
-No se puede pensar nada -dice por fin él.
Se ha incorporado. Vacilando sobre el codo, que forma un pequeño embudo en la sábana, crece, como una sombra, sobre el rostro de la mujer. Los ojos, como colgados de sus palabras, esperando que ella hable. Como Enrique nunca lo hacía. El siempre dice sí o no. El siempre decía sí o no. Alberto la mira. Hay que responder.
-Lo hice. Acabo de hacerlo, Alberto. Entendés.
-Hiciste... qué.
Entonces, ella descubre algo, en la voz. Algo indiscernible: un tono más alto que otras veces, un matiz agresivo. Un lejano parecido, tal vez. Apagaron la luz. Al rato (la primera impresión fue la de estar soñando) la voz comenzó a crecer como si hubiese nacido dentro de ella, como si alguien hablase dentro de ella, de un modo irreal. Abrió los ojos y la voz continuaba. Enrique, inmóvil, parecía dormir. Sin embargo, ahí estaba su voz: "Sabes por qué lo hice. Porque tengo pensado hasta el último detalle y voy a hacerlo, entendés". Ella cerraba los ojos y volvía a abrirlos. Vio la luz de la calle fija en el espejo, vio el brillo de los muebles. La voz persistía, era un remolino, ya no se iba a detener: "Uno no sabe cómo explicar ciertas cosas. Tal vez porque todo es muy desagradable: llegar, no encontrarte o encontrarte lejos, sintiendo que apenas sos capaz de decir sí, o chau, o cualquier cosa sin importancia. Pero eso lo voy a hacer. Esta noche, me dijiste, vas a ir sola a esa fiesta: cuando salgas voy a estar en la puerta. Sí, sé que podés decir que nunca hice nada parecido, nunca te esperé o te acompañé. Pero vos no me pediste que lo hiciera, querida. Por todo eso lo decidí. Claro que fue difícil: hasta a las pequeñas porquerías se acostumbra uno. Pero también es muy cierto que todo tiene un límite y las cosas llegan a explotar. Al principio fue tu indiferencia: no decirme nada cuando me iba a algún lado con mis amigos. Porque hasta que lo reten, que le pidan cosas necesita uno de vez en cuando. Y lo principal fue eso: notarte cada vez más fría. Sobre todo que ya la guardaba desde que dijiste chicos no que no me gustan. Y eso era nuevo. Porque recién después de casados lo dijiste. Y así fueron cinco años mordiéndome, querida, pensando que la verdad era que no podías y no que no querías, aguantando esa rabia de que no me lo hubieras dicho. Por eso, ahora lo sé, yo mismo me fui alejando. Ahora, todo está decidido: ya es como si las cosas estuvieran hechas y en vez de pertenecer a esta noche, a mañana, fuesen de ayer, del pasado. Ya fui a esperarte a la salida de esa fiesta y cuando saliste te dije vamos al río, ya me preguntaste a qué; ya te contesté que quería hablarte y que todo debía ser como aquella vez, cuando te conocí, cerca de Núñez, te acordás. De lástima me acompañaste. Llegamos. Entonces yo te quise besar y vos hiciste lo justo, lo que había calculado: saber que no ibas a besarme, sentir tu asco, era precisamente lo que necesitaba para acordarme de todas tus porquerías. Sobre todo me acordé de lo último que me habías dicho: Quiero separarme de vos. Después me fui; dejando tu cuerpo perdido en el río, cerca de Núñez, donde nos conocimos. Después las palabras habían cesado: Pero pudo recordarlas como una pesadilla, al despertar.

Alberto siente frío. Acaba de preguntar: Qué hiciste. Otra vez. Estira la sábana sobre su cuerpo. Es inútil: el frío está en su espalda y no se va. Al principio es una bruma, lenta, envolviéndolo. El rostro de ella, brumoso, se desdibuja en mueca distinta, casi brutal. Su propio rostro -siente- se contrae en un gesto de dolor. Aprieta las sábanas y en el mismo instante siente que algo -y piensa, sin saber por qué, en pasto, en arena- lo roza de una manera tenue, lejana: En seguida, el rostro como hundido, y una molestia, como si estuviera mirando el cielo con los ojos muy abiertos. O el agua. Mientras, allá lejos, oye que ella repite:
-Fue fácil, sabés.
Y ahora es su voz, que también suena como lejana, aquí en la habitación, preguntando: Qué fue fácil, qué... El pasto o la arena vuelven a rozarlo, esta vez tan nítidamente que cruza el brazo derecho tras su espalda, buscando algo. Encuentra primero la sábana, él colchón duro, hasta que vuelve a mover el brazo y lo siente frío, como si acabara de sacarlo del agua. Después, nuevamente la bruma, envolviéndolo, mientras siente el cuerpo duro, rígido, y un rencor extraño, viejísimo, pero no desconocido. Ahora está ahí, en ese lugar lejano, húmedo. El pasto y la arena lo molestan. Y ese rencor, ese odio tiene algo de cotidiano, de familiar. Odia un rostro, dos rostros que se mueven allá lejos, cuando ella se inclina y el hombre pregunta: Qué fue fácil. Mientras él sigue sin saber qué hacer ahora ahí, todo mojado, todo quieto, ojos al cielo o al agua. Y solo, en el río. Ella responde: Hacerlo, fue fácil hacerlo, sabés. Y explica que todo ocurrió de un modo extraño, que una noche, después de apagar la luz, a ella le pareció oír que él hablaba. O que había sido un sueño, una pesadilla en la que él se lo contaba todo. Y que eso lo perdió. Mientras esa voz, allá lejos, vuelve a preguntar: pero qué hiciste, qué iba a hacer, quién iba a hacerlo. Y ella contesta: me iba a matar, entendés. Seguro que se había enterado, aunque no lo dijo. Esa noche yo oí cosas terribles. Ese rostro lejano, esa voz, cuenta cómo él ya lo daba todo por hecho, diciendo que ya todo estaba concluido. Entonces, ella había conseguido ese revólver, esperando que la invitara a ir al río, después de la fiesta. Ella dice: le hubieras visto la cara cuando vino con los brazos abiertos, hasta pensé que quería besarme, que se había olvidado de todo, en realidad. Y la voz, a lo lejos, es una risa, una risa o un llanto. Ella no puede seguir en pie y se está derrumbando, comienza a llorar.
La voz del hombre dice:
-Pero ¿a quién?, ¿a quién mataste?
El cuerpo duro, inerte. La arena vuelve a rozarlo.
-A mi esposo, a Enrique. ¿No entendés?
Lejos, las dos figuras comienzan a moverse. Ella no comprende por qué él, Alberto, la mira con ojos enormes, brutales, y tiene el cuerpo inexplicablemente frío, como si tuviera agua, o arena. Tampoco comprende por qué de golpe la mano de Alberto ha subido hasta su cuello y, mientras una voz distinta pero no desconocida la insulta lentamente, las manos siguen apretando con fuerza, cada vez más.


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