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CUENTOS INFANTILES
CUENTO BICICLETA (por Orson Scott Card)
Amauri empujó la bicicleta cuesta arriba. En la cima de la colina había una pequeña iglesia católica, y detrás un edificio donde vivían los sacerdotes. Detrás de este edificio había una chabola que la familia de Amauri llamaba hogar.

— Mamãe! —llamó cuando se acercaba a la casa, y su madre apareció en la puerta.
— ¿Dónde has estado, Amauri? —preguntó, la espalda todavía encorvada después del día de trabajo. Se encargaba de la limpieza en un alto edificio del centro. Entonces vio la bicicleta—. ¿Qué traes ahí, Amauri? —preguntó con aire preocupado.
— Una bicicleta, mamãe —respondió Amauri.
— ¿Dónde la has conseguido? —insistió su madre. Amauri comprendió que temía que la hubiera robado, porque muchos pobres del vecindario robaban cosas para conseguir dinero para comprar comida. La madre de Amauri agradecía que sus cinco hijos no robaran.
— Un hombre me la dio, madre —respondió Amauri con orgullo—. ¡Seré repartidor! Iré en bicicleta de un sitio a otro, entregando almuerzos a los ejecutivos y comestibles a las damas de las casas ricas.
— ¿Quieres decir que tienes un empleo? —La madre de Amauri sonrió con alegría.

Amauri le contó que se había acercado a un hombre y le había preguntado si necesitaba un chico que trabajara para él. El hombre había cavilado y luego lo había invitado a entrar en su tienda. Conversaron un rato y le dijo a Amauri que le pagaría cincuenta centavos la hora.
— ¿Cuántas horas trabajarás? —preguntó su madre.
— Ocho horas al día —respondió Amauri—. Eso significa que obtendré cuatro cruzeiros al día, más de veinte cruzeiros por semana. ¡Podré comprar comida para la familia!
Amauri abrazó a su madre, quien lo estrechó a su vez.
— Qué bueno es mi hijo de nueve años —dijo ella con gratitud—. Ahora eres el hombre de la familia. Desde que falleció tu padre he sido la única que ganaba dinero. Ahora me ayudarás a comprar judías y arroz para el desayuno y la cena. Pero basta de charlas, hijo. Recuerda que los misioneros vienen esta noche, y debemos preparar la casa.
Amauri trajo agua de la fuente, su hermanita Cecilia cocinó las judías y el arroz para la cena. Los otros niños hicieron las dos camas donde dormían todos, mientras mamá limpiaba el frío suelo de tierra apisonada.

Cuando llegaron los misioneros, batieron palmas ante la puerta, porque así se anuncia la gente en Brasil. Cecilia corrió a abrir la puerta.
— Boa noite —saludó—. Adelante.

Los misioneros estrecharon la mano de todos. El misionero Samson era rubio y mostraba los dientes al sonreír. El misionero Bonner tenía pelo rojo y pecas por todas partes, incluso en el cuerpo. Aunque eran norteamericanos, hablaban portugués, pero a veces costaba entenderlos.
Los misioneros, Amauri y su familia se sentaron en cajas en torno de la mesa, y luego los misioneros les hablaron de los mandamientos de Dios, incluido el que pedía que se diera a la iglesia un diezmo del dinero que ganaban. Mamá se quedó pensando, pues apenas ganaba lo suficiente para alimentar a su familia. Pero luego sonrió.
— Desde luego. Por eso Amauri ha conseguido empleo. Podemos pagar un diezmo al Señor y aún tener suficiente para comer.

Amauri se enorgulleció de hablar de su empleo con los misioneros.
— Quién sabe —dijo—. Tal vez un día entregue un almuerzo en el edificio donde trabaja mi madre.
— ¿Y qué hay de la escuela? —preguntó Samson.
— La escuela no es para los pobres —dijo con tristeza la madre de Amauri—. No tenemos dinero para comprar libros.

Entonces Amauri recordó algo terrible. Palideció.
— ¿Qué ocurre, Amauri? —preguntaron los misioneros.
— Acabo de recordar que sólo tengo tres días para aprender a montar en bicicleta.
— ¿Qué? —preguntó Bonner, sorprendido—. ¿Nueve años y no sabes montar en bicicleta?

Amauri sacudió la cabeza.
— Somos demasiado pobres para tener una bicicleta. Ahora tendré que aprender antes del jueves. ¿Cómo aprenderé tan pronto?

Todos parecían preocupados. Aprender a andar en bicicleta no era tan fácil.
Bonner dijo que tenía una idea.
— ¡Te enseñaremos! —exclamó, y Samson manifestó su consentimiento.

Los misioneros regresaron a la mañana siguiente. No veían el momento de que Amauri se levantara para montar su bicicleta.
Fue más difícil de lo que Amauri creía. Se cayó una y otra vez. Incluso en un campo herboso los golpes dolían, pero él seguía pensando: «El Señor me consiguió este empleo para que mi familia pueda pagar el diezmo. Montaré esa bicicleta.»

Al día siguiente Amauri recorrió diez metros sin ayuda antes de que la bicicleta empezara a tambalearse, y luego frenó la caída con los pies. Al final de la lección dijo a los misioneros:
— Es hora de que me vaya a casa. Y ustedes tendrán que apresurarse, pues regresaré en la bicicleta, e iré a mucha velocidad.

Amauri montó en la bicicleta y pedaleó a todo lo que daban sus piernas, y los misioneros lo seguían gritando y alentándolo. Cuando Amauri llegó a casa, Cecilia y los demás niños salieron de la casa aplaudiendo.
— Come Deus me abencoe —gritó a los misioneros cuando entraron en la casa—. ¡Cómo me bendice Dios! Primero un empleo, y ahora ustedes me han ayudado a montar en la bicicleta para que yo lo haga bien.
Los misioneros rieron y le dieron la mano. Y luego los niños lo abrazaron con entusiasmo.

Al día siguiente era jueves, y Amauri montó en bicicleta sin ayuda, hasta la tienda. Repartió los almuerzos, y luego llevó carne fresca a las amas de casa y repollos a los restaurantes. Estaba agotado cuando anocheció.
Al llegar a casa sujetó la bicicleta a un árbol. Se arrodilló al lado y dijo una plegaria, agradeciendo al Padre Celestial su ayuda, y palmeó el asiento de la bicicleta.
— Oi, bicicleta, que amigo vocé é. ¡Oh, bicicleta, seremos grandes amigos.

O.S.C
"Este cuento es una descripción bastante fiel de un episodio real que sucedió durante mi misión en Brasil, cuando enseñamos a un niño a andar en bicicleta. Lo que no podía transmitir en el cuento era la desesperada pobreza e ignorancia de esa familia, y el intenso amor que la unía. Eran buenas personas, y por primera vez comprendí que era posible que la gente durmiera hacinada en una habitación del tamaño de una mesa y sin embargo ser decente y civilizada. Enseñar al niño a montar en bicicleta era una ayuda ínfima, pero era algo. Creo que la desesperada situación económica de esta familia liquidó todo vestigio de lealtad que pudiera quedarme hacia el capitalismo de mercado libre"


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