Ocurrió hace no muchas semanas que un grupo de turistas ingleses se encontraba descendiendo por la ladera del Monte Pentélico. Ellos habrían sido los primeros en corregir esta frase y señalar cuánta inexactitud e incluso injusticia se ocultaba tras semejante descripción de sus personas. Porque llamar turista a alguien a quien encuentras en el extranjero es definir no sólo su circunstancia sino también su espíritu, y su espíritu, habrían dicho —de no ser porque los burros resbalaban sobre las piedras—, no estaba sujeto a tales limitaciones. Los alemanes son turistas y los franceses son turistas, pero los ingleses son griegos. Ése era el significado de su discurso, y debemos creer en su palabra, pues en realidad estaban en lo cierto.
El Monte Pentélico, como sabemos quienes hemos leído a Baedeker, aún conserva en su ladera la noble cicatriz abierta por las manos de ciertos canteros griegos que recibían la sonrisa y tal vez la maldición de Fidias como recompensa a su trabajo . Por eso, para hacerle justicia hay que meditar sobre diversos temas y combinarlos de la mejor manera posible. Hay que pensar en él no sólo como la silueta que se ve desde tantas ventanas griegas —Platón levantaba la vista del papel y lo miraba en las mañanas soleadas— sino también como el lugar de trabajo y la morada donde tantos esclavos griegos consumieron sus vidas. Y era saludable cuando el grupo desmontaba a mediodía, tropezar penosamente con los toscos bloques de mármol que por alguna razón habían sido ignorados o apartados cuando los carros bajaron a Atenas. Era saludable porque en Grecia es posible olvidar que las estatuas son de mármol, y era bueno ver que el mármol se resistía, sólido y duro y terco, al cincel del escultor.
«¡Así eran los griegos!» Y quien oyese tal exclamación supondría que cada uno de los que hablaban tenía alguna conquista personal que celebrar y era el noble vencedor de la piedra en persona. Él la había obligado a convertirse en su Hermes o su Apolo con sus propias manos. Pero entonces los burros, cuyos antepasados habían tenido por establo una caverna, pusieron fin a la meditación, y los jinetes, en fila de seis, descendieron solemnemente colina abajo. Habían visto Maratón y Salamina, y Atenas habría sido también suya de no ser porque quedaba oculta tras una nube; lo cierto es que se sentían acosados por terribles presencias. Y para demostrarse que estaban debidamente inspirados, no sólo compartieron su botella de vino con el séquito de niños griegos, campesinos y sucios, sino que incluso se dignaron hablarles en su propia lengua, como habría hablado Platón si hubiese estudiado griego en Harrow. A otros corresponderá decidir si actuaron o no con justicia; pero el hecho de que los griegos no entendiesen la lengua griega hablada en suelo griego, aniquila de golpe a toda la población de Grecia, hombres, mujeres y niños por igual. En mitad de esta crisis una palabra acudió oportunamente a sus labios; una palabra que bien podría haber pronunciado Sófocles y sancionado Platón; eran «bárbaros». Denunciarlos así no era sólo cumplir con un deber para con los muertos, sino proclamar a los legítimos herederos, y por espacio de algunos minutos las canteras de mármol del Pentélico pregonaron la noticia a todos cuantos podían dormir bajo sus rocas o habitar sus cavernas. El pueblo espurio fue condenado; la raza melancólica y charlatana, lenguaraz y voluble, que había parodiado el discurso y usurpado el nombre de los grandes durante tanto tiempo, fue atrapada y condenada. Obediente al grito, el arriero descendió a lomos de su montura —una mula blanca encabezaba la fila— con el buen talante de quien consigue esquivar cada uno de los golpes que asesta a otro. Pues cuando los ingleses gritaron, el arriero pensó que más valía apretar el paso. Difícilmente hubiera podido tomar decisión más feliz; el momento tenía su palabra; ningún poeta podría hacer más; un novelista probablemente habría hecho menos. Y así, con ese único grito, los ingleses cayeron desordenadamente de su clímax y rodaron con gran estrépito por la ladera de la montaña tan despreocupados y alegres como si aquella tierra fuera suya.
Pero el descenso del Pentélico se ve frenado por una cornisa plana y verde donde la naturaleza parece alzarse por un momento antes de hundirse de nuevo en la colina. Hay grandes plátanos que extienden generosamente sus ramas, y arbustos pequeños, pulcramente alineados, y un arroyo que parece cantar sus alabanzas y las delicias del vino y el canto. Casi se podía oír la voz de Teócrito en el lamento que el agua producía sobre las piedras, y algunos de los ingleses la oyeron, pese a que el texto se encontraba cubierto de polvo en las bibliotecas de sus casas. Lo cierto es que aquí la naturaleza y el cántico del espíritu clásico incitaron a los seis amigos a descabalgar y tomarse un descanso. Los guías se alejaron, aunque no tanto como para no ser vistos mientras hacían sus cabriolas, rodaban y cantaban, se tiraban de la manga unos a otros y hablaban de los viñedos que teñían de púrpura los campos. Pero si algo sabemos de los griegos es que eran gente tranquila, grandilocuentes en sus ademanes y en su modo de hablar, y cuando se sentaron junto al arroyo que había detrás del plátano, se colocaron justo como el pintor habría querido representarlos: el viejo apoyó la barbilla en el bastón de manera que con la frente daba sombra a los muchachos que yacían tendidos en la hierba a sus pies. Y un solemne grupo de mujeres vestidas de blanco pasó por detrás, en silencio, balanceando los cántaros sobre sus hombros. Ningún erudito de Europa habría dispuesto la escena de otro modo o convencido a nuestros amigos de que había alguien con más derecho que ellos a construir tales visiones.
A continuación se tumbaron a la sombra, y no fue culpa suya ni tampoco de los clásicos que su discurso no llegase a la altura, al menos en intenciones, de su noble modelo. Pero puesto que es aún más difícil escribir un diálogo que pronunciarlo, y es dudoso que los diálogos escritos se hayan hablado alguna vez o que los diálogos hablados se hayan escrito, sólo rescataremos los fragmentos que interesan a nuestro relato. Sí diremos no obstante una cosa: que la conversación fue absolutamente espléndida.
Abarcó muchos temas: aves y zorros, si se debe echar aguarrás al vino... cómo hacían el queso en la antigüedad... la situación de las mujeres en el Estado griego... ¡aquello era elocuencia!... la métrica de Sófocles... la forma de ensillar las mulas... y así, cayendo y remontándose como un águila en pleno vuelo, la conversación acabó finalmente en el incomprensible enigma del hombre griego moderno y el lugar que ocupa en el mundo actual. Algunos, de naturaleza optimista, reclamaban un presente para él, otros, menos crédulos pero también optimistas, confiaban en que habría un futuro, y otros, bien dotados de imaginación, recordaban el pasado; pero a uno le tocó combatir todas aquellas supersticiones al tropezar con la cepa de un olivo seco, y tuvo que demostrar a golpe de discurso y de músculo qué habían sido los griegos y por qué han dejado de serlo.
Esta gente —dijo y, mientras hablaba, el sol brillaba en el cielo y un águila dorada planeaba sobre la colina—, esta gente era tan repentina como el alba, y moría como muere el día en Grecia, completamente. Ignorantes de todo cuanto debía ser ignorado —la caridad, la religión, la vida doméstica, el conocimiento y la ciencia— se concentraron en lo bello y en lo bueno, y lo encontraron suficiente no sólo para este mundo sino también para un número infinito de mundos por venir. «Allí donde los griegos se mostraban modestos...» mas para concluir la cita, pues tenía que leer lo que entonces nadie podía decir, recurrió a su Peacock, pero su Peacock había quedado olvidado con un par de calcetines y una lata de tabaco, la más amarga de las pérdidas, en las ruinas de Olimpia, y se vio obligado a retomar el hilo en un nivel algo inferior, aunque no con menos ardor que cuando empezó . Entonces dijo que los griegos, al prescindir de lo superfluo, habían creado al fin la estatua perfecta, o la estrofa ideal, mientras que nosotros, por el contrario, al envolverlas con nuestros sentimientos y nuestra imaginación, habíamos ocultado la forma y destruido la sustancia. Mirad, exclamó, el Apolo de Olimpia, el busto de un muchacho en Atenas, leed Antígona , pasead entre las ruinas del Partenón, y pensad sí queda sitio a su lado o a sus pies para cualquier forma de belleza posterior. ¿No es acaso cierto, como sugiere la imaginación en la oscuridad y la palidez del alba, que había tantas formas de belleza flotando en el limbo a la espera de ser aprehendidas por el pensamiento como las que los griegos habían plasmado en piedra y palabra, y que a nosotros no nos queda sino venerarlas en silencio o, si lo preferimos, remover el aire vacío?
Uno le respondió, alguien cuya persona estaba ya manchada por una peligrosa herejía; pues tan sólo un año antes había esgrimido una teoría enteramente nueva para afirmar que los griegos tenían que dejar, como él decía, «de azotar a los niños malos para que se porten bien.» Y sin embargo era un erudito. Su razonamiento, aunque hemos de prestar atención al diálogo, fue más o menos como sigue, exceptuando ciertas interrupciones que ninguna variación del alfabeto podría expresar.
«Cuando hablas de los griegos», dijo, «hablas como un sentimental y un sensiblero; y te gusta mucho hablar de los griegos. No es de extrañar que los admires tanto, puesto que representan, como has dicho, todo cuanto de noble hay en el arte y de verdadero en la filosofía y, como podrías haber añadido, todo lo mejor de ti mismo. Ciertamente nunca hubo un pueblo igual; y la razón por la que tú —que como recordarás no sacaste más que un aprobado en tu examen de grado— los llamas griegos es porque te parece irreverente llamarlos italianos o franceses o alemanes, o por el nombre de cualquier pueblo capaz de construir flotas mayores que la nuestra o de hablar una lengua que nosotros podamos comprender. No, démosles un nombre que se pueda escribir de distintas formas, que se pueda asignar a distintos pueblos, que los etimólogos puedan definir, que los arqueólogos puedan discutir, que signifique, en suma, todo lo que desconocemos y, como en tu caso, todo lo que soñamos y deseamos. De hecho no hay razón para que leas sus escritos, pues ¿no los has escrito tú? Sus páginas místicas y secretas conservan todo cuanto has considerado bello en arte y verdadero en filosofía. Porque hay, tú lo sabes, un espíritu de belleza que se alza sin bautizar sobre las palabras de Milton, como se alza también sobre la Bahía de Maratón; tal vez pueda escapársenos y desaparecer, porque desconfiamos de los fantasmas. Pero tú, no me cabe duda, estás muy ocupado incluso en este momento bautizándolo con un nombre griego y encerrándolo en una forma griega. ¿No va ya implícito ahí ese «algo de los griegos» que nunca has leído? Y parte —la mejor parte— de Sófocles y Platón y todos esos enigmáticos libros, ¿no está ya en casa? De modo que mientras lees a tus griegos en las laderas del Pentélico niegas que sus hijos sigan existiendo. Pero para nosotros, los eruditos...».
«¡Oh ignorante e ilógico!», interrumpió la respuesta, y así habría continuado hasta el final del párrafo de no ser porque llegó otra respuesta que en aquel momento pareció concluyente pese a que no procedía de los Cielos sino de la ladera del monte. Los arbustos crujieron y se doblaron y una figura de color pardo surgió de su interior, con la cabeza oculta bajo el haz de leña seca que llevaba sobre los hombros. Al principio pensamos que se trataba de un hermoso ejemplar de oso europeo, pero al mirarlo de nuevo resultó que no era más que un monje desempeñando las humildes tareas del monasterio cercano. No vio a los seis ingleses hasta que estuvo junto a ellos, y entonces se irguió y los miró como si hubiesen interrumpido sus placenteras meditaciones. Era un hombre corpulento y bien formado, con nariz y frente de estatua griega. Cierto es que llevaba barba y que tenía el pelo largo, y había sobradas razones para considerarlo sucio y analfabeto. Pero mientras permanecía allí, inmóvil, con los ojos abiertos, una extraña —patética— esperanza cruzó por las mentes de algunos de quienes lo miraban, la esperanza de que fuese uno de esos personajes primitivos que, sumergidos en la tosca tierra, han resistido al tiempo y nos recuerdan los orígenes y la especie aún intacta: podría existir algo parecido al ser humano.
Pero la mente inglesa ya no es capaz —tal vez en Rusia sí gocen de este don— de ver cómo unas orejas desnudas se cubren de pelo o cómo crecen pezuñas donde ahora hay diez dedos. Tienen capacidad para ver algo distinto y, tal vez, quién sabe, algo mejor. El caso es que los seis ingleses tendidos bajo el plátano se sintieron ante todo obligados a recoger sus desmañadas piernas y luego a sentarse y luego a devolver la mirada al monje como suelen mirarse las personas. Tal era la fuerza de los ojos que los observaban, pues no sólo se vieron aclarados por la brisa entre los olivos sino también iluminados por una fuerza que sobrevive a los árboles e incluso a las plantas. Y ciertamente, puedes interpretarlo como quieras, lo mismo da que lo llames hecho o que lo susurres como un milagro —y puede ser las dos cosas—, la luz era tan intensa que hacía murmurar a los árboles y agitarse al aire. Y miles de pequeñas criaturas correteaban por la hierba, y la tierra se volvía sólida bajo los pies en kilómetros y kilómetros a la redonda. La atmósfera tampoco empezaba y concluía con ese día y ese horizonte, sino que se extendía por todas partes como un lúcido río verde, inconmensurable, y el mundo flotaba en su cinturón de eternidad. Así era la luz de los ojos del monje, y pensar en la muerte o en el polvo o en la destrucción tras aquella mirada era como exponer al fuego una hoja de papel de seda. Pues lo atravesaba todo y corría como una flecha trazando una cadena dorada a través de las épocas y las razas, hasta que las formas de los hombres y las mujeres y el cielo y los árboles se alzaban a ambos lados a su paso y se extendían formando una sólida y continua avenida desde un extremo del tiempo al otro.
Y los ingleses no podrían haber dicho entonces en qué punto se encontraban, pues la avenida era tan lisa como un anillo de oro. Pero los griegos, es decir Platón y Sófocles y los demás, estaban cerca, tan cerca como un amigo o un amante, y respiraban ese mismo aire que acariciaba las mejillas y agitaba las viñas, sólo que, como los jóvenes, aún empujaban hacia adelante y cuestionaban el futuro. Una llama como la de los ojos del monje, aunque había vagado por lugares oscuros y brillado sobre la ladera yerma de la montaña y sobre las piedras y los arbolitos atrofiados, había recibido su luz del fuego primigenio; y sin duda seguiría ardiendo en la cabeza del monje o del campesino incluso después de pasadas más épocas de las que el cerebro es capaz de enumerar.
Sin embargo, el monje se limitó a decir xαλησπέ ρα, que significa buenas tardes, y curiosamente se dirigió al caballero que había sido el primero en proclamar la decadencia del pueblo griego. Y mientras éste le devolvía el saludo, poniéndose en pie y quitándose la pipa de la boca, tuvo la certeza de que hablaba como un griego habla con otro, y si Cambridge desaprobaba la relación, las laderas del Pentélico y los olivares de Mendeli la confirmaban.
Pero el crepúsculo que pone fin al día griego caía como un cuchillo sobre el cielo; y mientras cabalgaban de vuelta a casa por el camino que discurría entre los viñedos, las luces se encendían en las calles de Atenas y ellos hablaban de cenar y meterse en la cama.