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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO JUNTOS Y SEPARADOS (por Virginia Woolf)
JUNTOS Y SEPARADOS

La señora Dalloway les presentó diciendo que aquel hombre le gustaría. La conversación comenzó varios minutos antes de que dijeran algo, debido a que, tanto el señor Serle como la señorita Anning, contemplaban el cielo, y en la mente de los dos el cielo siguió vertiendo su significado, aunque de manera muy diferente, hasta el momento en que la presencia del señor Serle, a su lado, se hizo tan patente a la señorita Anning que no pudo ver el cielo, en sí mismo, simplemente, sino el cielo como fondo del alto cuerpo, los ojos oscuros, el cabello gris, las manos unidas, la severamente melancólica (a la señorita Anning le habían dicho «falsamente melancólica») cara de Roderick Serle, y, pese a saber que era una tontería, la señorita Anning se sintió impelida a decir:
«¡Qué noche tan hermosa!»
¡Qué insensatez! ¡Qué estúpida insensatez! Sin embargo, una tiene derecho a decir estupideces, a la edad de cuarenta años, en presencia del cielo, que tiene la virtud de convertir al más sabio en imbécil —en porcioncillas de paja—, y a ella y al señor Serle en átomos, en motas, allí, en pie, junto a la ventana de la casa de la señora Dalloway, y sus vidas eran, a la luz de la luna, tan largas como la de un insecto, y de parecida importancia.
«¡Bueno!», dijo la señorita Anning, palmoteando con energía el almohadón del sofá. Y el señor Serle se sentó, a su lado. ¿Era, el señor Serle, «falsamente melancólico», como le dijeron? Provocada por el cielo, que parecía dar a todo un carácter un tanto trivial —lo que se decía, lo que se hacía—, la señorita Anning volvió a decir algo totalmente vulgar:
«En Canterbury conocí a una señorita Serle, cuando viví allí, de niña.»
Con el cielo en su mente, todas las tumbas de sus antepasados hicieron inmediatamente acto de presencia en la mente del señor Serle, bajo una romántica luz azul, se dilataron y oscurecieron sus ojos, y repuso: «Sí.»
«Descendemos de una familia normanda que vino con el Conquistador. En la catedral está enterrado un Richard Serle. Fue caballero de la jarretera.»
La señorita Anning pensó que, por pura casualidad, había descubierto al verdadero hombre sobre el cual se había construido el hombre falso. Bajo la influencia de la luna (para la señorita Anning, la luna simbolizaba el hombre, ahora podía verla por una rendija en las cortinas, y de vez en cuando le echaba una ojeada), la señorita Anning era capaz de decir casi cualquier cosa, y ahora se dispuso a desenterrar el hombre verdadero sepultado bajo el hombre falso, mientras se decía a sí misma: «Adelante, Stanley, adelante», que era una de sus divisas, un espoleo secreto, o uno de esos flagelos que las personas de media edad a menudo utilizan para fustigar algún vicio inveterado, que era, en la señorita Anning, el de una deplorable timidez, o, mejor dicho, indolencia, por cuando no radicaba en carencia de valentía, sino en falta de energías, especialmente en lo tocante a hablar con hombres, quienes la intimidaban un tanto, por lo que a menudo la conversación de la señorita Anning se extinguía ahogada en vulgaridades aburridas, y era amiga de muy pocos hombres; poquísimos íntimos, realmente, pensaba la señorita Anning, aun cuando, a fin de cuentas, ¿acaso los necesitaba? No. Tenía a Sarah, a Arthur, la casita, el perro chow y, desde luego, aquello, pensó, sumergiéndose, empapándose, incluso mientras estaba sentada en el sofá, al lado del señor Serle, en aquello, en la sensación que tenía, al llegar a casa, de algo reunido allá, de un puñado de milagros, que la señorita Anning no podía creer que otra gente tuviera (ya que era únicamente ella quien tenía a Arthur, Sarah, la casita y el chow), pero he aquí que estaba empapándose de nuevo en la posesión profundamente satisfactoria, pensando que teniendo esto y la luna (la luna era música), podía permitirse el lujo de hacer caso omiso de aquel hombre y del orgullo de aquel hombre en los Serles enterrados. ¡No! Ahí estaba el peligro —no debía sumirse en el torpor—, a su edad, no. «Adelante, Stanley, adelante», se dijo a sí misma, y preguntó al señor Serle:
«¿Conoce usted Canterbury?»
¡Que si conocía Canterbury! El señor Serle sonrió, pensando cuan absurda era la pregunta, cuan poco sabía aquella agradable y serena mujer que tocaba algún instrumento y parecía inteligente y tenía ojos bonitos, y lucía un collar antiguo muy bello— cuan poco sabía lo que significaba. Que le preguntaran si conocía Canterbury. Cuando los mejores años de su vida, todos sus recuerdos, cosas que jamás fue capaz de decir a nadie, pero que había intentado escribir —ah, sí, había intentado escribir (y suspiró)—, todo estaba centrado en Canterbury. Realmente, daba risa.
Sus suspiros y después sus risas, su melancolía y su sentido del humor eran causa de que la gente le tuviera simpatía, y él lo sabía, pero la simpatía que inspiraba no le había compensado de la frustración, y si bien es cierto que se esponjaba con la simpatía que la gente le tenía (efectuando largas visitas a comprensivas señoras, largas, largas visitas), tampoco cabía negar que lo hacía, en buena parte, amargamente, por cuanto no había llevado a cabo ni la décima parte de lo que hubiera podido llevar a cabo, y había soñado llevar a cabo, siendo muchacho en Canterbury. Cuando se encontraba ante un desconocido, sentía un renacer de la esperanza, debido a que los desconocidos no podían decir que no había hecho todo lo que había prometido, y, al ceder a su encanto, le causaban la impresión de que podía comenzarlo todo de nuevo —¡a los cincuenta años! La señorita Anning había tocado el resorte. Campos y flores y grises edificios cayeron goteando en su mente, formando gotas de plata en los esbeltos y oscuros muros de su mente, y fueron goteando hacia abajo. A menudo sus poemas comenzaban con esas imágenes. Ahora experimentaba el deseo de crear imágenes, sentado al lado de aquella serena mujer.
«Sí, conozco Canterbury», dijo el señor Serle en tono evocador, sentimental, invitando, estimó la señorita Ánning, a que le formulara discretas preguntas, y esto era la causa de que el señor Serle pareciera interesante a tantas personas, y había sido esta extraordinaria facilidad y capacidad de reacción en el conversar la causa de todos los males del señor Serle, pensaba éste a menudo, mientras se quitaba los gemelos de la camisa y ponía las llaves y las monedas en la mesa del vestidor, después de una de esas fiestas (y, durante la temporada social de verano, a veces iba a fiestas todas las noches), y, al bajar a desayunar, transformado en un ser muy diferente, gruñón y desagradable, durante el desayuno, en el trato con su esposa, que estaba inválida, y nunca salía de casa, pero tenía viejos amigos que de vez en cuando la visitaban, en su mayor parte mujeres, interesados en filosofía india y en diferentes curas y diferentes médicos, lo cual Roderick Serle declaraba inútil, mediante una cáustica observación tan inteligente que su mujer no podía contradecir, como no fuera con dulces reconvenciones o una o dos lágrimas —Roderick Serle había fracasado, a menudo pensaba, por haber sido incapaz de prescindir totalmente de la sociedad y del trato con mujeres, que era tan necesario para él, y escribir. Se había sumergido excesivamente en la vida, y en este momento cruzaba las piernas (todos sus movimientos eran un tanto alejados de los convencionalismos, y distinguidos), y no se culpaba a sí mismo, sino que atribuía la culpa al carácter desbordante de su personalidad, que comparaba, con resultados a él favorables, con la de Wordsworth, por ejemplo, y, como sea que había dado tanto a los demás, pensaba, apoyando la cabeza en las manos, éstos, a su vez, estaban obligados a ayudarle, y éste fue el preludio, trémulo, fascinante, excitante, de la conversación; y las imágenes burbujeaban en su mente.
«Es como un árbol frutal, como un cerezo en flor», dijo Roderick Serle, mirando a una mujer aún joven, de hermoso cabello blanco. No dejaba de ser una imagen agradable, pensó Ruth Anning, bastante agradable, sí, pero no estaba muy segura de que sintiera simpatía hacia aquel hombre melancólico y distinguido, con sus gestos; y es raro, pensó, la manera en que los sentimientos de una quedan influenciados. No le gustaba el hombre, sin embargo la comparación efectuada por aquel hombre, entre una mujer y un cerezo, le gustaba bastante. Fibras de la señorita Anning flotaban caprichosamente hacia aquí y hacia allá, como tentáculos de una anémona marina, ahora vivamente interesada, ahora frustrada, y su mente, a millas de distancia, fría y lejana, muy alto en el aire, recibía mensajes que resumiría a su debido tiempo, de manera que, cuando la gente hablara de Roderick Serle (y era un hombre popular), ella podría decir, sin la menor duda: «Me gusta» o «No me gusta», y su opinión sería inalterable. Extraño pensamiento, solemne pensamiento, el de proyectar una luz verde sobre aquello en que la humana relación consiste.
El señor Serle dijo: «Es raro que conozca usted Canterbury.» Y prosiguió: «Constituye siempre una impresionante sorpresa» (había pasado la señora del cabello blanco), «cuando uno conoce a alguien» (era la primera vez que se trataban), «por puro azar, y esta persona se refiere a un aspecto superficial de algo que ha significado mucho para uno, se refiere a ello de manera accidental, por cuanto supongo que Canterbury no fue más, para usted, que una bella y antigua ciudad. ¿Ha dicho que pasó un verano allí, en casa de su tía?» (Esto era cuanto Ruth Anning le iba a decir en lo tocante a su visita a Canterbury.) «Y que visitó los monumentos, y se fue, y jamás volvió a pensar en el asunto.»
Que piense lo que le dé la gana; como sea que no le gustaba, Ruth Anning deseaba que aquel hombre se fuera de su lado, habiéndose formado una idea absurda de ella. Sí, ya que, realmente, sus tres meses en Canterbury fueron pasmosos. De ellos recordaba hasta el último detalle, a pesar de que se trató de una visita meramente ocasional, para ver a la señorita Charlotte Serle, conocida de su tía. Incluso ahora, la señorita Anning podía repetir textualmente las palabras que dijo la señorita Serle con respecto a los truenos. «Siempre que despierto, o que oigo truenos por la noche, pienso: Han matado a alguien.» Y podía ver la dura y peluda alfombra, con dibujos en forma de diamante, y los ojos brillantes y pacíficos de la vieja señora, sosteniendo la taza de té, vacía, en el aire, cuando habló de los truenos. Y la señorita Anning siempre veía Canterbury, todo él nubarrones y pálida flor del manzano, y los alargados y grises muros traseros de los edificios.
Los truenos la sacaron de su rico pasmo de indiferencia de la media edad. «Adelante, Stanley, adelante», se dijo; es decir, este hombre no se irá de mi lado deslizándose, como todos los demás, con una falsa idea de mí; le diré la verdad.
«Adoro Canterbury», dijo la señorita Anning.
El señor Serle se animó instantáneamente. Este era su don, su defecto, su destino.
«Ama Canterbury», repitió el señor Serle, «ya veo que es verdad.»
Los tentáculos de la señorita Anning le mandaron un mensaje, diciéndole que el señor Serle era en extremo agradable.
Sus ojos se encontraron; casi chocaron, por cuanto cada uno de los dos tuvo conciencia de que, detrás de los ojos, el ser encerrado que está sentado en la oscuridad, mientras su superficial y ágil compañero se hace cargo de todas las piruetas y gestos para que la representación prosiga, se había puesto bruscamente en pie; se había despojado de su capa; se había enfrentado con el otro. Fue alarmante; fue terrorífico. Eran ambos entrados en años, y bruñidos hasta haber adquirido una esplendente suavidad, de tal manera que Roderick Serle era capaz de ir quizás a doce fiestas durante la temporada social de verano, sin sentir nada que saliera de lo común, o quizá, tan sólo, sentimentales lamentaciones, y el deseo de lindas imágenes —como esa del cerezo en flor—, y, en todo momento, cuajada en su interior, quieta, una especie de superioridad sobre cuantos le rodeaban, una sensación de recursos no utilizados, que, al regresar a casa, le hacían sentirse descontento de la vida, descontento de sí mismo, bostezante, vacío e inconsecuente. Pero ahora, de repente, al igual que una blanca centella en la niebla (sin embargo, esta imagen se formó por sí sola, con el inevitable carácter del rayo, y adquirió carácter dominante), se había producido; el antiguo éxtasis de la vida; el invencible asalto; sí, por cuanto era desagradable, a pesar de que, al mismo tiempo alegraba y rejuvenecía y llenaba las venas y los nervios de latizas de fuego y de hielo; era terrorífico. «Canterbury, veinte años atrás», dijo la señorita Anning como quien pone una pantalla alrededor de una intensa luz, o cubre un ardiente melocotón con una hoja verde, por ser demasiado fuerte, demasiado maduro, demasiado opulento.
A veces la señorita Anning deseaba haberse casado. A veces la fría paz de la media edad, con sus automáticos medios para proteger la mente y el cuerpo de roces y heridas, le parecía, en comparación con los truenos y la pálida flor del manzano de Canterbury, bajuna. Era capaz de imaginar algo diferente, más parecido al rayo, más intenso. Podía imaginar una sensación física. Podía imaginar...
Y, cosa rara, por cuanto ésta era la primera vez que le veía, los sentidos de la señorita Anning, aquellos tentáculos que la emocionaban y la frustraban, dejaron ahora de enviar mensajes, ahora reposaban tranquilos, como si ella y el señor Serle se conocieran tan bien, estuvieran, en realidad, tan íntimamente unidos, que les bastara con flotar, el uno al lado del otro, río abajo.
De entre todo, nada hay más raro que el trato humano, pensó la señorita Anning, debido a sus cambios, a su extraordinaria irracionalidad, y ahora su antipatía se había transformado en algo que casi era el más intenso y apasionado amor, pero tan pronto se le ocurrió la palabra «amor», la rechazó, y volvió a pensar cuan oscura era la mente, con tan pocas palabras para todas esas pasmosas percepciones, esas alternaciones de dolor y placer. Sí, ya que, ¿cómo denominar aquello? Aquello que ahora sentía, el alejamiento del humano afecto, la desaparición de Serle, y la inmediata necesidad que los dos tenían de ocultar aquello que era tan desolador y degradante para la humana naturaleza que todos se esforzaban en ocultarlo a la vista, sepultándolo; aquel alejamiento, aquel ataque al sentimiento de confianza. Y, en busca de una decente, reconocida y aceptada forma de enterramiento, la señorita Anning dijo:
«Desde luego, hagan lo que hagan, jamás conseguirán estropear Canterbury.»
El señor Serle sonrió; lo aceptó; descruzó las piernas y volvió a cruzarlas en sentido inverso. Ella había interpretado su papel; él, el suyo. Y así acabó. Y sobre los dos descendió instantáneamente la paralizante ausencia de sentimientos, en la que nada estalla en la mente, en la que sus muros parecen de pizarra, en que la vaciedad casi duele, y los ojos, petrificados y fijos, ven una misma cosa, siempre la misma —una forma, una parrilla para leños del hogar—, con una exactitud que es terrorífica, debido a que no hay emoción, ni idea, ni impresión de clase alguna que acudan a cambiarlo, a modificarlo, a embellecerlo, por cuanto las fuentes del sentimiento parece se hayan secado, y la mente queda rígida, al igual que el cuerpo. Pétreos como estatuas, tanto el señor Serle como la señorita Anning no podían moverse ni hablar, y tuvieron la impresión de que un mago les hubiera liberado, y de que la primavera hubiera infundido torrentes de vida en todas sus venas, cuando Mira Cartwright, dando una maliciosa palmadita en el hombro al señor Serle, dijo:
«Te vi en los Maestros Cantores, y te hiciste el loco. Grosero», dijo la señorita Cartwright, «mereces que no te vuelva a dirigir la palabra en toda la vida.»
Ya podían separarse.

(cuento dentro del volumen "La casa encantada y otros cuentos")


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