CUENTO EL EXTRAñO CASO DE LA SEñORITA V. (por Virginia Woolf)
Suele decirse que no hay soledad como la de quien se encuentra solo en medio de la multitud; los novelistas no dejan de repetirlo; el patetismo es innegable. Y ahora, desde que conocí el caso de la señorita V., también yo he llegado a creerlo. Una historia como la suya y la de su hermana —aunque es curioso que al escribir sobre ellas un solo nombre sirva indistintamente para ambas— basta para que uno recuerde de golpe a una docena de hermanas como ellas. Una historia así sólo es posible en Londres. En el campo podría haber sido la mujer del carnicero o del cartero o del Pastor; pero en una ciudad tan civilizada el civismo de la vida humana se reduce al mínimo espacio posible. El carnicero distribuye su carne por el vecindario; el cartero echa sus cartas en el buzón, y se sabe que la mujer del Pastor arroja las misivas pastorales en la misma y conveniente ranura: no hay que perder un momento, dicen todos. Y así, aunque nadie se come la carne, ni lee las cartas, ni obedece las observaciones del Pastor, los demás no se enteran. Hasta que un buen día estos ciudadanos deciden tácitamente que no se atenderá más al número 16 o al número 23. Se lo saltan en sus rondas, y la pobre señorita J. o señorita V. queda fuera de la cadena de la vida humana y olvidada de todos para siempre.
La facilidad con que semejante destino puede acontecer a cualquiera indica que es realmente imprescindible hacerse valer para no ser pasado por alto. ¿Cómo podría nadie volver a la vida si el carnicero, el cartero y el policía decidiesen ignorarlo? Es un destino terrible. Creo que es el momento de volcar una silla para que el vecino de abajo sepa al menos que estoy viva.
Pero volvamos al extraño caso de la señorita V., tras cuya inicial se oculta —que quede claro— también la persona de la señorita Janet V.: aunque tampoco es necesario hilar tan fino.
Andaban por Londres desde hacía unos quince años. Se dejaban ver por ciertos salones o galerías de arte y cuando decías:
«¿Cómo está, señorita V.?», como si estuvieras acostumbrado a encontrarte con ella a diario, ella respondía, «¿Verdad que hace buen día?» o «¡Qué mal tiempo estamos teniendo!» Y entonces tú te marchabas y ella parecía pasar a formar parte de un sillón o de una cómoda. El caso es que no volvías a acordarte de ella hasta que, quizá al cabo de un año, se despegaba del mobiliario, y una vez más se repetían las mismas palabras.
Un vínculo de sangre —o cualquiera que fuese el fluido que corría por las venas de la señorita V.— quiso que mi destino fuese el de tropezar con ella —o atravesarla, o dispersarla, no sé cuál sería la expresión adecuada— más a menudo que con cualquier otra persona, hasta que esta breve escena llegó a convertirse casi en hábito. Ninguna fiesta, concierto o exposición resultaban completos sin la presencia de su familiar sombra gris. Y cuando, hace ya algún tiempo, dejó de cruzarse en mi camino, tuve la vaga sensación de que algo faltaba. No voy a exagerar diciendo que sabía que lo que faltaba era ella; pero tampoco faltaría a la verdad si empleo un término indefinido.
Y así fue como me sorprendí a mí misma buscándola con la mirada en una habitación llena de gente, con indecible inquietud. Todo el mundo parecía estar allí, pero era evidente que algo faltaba en el mobiliario o en las cortinas, ¿o es que habían quitado un cuadro de la pared?
Una mañana me desperté temprano —en realidad, al alba— y grité «¡Mary V.! ¡Mary V.!» Era la primera vez, estoy segura, que alguien gritaba su nombre con tanta convicción; por lo general parecía un epíteto insulso, usado únicamente para rematar una frase. Pero mi voz no logró, como yo en parte esperaba, convocar a la persona o la apariencia de la señorita V.: la habitación permaneció desdibujada. Durante todo el día sentí el eco de mi propio grito en el cerebro; hasta que tuve la certeza de que me encontraría con ella en cualquier esquina, como siempre, la vería desvanecerse y quedaría satisfecha. Pero no apareció; y creo que me sentí contrariada. El caso es que aquel extraño y fantástico plan volvió a mi mente esa noche, mientras yacía despierta en la cama. Al principio no fue sino un mero capricho, pero poco a poco fue cobrando fuerza y emoción, hasta que me puse a llamar a Mary V. en persona.
¡Ay, qué insensato, extraño y divertido resultaba —ahora que pienso en ello— seguir la pista de la sombra, averiguar dónde vivía y si vivía, y hablarle como si fuese una persona igual a todas las demás!
¡Imaginen lo que sería coger un autobús para visitar la sombra de una campanilla en Kew Gardens cuando el sol se encuentra justo en su cénit! ¡O atrapar la pelusa de un diente de león, a medianoche, en una pradera de Surrey! Pues esta expedición era mucho más fantástica que cualquiera de las mencionadas; y mientras me vestía para iniciarla me reí, y me reí al pensar en los preparativos que mi tarea requería. ¡Botas y sombrero para Mary V.! Resultaba de más incongruente.
Por fin llegué a la casa donde vivía y al mirar el letrero descubrí que indicaba con ambigüedad —como hacemos todos— que estaba en casa y había salido al mismo tiempo. Una vez ante su puerta, en el último piso del edificio, llamé con los nudillos y toqué el timbre, esperé y escudriñé; nadie acudió a abrir; y empecé a preguntarme si las sombras podían morir y cómo las enterrarían. Entonces, una criada abrió lentamente la puerta. Mary V. había estado dos meses enferma; había muerto ayer por la mañana, a la misma hora en que yo grité su nombre. De modo que nunca más volveré a encontrar su sombra.