CUENTO LA PASAJERA (por Julia Ibarra)

Comprendió que hasta entonces su vida había sido una página en blanco. Ningún episodio de su infancia, de su adolescencia ni de su juventud estaba consignado en ella. Tampoco sus gozos ni sus sufrimientos. Ni siquiera la memoria de Germán, con el que llevaba casada ocho años.
Lo único que estaba escrito con destemplada caligrafía era un nombre: Inés Sepúlveda.

Recordaba que en el tanatorio además del cadáver de su marido, había el de una mujer y que varias personas lo lloraban en silencio. Recordaba que se sintió blanco de miradas rencorosas. Aquellas miradas no dejaron de perseguirla en la primera noche de viudez y al día siguiente, después de la lectura de los periódicos tuvo que asociarlas al nombre de Inés Sepúlveda, soltera, de veinticuatro años que acompañaba a Germán en el viaje y que había perecido con él en la carretera, a consecuencia de un trágico accidente de circulación.
Desde ese día se observó como objeto de morbo o de piedad entre parientes y amigos, pero no quiso nunca indagar en la biografía y circunstancias de Inés Sepúlveda. No quiso saber si se trataba de un hecho fortuito, de una coincidencia, de un mero azar o si había existido una relación asidua que la hubiera convertido en amante de Germán.

Tras un minucioso examen de las agendas del esposo y de un control exhaustivo de fechas y de datos, se dedicó a reconstruir sus últimos viajes de negocios. Imaginaba en el coche, a su lado, a la pasajera, le adjudicaba un rostro gracioso, un gesto desenfadado, unas gafas misteriosas, un pañuelo de gasa que le envolvía la cabeza, anudado bajo la barbilla, la acostaba con él en camas matrimoniales de hoteles de cinco estrellas, le concedía el regocijo de los desayunos entre sábanas de hilo de Holanda, terrazas luminosas o restaurantes lujosos para los almuerzos, paseos cogidos de la mano, visitas a museos, cines y teatros. Y de ese modo escribía para borrarlo luego a cuenta de las lágrimas sobre la página con el único nombre de Inés Sepúlveda.

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