Añadir esta página a favoritos
CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO ANGOR PECTORIS (por Julia Ibarra)
Fachenda, todo fachenda, abundancia y lujo de barbas, flecos de pestañas, destellos en la mirada, labios y sonrisas de cromo, acentos melifluos de mignon acompasados con frases líricas, trascendentes en su brevedad, «qué magnífica puesta de sol», «qué fabulosa representación», «qué gótico tan sensacional», «qué romántico tan increíble». Todo fachenda y sólo fachenda, la camisa entreabierta deja al descubierto el moreno de la piel, la soberbia musculatura, las piernas se ajustan muy ceñidas a la funda de unos pantalones de cuero o pana negros, piernas con esbeltez de mujer y el contoneo incesante del trasero, el movimiento rítmico de las caderas. Tan pronto estira, tan pronto contrae los dedos de las manos, dedos que parecen algo, que parecen de alguien importante.

Fachenda: amigos y amigas del más elevado rango social, partidas de golf, deporte de montaña, paseos en yate. Ahora regresa mohíno de la noche, del alcohol y de la aventura. Yace tendido sobre la cama, se le ha descompuesto el semblante con los vapores de la juerga, se le ha puesto vidriosa la mirada, las barbas desmadejadas y lacias, pero él, siempre señor, dueño absoluto y rey del hogar, mientras se desviste da órdenes imperiosas: «Irene, apaga esa luz que me está molestando», «Irene, tráeme un vaso de leche a ver si me desintoxico», «Irene, que no se despierten los niños», «Irene, cámbiale los pañales a Rafaelito que huele que apesta» («Ella que no proteste que le regalo un hijo cada año»). Cochino mignon, danzarín de yeso, piernas de saltos y de pases de un estrafalario ballet, no me toques que me pinchan tus barbas y tienen fiebre tus mejillas de cartón.

Me acuerdo del día de nuestra boda, nos casamos al amanecer porque él pretendía ser original. Al principio yo me había dejado deslumbrar por el portentoso edificio de su cuerpo de carnes bruñidas, densas y apretadas, un cuerpo elástico de supermán. «Guapo tu novio, Irene, qué figura la suya, rica, que parece aquel artista de la televisión americana de revólver en el cinto», y mi madre que me pregunta un día; «¿en qué trabaja?», y yo riendo como si me hubiese vuelto loca: «en nada, es igual que un payaso de papel, no llega a payaso de trapo, cometa de varios colores que vuela por el aire». Mi madre asombrada: «¿de qué vais a vivir?», «pues no lo sé, del papel, de los colores, déjame, madre, llevo dentro un hijo suyo, él es guapo y triunfará cualquier día en el cine o en el teatro».

Estate quieto que llevo el quinto hijo en mis entrañas. Cuando crezcan él y los otros pronunciarán tus mismas frases almibaradas, «fabulosa representación esta de Hamlet», «increíble escenario el de la plaza de la Catedral». ¿A quién has oído tú esos términos altisonantes, bailarín de aire?, tú que no lees ni la hoja de un periódico, ni una crítica teatral, que no escribiste tres líneas seguidas en tu vida ni alcanzaste dos minutos de reflexión y soledad a lo largo de toda ella, que estás vacío como esas nubes que se retiran y dejan paso cuando el avión cruza el espacio, tú que te sostienes en la cúpula de la alta sociedad gracias a unos cuantos adjetivos admirativos, «fabuloso», «increíble», «fenomenal». Te tendría lástima, pero no lo mereces porque todo te da igual, todo te resbala por tu carne apretada, por el barniz de aceites y cremas para el sol con que untas tu piel. No te mueve estímulo alguno ni siquiera el del placer, te disuelves en fuegos artificiales y estallidos de pólvora, en cohetes de procesión de pueblo. Es tu belleza, sólo ella y tu apostura las que arrastran, me arrastraron a mí, arrastrarán a otros.

Luego le explicaré a mi madre que mi marido sigue sin colocación, que no vale para las tablas y eso que vaya cómo menea las caderas, con cuánto brío y cadencia. Lo rechazaron en el teatro, madre. Déjeme pasar, portero, que soy la esposa de don Rafael Otero de Torrevieja y le van a hacer un ensayo especial; ya lo estoy viendo en una silla, un poco pálido a pesar del moreno de la montaña, agita los brazos en el aire, pone en relieve las manos, marca grandes uves entre los espacios vacíos de los dedos, adopta la máscara trágica de Laurence Olivier: el escenario se halla medio a oscuras, una penumbra piadosa difumina sus rasgos de pobre mignon y el director «recite —le dice—, empiece de nuevo.

Más alto. Cambie la modulación. Esos registros, póngales mayor patetismo». Y mi macho que comienza a tambalearse, que parece que le da mal, que la silla vibra como si hubiese un duende haciendo travesuras por debajo y él que se afloja, se ablanda, resbala y se derrumba poco a poco sobre el suelo. «Cójanlo que se está cayendo, que se cae.» Bobo, Hamlet ridículo, no llores más, levántate, vámonos que para esto no sirves. Has fracasado en el intento aunque el director era amigo de mi padre y se había ofrecido para darte una oportunidad.

¿Y ahora qué hacemos? Fíjate cómo está la vida, madre. Cuatro años llevo casada con este espantapájaros de cazadora y pantalones de cuero y ya nacieron cuatro vástagos, nacerá el quinto y no habrá tregua para semejante monstruo de inconsciencia. Ya me dirás qué debo hacer. Fracasó en el teatro, te lo he contado. En el cine ocurrió algo parecido, pero más aparatoso. Déjeme pasar, portero, que soy la esposa de don Rafael Otero de Torrevieja y le van a hacer unas pruebas. Ya lo han maquillado agrandándole los ojos con rimmel y pestañas postizas, ya se convierte en el centro de todas las miradas, ya se dispone para las consabidas poses de rufián, ya se aproximan al futuro astro las cámaras, ya giran a su alrededor iluminándolo los enormes focos. Le colocan delante una belleza lánguida, la artista o vedette de turno y le ordenan mover eróticamente el cuerpo y besarla en los labios. Y este es el juicio: que no besa bien, que no sabe desempeñar el papel de chulo —¡quién lo creería!. Vaya desastre, rompe a llorar de rabia e impotencia, las lágrimas y el rimmel forman un nubarrón en el que se derriten los afeites y se destiñen arrastrando consigo las pestañas postizas. Así, con esa traza, hecho un acordeón de hipos, salió del plato, y a medida que bajábamos en el ascensor el llanto se le iba secando, y cuando llegamos a la calle estaba tan contento y tan airoso con el habitual balanceo de las nalgas. Las pestañas se le habían quedado colgadas de los pelos de la barba, quizá luego cayeron en el mármol de la portería, en las aceras o volaron por el aire pegajosas como moscas.

«Oficinas ni hablar —dijo un día—, me marean los números, se me va la cabeza con las divisiones.» «Tonto, que ahora hay máquinas calculadoras que no ocupan nada, te metes una en el bolsillo del pantalón y en paz.» Y él «que no, que no quiero, que me pongo malísimo sólo con mirar los números, que sufro unas jaquecas atroces». «Pues anda, guapo, tú verás lo que hacemos.» «Ya surgirá cualquier cosa, preciosa.»

Precioso él, la piel tostada por el sol de la montaña o de la playa y yo mientras pudriéndome en casa con los cuatro críos, todos dorados y rubios igual que el padre. Cómo baila Teresita en la punta de los pies, cómo da vueltas al son de la música de los discos que parece una peonza y qué cabriolas y contorsiones de circo. Y Luis y Sonia, tan pequeñitos y tan flexibles sus cuerpos.

Un día llegas a casa y nos encuentras muertos a los cinco de un escape de gas. Abro la llave y en unos instantes ya está. Él no escucha. «Anda, linda, que te doy un hijo por año. ¡Menudo regalo! No te quejarás. Valgo mucho, soy un tío fenomenal. Lo que pasa es que tú no me comprendes e ignoras lo que hay dentro de mi cabeza.» «No lo ignoro, marica, no lo ignoro. Dentro de tu cabeza hay papeles de color y media docena de adjetivos para ir tirando. Eres cometa de poca altura, de escaso vuelo, juguete de niños. Eres señorito de oropel, figura decorativa, figura de cartón de falla valenciana.»

En este cavilar sobre la vaciedad que me rodea, dejándome resbalar por la rampa del desengaño, queda atrás el amanecer y ya se ha desperezado la casa con los gritos y lloros de los niños. Sólo él sigue dormido aunque he subido con furia las persianas para meter ruido. Venga, levántate que no quiero perderme el espectáculo de tu despertar, de tu rostro abriéndose todavía congestionado por el sueño, de ese lujo de bellas facciones que te gastas crispándose al primer contacto de la luz del día.

Tu dormir es tan profundo que llega a absorber como un océano las contracciones de tu corazón. Estás frío, se te han helado las manos. Y esa mueca extrañísima de dolor y de asco en los labios... ¿Habrá sido la causa el olor a caca de Rafaelito? Pero ¿qué pasa? Si no respira, si no se mueve, si parece que está muerto. ¿Muerto? ¿Habrá muerto mi marido, el padre de mis hijos? Doctor, lo llama la señora de Rafael Otero de Torrevieja. Dése prisa, doctor, coja el coche enseguida. Mi marido se ha puesto malísimo... Yo creo que está muerto. Por favor, vecinos, acudan a mi casa. Ayúdenme... Mi marido... ¿Qué dice, doctor?... ¿Que no hay nada en absoluto que hacer? ¡Dios mío! ¿Cómo es posible?... Sí, le explicaré, doctor, lo que usted quiera. Yo me he pasado la noche en la cama, a su lado, sin dormir. Le parecerá una estupidez, una incoherencia en estos momentos, discurriendo, dándole vueltas a una especie de gigoló, de muñeco de cartón, de supermán de falla valenciana que acaba de quemarse y no oí ningún quejido. Se acostó muy cansado, ya de madrugada. Irene, apaga esa luz. Irene, tráeme un vaso de agua, Irene cambia los pañales a Rafaelito que huele que apesta, y yo cumplía todas sus órdenes. Ahora, dígame, doctor: ¿cuál ha sido la causa de su muerte? ¿Cómo?... No entiendo bien. ¿Podría repetírmelo? ¿De angina de pecho?.... Es lo más absurdo que he escuchado en mi vida. No se enfade, doctor, por Dios, no se enfade, no me lo tome a mal. Si yo no dudo de su ciencia, pero me sorprende el diagnóstico. Me cuesta creer que mi marido haya muerto de lo que mueren los ejecutivos, los hombres de negocios, todos esos seres importantes que marchan en el avión de la mañana para volver en el de la noche del mismo día, vestidos con impecables trajes oscuros, llevando en la mano derecha un maletín necessaire. Él no fue nunca más que un fantoche. No se escandalice, doctor, no se escandalice, ¿por qué ocultarle la verdad? ¿No son los médicos como confesores? Se acostaba a las tantas, se levantaba casi a la hora de comer, sin ayudar en casa, sin trabajar fuera. Si lloraba, que también lloraba, se le secaban rápidamente las lágrimas.

Silencio, niños, silencio, no te pongas tú ahora a bailar, Teresita, que se ha muerto papá de angina de pecho. El día de mañana, cuando seáis mayores, podréis publicar a los cuatro vientos que vuestro padre falleció un amanecer de angina de pecho, y eso no es cualquier cosa. Es la herencia, el renombre, además de la belleza, que os ha dejado Rafael Otero de Torrevieja.


OTROS CUENTOS DE Julia Ibarra
Cuentos Infantiles, audiocuentos, nanas, y otros en CuentoCuentos.net © 2009 Contacta con nostrosAviso Legal

eXTReMe Tracker

La mayoría del material de CuentoCuentos.net es proporcionado por nuestros usuarios, proveniente del grandísimo almacén que es la red. Si considera que alguno del material expuesto vulnera sus derechos y/o prerrogativas, le rogamos que nos lo comunique contactando con nosotros