Yo estuve allí
A la ciudad de Toledo.
Yo estuve allí, amigo, en tus entrañas de piedra medieval impregnadas de misterios, y pude notar, para mis adentros, el palpito desbocado de tu corazón callado, un corazón morisco, quizás corazón cristiano, que se escondía tímido en los perfiles opacos de un aroma dulzón, disimulando amores y desagravios. Yo estuve allí y sentí sobre mi carne el miedo de la sombra que indagaba por las paredes, rauda como un leopardo y triste como un fantasma, unos ojos que mirasen en busca de un engaño. Y vi también un crucifijo tímido muriendo eternamente sobre la blanca pared de una vieja sinagoga, como recuerdo infame de un Jesús deslustrado. Yo pude oír tu canción inmortal, con sones de viola antigua que sonaba perdida tras la esquina. Extraño condimento que hipnotizaba el alma, antes de subir hasta la cúpula estrellada de tu noche enamorada, como si fuera un secreto de una vieja cortesana, en vez de música, y era tan fría, tan dura como el acero que forja tus espadas, y a la vez tan tierna y cálida como el terciopelo femenino de las enaguas de ésa damas que murmura y a la vez que te aman. Yo estuve allí, y juro por Dios, que me robaste el alma.
Tu me miraste absorto, con tus ojos de torres elevadas. Yo te miré asombrado, con los ojos del hombre que perdido, recorre sin cesar tus mil caminos, presintiendo en tus aceras la cervantina figura que encontré en el bronce que perpetúa su recuerdo bajo las puertas de un arco. Otras puertas, de madera rancia y de tosco tacto, protegían para siempre en la oscura intimidad de la que sólo ellas son dueñas, el entierro sempiterno del Conde de Orgaz, como homenaje inquebrantable del que fuera tu insigne pintor: El Greco. Hasta allí llegué, sin darme cuenta, y jamás me fui. Allí me quedé en cierta forma, enfermo de amor, pesaroso de recuerdos y sólo, completamente sólo.
Continué buscando la esencia de tu alma, como quien anhela encontrar el beso cálido de una enamorada, perdiéndome sin querer por esas callejas estrechas, quebradas y desiguales, que destilaban tu historia como caudal de agua. Calles que eran ríos por donde fluía orgulloso tu pasado, un tiempo inolvidable de nostalgias, de recuerdos desdeñados que se arrojaron al Tajo para morir ahogados. Sentí como si aún resonaran las infinitas risas de los miles de niños que en ellas alguna vez jugaron.
Yo me quedé prendado del presagio de amor prohibido y turbio que se asomaba a tus puentes medievales, el de Alcántara, puerta generosa abierta siempre para acoger al peregrino que orando llega hasta ti para beber de tu magia y de tus milagros, o el de San Martín, que aún guarda celoso, entre sus torres inexpugnables, el secreto acallado de la mujer del alarife. Parece reír a hurtadillas, evadiendo la verdad, presumiendo del misterio que encierran su piedras, ocultado amores mal vividos, tapando arrepentimientos y vergüenzas, exhibiendo a todos para que quedase constancia de la clemencia arzobispal, compasivo clérigo que supo entender el pecado de amor y la imaginativa abnegación de una mujer sin igual que jamás temió a las sombras y supo pedir al fuego la solución que su marido rogaba a un Dios sordo que desatendía plegarias. Hasta allí llegó y allí también quedó por siempre en la piedra de un nicho sobre la clave central.
Así te vas mostrando, mi gran amigo, dejándote ver al tiempo que me desvelas tus mil leyendas, abandonándote a quien te quiere descubrir poquito a poco, serpenteando sobre tus adoquines, antaño prodigados por las pisadas de bizarros caballeros que orgullosos mostraron sin pudor sus capas blancas. Sobre ellas la cruz de malta roja, roja como la pasión, roja como la sangre derramada que supo siempre defenderte de invasiones y traidores. Aquí me tienes, batiéndome en la visita de tus cuatro puertas inmemoriales, la de Sol, las dos de Bisagra y la de Cambrón, nazarí, castellanas y musulmana.
Desde sus piedras, como cascada que se derrama, resbalan los secretos escondidos en las rendijas y en los recovecos, deslumbrando al aliento de quien busca sin cesar el alma infinita de Toledo, como quien busca oro en las montañas. Y Toledo, misterioso y austero, te observa receloso y te deja caminar mostrándose poquito a poco, sin aspavientos, sin exagerado orgullo.
-¿A dónde guardas la memoria de aquel rey que llamaron El Sabio?- Pregunta el caminante que rebusca en tus entrañas. Quizás en el sabor castellano del mazapán sin igual, ése dulzor de almendras que se degusta en tus plazas al calor de un sol otoñal que calienta a retazos.
-¿Por qué no hay bronce que grite el recuerdo de Zorrilla? ¿Olvidaste a Garcilaso?- Vuelve a preguntarte el visitante. -¿Y otros tantos que te amaron y escribieron sobre ti, o desde ti al mundo entero? –Tu sonríes con esa risa sin boca, sin labios y por fin te abres sabedor de que también a ése hombre, como a tantos, le has robado el corazón.
¡Ahí!, Toledo. ¡Ahí! Toledo, amigo mío. Te quise conocer un día, saber de la gallardía caballeresca que rellena orgullosa el interior oscuro de tus armaduras, y allí me quedé prendado, cegado por la luz preciosa de tus muros, absorto en el amor destilado de tu corazón multicolor que late sin cesar. Corazón cristiano, corazón moro. Te prometo, mi querida ciudad, que no hay vez que los ojos cierre, y que no vea el brillo candoroso, la caricia tenue de mujer, el vestido blanco que te envíele, y la tez suave de tu ambiente derramándose por tus calles.
Saborearte es sonsacarte, a golpes de paladar satisfecho, que el cuchifrito se prepara con huevos, azafrán, tomate y vino blanco. Plato que es para tu mesa digno representante de tus guisos . El cuchifrito es cordero, no podía ser otra cosa. Si acaso, sólo de vez en cuando, cambiado por la perdiz estofada, o la tortilla magra, y poco más, que no hay manjares merecedores de reyes como esos.
Ignacio Bermejo Martinez