(“Cuento de Gitanos”“Pastorita”)
Aquella noche tenía un brillo especial. La luna llena se reflejaba sobre el agua de la alberca y parecía como si fuera un queso que ondulaba, bailando al son de la suave brisa.
La tierra húmeda desprendía un agradable frescor, y el aroma con el que la dama de noche embriagaba, endulzaba el olfato e invitaba a relajarse, tumbado sobre la hierba, contemplando los luceros del cielo.
Solo se oían lejanos, los grillos y algún que otro búho cazador que al acecho, vigilaba su presa, escrutando el tiempo en busca del mejor momento para lanzarse sobre ella. Un perro aullaba, quizás asustado, mientras que el resto del mundo ya dormía.
Del otro lado de las tunas, acercándose por el camino de piedras, una patulea de gitanos que alborotaban rompiendo el sacrosanto silencio de la huerta.
Aquellos extraños hombres que habitaban en las casuchas de lata cercanas a la playa, siempre me habían dado miedo y al tiempo me habían fascinado. Un halo de fascinante misterio los envolvía.
Ellos vivían al margen de la gente, de espaldas al resto, y a pesar de ser los más humildes, parecían ser los más felices, a juzgar por lo contentos que parecían siempre estar. Solían cantar todos juntos por las noches, en las que se sentaban alrededor de una hoguera, a la intemperie, tocando las palmas, haciendo que los cuerpos delgados de los mas jóvenes, de piel oscura, tostada y aceituna, se contonearan en la noche como si fueran humo, en una danza que se me antojaba mágica.
Escandalizaban en la madrugada, llevando a empujones a la joven Pastorita.
Era aquella chica, la única con la que yo había hablado en alguna ocasión. Yo solía jugar sobre la pajereta de piedra ostionera que separaba aquel camino de pedruscos de la limpia arena de la plaza de la iglesia. Era para mí aquel muro descarnado, un singular camino por donde mis coches de carrera improvisaban una imaginaria carretera llena de sobresaltos. Pastorita de vez en cuando se acercaba por la plaza, y se quedaba mirando. A mí me daba la impresión de que quería jugar, pero yo no decía nada. Ella era gitana y yo temía que terminara robándome el juguete.
Llegaban envueltos de tanta violencia, que sentí pavor y me oculté en la sombra, tras las hierbas. A la joven la empujaban y la golpeaban. Una señora gruesa, probablemente la mayor, incluso la insultaba. Pastorita lloraba sin consuelo. Al pasar a mi vera, procuré fijarme en su cara lo mejor que pude. Estaba mojada, impregnada de lagrimas amargas que descolocaban el hollín oscuro de su piel en mayúsculos churretes que brillaban. La llevaban a manotazos, como a una virgen a la que fueran a sacrificar.
Cuando los gitanos pasaron y cuando se encontraron a una prudente distancia, yo salí corriendo para mi casa, aterrado, aunque preguntándome a donde llevarían a Pastorita.
No comenté aquello con nadie, aunque lo que sí es cierto es que a la mañana siguiente fue encontrado, tirado en una huerta abandonada, el cuerpo de un pequeño niño recién nacido, a quien alguien le había arrancado el corazón.
Yo presentía que aquella misteriosa aparición tenía algo que ver con lo que había visto, pero como ya digo, siempre me faltó valor para preguntar o simplemente para decir algo al respecto.
Pasaron los años desde aquella noche, y yo dejé de ser niño y me marché de allí. Con el tiempo volví a encontrarme con Pastorita alguna que otra vez. Ella era una gitana adulta, mal vestida, poco aseada, que solía pedir limosnas por el mercado de la ciudad.
En alguna que otra ocasión me pidió también a mi, ofreciéndose para echarme la buenaventura. Era obvio que ella no me reconocía. Yo a ella si, a pesar del paso del tiempo y del cambio físico que ambos habíamos experimentado.
Un día cualquiera, uno de esos que sin saber por que te coge el cuerpo con un poco mas valor que el resto, cuando ella se acercaba hasta mí, pidiendo por las mesas, me levanté, saqué algunas monedas de mi cartera para dárselas, pero antes de que se marchara la tomé del brazo y llamándola por su nombre la saludé. Ella pareció asustarse mucho. Con mi talante amable traté de hacerle ver que mis intenciones no eran malas y que nada tenía que temer. Yo solo pretendía aclarar aquella duda, que como una herida abierta, seguía escociendo en mi alma, por lo que le pregunté con arrojo sobre aquella noche. Le dije que yo había estado allí, que lo vi todo. A ella se le descompuso la cara. De una pequeña bolsita de cuero que llevaba colgada del cuello, sacó siete pequeños granates rojos que parecían lágrimas, me las enseñó, las depositó en mi mano y salió corriendo despavorida. Traté de seguirla, pero nada mas salir del bar donde nos encontrábamos se perdió adentrándose en el tumulto de personas que iban y venían por las calles del mercado.
Pasaron largos meses hasta que de nuevo volví a encontrarme con ella. Aquellas lagrimitas rojas de cristal que me dio, aún me llenó mas de intriga y de curiosidad.
Al principio se mostró reacia a hablar conmigo. Era lógico. Se sentía muy asustada, pero al fin pude convencerla un día para que se sentara y me narrara lo que ocurrió aquella triste y lamentable noche.
Ella comenzó contándome como hace muchos años, crecía feliz en aquellas chabolas de la Casería de Ossio, donde se crió. Su vida era mas o menos agradable y despreocupada, dado que por su condición gitana, ni siquiera iba a la escuela, dedicándose todo el tiempo a gandulear, jugando con los perros y los gatos casi salvajes que crecían por allí. Todo cambió drásticamente cuando ella se desarrolló y dejó de ser niña para convertirse en mujer. Cuando aquello ocurrió su vida se complico mucho, ya que su padre, un gitano viejo, borracho y sin moral, empezó a requerirla por las noches en la intimidad oscura de su covacha. Al principio solo la acariciaba, luego con el tiempo, la desnudaba, masturbándose grotescamente mientras la observaba a la luz de una vela, el muy cerdo, y al final ocurrió lo que Pastorita tanto temía. Una noche que llegó mas borracho que nunca, la trincó por el pelo, la adentro en su cuartucho, le arrancó la ropa y la poseyó.
Aquella experiencia traumática debió de ser fortísima. Ella sufrió muchísimo. Me pongo en su piel y no sé si yo hubiera sido capaz de aguantar tanto. Lo cierto es que a partir de aquella primera vez, fueron muchas las noches en que aquel desalmado e inhumano padre requería de los favores sexuales de su propia hija.
Tanto fue el cántaro a la fuente que al final ocurrió lo que era lógico prever. Pastorita quedó preñada para vergüenza suya y de su gente.
En ese ambiente hostil ella fue engordando su embarazo, viendo como poco a poco iba siendo repudiada por el resto de gitanos, y así, relegada al ultimo puesto de su condición social, Pastorita fue viviendo aquellos amargos nueve meses, los nueve meses mas tristes que ella recordaba, llevando en sus entrañas al hijo de su padre, quien era para su desgracia, también su propio hijo.
Aquella noche que quedó marcada en mi memoria, fue precisamente cuando ella, influida por el misterioso poder de la luna llena, se disponía a parir. La gitana mas vieja, lo dispuso todo, y cuando dio la orden todos se organizaron en escandalosa procesión para llevar a Pastorita hasta la cima del cerro, atravesando por el angosto camino de cantos rodados. Allí, según cuenta una leyenda, antiguamente los habitantes del lugar hacían sacrificio de sus primogénitos a Dios, sobre un altar de piedra que seguía en pié. Cuando llegaron, la anciana situó sobre el suelo a la joven preñada y abriendo sus piernas sacó de entre ellas a una pequeña criatura. La alzó mostrándosela a todos, diciendo que aquel niño era la reencarnación del pecado mas grande. Aún lo elevó mas alto y al final, con una verborrea difícil de entender se lo ofreció a la Luna, diosa de la noche, reina poderosa que todo lo podía, invocando su protección y su perdón. Luego, colocando al pequeño boca arriba sobre el altar, lo atravesó clavándole una daga fría, rasgando su carnecita en dos, extrayendo el pequeño corazón con la mano. La vieja bruja, lo devoró y al comérselo cayó de rodillas perdiendo el conocimiento. Pastorita seguía allí tumbada sobre la tierra, sujetada por su propia gente, sin poder hacer nada, contemplando como los finos hilillos de sangre que se escapaban del cuerpo muerto de su hijo, caían desde la piedra hasta el suelo, goteando y cristalizando al tiempo de tocar tierra.
Esas gotas de cristal que ella me diera, era sangre del bebe que su pueblo condenó a morir nada mas nacer. Pastorita las recogió cuando pudo y las conservó como reliquia.
Aquella historia me parecía increíble de creer, no obstante, era difícil dudar de su veracidad al mirar a la cara de aquella mujer mientras la contaba.
Pastorita, la gitana, sigue pidiendo desde entonces a los transeúntes que pasean por las calles que van al mercado. Algún que otro día he vuelto a verla. Parece que el contarme aquella historia le hizo mucho bien y desde entonces la veo mas feliz.
Yo, por fin quedé tranquilo, satisfecha mi curiosidad, y en cuanto a los pequeños cristalitos rojos, fueran o no sangre del aquel niño que encontraron muerto sin corazón, por si acaso los enterré en tierra santa, rogando a Dios por el eterno descanso de su alma. A veces paso por aquel lugar donde enterré las gotas, y rezo allí. Es curioso ver como siempre, cada primavera, renacen en el mismo sitio siete flores rojas que me parecen preciosísimas.