Ya estaba cerrada la feria, habían apagado las luces de los tenderetes en donde vendían las rodajas de coco, y los caballitos de madera, inmóviles en la oscuridad, aguardaban la música y el runrún de la maquinaria que de nuevo los pusiera a trotar. En las casetas, las lamparillas de naftalina se habían ido apagando una por una, y las lonas cubrían uno a uno los tableros de juego. Todo el gentío había vuelto a su casa, ya solo quedaba alguna lucecita en los ventanucos de las caravanas.
Nadie había reparado en aquella niña. Apoyada a un lado del tiovivo, vestida de negro por completo, escuchaba el último rumor de los pasos ya lejanos que se marcaba en el serrín y el murmullo de las despedidas. Entonces, sola en medio de aquel desierto de caballitos de perfil y de humildes barcas fantásticas, comenzó a buscar un sitio donde pasar la noche. Por acá y por allá, levantando las lonas que cubrían los tenderetes como si fueran mortajas, se abría paso en la oscuridad. Le asustaban los ratones que correteaban por los entablamentos repletos de desperdicios, y le daba miedo el mismo aleteo de las lonas que el aire hacía bambolearse como las velas de un barco. Se había escondido junto al tiovivo. Se coló dentro, y con el crujido de los pasos repicaron las campanillas que los caballos llevaban colgadas al cuello. No se atrevió a respirar hasta que no se reanudó el tranquilo silencio y la oscuridad no se hubo olvidado del ruido. En todas las góndolas, en todos los puestos buscaba con los ojos un lecho donde acostarse, pero no había en toda la feria un solo lugar donde pudiera echarse a dormir. Unos porque eran demasiado silenciosos, otros por culpa de los ratones. En el puesto del astrólogo había un montoncito de paja. Se arrodilló a su vera y al extender la mano sintió que tocaba una mano de niño.
No, no había un solo lugar. Despacio, se dirigió hacia los carromatos que estaban más alejados del centro de la feria, y descubrió que solo en dos de ellos había luces. Sujetó con fuerza su bolso vacío y se quedó indecisa mientras decidía en cuál iba a molestar. Por fin optó por llamar a la ventana de uno pequeño y decrépito que estaba allí al lado. De puntillas, ojeó el interior. Delante de una cocinilla, tostando una rebanada de pan, estaba sentado el hombre más gordo que hubiera visto jamás. Dio tres golpecitos con los nudillos en el cristal y luego se escondió en las sombras. Oyó que el hombre salía hasta los escalones y preguntaba: «¿Quién? ¿Quién?». Pero no se atrevió a responder. «¿Quién? ¿Quién?», repitió.
La voz de aquel hombre, tan fina como grueso era su cuerpo, le hizo reír.
Y él, al descubrir la risa, se volvió hacia donde la ocultaba la oscuridad.
—Primero llamas —dijo—, luego te escondes y después te ríes, ¿eh?
La niña apareció entonces en un círculo de luz, a sabiendas de que ya no le hacía falta seguir escondida.
—Una niña —dijo el hombre—. Anda, entra y sacúdete los pies.
Ni siquiera la esperó; ya se había retirado al interior del carromato, y ella no tuvo más remedio que seguirle, subir los escalones y meterse en aquel desordenado cuchitril. El hombre había vuelto a sentarse y seguía tostando la misma rebanada de pan.
—¿Estás ahí? —preguntó, porque en ese momento le daba la espalda.
—¿Cierro la puerta? —preguntó la niña. Y la cerró sin esperar respuesta.
Se sentó en un camastro y le observó tostar el pan.
—Yo sé tostar el pan mejor que tú —dijo la niña.
—No me cabe ninguna duda —dijo el Gordo.
Vio que colocaba en un plato un trozo de pan carbonizado, y vio que enseguida ponía otro frente al fuego. Se le quemó inmediatamente.
—Déjame tostártelo —dijo ella. Y él le alargó con torpeza el tenedor y la barra entera.
—Córtalo —dijo—, tuéstalo y cómetelo.
Ella se sentó en la silla.
—Mira cómo me has hundido la cama —dijo el Gordo—, ¿quién eres tú para hundirme la cama?
—Me llamo Annie —dijo.
Enseguida tuvo todo el pan tostado y untado de mantequilla, y la niña lo dispuso en dos platos y acercó dos sillas a la mesa.
—Yo me voy a comer lo mío en la cama —dijo el Gordo—. Tú tómatelo aquí.
Cuando acabaron la cena, él apartó su silla y se puso a contemplarla desde el otro extremo de la mesa.
—Yo soy el Gordo —dijo—. Soy de Treorchy. El adivino de ahí al lado es de Aberdare.
—Yo no soy de la feria —dijo la niña—. Vengo de Cardiff.
—Cardiff es una ciudad bien grande—asintió el Gordo. Y le preguntó por qué andaba por allí.
—Por dinero —dijo Annie.
Y luego él le contó cosas de la feria, los sitios por donde había andado, la gente que había conocido. Le dijo cuántos años tenía, qué pensaba, cómo se llamaban sus hermanos y cómo le gustaría ponerle a su hijo. Le enseñó una postal del puerto de Boston y un retrato de su madre, que era levantadora de pesas. Y le contó cómo era el verano en Irlanda.
—Yo siempre he sido así de gordo —dijo—, y ahora ya soy el Gordo. Como soy tan gordo, nadie me quiere tocar.
Le habló de una ola de calor en Sicilia, le habló del Mediterráneo. Ella le habló del niño que había encontrado en el puesto del astrólogo.
—Eso es por culpa de las estrellas otra vez —dijo él.
—Ese niño se va a morir —dijo Annie.
Él abrió la puerta y salió a las tinieblas. Ella no se movió. Se quedó mirando en derredor, pensando que a lo mejor él se había ido a buscar a un policía. Sería una fatalidad que la volviera a pillar la policía. Al otro lado de la puerta abierta, la noche estaba inhóspita y ella acercó la silla a la cocina.
«Si me van a pillar, mejor será que me pillen caliente», se dijo.
Por el ruido, supo que el Gordo se acercaba y se echó a temblar. Subió los escalones como una montaña con patas, y ella apretó las manos debajo de su pecho flaco. A pesar de la oscuridad, vio que el Gordo sonreía.
—Mira lo que han hecho las estrellas —dijo. Traía en los brazos al niño del astrólogo.
Ella lo acunó. El niño lloriqueó en su regazo hasta quedarse callado. La niña le contó el miedo que había pasado después de que se fuera.
—¿Y qué iba a hacer yo con un policía?
Ella le contó que un policía la estaba buscando.
—¿Y qué has hecho tú para que te ande buscando la policía?
Ella no contestó. Tan solo se llevó al niño al pecho estéril. Y él vio qué flaca estaba.
—Tienes que comer, Cardiff —dijo.
Y entonces se echó a llorar el niño. De un gemido, pasó el llanto a convertirse en una tormenta de desesperación. La niña lo mecía, pero nada lograba aliviarlo.
—¡Calla, calla! —dijo el Gordo, pero el llanto todavía fue en aumento. Annie lo sofocaba con besos y caricias, pero persistían los alaridos.
—Tenemos que hacer algo —dijo ella.
—Cántale una nana.
Así lo hizo, pero al niño no le gustó.
—Solo podemos hacer una cosa —dijo—. Tenemos que llevarlo al tiovivo.
Y con el niño abrazado al cuello, bajó deprisa las escaleras del carromato y corrió por entre la feria, desierta, mientras el Gordo jadeaba pegado a sus talones.
Entre puestos y tenderetes llegaron hasta el centro de la feria, donde estaban los caballitos del tiovivo, y subió a una de las monturas.
—Ponlo en marcha —dijo ella.
Desde lejos se oía al Gordo dando vueltas al manubrio con que se echaba a andar aquel mecanismo que ponía a galopar a los caballitos el día entero. Ella oía bien el runrún espasmódico de la maquinaria. Al pie de los caballitos, las tablas se estremecían en un crujido. La niña vio que el Gordo apalancaba una manivela y lo vio sentarse en la montura del caballito más pequeño. El tiovivo empezó a dar vueltas al principio despacio, pero enseguida ganó velocidad. El niño que llevaba en brazos la pequeña ahora ya no lloraba: batía las palmas. El airecillo de la noche le mesaba el cabello, la música le vibraba en los oídos. Los caballitos seguían dando vueltas y más vueltas, y el trepidar de sus pezuñas acallaba los lamentos del viento de la noche.
Y así fue como empezaron a salir de sus carromatos las gentes de la feria, y así encontraron al Gordo y a la niña de negro que llevaba en brazos a un pequeño. En sus corceles mecánicos daban vueltas y más vueltas, al compás de una música de organillo que iba en aumento.