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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO LOS SEIS SANTOS (por Dylan Thomas )
Los seis santos de Gales estaban sentados en silencio. Poco faltaba para que terminase el día, y el calor de su primera discusión aflojó un poco con el crepúsculo. Durante toda la tarde no habían hablado más que de la desaparición del párroco de Llaregubb, y cuando la primera ausencia de luz cobró una forma visible y un color claro en la sala, al notar las lenguas cansadas, al oír las voces que musitaban en sus nervios, aguardaron a que las primeras tinieblas se asentaran. Con los primeros indicios de la noche, se levantaron de la mesa, se ajustaron bien los sombreros y las sonrisas, y salieron a caminar por las calles malignas.

Allí donde sonreían las mujeres bajo la luz de las farolas, allí donde la promesa de una antigua náusea se agitaba en las yemas de los dedos de las muchachas que esperaban en los portales oscuros, los seis pasaban perdidos en sus ensoñaciones, arrastrando las suelas de las botas por la acera, olvidados de las mujeres que por todo el pueblo sonreían y administraban el amor. En torno al señor Stul se arremolinaban las mujeres formando un laberinto impenetrable de cabellos. En torno al señor Edger se apiñaban. Él las dejaba acercarse y sostenía sus extremidades de niebla contra las suyas, pero sin amor y sin fuego. Las mujeres volvían a moverse con la elegancia de los gatos arrimándose por los callejones más oscuros, allí donde el señor Vyne, envidioso de su belleza de ojos rasgados, se deshacía en reverencias. Al señor Rafe sus bellezas correspondientes lo inundaban de sangre como enemigas de los párpados aleteantes, y se contoneaban como les venía en gana, con sus pechos generosos y sus botas de piel, para proceder a una masacre de la carne. Él veía sus uñas rojas y se echaba a temblar. No tenía sentido dar forma a los vientres, a no ser con la muerte de la carne que les daba forma, y él rehuía el contacto con la muerte, de modo que el nervio masculino le fue extraído solo a él. Entre tirones y pellizcos, poniendo sal en las viejas heridas del amor, el señor Lucytre se desempeñó en un ataque imaginario contra las doncellas. Ora aquí, ora allá, desgarraba a las mujeres y, al besarlas, les mordía los labios. Rencoroso, el señor Stipe lo observaba. Cayeron las mujeres sobre la hoja cortante, y sonrió con el corazón al verlas alzarse para vendar sus heridas.

La vida santa era una constante erección para estos seis caballeros. Llegó la señorita Myfanwy con una carta.

El señor Edger abrió el sobre. Contenía un cuadrado de papel que pudiera ser un billete de banco. Era una carta de la señora Amabel Owen, y estaba escrita del revés.
Había puesto toda su maldad en las curvas y los flecos de las letras, una pezuña hendida, un tenedor, la lengua venenosa de una serpiente salida de las palabras que tenían vida propia, pues las palabras estaban mareadas y exhaustas debido a la ampulosidad con que revolvía la pluma en cada renglón.
Al igual que Peter, el poeta, hablaba del valle de Jarvis. Sin embargo, si bien veía ella junto a cada árbol deshojado un espectro más desnudo aún, y el espectro de la última primavera y el último verano, él solo vio la estatua del árbol y no descubrió ningún espectro, más que el suyo, que silbaba desde el lecho de la enfermedad y correteaba por los campos, junto al mar.

Aquí en el valle, escribía la señora Owen, vivimos mi esposo y yo más tranquilos que dos ratones.
Mientras escribe, pensó el señor Stul, siente el peso de sus pechos sobre su brazo negro como la tinta.
¿Creen los santos caballeros en los espectros?
Con las cadenas de la nube y el hierro suspendidas de sus extremidades, pensó el señor Rafe, dejarán que gotee la mortífera sombra de la noche en mis oídos.
Puede que dé a luz al hijo de un vampiro, dijo el señor Stipe. El reverendo señor Davis, de Llaregubb, va a pasar con nosotros una temporada indefinida, escribió con su secreta caligrafía.

Por la carretera apisonada de la falda de las colinas, subidos a una carreta de la que tiraba un caballo pequeño y sudoroso, emprendieron viaje los seis santos en busca de la señora Owen. La señorita Myfanwy, sentada con incomodidad entre los señores Stul y Lucytre, consciente de llevar las pantorrillas al descubierto, consciente de la presión de la mano del señor Lucytre en su región lumbar, rezó para que no se ocultase la luna. En la carreta apiñada de viajeros, las tinieblas esconderían la errancia de las santas manos, y así sería mayor el deleite del señor Stul.

Las ruedas de la carreta tropezaron con un canto rodado.

Nos estrellamos, dijo el señor Rafe, demasiado aterrado para meditar sobre la disolución de su delicado cuerpo a medida que rodaba dando tumbos por la ladera.
Nos estrellamos, dijo el señor Vyne, pensando en lo difícil que era que la muerte llegara a solas, con la carne mortal de la señorita Myfanwy sentada tan cerca de él.
Desequilibrada la carreta sobre una sola rueda, y cuando el caballo, con todo el peso sobre una de las patas traseras, se encabritaba por los aires con los cascos lejos del suelo, el señor Stul metió la mano todo cuanto pudo por debajo de la falda de la señorita Myfanwy, y el señor Lucytre, al oler el aroma de la destrucción, le metió los dedos por la espalda hasta que se le durmieron los nudillos y la carne invisible se le enrojeció de dolor. El señor Edger agarró todo lo que tenía a su alcance y sujetó con fuerza su sombrero fálico. El señor Stipe se inclinó de repente a un lado. El caballo resbaló sobre la hierba húmeda y cayó. Dios es misericordioso, dijo el viejo Vole, el arriero, y allá fue, cada vez a más velocidad, un canto rodado de pelo canoso que se precipitó al prado, quince metros más abajo. En una bola negra y apretada, el resto de la compañía rodó de lado. ¿Es sangre, es sangre?, gritó la señorita Myfanwy cuando todos caían. El señor Stul sonrió, y la rodeó con su brazo con más firmeza.
Sobre la hierba, allá abajo, el viejo Vole estaba quieto, tendido boca arriba. Miró la luna de invierno, que no se había ocultado, y gozó de la paz del campo. Cuando seis sombreros clericales y un bonete arrugado cayeron cerca de sus pies, se volvió sobre un costado y vio los cuerpos de sus pasajeros, que caían sobre él como si fuesen copos de un maná huesudo.

Se hizo de noche por segunda vez. Con la ocultación de la luna, los seis santos llegaron al pie de las colinas que separaban el valle de Jarvis de los campos abiertos en tierra salvaje. Los árboles de aquella cordillera eran mucho más altos que todos los vistos hasta entonces en su viaje desde el prado fatal: eran más verdes y más rectos que los árboles de los parques que hay en las ciudades. Había un loco en cada árbol, cosa que ellos desconocían, ya que solo veían la buena salud de los árboles que sobresalían de las altas hierbas. Los árboles, que se habían encorvado el día entero en un círculo de luz, ahora se enderezaban erguidos y recortados contra el cielo en un centenar de líneas rectas que ascendían hasta las nubes, y que en una única sombra de espesura infinita ocultaban la luz de la luna. Desplazándose con las propiedades del terreno, la sangre química del hombre, que le fue arrebatada por un viento alzado en son de guerra, se mezcló con la polvareda que levantaban los santos caballeros, como seis caballos viejos, al pisotear el suelo. El polvo se posó hasta formar una gruesa capa sobre sus botas negras; al viejo Vole le picaba en la barba gris como el agua, entre el rubio y el blanco, y se coló por los botines de la señorita Myfanwy hasta perderse entre las rendijas de sus pies. Permanecieron un minuto tembloroso ante la altitud de los montes, y se ajustaron mejor los sombreros.

Uno tras otro subieron con dificultad, muy lejos de las estrellas. Bajo sus pies, las raíces gritaban con la voz de los árboles enhiestos. La voz que resonaba entre las ramas era extraña y distinta para cada uno de los miembros de la expedición. Así llegaron a lo alto de la colina, y vieron que el valle de Jarvis se extendía ante ellos. La señorita Myfanwy olió a clavo entre la hierba, pero el señor Lucytre tan solo percibió el olor de los pájaros muertos. Había seis vocales en el lenguaje de las ramas. El viejo Vole oyó el susurro de las hojas. Su voz sentimental, cuando todos se aferraron unos a otros, habló de la temporada de las cigüeñas y de los niños bajo los arbustos. Los seis santos comenzaron a bajar por la colina, y el arriero los siguió sobre unas ruedas oscuras.

Sin embargo, antes de saber en dónde estaban, antes de que el décimo campo de Jarvis gimiera bajo sus pies, antes de que la señora Owen nombrase la carne y la sangre de los viajeros en la gran bola de su mesa, de pronto descendió sobre ellos la mañana: los prados estaban flanqueados por los robles más verdes que el mar cuando una nana anunció el alba, tendidos bajo el viento que soplaba del suroeste sin impedimento; en las antiguas ramas se habían posado todas las aves de Gales y por las granjas, entre la arboleda o más allá de los campos, en la ladera invisible, cantaban los gallos y balaban las ovejas. Ante ellos, el bosque resplandecía en su centro de sangre, ardía como las cantáridas, un montículo de ramas en flor y de ramas erectas sobre la tierra, encaramado sobre las cimas de las colinas, angelicalmente caído, entre las gargantas engalanadas de las flores y los venenos que surgían muy al fondo del condado. La hierba preñada de rocío, aunque los cristales de cada brizna se partían solo con mirarlos, seguía quieta mientras caminaban, con una quietud de mujer bajo los embates de un hombre tendido entre las aulagas, y la espalda del costillar de las colinas semioculta por los brezales, las mitades de oro y verde junto a las canteras de la falda del monte, ensuciando una rica veta y el suelo corriente. Y era por la mañana temprano, y el mundo estaba húmedo cuando el esposo de la que miraba el cristal, un chiflado en calzones, con la bragueta abierta y un paraguas desmañado, salió por el pedregal para recibir delante de su casa a los santos viajeros.
Le farfullaba la barba cuando hizo una reverencia. Santidades, dijo el señor Owen a los seis. Fatigados y magullados, arrastrando las suelas de las botas como alas negras y embarradas por el suelo, los seis respondieron con píos ademanes. El señor Owen hizo una reverencia dirigida a la señorita Myfanwy, que al ver que la camisa le farfullaba como la barba por la bragueta abierta, hizo lo propio y se puso colorada.
En el salón, donde la señora Owen había leído todo lo relativo a la maldita llegada, los Seis se congregaron con frialdad en torno al fuego de la chimenea. Dos teteras comenzaron a canturrear. Un viejo andrajoso arrastró una tina hasta el salón. Señor Davies, ¿dónde está la mostaza?, inquirió la que contemplaba el cristal desde su silla, en el rincón más oscuro. Conscientes de su presencia por vez primera, los seis santos se dieron la vuelta en redondo y vieron que la gran bola de cristal se movía hacia su interior, la irresistible cabeza del mal, verde como los ojos de una mujer y más negra que las sombras envueltas bajo los párpados inferiores, retorciéndose sobre la húmeda insinuación de las colinas, ya en los bordes de la esfera. Tenía un cuerpo enteco y limpio, las manos y los pies hinchados y un rizo coqueto en medio de la frente. Iba vestida como los domingos, de negro frío y reluciente, con un broche de marfil de su madre y un brazalete blanco como el hueso. Vio a los seis santos reflejados como seis tocones de árbol, los miembros amputados de un hombre mortífero que se pudría en ella en el momento en que ella misma osciló ante sus ojos, ante sus doce ojos brillantes, ante el poder de los seis que la miraban fijamente.
Su vientre y su cuello y su cabello.
Sus verdes ojos de bruja.
Su costoso brazalete.
Los hoyuelos de sus mejillas.
Su tez juvenil.
Los huesos de sus piernas, sus uñas, sus pulgares.
Los seis permanecieron delante de ella y la tocaron con destreza, como hicieron los viejos con Susana, y la contemplaron exactamente allí donde el niño nonato se desperezaba como un hombre ya en su octavo mes.
El viejo regresó con la mostaza.
Esté es el reverendo señor Davies de Llaregubb, dijo la señora Owen.
Los seis santos se frotaron las manos.
Estos son los seis santos de Gales.

El señor Davies hizo una reverencia, retiró las teteras del fuego, llenó a medias la tina de peltre y vertió la mostaza sobre el agua hirviendo. El señor Owen apareció de pronto tras él y le tendió una esponja amarilla. Desconcertado por el agua amarillenta que se tragó la esponja, por el goteo de la esponja en sus dedos, por el silencio que reinaba en el salón, el señor Davies se volvió tembloroso hacia los seis santos caballeros. Una voz intemporal le habló al oído y una mano posada sobre su hombro amortajado en un sudario se le hundió hasta la clavícula; una mano le aferró el corazón y un intolerable calor de la sangre golpeó contra una sombra fuerte. Se arrodilló en la desolación del salón y despojó a los viajeros de sus santos calcetines y de sus botas. Yo, Davies, les lavé los pies, murmuró el grisáceo ministro. Para que no lo olvidase, el anciano loco dijo para sus adentros: Yo, Davies, el pobre espectro, les lavé los seis pecados con agua y con mostaza.
Había luz en la estancia, el mundo de la luz, y la santa palabra judaica. Sobre el reloj y el fuego negro, la luz hizo que se desvaneciera el mundo interior y la forma de su imagen, que cambió con las silenciosas transformaciones de la forma de la luz, retorció su última palabra de hombre. La palabra creció como la luz. Amó y codició la última luz oscura, pasó de sus recuerdos al mar amarillo y al pico curvo como una proa de la cuchara. En el mundo del amor, en medio de los recuerdos que se ahogan, pasó de la sonrisa de un amante a la boca de un amante cruel, y de ahí al que durmió con los muertos, el que murió antes de vestirse, y volvió despacio al rostro iluminado y al que disparaba a los muertos. Tocó al señor Stul en el tobillo, y su espíritu que faenaba —era tres partes de espectro, y su hombría se marchitaba como la savia en una estaca, bajo los andrajos del espantapájaros— dio un salto para desposar a María, toda sexuada y nada en el fondo, intangible hermafrodita que cabalgaba sobre la neutralidad de los muertos. El ministro de Dios, en una imagen grisácea, montó a María la muerta. La señora Owen, sabia con los sistemas impíos, vio con su ojo interior que la tierra redonda pero ilimitada se pudría a la vez que ella maduraba. Creció a su alrededor un círculo que no era producto de sus embrujos, un círculo inmaculado que se fue ensanchando y que adquirió la forma de una generación. El señor Davies tocó los bordes de la generación; ascendió la simiente del hombre y se rompió el círculo. Fue el señor Stul, el cornudo, el padre de los bastardos de Aberystwyth, el que cerró de nuevo el círculo roto y, de la mano del espectro grisáceo, besó a la divinidad hasta que se fundieron los cielos.
Los cinco santos no fueron conscientes de ello.
El desgalichado señor Edger adelantó el pie derecho, y el señor Davies se lo lavó; atento a la temperatura del agua que formaba ondas sobre la piel cristalina, el ministro de Dios lavó el pie izquierdo; recordó al pobre Davies, al pobre y Espectral Davies, el hombre de puro hueso y alzacuellos, y lo recordó aullar desde la religiosa colina de la curva infinita de la materia y el trueno de la palabra no pronunciada; al recordar Llaregubb, la aldea de la casa podrida, se aferró a los recuerdos más gruesos, a las reliquias de la carne que pendían flojas de él, y de los deseos innegables; se aferró al último pelo senil de su cuero cabelludo cuando el mundo, hecho un vendaval, destrozó a Davies, y el espectro, carente de codicia y de deseo, salió indemne de las partículas.
Tampoco ninguno de los cuatro santos fue consciente de ello.
Fue el señor Vyne, el de los bigotes de zorro, el que habló en las tinieblas al espectro de Davies: bella es la señora Amabel Owen, ya casi madre, henchido su vientre con una generación, desde los dientes hasta las uñas de los pies. Mi sonrisa es un rojo agujero y mis dedos de los pies son como los de las manos. Suspiró detrás de María y contuvo el aliento al verse en el sórdido borde del círculo, al ver cuán hermosa era a medida que se desplazaba en torno a él, en el centro maternal de la tierra. Y de las raíces de la tierra, adustos como los árboles y más blancos que la espuma de la primavera, surgieron sus altos ayudantes. A medida que la observadora del cristal y la virgen caminaban como por ensalmo hacia su doble tumba, el muerto Davies y el muerto Vyne gritaron de pura envidia: bella es Amabel María, la doncella codiciada, desde el cráneo hasta los pies con los que camina a su tumba.
Allí donde tan solo una hora antes el remoto viento del mar había soplado en torno al sol, cayó la negra noche. El tiempo en el reloj desmintió ese negro advenimiento.
El señor Rafe tenía más miedo de la oscuridad que de ninguna otra cosa en este mundo. Con los ojos como platos miró la luz de la lámpara del salón. ¿Qué iba a revelar esa lámpara roja? Un ratón en un rincón, jugueteando con un diente de marfil, un pequeño vampiro que le guiñaba el ojo posado sobre su hombro, un lecho de arañas y una larga mujer tendida en él.
De pronto, ¿sería un esqueleto la hermosa señora Owen, con un gusano en su interior? Oh, oh, la ira de Dios en un cervatillo tan pequeño, y el perro tan grande como tu pulgar. El señor Owen atizó el pabilo de la vela.
Y tomados de la mano en secreto, en la hora que transcurrió entre los segundos, en la vida que no tiene tiempo para el tiempo, fuera, a oscuras, caminaron el señor Rafe y el espectral Davies. ¿Estaba la hierba muerta bajo la noche, y brotó el espíritu de la hierba, más verde que el diablo del Niágara, por el negro temporal como brotan las flores a través de las rendijas de un ataúd? Nada que no fuera la media silueta de un espectro se movía en muchas millas a la redonda. Y así como el ministro había visto girar a sus escoltas enterrados en medio del sistema de los muertos y, con las mejillas más rubicundas que nunca, bailar en la órbita de una flor en el último y larguísimo acre de Llaregubb, así ahora vio que la hierba enterrada brotaba en la noche nueva y se mecía con el viento de la colina. ¿Eran los rostros de las estrellas del oeste las espaldas de las estrellas del este?, interrogó a sus parroquianos muertos. La ira de Dios, gritó el señor Rafe en la sombra de una voz, pues no era nada que no fuera la media sustancia de un hombre revolcado en su sombra, caído de costado en la colina, sobre los espinos de doble pulgar. Abajo, abajo —abatía las briznas de hierba—, abajo, calvas muchachas de Merthyr. Tiró golpes indiscriminados contra un eco que caminaba: ah, ah, oh, ah, gritaba la voz de Jerusalén, y María, desde el arco de la luna, por encima de la colina, corrió como un lobo en pos de los ministros gimoteantes.
Es medianoche, observó la señora Owen. Las horas habían pasado en una racha de viento.
El señor Stipe adelantó el pie derecho y removió el agua con el izquierdo. Se arrastró con el espectral Davies por un mundo angosto; en el pelo tenía las cagadas de los pájaros de las ramas de los árboles mezquinos; llevó al espectro por las hondonadas frondosas y oscuras, rechazó los espinos que le salían al paso y meó cara al viento. Siseó a los muertos sedientos que se mordían los labios y les dio una cereza seca; silbó con ayuda de los dedos y se levantó Lázaro como una comadreja. Y cuando llegó la virgen a lomos de un blanco asno hasta su tumba, alzó la mano estropajosa y cosquilleó al asno en la panza hasta que rebuznó y arrojó a María entre los comedores de cadáveres y los cuervos que se los disputaban.
El señor Lucytre no fue consciente de ello.
El mundo, para él, se tambaleaba sobre un solo pie; el mar hecho añicos, el fondo lleno de cuchillas, el casco escorado y relleno de ojos, la cuenca roja del mismo mar y los barcos muertos que reptaban por el borde, era puro dolor entre huesos y cartílagos, un trozo remordido, las ménsulas borboteantes, los tejidos elásticos de las honduras, las regiones espinosas, manchadas, cortadas a tijera, sucias de mocos, la carne aserrada y llena de púas, todo era un dolor inagotable. Igual que en un crucifijo, y como si girase sobre los clavos, la tierra delgada, cada país aguijoneado en la vejiga, cada mar desgajado en una cabalgata, colgaban desesperados en un espacio inerte. ¿Con qué iba a curar sus heridas el cruel Lucytre, que arrastró al espectral Davies por una agonía intemporal? Con herrumbre y con sal, con vinagre y alcohol, con el juego de los árboles, con ungüento de escorpión y con una esponja empapada de hidropesía.
Los seis santos se pusieron en pie.
Tomaron los vasos de leche de la bandeja de la señora Owen.
¿Querrán los santos caballeros hacernos esta noche el honor?
En la señora Owen se agitaba una vida nueva detrás de un cómodo murete. Sonrió al señor Davies, esta vez con una íntima arruga en las comisuras de la boca. El señor Owen sonrió por encima de su hombro; atrapado entre ambas sonrisas y sin comprender ninguna de las dos, notó que sus propios labios se fruncían. Compartieron una misteriosa sonrisa y los seis permanecieron en silencio tras él.
Mi hijo, dijo la señora Owen desde su rincón, será más grande que todos los grandes hombres. Tu hijo es hijo mío, dijo el señor Owen.
Y el señor Davies, tan repentinamente como si fuese el primer aturdimiento y se hubiera hincado de rodillas para rezar, se inclinó y dio unas palmadas en el dorso de la mano de la mujer. Habría puesto ambas manos sobre el pliegue de su vestido, de una cadera a otra, para bendecir al nonato bajo la mortaja de algodón, pero el temor que le inspiraba el poder de sus ojos retuvo su mano quieta.
Tu hijo es hijo mío, dijo el señor Davies.
El espectro que llevaba dentro se había emparejado con la virgen, el espectro de la virgen que todos los grandes agitamientos del amor de su esposo había dejado en conjunto como si fuese una flor en un tazón de leche.
Sin embargo, el señor Owen se echó a reír con la cabeza hacia atrás, y se rió de las sombras apelmazadas, del aceite en el claro, de la bola de cristal de la lámpara. Que pudiera ser simiente arrastrándose al brote del calor lo que había en las manos del viejo. Que pudiera haber vida en esos arrestos de anciano. Padre de las quijadas de los asnos y de las moscas del pelo de los camellos, el señor Davies se balanceó delante de él envuelto en una neblina de risas. Podría lanzar al viejo al cielo con un simple soplido.
Es hijo tuyo, dijo la señora Owen.
Sonrió y lo dijo dirigiéndose a la sombra que mediaba entre los dos, la sombra eunuca de un hombre que encajaba a la perfección entre las curvaturas de sus hombros respectivos.
Así volvió a sonreír el señor Davies, sabedor de que la sombra era la suya. Y así les sonrió a los dos el señor Owen, sin prestar atención a ninguna sombra, salvo la que proyectaba sobre sus venas el alzarse y asentarse de la sangre.
Los santos caballeros les harían esa noche el honor.
Y los seis rodearon a los tres.


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