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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO JARLEY (por Dylan Thomas )
El día en que el museo de cera ambulante llegó al pueblo desapareció el dependiente encargado del mantenimiento. A la mañana siguiente, el propietario llamó a la agencia de empleo y pidió un chaval avispado que supiera hablar inglés. No obstante, los chavales más avispados hablaban galés, y un muchacho de Bristol tenía el labio leporino. Por eso, el propietario volvió al lugar donde se alojaba y, al pasar el canal, se encontró con que Eleazar estaba leyendo a la orilla.
—¿Qué, ha habido suerte? —preguntó.
—No estoy pescando.
Lo fichó en el acto.
Era tardísimo, y el último curioso que estuvo de visita ya había abandonado la tienda de lona. El propietario contó las ganancias del día y se largó, dejando a Eleazar a solas en la oscuridad, en aquel mundo de cera. Eleazar retiró la última colilla del suelo y sacó del bolsillo un trapo para quitar el polvo. Tembloroso, limpió el cuerpo moreno y magro de Hiawatha; tembloroso, acarició las pálidas mejillas de Charlie Peace; tembloroso, quitó el polvo del cuello de cera de Circe.
—Se te olvida mi pantorrilla izquierda —dijo Hiawatha.
—Se te olvida mi labio superior —dijo Charlie Peace.
—Se te olvida mi hombro derecho —dijo la tentadora.
Pasmado, Eleazar contempló las figuras de cera.
—Ya me has oído —dijo Hiawatha.
—Ya me has oído —dijo Charlie Peace.
—Ya me has oído —dijo la tentadora.
Eleazar se quedó boquiabierto, mirando en derredor. La entrada de la tienda estaba muy lejos, no había forma de escapar.
—La pantorrilla —dijo Hiawatha.
—El labio —dijo Charlie Peace.
—El hombro —dijo Circe.
Tembloroso, Eleazar pasó el trapo de quitar el polvo por la pantorrilla de fuertes músculos; tembloroso, acarició el labio fruncido; tembloroso, quitó el polvo del hombro de cera.
—Eso está mucho mejor —dijo Hiawatha—. ¿Ves? —añadió a modo de disculpa—. Yo antes corría mucho, y una quiere tener las pantorrillas bien limpias, ¿no?
—Yo suelo gruñir en abundancia —dijo Charlie Peace.
—A mí se me dan muy bien las tentaciones —dijo la tentadora—, aunque, la verdad, debo de estar perdiendo mi capacidad de fascinación, y mis hombros ya no son lo que eran. Una vez me mordieron uno en Aberdare.
—Me acuerdo bien de aquella noche —dijo Hiawatha—. Alguien me encasquetó un sombrero viejo.
—Me acuerdo bien de aquella noche —comentó el asesino— en que de niño le clavé una aguja a mi nodriza. Era una aguja de zurcir.
—Recuerdo haber perseguido a Minnehaha por los rápidos —dijo Hiawatha—. Se ponía muy enfurruñada cuando yo la llamaba Agua Que Ríe.
—Recuerdo los ojos verdemar de Jasón —dijo Circe.
Eleazar no recordaba nada. Sus primeros temores habían desaparecido, y los sustituyó una sensación de amistosa curiosidad. Preguntó con suma cortesía si todo iba bien en estado de cera.
—Desde luego —dijo Hiawatha—, yo tengo bien poco de que quejarme. Hay mucho que decir en favor de ser figura de cera. Se tienen muy pocos problemas. Es difícil sufrir heridas. La flecha más afilada podría hacerme muy poca cosa, una muesca momentánea que enseguida rellenarían de cera comprada en cualquier parte. Yo jamás dejo de maravillarme de que no haya más gente que comprenda las ventajas que tiene esta vida en cera.
—¿Y usted, señora? —preguntó Eleazar.
—Yo sigo teniendo deseos de tentar —repuso la tentadora—, deseos que no puedo dominar. Y todavía recuerdo aquellos condenados ojos verdemar.
—El asesinato como profesión... —empezó a decir Charlie Peace.
—Henry Wadsworth... —comenzó Hiawatha.
—La historia de la tentación... —comenzó la tentadora.
Y de repente las tres figuras de cera se quedaron quietas.
Eleazar siguió su paso por la tienda.
—Eleazar —dijo un simio.
—¿Señor? —contestó Eleazar.
—La vida —dijo el simio— es un misterio interminable. Nacemos, sí. ¿Por qué hemos nacido? Morimos. La razón es evidente. La vida corpórea es breve, y las venas son incapaces de llevar una provisión de sangre interminable.
Eleazar habría seguido su camino, pero el simio alzó la mano.
—Alto —dijo el simio—. Piensa en el hombre de carne y hueso y piensa en el hombre de cera. El hombre de cera lo tiene todo resuelto; está hecho con habilidad, no siente ni padece; dispone de una casa en una hermosa tienda impermeable, o en el interior de un edificio amplio e higiénico. Le visten, cepillan y limpian; está en el punto de mira de todos los ojos. Piensa en las oportunidades de que goza para estudiar la mentalidad de sus vecinos los hombres. Día tras día, los hombres pegan sus caras a la mía; veo los ojos de los hombres, escucho sus conversaciones. El hombre de cera es inmutable, carece de prejuicios, es un observador de la comedia humana al que no afectan las emociones.
—Señor —dijo Eleazar—, habla usted muy bien para ser un simio.
—Eleazar —dijo el simio—, solo llevo un par de días en este cuerpo de cera. Yo era el último dependiente.
—Dime —dijo Eleazar—, ¿tienes frío?
—No, ni frío ni calor.
—¿Tienes hambre?
—No, ni hambre ni sed. No siento nada, no deseo nada, soy perpetuamente feliz.
Eleazar se quitó la chaqueta y los pantalones.
—Hacedme sitio —dijo Eleazar.
A la mañana siguiente, el propietario llamó a la agencia de empleo y pidió un chaval avispado.
—Es preciso que sea cuidadoso —añadió—, pues mi colección de figuras de cera se acaba de ampliar gracias a una nueva figura, muy cara, que me han obsequiado.
—¿Se trata de una figura histórica?
—No, no —dijo el propietario—. Es la figura de un druida galés que viste una larga camisa blanca.


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