Érase que se era una princesa, tan bella como vengativa. Alcmena, hermosa princesa micénica, llevaba por nombre.
Érase que se era el mayor de los cornudos. Sus padres con acierto le llamaron Anfitrión.
Hércules, jugueteando con una serpiente en presencia de su madre
Quiso el destino atar a los dos con lazos conyugales y quiso la princesa mantenerse sin lesión ni menoscabo hasta que su querido marido no ganara una guerra y vengara a sus hermanos muertos. El esforzado personaje llevó a cabo todas las tareas requeridas para por fin disfrutar de los merecidos placeres maritales como sólo los hombres cargados de pasiones en la cintura saben hacer. Pero el divino Zeus, que todo lo ve y todo lo puede ser, tenía más cargamento aún de testosterona. Y, adelantándose unos días al malhadado marido, se presentó en el lecho de Alcmena con la forma de Anfitrión en persona –ya habíamos dejado claro el buen tino familiar al ponerle el nombre-. Tanto ardor escondía la princesa que el fogoso dios hizo gala de influencias y, aprovechando la coyuntura, alargó la noche durante treinta y seis horas -minuto arriba o abajo- haciendo locuras nuevas con el amor sobrante. Pero la noche, aunque larga, se rompió, y llegó el día en que el marido real regresó. Debió de quedar Alcmena tan embelesada y cansada que nada sospechó ante la nueva acometida, esta vez de un mortal. Y él, que tantas ganas debía de tener, no cayó en la cuenta de tan elemental aspecto físico. Con el transcurso de los días, un pequeño poso de inteligencia alumbró sus cabezas y les hizo sospechar: a la mujer por la falta de poder que mostraba ahora su compañero, al marido por cuestiones meramente físicas. “Algo raro hay en todo este asunto”, pensó él, y mandó llamar al personaje que todos los humanos de los mitos requerían en estos casos: el adivino Tiresias, un tipo muy recurrente. Éste confirmó y aclaró todas las sospechas punto por punto y añadió el nombre del culpable: Zeus. Anfitrión volviendo a hacer gala de su elegante nombre, se enorgulleció sobremanera de compartir hembra con tan insigne institución, y no sólo en esto participó: Alcmena quedó en cinta de los dos Anfitriones.
En este contexto arranca la vida de Hércules, que fue el primero en ser concebido de los dos futuros gemelos, es decir, el hijo del ardoroso Zeus. Gran futuro le esperaba; por parte materna era el descendiente de una de las familias de mayor abolengo mitológico: los perseidas; y por parte paterna, ni más ni menos, hijo del principal de los dioses griegos. Pero, ay, se topó con los celos de la esposa de Zeus, Hera, que harta como estaba de los devaneos de su marido –era, por enésima vez, víctima de adulterio- la tomó con el niño aún no nacido. Las primeras experiencias del héroe, pues, estuvieron marcadas por la diosa que precisamente representaba a la familia.
Vean, les narraré:
La primera medida de la vengativa diosa consistió en lo siguiente. Andaba Zeus por el Olimpo alardeándose como un pavo real de su futuro hijo y jactándose de que éste gobernaría a todos los griegos, ya que sería el heredero de la casa de Micenas y Tirinto. Hera callaba y maquinaba; unos meses después debía de nacer otro niño, Euristeo, futuro tío de Hércules, y si conseguía adelantar ese parto, y retrasar el de Alcmena, tendría su primera batalla ganada, pues el primogénito familiar pasaría a ser Euristeo. Existía una figura mitológica, hija de Hera precisamente, que, colocada estratégicamente en la puerta de una parturienta, impedía que diera a luz al cruzar sus brazos sobre las piernas; así eran las cosas en la mitología. Entonces adelantó el parto de Euristeo, naciendo éste sietemesino y retrasó el de Hércules. De esta manera la regencia de estas ciudades paso a manos del que en un principio no correspondía.
Nacieron entonces los hijos de Alcmena, Hércules hijo del divino huésped, e Íficles, débil retoño del complaciente anfitrión. A los pocos meses tuvieron otra broma de la mencionada diosa. Estando los bebés plácidamente dormidos, les puso como peluche una espantosa serpiente. Hay quien dice que el propio Anfitrión –haciendo gala de nuevo de una perspicacia admirable- fue el que puso al terrible reptil para comprobar cual de los dos era su hijo. Sea como fuere, el pobre animal fue ridiculizado y destrozado por el angelito de Hércules, mientras que a su hermano no le quedaba ni una sola lágrima más por agotar. No cabía duda ahora de “quien era quien” en esos momentos, y Alcmena, bien por motivos evidentes bien aconsejada por Atenea, abandonó a su suerte al forzudo niño.
Pero el destino, que a veces juega caprichosamente con los hombres, siempre traveseaba con los dioses. En un matutino paseo de Hera en compañía de Atenea encontraron al bebé abandonado. La hija cabecera de Zeus la convenció para que le diera la leche de sus senos. Hera entonces recogió al niño y meciéndolo en sus brazos le dio de mamar. Esta acción tuvo diversas e importantes consecuencias. El niño era tan bruto que se agarró de tal manera a la divina teta que toda una diosa, sufriendo un inmenso dolor, apartó asustada al chupón de su pecho. La leche entonces salió a borbotones sin un destino final claro. Tanto fue lo que el niño succionaba y tan grande era el olímpico surtidor, que el liquido elemento sobrante formó la Vía Láctea. Así de exagerado fue todo lo relacionado con él.
El héroe, haciendo gala de poderío
Devuelto entonces a su entorno natural recibió una somera educación. Las ciencias y las letras no eran de su agrado, sobresaliendo sin embargo en cualquier aspecto físico y guerrero. Cierto día, a su maestro de música -Lino, hermano del afamado Orfeo- se le ocurrió azotarle ante los continuos maltratos que su pupilo hacía con los instrumentos. Craso error. Hércules maltrató por última vez la lira, esta vez en la cabeza de su profesor, matándole.
Salió del juicio por este “maestrocidio” absuelto, ya que se acogió a una ley por la cual no se podía condenar a nadie que repeliera una agresión injusta. Se hizo entonces vaquero para aprender a controlar sus instintos. En estas andaba, paciendo vacas, cuando tuvo lugar su primera gran hazaña. Dio muerte al león del Citerón, terrible animal que asolaba los rebaños. Aunque, en honor a la verdad, ésta no fue la auténtica machada. Cincuenta días le costó darle caza durante los cuales se alojó en la casa de Tespio, rey de Tespias, que tenía unas hijas llamadas tespiades. Daba la casualidad que tan buen rey tenía más buenas descendientes, cincuenta lindas muchachas para ser exactos. Dudamos que el león a Hércules le hubiera durado tanto si no hubiera sido por ellas. ¡A las cincuenta se benefició con brío! A una Tespiade por noche. Hay quien piensa que él creyó que siempre era la misma, y que fue engañado por el rey que quería nietos de tan ilustre invitado. Meses después nacerían de cincuenta a cincuenta y dos hijos -según que fuente utilicemos-, los primeros de una larga, larga lista. Secundario es, entonces, decir que efectivamente dio caza al león, al cual desolló haciéndose una capa con la piel y un casco con la mandíbula felina.
Por este tiempo se inserta su participación en la tifonomaquia, una lucha entre los olímpicos y un bicho muy feo, que a punto estuvo de barrer a todos los dioses. Pero de esto se hablará en su momento.
Libró también a los tebanos, que habían acogido a su padrastro, de un tributo al que estaban sometidos por parte de la ciudad de Orcomeno. Ni más ni menos que cien vacas. De casualidad se encontró por el camino los enviados para cobrar la carga anual. Y nuestro sutil héroe realizó una de sus astutas argucias: les cortó las orejas, les arrancó las manos y les partió las narices; eso sí, con mucho tino se las volvió a coser, atándoselas al cuello. Por este motivo se originó una pequeña guerra de la cual volvió a salir triunfante. Pero esta vez fue una amarga victoria: se quedó muerto en el campo de batalla Anfitrión. Como recompensa por este éxito, Creonte, por aquellos tiempos regente de Tebas, le dio la mano de su hija mayor Megara. Para su hermanastro gemelo Íficles –hermanastros gemelos sólo se dan de año en año- también le cedió a su segunda hija.