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CUENTOS MITOLóGICOS
CUENTO LOS 10 TRABAJOS DE HERCULES (por Mitología Griega)
Hércules, tras honrar la sepultura de su padre putativo y encontrar a una bella y fiel esposa, tuvo tiempos sosegados y felices . Recibió regalos y parabienes divinos y la vida aparentemente le sonreía. Pero el enemigo le esperaba a la vuelta de la esquina, y llebaba forma de la más terrible de las locuras, imaginen: el héroe castigó a sus hijos y a sus sobrinos en un ataque de furia. Los tomó por adversarios que querían su muerte, pequeños monstruitos armados y con diabólicas ideas. Eran sus bebés, y que albergaran tales ideas contra él, contra su propio padre, le debió enfurecer de tal manera que los echó al fuego -según unos- o los atravesó con sus rápidas flechas -según otros-, impasible ante los lloros de los pequeños y las súplicas de la madre. Pero, como se nos repite en las fuentes, Hércules tenía un inmenso corazón —cosa nada anormal en un tipo de más de dos metros, cuya caja torácica debía de tener la misma anchura que su altura — y cuando la locura pasó y a su alrededor lo único que vio fue sangre, fuego y lágrimas, entendió lo que había realizado.

Como era de personalidad compleja, acudió de nuevo en busca de expiación a la pitia de Delfos. ¡Maldita la hora!

La pitia le comunicó que inmediatamente debe ponerse al servicio de su tío Euristeo —sí, aquél que le birló la regna herencia— como penitencia y realizar diez trabajos bajo su supervisión. Tras esto, sería perdonado y divinizado. Hércules, afligido y con ganas de martirizar su cuerpo, se encaminó a Tirinto. Estas labores serán ampliamente cantadas a lo largo de la historia y a continuación se las exponemos:
Hércules, ataviado con su gorro leonino

El primer trabajo -el único que tendrá valor Euristeo de ordenarle personalmente- consistía en traerle la piel del león de Nemea —animal mitológico de cuero impenetrable—.
Cuando lo encuentra, le intenta herir con su arco pero las flechas rebotan en el duro tegumento del león. Entonces, por los campos de Nemea, se vio una curiosa imagen: un forzudo cubierto con una piel felina, coronado con unas inmensas fauces y blandiendo a los cuatro vientos una enorme maza sobre su cabeza, que se lanzaba en la persecución de un león no menos grande que él. El animal, ante tal visión, no pudo por menos que echar a correr y entrar en una gruta con dos salidas. El Héroe, ante esa situación, decide tapar una de ellas y entrar para abatirlo a mazazos. Consigue matarlo asfixiándolo con sus brazos. Ahora es cuando tiene el problema: necesita desollar al león, pero la resistencia de su piel es muy grande. Entonces se le ocurrió utilizar las propias garras del monstruo para conseguir el valioso cuero —no está en la leyenda, pero estamos seguros de que Atenea le volvió a ayudar esta vez.

Triunfante, regresó a Tirinto. Tenía que ser toda una estampa ahora, vestido de león y con los bártulos de otro bajo el brazo; tal es así que Euristeo, cuando lo supo, se metió dentro de una tinaja y no quiso volver a verlo. A partir de ahora será el simpático heraldo Copreo quien se encargue de comunicar a Hércules los siguientes trabajos.

El segundo de ellos consistía en dar muerte a la espantosa Hidra de Lerna, poseedora de varias cabezas. Le acompaña su querido sobrino Iolao. Para allá va, y a mazazos le va reventando y cortando las cabezas al monstruo; y la hidra, a golpes regenerativos, no sólo recupera las cabezas perdidas, sino que las dobla. Para más dificultad, Hera -que no se ha olvidado del chupón- envía a un cangrejo para que con sus pinzas incordie todo lo que pueda; su premio será la catasterización, oséase, convertirse en toda una constelación, la de Cáncer, que para eso la diosa tenía mano –alguien que es capaz con su leche materna de crear toda una galaxia, qué no hará con un cangrejo- Hércules tiene que recurrir a su sobrino, que le ayuda quemando las partes que su tío va arrancando. De esta manera logra dar muerte a la de múltiples cabezas. Esta aventura traerá fatales consecuencias a la larga como veremos adelante, ya que, aparte de no contarle como trabajo válido pues recibió ayuda, al bruto Álcida no se le ocurre otra idea que impregnar sus flechas de las entrañas de la Hidra y hacerlas venenosas para mortales e inmortales —aquí ni rastro de Atenea.

El tercero de los trabajos a simple vista parecía sencillo. Consistía en capturar viva a la cierva de Cerinía que, cosa curiosa, siendo cierva, tenía cuernos; que fueran de oro entraba dentro de lo normal. Un año ni más ni menos estuvo intentando darla caza, y es que no la podía herir pues estaba consagrada a Ártemis. Pero, harto ya, decidió descargar una flecha con tan buena puntería que enlazó con ella las rodillas sin tan siquiera lesionarla, dejándola impedida, ya que el dardo actuaba como una esposa. Con ella a cuestas regresó.

Es el turno ahora del cuarto, funesto y terrible trabajo. No por la tarea en sí, sino porque supuso la muerte de los mejores centauros, cosa que, desde Evohé , como es obvio, sentimos profundamente. Y todo por culpa de un tonel de vino. Aconteció de la siguiente manera:
Nuestro héroe, intercambiando impresiones con la hidra


Llevaba Hércules camino a Erimanto en donde un fiero jabalí asolaba los campos. Estaba situado en la Arcadia, hogar también de los centauros. Uno de ellos, de nombre Folo, único bondadoso entre todos ellos junto con Quirón, le ofreció cama y comida. Pero el olfato del héroe -junto con todas sus demás partes humanas salvo el cerebro- estaba sumamente desarrollado, y debió de oler buen fruto de la vid. Pidió entonces a su anfitrión que le diera a probar aquella maravilla. Folo se lo negó, diciéndole que era propiedad común de todos los centauros. Hércules podía llegar a ser muy persuasivo, así que no le quedó otra al dueño de la casa que abrirlo. Pero ese vino tenía que ser muy especial, pues el resto de sus congéneres también lo olieron y se abalanzaron hacia ese hogar con no muy cordiales intenciones. El Álcida —no lo hemos dicho, pero es que nuestro héroe descendía de Alceo, pues el Álcida defendióse con sus flechas que, como dijimos, estaban envenenadas. Mató a muchos, y entre ellos, por pura mala suerte, al más grande y sabio de todos, Quirón. Éste era inmortal, pero el envenenamiento no tenía cura; tanto sufría que pidió a Zeus que le dejara morir. Y murió, y Hércules lo lamentó mucho.
Hubo otros que escaparon de esta nueva ira y que posteriormente se volverían a cruzar en su camino. El que no se salvó fue el pobre Folo, el que le había dado cobijo. Perdió la vida de una manera un poco estúpida: maravillado como estaba de que una simple flecha causara la muerte de sus compañeros de una manera tan rápida examinó una. La contemplo largo tiempo; por arriba, por abajo, por los lados; la tocó y la volvió a mirar; la volteó y... y se le cayó en el pie. Y se le clavó. Y por supuesto comprobó, punto por punto, los efectos de tan eficaz muerte.
Tras este capítulo tan triste dio caza entre las nieves al jabalí de Erimanto, completando el cuarto trabajo.

Triste por la muerte del centauro Quirón y pensando en lo que le depararía Euristeo para el siguiente trabajo. ¿Matar algún gigante, recuperar quizás algún objeto valiosísimo, cojear con más gracia que Hefesto o disparar el arco con más precisión que los hijos de Leto?

No, no lo sabía. Ni se lo imaginaba.
La orden que recibió fue la de conducir sus pasos a la Élide, a los dominios del rey Augías el cual, ante la cantidad de estiércol que dejaba en los establos su ganado, mugía de espanto. Nuestro honrado héroe los tenía que limpiar en el curso de un día. Debió entonces confundir epítetos y en un error fonético -ya hemos insistido hasta la saciedad en el valor de su inteligencia- lo cambió por el de oneroso héroe . Se presentó ante el rey y, engañándolo, le dijo que acudía por iniciativa propia y apostó un porcentaje de los rebaños reales a cambio de limpiar las monumentales cuadras en solo un día. Augías era conocedor de la imposibilidad de la misión y aceptó la apuesta con energía. Hércules entonces desvió el curso de dos ríos –el Alfeo y el Peneo que no eran precisamente arroyos- y, abriendo canales y removiendo tierras, los dirigió hacia los establos. Las violentas corrientes limpiaron hasta la última gota de inmundicia. Mas todo esto le salió mal por partida doble pues, avisado el regente de la Élide que la acción de Hércules era parte de las pruebas, no le quiso pagar la apuesta; y no sólo eso, el trabajo no fue dado por bueno porque había sido ayudado por los dos ríos. Alicaído recobró el buen uso de los epítetos y de regreso mató al centauro Euritión -uno más-, ya que iba a desposar a la fuerza a una bella doncella.

Le esperaban en Micenas las instrucciones de la sexta prueba: ahuyentar a unas feas aves de un lago llamado Estínfalo. Algunos las presentaban como horribles pájaros con plumas de metal y comedoras de hombres. El lugar era un lodazal y Hércules estaba en un buen brete: no sabía lo que hacer. No podía nadar, porque el barro se lo impedía, ni era capaz de andar por él, ya que se hundía. En la lejanía solamente podía disparar sus certeras flechas; pero las muy ladinas no mostraban su pecho, única parte de su cuerpo desprotegida. Tan desesperado lo veían en el Olimpo que Atenea volvió a descender para prestar su ayuda. Le obsequió con unas castañuelas, una especie de sonajero de bronce, y le dijo: “agítalas con todas tus fuerzas”. Y a ello se puso. Lógicamente un sonido que no es muy agradable en manos de un bebé, imagínense en las de alguien como el Álcida. Las aves, ante el insoportable ruido, iniciaron la huida extendiendo sus alas y, por ende, mostrando pecho. Hércules, ante su oportunidad, mató a muchas y otras huyeron en ligero vuelo.

El séptimo trabajo consistía en traer vivo al toro blanco que asolaba Creta –bonita historia de amor zoofílico que merecerá nuestra atención en el futuro- Debido a esto no nos detendremos en exceso en comentarlo. Simplemente añadir que tras una dura persecución lo capturó y lo condujo ante Euristeo. Una vez mostrado lo dejó suelto. El bello animal estuvo unos cuantos años campando a sus anchas por el Peloponeso hasta que otro personaje, de nombre Teseo, lo aniquiló.
Hércules, desviando satisfecho el cauce de los ríos.

Turno ahora del octavo esfuerzo: traer a Micenas a las yeguas de Diomedes, en Tracia. Como ya os imaginaréis muy normales no podían ser. Las habían educado en gastronomía y sólo se alimentaban de los molestos huéspedes de su amo. En el transcurso de este trabajo se entrecruza otra de sus aventuras, la del rey Admeto y su fiel y amante esposa Alcestis que quiso dar su vida por la de su marido. Hércules la salva compartiendo mamporros con La Mismísima Muerte –También merece una atención especial la obra de Eurípides que desarrollaremos en otro momento-. El caso es que llega a los dominios de Diomedes acompañado de un puñado de hombres, entre ellos uno de nombre Abdero, y roba las yeguas. Las conduce donde dejó atracados los barcos pero los súbditos del rey le atacan antes de que pueda partir. Entonces deja a Abdero al cuidado de los cuadrúpedos y hace una gran mortandad de tracios, entre ellos a Diomedes. Regresa a la playa con los despojos del rey para que sirvan de alimento de los equinos; pero la fatalidad ha querido que hayan devorado también al que -doblemente, para su pesar- los había estado alimentando y cuidando durante la batalla. En ese lugar, en su honor, levanta una nueva ciudad a la que llamará Abdera.

El noveno trabajo giraba en torno a un famoso cinturón, a una mujer bella y a un no menos nombrado pueblo. El cinturón de Hipólita, reina de las amazonas e hija del dios Marte, el cual le dio como obsequio el maravilloso objeto. Y todo por culpa de la envidia y rivalidad femenina, ya que a Admeta, la hija de Euristeo, se le antojó el expuesto adorno. Preocupado tendría que haber partido Hércules -pues en temas femeninos nadie ha salido ileso-, pero, al contrario que hubiera dictado el más elemental sentido común, él parte deseoso de contemplar la legendaria hermosura de la reina. Alegre conduce sus barcos hacia el lugar en el cual pensaba que caería rendida Hipólita ante sus evidentes encantos. Y, efectivamente, así se hubieran desarrollado los hechos de no haber sido por Hera, como a continuación se cuenta: la reina, ante la aparición de las naves en el horizonte, acudió a la playa y fue invitada a negociar con Hércules. Surgió la chispa del amor entre ellos, un sentimiento limpio y puro. Ella, cuando escuchó los motivos de la visita, accedió gustosa a cederle el cinturón, la vestimenta entera y a ella misma. Y podrían haber sido felices, y cuando Hércules se vio llorando ante el cuerpo sin vida de su amada aún se preguntaba como pudo ocurrir lo contrario. Y es que Hera apareció; tal vez esa no fuera su intención, tal vez lo único que buscaba era el fracaso del trabajo, pero se encontró que hizo más daño del que en un principio podía lograr. Disfrazada de amazona se presentó ante las demás, quejumbrosa ante la falta de tacto de los visitantes; y no solo por su rudeza, sino porque retenían a su reina. A ellas no hacía falta azuzarlas en exceso, así que tomaron sus caballos y atacaron los barcos. No se sabe a ciencia cierta, pero según algunos en el fragor de la batalla Hipólita fue muerta, según otros fue el propio Hércules, creyendo en todo momento que es una traición, quien la asesina. Poco más se cuenta. El Álcida, abatido y con lagrimas en los ojos, entrega el cinturón -muy a su pesar- a Admeta.

Pero de regreso acontece otra de sus más famosas aventuras, la de Hércules en Troya.


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