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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO EL SUEñO DE DUNCAN PARRENNESS (por Joseph Rudyard Kipling )
Como Mr. Bunyan en los viejos tiempos, yo, Duncan Parrenness, escribiente de la muy honorable Compañía de las Indias Orientales, en esta ciudad de Calcuta, abandonada de los dioses, he tenido un sueño, y nunca, desde que mi yegua Kitty se quedara coja, me he sentido tan preocupado. Por lo tanto, no fuera a darse el caso de que olvidara mi sueño, me he apresurado a hacer un esfuerzo para consignarlo aquí. Aunque bien sabe el Cielo con cuánta dificultad tomo la pluma yo, que siempre estuve más presto con la espada que con el tintero cuando abandoné Londres hace ya dos largos años.
Cuando el gran baile del Gobernador General (que él ofrece cada año a fin de noviembre) hubo terminado, yo me había retirado a mi habitación, que da a ese río taciturno y nada inglés que conocemos como el Hoogly, tan poco sobrio como pudiese estarlo, hay que decir que lo que en Occidente constituye una borrachera en toda regla, en Oriente no es más que estar achispado, y yo estaba nornoroientalmente borracho, como hubiera podido decir el señor Shakespeare. Con todo, a pesar del alcohol, los frescos vientos de la noche (no obstante haber oído yo decir que alimentan catarros y flujos innumerables) me serenaron un tanto, y recordé que yo tan sólo había sufrido ligeras indisposiciones y una suerte de agotamiento físico debido a las diversas enfermedades de los últimos cuatro meses, mientras que aquellos jóvenes presumidos que habían venido al este en el mismo barco que yo llevaban ya un mes plantados en la eternidad y en el horrible suelo que se extiende al norte del Edificio de los Escribientes. Así que di vagas gracias a Dios (aunque debo decir para mi vergüenza que no me arrodillé para hacerlo) por haberme concedido licencia para vivir, al menos hasta que marzo volviera a estar de nuevo sobre nosotros. En verdad, nosotros, los vivos (y constituíamos un número mucho menor que aquellos que habían ido a rendir cuentas finales con los últimos calores) habíamos festejado la noche con gran alboroto,) unto a las murallas del fuerte, celebrando la magnanimidad de la Providencia; aunque nuestras chanzas no habían sido ingeniosas ni tampoco de naturaleza tal que hubiese agradado a mi madre oírlas.
Cuando me hube acostado (o más bien arrojado sobre la cama) y los vapores del alcohol se hubieron disipado un tanto, descubrí que no podía dormir, pensando en un millar de cosas de las que debieran dejarse en el olvido. En primer lugar, y hacía ya tiempo que no pensaba en ella, apareció a los pies de mi cama el dulce rostro de Kitty Somerset, como dibujado en un cuadro, con tanta nitidez que casi llego a pensar que estaba presente en carne y hueso. Entonces recordé que era ella quien me había enviado a este maldito país, con la pretensión de que me hiciera rico para poder casarme con ella muy pronto, a lo cual consentían nuestros padres respectivos; y luego recordé cómo ella se lo había pensado mejor (o peor, tal vez) y había contraído matrimonio con Tom Sanderson apenas tres meses después que yo me hubiera embarcado. De Kitty pasé a divagar acerca de Mrs. Vansuythen, una mujer pálida y alta, de ojos violeta, que había venido a Calcuta desde la Fábrica Holandesa de Chinsura y había sembrado la enemistad entre todos nuestros jóvenes y no pocos comisionados. Algunas de nuestras damas, es verdad, decían que nunca tuvo marido, ni tampoco hubo matrimonio alguno en su haber; pero las mujeres, en especial aquellas que se han limitado a vivir vidas honestas e insulsas, son crueles y duras unas con otras. Además, Mrs. Vansuythen era mucho más guapa que todas ellas. Había sido de lo más amable conmigo en la recepción del Gobernador General, y en ver¬dad se puede decir que yo era considerado por todos como su preux chevalier, que es la expresión francesa que encubre otro mucho peor. Pues bien, si la dicha Mrs. Vansuythen me importaba lo que un pinchazo de alfiler (a pesar de que le había jurado amor eterno tres días después de conocernos), no lo supe entonces ni después; pero mi orgullo y mi habilidad con la espada, que ningún hombre en Calcuta podía igualar, me mantenían dentro del campo de sus afectos. Así que yo creía que la adoraba.
Cuando logré apartar sus ojos violeta de mi pensamiento, la razón me reprochó el haberla seguido siquiera; y vi que el único año que había vivido en esta tierra había quemado y agostado mi mente hasta tal punto, con las llamas de miles de pasiones y deseos malsanos, que había envejecido diez meses por cada mes pasado en esa escuela de Satán. Con lo que me puse a pensar en mi madre durante un rato, y me sentí muy arrepentido: en mi talante de pecador borracho hice mil votos de enmienda, rotos todos ellos desde entonces, me temo, una y otra vez. Mañana, me decía a mí mismo, viviré limpiamente para siempre. Y sonreía media alelado (el alcohol todavía me dominaba) al pensar en los peligros de los que había escapado; y construí todo tipo de castillos en el aire, en los que una fantasmagórica Kitty Somerset, de ojos violeta y con el dulce hablar lento de Mrs. Vansuythen, era siempre Reina.
Por fin, se apoderó de mí un valor magnífico y espléndido (del que sin duda era responsable el madeira de Mr. Hastings), que iba creciendo hasta tal punto que parecía posible que yo me convirtiera en Gobernador General, Nabab, Príncipe, ay, el Gran Mogol mismo, simplemente con la fuerza del deseo. Por lo que di los primeros pasos, bastantes azarosos e inestables, en pos de mi nuevo reino, y golpeé a mis sirvientes, que dormían en el exterior, hasta que se pusieron a aullar y me abandonaron corriendo, y conjuré al Cielo y a la Tierra para que diesen testimonio de que yo, Duncan Parrenness, era un escribiente al servicio de la Compañía y que no temía a hombre alguno. A continuación, viendo que ni la luna ni la Osa Mayor se dignaban aceptar mi reto, me volví a acostar y me debí de quedar dormido.
Me desperté en seguida al oír mis últimas pala¬bras repetidas dos o tres veces y vi que había entrado en el cuarto un hombre borracho, pensé yo, de la recepción de Mr. Hastings. Se sentó a los pies de lo que a los ojos del mundo entero era mi cama como si fuese la suya, y yo tomé nota, lo mejor que pude, de que su cara era más o menos como la mía aunque más vieja, excepto en los momentos en que se transformaba en la cara del Gobernador General o de mi padre, muerto hacía seis meses. Pero todo esto me parecía natural, y el resultado obvio del mucho vino; y yo estaba tan irritado ante su aparición que le dije, sin demasiada educación, que se fuera. Pero no contestó a mis palabras, limitándose a repetir despacio, como si fuera un dulce bocado: «Escritor al servicio de la Compañía, sin miedo ante nin¬gún hombre. Y entonces se detiene de repente y, volvién-dose abruptamente hacia mí, me dice que alguien con mi brío no tiene por qué temer a hombre o demonio alguno; que yo era joven gallardo y apto, si vivía lo suficiente, para llegar a ser Gobernador General. Pero que por todo ello (y supongo que se refería a las variaciones y ventu¬ras de nuestra accidentada vida en estas tierras) tenía que pagar mi precio. A esa altura, ya me había serenado en parte y, hallándome bien despierto en mi primer sueño, estaba dispuesto a considerar el asunto como la chanza de un hombre algo borracho. Así que digo alegremente: « ¿Y qué precio deberé pagar por este mi palacio, que no tiene sino doce pies cuadrados, y por mi pobre sueldo de cinco pagodas mensuales? Al diablo contigo y con tus chanzas: he pagado el precio por duplicado con mis enfermedades. Y en ese momento, mi hombre se vuelve hasta darme la cara por completo: de forma que la luz de la luna veía cada una de las arrugas y surcos de su rostro. Y entonces mi gozo alcohólico se evaporó de la misma forma en que yo he visto agostadas las aguas de nuestros grandes ríos en una sola noche; y yo, Duncan Parrenness, que no temía a hombre alguno, me vi presa de un terror más devastador que el que nunca haya conocido mortal alguno. Porque vi que su rostro era mi propio rostro, pero marcado y arrugado y lleno de cicatrices de los surcos de la enfermedad y de una larga vida disoluta, de la misma forma que yo, en una ocasión, cuando estaba en verdad muy borracho (¡y Dios me ampare!), vi mi propio rostro, completamente blanco, macilento y envejecido, en un espejo. Tengo para mí que cualquier hombre hubiera sido más temido incluso que yo, porque yo no carezco en absoluto de valor.
Cuando ya llevaba un rato acostado, sudando en agonía y esperando despertar de este sueño terrible –– porque yo sabía que no era más que un sueño––, me vuelve a decir que tengo que pagar mi precio; y un poco después, como si éste se pagara en rupias y pagodas:
« ¿Cuánto vas a pagar? ». Y yo digo, muy bajo:
«Por el amor de Dios, déjame en paz, quienquiera que seas, y de ahora en adelante me corregiré». Y él sigue, riéndose un tanto de mis palabras, pero sin dar indicios, por otra parte, de haberlas oído: «No. Sólo quiero liberar a un joven fanfarrón como tú de muchas cosas que serían un lastre para ti, en tu camino por la vida en la India, porque, créeme ––y al llegar aquí me vuelve a mirar fijamente a la cara una vez más––: no hay retorno». Ante este galimatías, que entonces no conseguí entender, me quedé bastante desconcertado y esperé a ver qué sucedía a continuación. Y él dice con toda calma: «Entrégame tu confianza en los hombres». Al oír esto comprendí la magnitud del precio que se me exigía, porque no dudé ni por un momento que conseguiría de mí todo lo que quisiera, y tenía la mente ––por el terror y el insomnio –– toda despejada del vino que había bebido. Así que le interrumpí, llorando y exclamando que no era tan malo como él pensaba y que yo confiaba en mis compañeros al máximo, en la medida en que ellos se lo merecían.
«No tuve yo la culpa –– dije –– si la mitad eran mentirosos y la otra mitad merecía que les quemara la mano», y de nuevo le pedí que acabara con sus preguntas. Y entonces me callé, un poco asustado, es verdad, por haberme dejado ir de la lengua, pero él no prestó atención a ese detalle, y se limitó a posar su mano con suavidad sobre el lado izquierdo de mi pecho, y lo sentí frío, por un tiempo. A continuación dice, riéndose más y más:
«Dame tu fe en las mujeres». Al oír eso, di un salto en la cama, como si me hubieran dado un punzazo, porque pensé en mi dulce madre en Inglaterra, y por un momento imaginé que mi fe en las mejores criaturas de Dios no me podía ser robada ni conturbada.
Pero más tarde, los ojos duros de mi Yo cayeron sobre mí, y caí en pensar, por segunda vez aquella noche, en Kitty (la que me había dejado y se había casado con Tom Sanderson) y en Mrs. Vansuythen, a la que sólo mi orgullo infernal me había inducido a seguir, y en cómo era incluso peor que Kitty, y yo el peor de todos, viendo que con la obra de mi vida por realizar, debía necesariamente bailar a lo largo del camino pulido y hermoseado del Demonio, porque, en verdad, al extremo de él me esperaba la sonrisa ligera de una mujer. Y pensé que todas las mujeres del mundo eran como Kitty, o bien como Mrs. Vansuythen (como en realidad lo han sido desde entonces para mí), y esto me llevó a tales extremos de rabia y dolor que me alegré más allá de lo que las palabras pueden expresar cuando de nuevo la mano de mi Yo volvió a posarse sobre el lado izquierdo de mi pecho y ya no me perturbaron semejantes locuras.

Después de esto se quedó en silencio un rato, y yo tuve la certeza de que él debía marcharse o de que yo despertaría antes de mucho tiempo, pero de inmediato habla otra vez (y muy suavemente) y dice que yo soy tonto al preocuparme de naderías como las que ha obtenido de mí, y que antes de marcharse sólo me quiere pedir unas cuanta fruslerías que ningún hombre ––y, llegado el caso, ningún joven–– conservaría en este país. Y así sucedió que cogió de mi propio corazón, por así decir, sin dejar de mirarme a la cara con mis propios ojos mientras lo hacía, todo lo que quedaba de mi alma y conciencia de joven. Esto fue para mí una pérdida más terrible que las dos que había sufrido antes. Porque, Dios me ayude, a pesar de que yo me había alejado mucho de todos los caminos de la vida buena o decente, todavía quedaba en mí, aunque sea yo mismo quien lo escriba, cierta bondad de corazón que, cuando estaba sobrio (o enfermo) me llevaba a lamentarme de todo lo que había hecho antes que este ataque me sobreviniera. Y esto lo perdí por completo: en su lugar experimenté una frialdad mortal en el corazón. No tengo, como he dicho antes, facilidad con la pluma, por lo que temo que lo que acabo de escribir pueda no ser entendido con presteza. Sin embargo, hay épocas en la vida de un hombre joven en que, a través de un gran dolor o del pecado, todo cuanto hay de niño en él se quema y se agosta, de forma que pasa de un plumazo al más penoso estado de madurez, tal como nuestro llameante día indio se transforma en noche sin que exista apenas el gris del crepúsculo que atempere los dos extremos. Quizá esto clarifique mi estado, si se recuerda que mi tormento fue diez veces mayor que el que sufre cualquier hombre en el curso natural de la naturaleza. En aquel momento ni me atrevía a pensar en el cambio que se había producido en mí, y en una sola noche, aunque a menudo he vuelto a pensar en é. «He pagado el precio», digo, y mis dientes castañeteaban, porque estaba muerto de frío. « ¿Y qué he sacado a cambio? ». Ya era casi de día, y mi Yo había comenzado a palidecer y a hacerse más delgado contra la luz blanca del este, como me decía mi madre que les ocurría a los fantasmas, los demonios y otros seres aparecidos. Hizo ademán de marcharse, pero mis palabras le detuvieron, y se rió como yo recuerdo haber reído cuando atravesé con la espada a Angus Macalister el último agosto porque insultó a Mrs. Vansuythen.
« ¿Qué te doy a cambio? ––dice, repitiendo mis últimas palabras––. ¡Vaya! Fortaleza para vivir tanto como Dios o el Demonio quieran, y mientras vivas, mi joven amo, mi prenda». Y con estas palabras depositó algo en mi mano, aunque estaba demasiado oscuro para ver lo que era: cuando volví a alzar el rostro para mirarle, se había ido.

Cuando se hizo de día me apresuré a contemplar su prenda y vi que era un pequeño trozo de pan seco.


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