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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO UN PUNTO DE VISTA DEL PROBLEMA (por Joseph Rudyard Kipling )
De Shafiz Ullah Khan, hijo de Hyat Ullah Khan, al noble servicio de su alteza real el Rao Sahib de Jagesur, que está en la frontera norte del Indostán, y por orden de su alteza, escrito a Kazi Jamal––ud––Din, hijo de Kazi Ferisht––und––Din Kahan, al servicio del Rao Sahib, y ministro suyo muy honrado. Desde este lugar, al que llaman el northbrook Club, en la ciudad de Londres, bajo la sombra de la emperatriz, escribo:

“Entre hermanos queridos no debe haber largas protestas de amor y de sinceridad. El corazón habla desnudo al corazón, y la cabeza responde por todo. Honor y gloria a los de tu raza hasta el fin de los años y una tienda de campaña en los límites del paraíso.”

Hermano mío: He aquí un relato de mis gestiones en los asuntos para los que fui enviado. He comprado para el Rao Sahib, y pagado sesenta libras de cada ciento, las cosas en que él tenía mayor interés. Estas son: dos perrazos para la caza del tigre, de pelazo rojizo, macho y hembra, cuya descendencia consta por escrito en documentos que se acompañan, y los collares de plata que lucen en sus cuellos. Para complacer aún más al Rao Sahib los envió inmediatamente por vapor, yendo a cargo de un hombre, que rendirá cuentas de ellos en Bombay a los banqueros de esta ciudad. Son los perros mejores que aquí había. He comprado cinco escopetas..., dos de ellas con espiga de plata en la culata e incrustaciones de oro alrededor de los gatillos, ambas de dos cañones, de golpe fuerte, y guardadas en fundas de terciopelo y de cuero encarnado; otras tres de una perfección de mano de obra inigualada; pero sin adornos; un fusil de repetición que descarga catorce balas... para cuando Rao Sahib cace jabalíes; un fusil de dos cañones y de bala para la caza del tigre, que es un milagro de exactitud, y una escopeta, para la caza de la volatería, que es tan ligera de peso como una pluma, y que va acompañada de cartuchos verdes y azules por millares. También he comprado un rifle muy pequeño para la caza de antílopes negros, pero que es capaz de matar a un hombre a cuatrocientos pasos. Los atelajes de crestones dorados para el carruaje de Rao Sahib no se hallan todavía listos, debido a la dificultad de incrustar el forro de terciopelo rojo en el cuero; pero los atelajes del coche de los caballos y la gran silla de montar con las pistoleras doradas que se destina a las ceremonias de gran gala han sido ya empaquetados con alcanfor dentro de un cajón de chapa, y yo he lacrado éste con mi sello. No tengo conocimiento del estuche de cuero gra-nulado que contiene instrumentos de señora y pinzas para el cabello y la barba, ni sé tampoco nada de los perfumes y de las sederías, y todo lo demás que necesitaban las mujeres ocultas detrás de las cortinas. Son cosas que tardan mucho en prepararse; igual retraso sufren las campanillitas y caperuzas de halcones, lo mismo que las perneras de sujeción con letras de oro. Leed todo esto de manera que lo oiga Rao Sahib, y habladle de mi diligencia y de mi celo, para que yo no pierda su favor durante la ausencia, y cuidad con mirada de vigilante superioridad a ese perro bromista sin dientes..., Bahadur Shah... Porque con la ayuda y la palabra vuestra, y cuanto yo he hecho en la cuestión de las escopetas, espero, como ya lo sabéis, que se me conceda la jefatura del ejército de Jagesur. También desea esta jefatura ese hombre sin conciencia, y he oído decir que el Rao Sahib se inclina de su lado. ¿Es que ya no se bebe vino en vuestra casa, hermano mío, o es que Bahadur Shah se ha convertido en un perjuro del aguardiente? Yo no digo que la bebida acabe con él; pero las hay que bien mezcladas llevan a la locura. Meditadlo.
Y ahora viene la contestación a lo que me habéis preguntado con referencia a este país de los sahibs. Dios me es testigo de que yo he realizado un esfuerzo por llegar a comprender todo cuanto he visto y un poco de lo que he escuchado. Mis palabras y mi intención son las de la verdad, pero es posible que sólo esté escribiendo mentiras.
Una vez que se me pasó el primer asombro y desconcierto que me produjo la vista de Londres ––de ordinario vemos primero las joyas que relampaguean en el cielo raso de la cúpula y después nos fijamos en la suciedad del suelo––, he comprendido claramente que esta ciudad, tan grande como todo el país de Jagesur, está maldita; es oscura y sucia, carece de sol y está llena de gente baja que vive en una constante borrachera y que recorre las calles aullando a estilo de chacales; hombres y mujeres juntos. Hay miles de mujeres que acostumbran a salir a la calle cuando anochece y que van y vienen alborotando, bromeando y pidiendo de beber. Al producirse ese ataque los amos de las casas llevan a sus esposas y a sus hijos a los teatros y a los locales de diversión; de esa forma los buenos y malos regresan juntos a sus casas igual que regresan las vacas desde las charcas a la hora del ocaso. Jamás contemplé en todo el mundo espectáculo igual, y dudo mucho de que se encuentre otro que se le parezca del lado de acá de las puertas del Infierno.
El oficio de aquellas mujeres me resulta un misterio; es muy antiguo, pero los amos de las casas se reúnen en manadas, hombres y mujeres, y rezan en voz alta al dios suyo, que no está allí; mientras tanto, aquellas mujeres llaman a golpes a las puertas, del lado de afuera. Además, el día en que las familias marchan a hacer sus oraciones, sólo se permite a las casas de bebidas abrir sus puertas cuando las mezquitas cierran las suyas; es como si alguien pusiera una presa al río Jumna únicamente los viernes. Por esta razón, al disponer los hombres y las mujeres de muy poco tiempo para dar satisfacción a sus deseos, se emborrachan de una forma mucho más furiosa y ruedan juntos por el arroyo. Los que marchan camino de sus oraciones los ven es ese estado. Más aún, y como señal visible de que Londres es un lugar olvidado de Dios, caen sobre ella ciertos días, sin previa advertencia, unas nieblas frías, que privan por completo a la ciudad de la luz del sol; la gente, hombres y mujeres, y los conductores de vehículos, caminan a tientas y lanzando bramidos dentro de esta sima a las doce del día, sin verse unos a otros. Pero como el aire está lleno del humo del infierno ––de azufre y de pez, según está escrito––, la gente muere muy pronto entre jadeos de asfixia, y los muertos son enterrados en la oscuridad. No hay palabras para describir todo este espanto; pero, lo juro por mi cabeza, yo sólo describo lo que he visto.
No es cierto que los sahibs adoren a un solo dios, como nosotros los creyentes, ni que las diferencias existentes entre sus credos se parezcan a las que en la actualidad observamos entre los shiahs y los sumnis. Yo no soy más que un guerrero; no soy un derviche, y ya vos sabéis que se me da lo mismo de los shiahs que de los sumnis. Yo he hablado con muchas personas acerca de la naturaleza de sus dioses. Uno de esos dioses es el cabeza del Mukht––i––Fauj, al que adoran hombres que visten de rojo y que gritan como locos. Otro es una imagen ante la cual queman velas e incienso, tal y como lo hacen en un lugar en que estuve cuando visité Rangún para comprar caballitos birmanos para el Rao. Hay otro tercero, cuyos altares desnudos se alzan frente a una gran reunión de muertos. A ése le dedican principalmente cantos; y otros adoran a la mujer que fue madre del gran profeta que vivió antes que Mahoma. La gente baja no tiene dios, pero venera a quienes les hablan subidos a las columnas de los faroles de la calle. Las personas más sabias se adoran a sí mismas y adoran las cosas que han fabricado con sus bocas y con sus manos, y eso ocurre principalmente entre las mujeres estériles, que existen en gran número. Hombres y mujeres acostumbran fabricarse para sí mismos los dioses a su gusto y deseo; a fuerza de pellizcos y de sobos en la arcilla blanda de sus pensamientos, acaban mareándola de conformidad con sus apetencias. De ahí que cada cual se haya creado un dios de acuerdo con sus propios anhelos; y ese diosecito sufre pequeñas alteraciones, según los cambios que sufre el estómago o las alteraciones que experimenta la salud. Vos, hermano mío, no creeréis esto que digo. Tampoco yo lo creí la primera vez que me lo dijeron, pero ahora lo veo con toda naturalidad; hasta tal punto el pie, a fuerza de viajar, ha ido aflojando los agujeros del estribo de la fe.
Pero vos me contestaréis: “¿Qué nos importa a nosotros qué barba es la más larga, si la de Ahmed o la de Mahmud? Habladnos lo que sepáis de la satisfacción del anhelo.” Ojalá estuviéseis aquí para hablar cara a cara, pasear juntos y aprender.
Para estas gentes es cuestión de cielo o de infierno que la barba de Ahmed y la de Mahmud sean o difieran en sólo un cabello. ¿Sabéis vos el sistema de que se valen para el gobierno del Estado? Helo aquí. Hay hombres que, por iniciativa propia, van y vienen por el país hablando con la plebe, con los campesinos, con los que trabajan el cuero, con los que venden paños y con las mujeres, diciéndoles: “Dadnos licencia para que hablemos en vuestro interés de los consejos.” Conseguida esa licencia a fuerza de promesas, vuelven al lugar en que se reúne el Consejo; se sientan unos seiscientos de ellos, desarmados y todos juntos, y cada cual se despacha a gusto suyo, hablando en nombre propio y en nombre del propio grupo de gentes bajas. Los visires y los derviches de la emperatriz se ven obligados a pedirles constantemente dinero, porque a menos que la mitad más uno de los seiscientos no coincidan en la manera como han de gastarse los ingresos, no se podrá herrar un caballo, cargar un rifle, ni vestir a un hombre en todo el país. No perdáis esto de vista ni un solo instante. Los seiscientos están por encima de la emperatriz, por encima del virrey de la India, por encima del jefe del Ejército y de toda autoridad de cuantas habéis oído hablar.
Todo eso porque esos seiscientos disponen de las rentas del Estado.
Los seiscientos están divididos en dos bandas: la una se pasa la vida insultando a gritos a la otra y pidiendo a la plebe que ponga obstáculos y se rebele contra todo lo que la otra pueda idear en cuestión de gobierno del país. Sin contar con que ni unos ni otros llevan armas ––y por eso pueden calificarse mutuamente sin miedo de embusteros, perros y mal nacidos––, viven eternamente en la guerra más enconada. Amontonan mentiras sobre mentiras, pero llega un momento en que la plebe y la gente común se emborracha de mentiras, y empiezan a su vez a mentir y a negarse a pagar los impuestos. No se detienen ahí, sino que dividen también a sus mujeres en bandas y las lanzan a esa pelea con flores amarillas en las manos; pero como las creencias de una mujer son las de su enamorado, aunque desprovistas de buen juicio, las flores amarillas van acompañadas de muchas palabras agresivas. Como dijo muy bien la joven esclava a Mamún, en las deleitosas páginas del Hijo de Abdullah: La opresión y la espada matan pronto...; tu hálito mata lento, pero mata.
Cuando anhelan una cosa, afirman que es la verdad. Cuando no la quieren, aunque sea tan verdad como el morir, gritan a voz en cuello: “Siempre fue una falsedad.” Hablan, pues, como niños, y como niños agarran de un montón lo que ansían, sin ponerse a pensar si es suyo o es de otro.
Durante sus asambleas, cuando el ejército de los despropósitos se ha metido en el desfiladero de la disputa y ya no queda nada por decir de una parte y otra, se hacen unos a un lado y otros a otro, se cuentan las cabezas, y lo que quiere el lado que cuenta con mayor número de cabezas pasa a ser la ley. Pero los que han quedado en minoría van y vienen a toda prisa por entre la gente baja y la invitan a que pisotee aquella ley y mate a los funcionarios encargados de hacerla cumplir. Entonces ocurren de noche asesinatos de personas desarmadas, se mata el ganado y se ofende con insultos a las mujeres. No les cortan la nariz a las mujeres, pero las pelan al rape y les causan rasguños con alfileres. Acto continuo esos mismos desvergonzados miembros de la asamblea comparecen ante los jueces limpiándose la saliva de la boca y prestan juramento diciendo: “Juramos ante Dios que estamos libres de culpa.” ¿Les dijimos acaso: “Agarrad esa piedra de la carretera y matad con ella a éste y no a aquél”? En vista de lo cual no se los descabeza, porque ellos se limitaron a decir: “Aquí tenéis piedras y allí tenéis a Fulano, que está cumpliendo la ley, que no es ley porque nosotros no queremos que lo sea.”
Leed esto al oído de Rao Sahib y preguntadle si recuerda aquel tiempo en que los jefes de Manglot se negaron a pagar los impuestos, no porque no estuviesen en condiciones de pagarlos, sino porque juzgaban excesivo el amillaramiento. Vos y yo salimos un mismo día con toda la caballería, y las lanzas negras cobraron el cupo sin que hubiese apenas necesidad de hacer fuego y sin que nadie fuese muerto. Pero en este país se hace una guerra secreta y se mata con disimulo. En cinco años de paz han matado dentro de sus propias fronteras y entre gentes de su mismo linaje más personas que las que habrían caído si se hubiese dejado al martillo del Ejército el problema de las disensiones. A pesar de ello, no existen esperanzas de paz, porque los bandos vuelven a dividirse muy pronto, y con ello son causa de que sean muertos en los campos otra cantidad de hombres desarmados. Y basta de este tema, en el que nosotros resultamos aventajados. Queda decir otra cosa mejor, que, ésa sí, tiende hacia el Cumplimiento del Deseo. Leed esto cuando despertéis con la mente fresca después de un buen sueño. Escribo tal como yo veo las cosas.
Por encima de toda esta guerra sin honor hay una cosa que a mí me resulta difícil poner por escrito, porque ya sabéis cuán torpe soy en el manejo de la pluma. Guiaré de soslayo el corcel del Desmaño hacia el muro de la Expresión. La tierra está enferma y agria bajo los pies de tanto como el hombre la trae y la lleva, que es lo mismo que ocurre en los pastizales, que se agrian a fuerza de mantenerse en ellos el ganado, y también el aire se corrompe. En esta ciudad han asentado, como si dijéramos, las tablas malolientes del piso de una cuadra, y a través de estas tablas entre miles y miles de casas, rezuman los enranciados humores de la tierra, descargándose en el aire, ya demasiado espeso, que los devuelve a su punto de origen, porque el humo de los hogares de sus casas lo condensa todo abajo la capa de forma, de la misma manera que la tapa de un recipiente de cocina mantiene concentrados dentro los jugos de la carne de oveja. De esa manera, pues, una parte de esta gente, y de manera muy especial una gran parte de los seiscientos que hablan, tienen la enfermedad verde, es decir, el color pálido y la sangre empobrecida. Esa enfermedad del alma no cede ni en verano ni en invierno. Yo la he visto antes de ahora dentro de nuestro propio país, pero únicamente entre las mujeres y entre las muchachas que aún no han olfateado la espada; pero nunca la había visto en tanta abundancia como aquí. Debido a esa influencia característica de que he hablado, el pueblo, haciendo abandono del honor y de la hombría, pone en tela de discusión toda autoridad; pero no como lo harían los hombres, sino al estilo de las muchachas, gimoteando, dando pellizcos al que está vuelto de espaldas y haciendo muecas cuando no las ven. Si alguien se pone a gritar en la calle: “¡Se ha cometido una injusticia! “, no lo llevan a que presente su queja ante quien corresponda, sino que todos los transeúntes se detienen a beber sus palabras, y luego marchan con gran griterío a la casa del acusado y escriben cosas feas de él, de sus mujeres y de sus hojas; todo ello sin detenerse a sopesar las pruebas, y obrando como lo hacen las mujeres. Golpean con una mano a los guardias que mantienen el orden en las calles y con la otra los golpean también porque se vuelven contra los que les pegan y les ponen multas. Cuando se han hartado de tratar con menosprecio en todas las cosas del Estado, se ponen a pedir en voz en grito la ayuda de ese Estado, y éste se la otorga, de modo que en la siguiente ocasión la exigen más imperiosamente. Los que se sienten oprimidos alborotan por las calles, enarbolando banderas en las que se reclaman cuatro días de trabajo y pan para toda la semana en salario y tarea; y se muestran muy satisfechos cuando ni caballos ni peatones pueden circular. Hay otros que, cuando están ganando jornales, se niegan a trabajar hasta que se les pagan otros más elevados, y en eso están con ellos los sacerdotes y también algunos de los seiscientos de las asambleas... porque siempre hay alguno de ellos que acude al lugar en que se ha producido la rebelión, tal y como acude el milano a la carroña de un buey..., y los sacerdotes, oradores y hombres congregados declaran a una que es justo que, puesto que ellos no quieren trabajar, tampoco deben otros ocupar su puesto. Así es como han armado tal confusión en la carga y descarga de los barcos que llegan a esta ciudad, que me ha parecido conveniente, al expedir las escopetas y los arneses del Rao Sahib, enviar los cajones por tren a otro barco que zarpaba en otra ciudad. No existe en la actualidad certidumbre en ningún envío, ahora bien: quien causa perjuicios a los mercaderes, cierra con ellos las puertas del bienestar a una ciudad y al Ejército. Y ya sabéis lo que dijo Sa’adi: ¿Cómo irá el mercader hacia Occidente sabiendo que allí todo anda revuelto?
Nadie puede garantizar una cosa, porque nadie sabe cómo responderán los subordinados suyos. Han dado al criado preeminencia sobre el amo, precisamente porque es criado; sin tener en cuenta que todos somos iguales ante Dios, cada cual para la tarea que tiene señalada. He aquí algo que es preciso guardar en el aparador de la mente.
No se quedan ahí las cosas, porque la miseria y el griterío de la gente del pueblo, de la que el corazón de la tierra está cansado, han ejercido tal influencia en las mentes de ciertas personas que jamás durmieron bajo el miedo, ni han visto descargar sablazos sobre laa cabeza del populacho alterado, el cual se ha puesto ahora a gritar: “¡Deshagamos todo cuanto existe y dediquémonos a trabajar con sólo nuestras manos limpias!” Lo dicen unas gentes cuyas manos en ese caso se llagarían al segundo golpe, y que, a pesar de toda la desazón que les producen las angustias de los demás, no renuncian a un ápice de su vida muelle. Ignorantes de la manera de ser de la gente del pueblo ––más aún, de la manera de ser de los hombres–– brindan la fuerte bebida de las palabras, la misma que ellos beben, a unos vientres vacíos; y ese vino les produce la borrachera del alma.
Las gentes afligidas por las dificultades se amontonan de la mañana a la noche por millares y millares en las puertas de las casas de bebidas. Personas de buena intención y poco discernimiento les sirven palabras o tratan desmañadamente en ciertas escuelas de enseñarles algunos oficios, como el de tejedor o el de albañil, siendo así que sobran tejedores y albañiles. A ninguna de esas personas se le ocurre examinar las manos de esas gentes, aunque Dios y la necesidad han escrito en ellas no sólo su oficio, sino también el de su padre. Creen posible que el hijo de un borracho maneje con buen pulso un cincel y que un carretero revoque paredes. No tienen en cuenta al distribuir su generosidad que es preciso apretar los dedos para que no se escape el agua de la cuenca de la mano. Y por esa razón circula sin labrar y a la deriva por entre el fango de sus calles la madera bruta de un gran ejército. Yo no escribiría esto que escribo si el Gobierno, que hoy es uno y mañana ha cambiado, gastase algún dinero en estos desamparados, a fin de vestirlos y de equiparlos. Pero esta gente desdeña el oficio de las armas, dándose por satisfecha con el recuerdo de las batallas de antaño; en lo cual se ayudan las mujeres y los oradores.
Usted me preguntará: “¿Por qué hablar únicamente de mujeres y de idiotas?” Yo contesto, por Dios, que es quien modela los corazones, que los idiotas ocupan asientos entre los seis centenares de sus asambleas de gobierno, y que las mujeres dominan en sus consejos. ¿No recordáis ya la ocasión aquella en que vino desde el otro lado de los mares una orden que llevó la podredumbre a los ejércitos ingleses que estaban con nosotros, hasta el punto de que enfermaban los soldados por centenares allí donde sólo había diez enfermos antes? Pues eso fue obra de menos de veinte hombres y de unas cincuenta mujeres yermas. Yo he tenido ocasión de tratar con tres o cuatro de esas gentes, hombres y mujeres, y se muestran abiertamente jubilosas, invocando a Dios, porque han dejado de existir tres regimientos de tropas blancas. Esto redunda en ventaja para nosotros, porque la espada que está mordida de la herrumbre se quiebra sobre el turbante del enemigo. Pero si ellos mismos desgarran su propia carne y sangre antes que la locura haya llegado a la cumbre del frenesí, ¿que harán cuando llegue la luna llena?
En vista de que el poder está en manos de los seiscientos y no en las del virrey ni en las de nadie más, he procurado durante mi estancia colocarme a la sombra de los hombres que hablan más y de manera más extravagante. Estos son quienes guían al pueblo y los que están pendientes de su buen querer. Algunos de estos hombres ––a decir verdad, de tantos casi como los causantes de la corrupción del Ejército inglés–– anhelan que nuestros países y nuestros pueblos se parezcan minuciosamente a lo que son el día de hoy los países y los pueblos ingleses. ¡No lo quiera Dios; El, que condena toda locura! A mí mismo me exponen entre ellos como una maravilla, aunque nada en absoluto saben de nosotros y de los maestros, porque unos me califican de hindú y otros de rajput, y, llevados de su ignorancia, se sirven al hablar conmigo de frases propias de esclavos y de fórmulas que son para mí una ofensa. Algunos de ellos son gente de buena casta, pero la mayoría son de casta baja, de piel áspera, gesticulantes, vocingleros, faltos de dignidad, de boca fláccida, mirada soslayante y, según ya he dicho, fáciles de cambiar por el vuelo de un manto de mujer.
Y aquí os doy una anécdota que data sólo de un par de días. Estábamos congregados en un banquete, y hete aquí que una mujer, de voz chillona, se puso a hablarme en presencia de todos aquellos hombres de los problemas de las mujeres. La ignorancia, que era la que ponía las palabras en su boca, quitaba también a sus palabras el filo de la ofensa. Permanecía, en vista de ello, tranquilo hasta que acabó de trazar una ley para el control de nuestros harenes y de todas las que viven detrás de las cortinas.
Entonces yo le hablé así:
–– ¿Has sentido alguna vez latir la vida por debajo de tu corazón, o pusiste a un niño entre tus pechos, oh mujer por demás desdichada?
Y entonces ella me contestó, irritada y con ojos de extravío:
–– No, porque yo soy una mujer libre y no soy una criada de bebés.
Yo le dije bondadosamente:
Dios se apiade de ti, hermana mía, porque vives en una esclavitud más dura que la de las esclavas y más de la mitad del mundo está oculto a tus miradas. Los primeros diez años de la vida de un hombre pertenecen, sin duda, a su madre, y no se puede negar que la esposa manda en el marido desde el ocaso hasta que amanece el día. ¿Tanto sacrificio supone permanecer retirada durante las horas del día mientras los hombres manejan las riendas sin que tus manos les estorben?
Ella se mostró asombrada de que un pagano hablase de este modo y, sin embargo, es mujer muy respetada entre estos hombres, y que declara abiertamente que su boca no recita ningún credo. Leed esto al oído del Rao Sahib y preguntadle qué me ocurriría si le llevase a semejante mujer para que él se sirviese de ella. Sería peor que lo que se cuenta de aquella mujer rubia criada en el desierto, la de Cutch, que organizó a otras jóvenes para que luchasen entre sí con objeto de divertirla, y que le cruzó al príncipe la boca de un zapatillazo. ¿Recordáis vos la historia?
A decir verdad, el manantial del poder está putrefacto de tanto permanecer estancado. Estos hombres y estas mujeres convertirían toda la India en un gran pastel excrementicio e incluso querrían dejar en el mismo la huella de sus dedos. Y como disponen del poder y manejan las rentas del Estado, insisto yo tanto en describirlos. Ellos tienen poder sobre toda la India. No entienden absolutamente nada de las cosas sobre las cuales hablan, porque la inteligencia de las gentes de baja casta está limitada a su campo y es incapaz de captar las relaciones de los asuntos desde el Polo Norte al Polo Sur. Se jactan abiertamente de que el virrey y los demás no son sino servidores suyos. ¿Qué han de hacer los siervos cuando sus amos están locos?
Hay algunos aquí que sostienen que toda guerra es un pecado y que la muerte es lo que más hay que temer bajo el cielo. Otros proclaman con el Profeta que el beber es pecado, y de la influencia de esas predicaciones suyas hay testimonios evidentes en sus calles; otros, principalmente los de baja extracción, sostienen que toda autoridad es mala y la soberanía de la espada una maldición. Estos hicieron ante mí protestas de sus teorías, como excusándose de que la gente de su raza dominase en el Indostán, y manifestando la esperanza de que llegue pronto el día en que lo abandone. Conociendo, como conozco, la clase de linaje a que pertenecen los hombres blancos que tenemos junto a nuestras fronteras, me entraron ganas de reír; pero me contuve pensando que tales individuos influían cuando se trataba de hacer el recuento de cabezas en su asamblea. Hay, sin embargo, otros que se declaran en voz alta contra los impuestos que se cobran en el Indostán bajo el dominio del sahib. A éstos les manifiesto mi conformidad, recordándoles lo magnánimo que todos los años se muestra el Rao Sahib cuando los turbantes de las fuerzas de caballería cruzan por lo campos de maíz agostados y cuando hasta las pulseras de los tobillos de las mujeres van a parar a la fundición. Pero yo no soy un buen orador, y esa obligación les incumbe a los muchachos de Bengala ––borriquillos selváticos que rebuznan al estilo oriental––, a los maharatas de Poona y a otros por el estilo. Estos, que van y vienen entre aquellos estúpidos, se presentan como hijos de personajes de categoría, cuando son unas mentalidades de mendigos, hijos de grandes comerciantes, curtidores, vendedores de botellas y prestamistas, como bien sabéis. Ahora bien: nosotros, los de Jagesur, sólo sentimos hacia los ingleses amistad, porque nos dominaron por la espada y, después de dominarnos, nos devolvieron la libertad, afirmando para siempre la sucesión de Rao Sahib. Pero estos de que hablo, gente baja, que ha adquirido sus conocimientos gracias a la generosidad del Gobierno, que visten al estilo inglés y renuncian, por conseguir ventajas, a la fe de sus padres, se dedican a esparcir rumores y promover discusiones contra el mismo Gobierno, y por todo ello les son muy simpáticos a determinados individuos de entre los seiscientos. Yo he oído a este ganado hablar como si fuesen príncipes y rectores de hombres, y me he reído; aunque no del todo.
En cierta ocasión, un hijo de un costal de grano tomó asiento en la misma mesa que yo para comer; vestía y hablaba al estilo de los ingleses. A cada bocado que comía caía en perjurio contra la sal que había injerido, hombres y mujeres le aplaudían. Cuando, falsificando habilidosamente, exageró la opresión e inventó atropellos indecibles, al mismo tiempo que manifestaba aborrecimiento a sus dioses barrigones, pidió en nombre de su pueblo el gobierno de todo nuestro país, y, volviéndose, puso la palma de su mano sobre mi hombro, diciendo: “He aquí a uno que, aunque profesa distinta fe, está con nosotros; él dará testimonio de la verdad de mis palabras.”Esto último lo dijo en inglés, y, como si dijéramos, me exhibió ante los allí presentes. Yo le contesté en nuestro propio idioma, sin borrar la sonrisa de mi rostro: “Aparta de ahí esa mano, hombre sin padre, o de lo contrario no te salvará ni la estupidez de esta gente, ni mi silencio dejará a salvo tu reputación. Siéntate, chusma. “Luego, expresándome en inglés, dije: “Dice verdad. Cuando la magnanimidad y la sabiduría de los ingleses nos otorguen una parte algo mayor en la carga y en el premio, el musulmán se las entenderá con el hindú.” Sólo él comprendió el verdadero alcance de mis palabras. Me mostré generoso con ese hombre porque estaba cumpliendo con nuestros deseos; pero tened presente que su padre es un tal Durga, Charan Laha, de Calcuta. Si se os presenta la oportunidad, asentadle la mano en el hombro. No está bien que los comerciantes de botellas y los subastadores pongan su zarpa sobre los hijos de príncipes. En ciertas ocasiones salgo con el hombre en cuestión, a fin de que todo este mundo de por acá sepa que hindúes y musulmanes deseamos lo mismo; pero cuando llegamos a calles poco concurridas le indico que camine detrás de mí, y con ello le hago bastante honor.
–– ¿Por qué razón he llegado yo a comer de lo inmundo?
Esa es, hermano mío, la sensación que experimenta mi alma; el corazón mío ha estado a punto de estallar pensando en todos estos asuntos. Los bengalíes y esos muchachos de alma de mendigos saben muy bien que el poder del gobierno de los sahibs no está en el virrey ni en el jefe del Ejército, sino que procede de las manos de los seiscientos que hay en esta ciudad, y muy especialmente de los que más hablan. Por esa razón se acogen más y más cada año a esa protección, y aprovechándose de la debilidad y pobreza de sangre del país, según lo hicieron siempre conseguirán con el tiempo y por intermedio del constante entremetimiento, instigado por ellos, de los tales seiscientos, que la mano del Gobierno de la India pierda toda fuerza y que no pueda adoptarse medida alguna ni darse ninguna orden sin que por parte de los seiscientos se produzcan protestas y argumentos estrepitosos; porque en la hora actual es eso lo que constituye la delicia de los ingleses.
¿He sobrepasado quizá con ello los límites de la posibilidad? No. Vos mismos habréis oído, sin duda, que uno de esos seiscientos, hombre falto de juicio, de respeto y de reverencia, ha presentado por diversión un escrito en el que se propone un nuevo dispositivo de gobierno para Bengala y que lo exhibe descaradamente fuera del país, de la misma manera que podría leer un rey su discurso de la Corona. Este hombre, que es un entremetido en los negocios del Estado, habla en el Consejo en favor de una asamblea de curtidores, zapateros, talabarderos, jactándose además de que no cree en ningún dios. Pues bien: ¿acaso ha levantado su voz contra ese curtidor algún ministro de la emperatriz, la emperatriz misma, el virrey o alguna otra persona? ¿No viene eso a demostrarnos que es preciso acogerse al poder de ese hombre y al de los demás que piensan como él? Ya lo veis.
El telégrafo es un servidor de los seiscientos, y todos los sahibs que hay en la India, sin exceptuar a uno solo, son los esclavos del telégrafo. También una vez al año celebran esos hombres serviles una cosa que ellos llaman su Congreso. Unas veces en un lugar y otras en otro, haciendo que el Indostán fermente de rumores, haciéndose eco de lo que se habla entre los individuos de baja extracción de este país, y pidiendo ser ellos también, al igual que los seiscientos, quienes tengan el manejo de las rentas del Estado. Y esas gentes del Congreso, pasando por encima de los gobernadores y de los subgobernadores, y de cuantos tienen autoridad, envían todos los puntos y artículos en él acordados y los colocan estrepitosamente a los pies de esos seiscientos que hay aquí; y lo hacen seguros de que estos confundidores de vocablos y estas mujeres solteronas darán su asenso a sus peticiones y de que los demás se mostrarán reacios a expresar su desacuerdo. De ese modo se introduce una mayor confusión en los consejos de la emperatriz, en el mismo momento en que la isla que queda aquí cerca se ve ayudada y animada a la guerra sorda de que os he hablado. Además, siguiendo como empezaron y nosotros hemos visto, estos hombres de baja extracción de entre los seiscientos, que sienten tantas ansias de ganar homres, embarcan todos los años para nuestro país, y, permaneciendo en el mismo escaso tiempo, reúnen a su alrededor a los individuos de alma servil, y se pavonean delante de ellos; a su vez, esos individuos, en cuanto se apartan del lado de aquéllos, marchan a informar a los campesinos y a los guerreros que se encuentran sin ocupación de que se va a producir un cambio y de que les llega ayuda desde el otro lado del mar. Este rumor se agranda a medida que va extendiéndose. Y, sobre todo, el Congreso, cuando no se encuentra bajo la vista de los seiscientos ––quienes, a pesar de fomentar las disensiones y la muerte, simulan gran respeto a la ley, que no es ley; el Congreso, digo, apartándose a un lado, hace correr palabras de desasosiego entre los campesinos, y habla, como ya lo ha hecho, de la condonación de los impuestos y promete un nuevo Gobierno. Todo esto va en beneficio nuestro, pero en su semilla lleva encerrada la flor del peligro. Vos conocéis todo el daño que puede causar el rumor; tal ocurrió el Año Negro, cuando vos y yo éramos jóvenes, a pesar de que nuestra lealtad a los ingleses produjo beneficios a Jagesur y agrandó nuestras fronteras, porque el Gobierno nos entregó tierras en uno y otro lado. Del Congreso mismo nada hay que temer que no se pueda aventar con diez hombres a caballo; pero si sus palabras perturban antes de tiempo las almas de los que esperan o las de los príncipes que permanecen en la ociosidad, puede estallar antes de tiempo un incendio, y habiendo como hay en la actualidad, muchas manos de blancos dispuestas a apagarlo, todo volvería a quedar lo mismo que antes. Si ese incendio se mantiene en rescoldo, nada tenemos que temer, porque los blancos de aquí sudan y jadean y se atropellan los unos a los otros para ver quién abre antes su propia tumba. Se atarán las manos al virrey, se apoderará el desaliento de los corazones de los sahibs y todos los ojos se volverán hacia Inglaterra, sin hacer caso a las órdenes que aquí se den. Mientras tanto, llevando la cuenta en la vaina de la espada para cuando llegue la hora de ajustarla con el fino acero de la misma, haremos bien en ayudar y mostrarnos benévolos con los bengalíes, ayudándolos a que consigan el dominio de las rentas del Estado y de los cargos públicos. Debemos incluso escribir a Inglaterra que somos de la misma sangre que los hombres salidos de las escuelas. No habrá que esperar mucho; por vida mía que no habrá que esperar mucho. Estas gentes se parecen al gran rey Ferist, que, comido de las pústulas de su larga ociosidad, se arrancó la corona y se puso a bailar desnudo entre los montones de estiércol... Pero yo no me he olvidado del beneficioso final de aquella historia. El visir lo montó en un caballo y lo encaminó al campo de batalla. Recobró de ese modo la salud e hizo que se grabasen en la corona estas palabras: Aunque el rey me arrancó de su cabeza, volví a ella, gracias a Dios, y el rey me agregó dos hermosos rubíes (Balkl y el Irán).
Si este pueblo sufre la purga y es sangrado por la batalla, quizá su enfermedad desaparezca y sus ojos vean claramente las exigencias de la realidad. Actualmente su podredumbre ha llegado demasiado lejos. Hasta el corcel de guerra, cuando se le tiene demasiado tiempo maneado, pierde su ímpetu batallador; y estos hombres son mulos.
No falto a la verdad cuando digo que a menos que esta gente sea sangrada y reciba la lección del látigo darán oídos y obedecerán a todo cuanto digan el Congreso y los hombres negros que hay aquí, que tienen la esperanza de transformar a nuestro país en una copia de su desordenada Jehannum. Estos seiscientos hombres, que son en su mayoría de baja extracción y que no están acostumbrados a ejercer la autoridad, anhelan esto último, levantan sus brazos hacia el sol y la luna y vociferan para poder escuchar el eco de sus propias voces; cada cual dice alguna nueva cosa sorprendente, y distribuye los bienes y los honores de los demás entre los rapaces, a fin de ganarse el favor de la plebe. Y todo esto redunda en beneficio nuestro.
Escribid, pues, para que ellos puedan leerlo, hablando de gratitud, de amor y de justicia. Yo mismo os enseñaré a mi regreso de qué manera es necesario sazonar el plato para adobarlo al gusto de acá; porque es acá adonde hemos de venir a parar. Haced de manera que se funde en Jagesur un periódico, y llenadlo con cosas traducidas de sus propios periódicos. Se puede hacer venir desde Calcuta a uno de esos mendigos, doctos, pagándole treinta rupias al mes, y nuestro pueblo no podrá leerlo si escribe en gurmukhi. Cread, además, unos consejos distintos de los panchayats de) efes, aldea por aldea y dis-trito por distrito, aleccionándolos de antemano en lo que tienen que decir, según las órdenes que reciban del Rao. Imprimid todas esas cosas en un libro escrito en inglés y enviad un ejemplar a todos y cada uno de los seiscientos. Ordenad al mendigo docto que escriba al frente de todo ello que Jagesur sigue leal al plan inglés. Si exprimís el santuario hindú de Theegkot y lo encontráis abundante, condonad la tasa de capitación, y quizá también la de casamientos, dándole gran publicidad. Pero, sobre todo, mantened las tropas preparadas y pagadles bien, aunque tengamos que espigar los rastrojos y escatimar a las mujeres del Rao Sahib. Es preciso que todo se haga con suavidad. Hacer en todo momento protestas de vuestro amor a las voces de la plebe en todas las cosas y simulad desprecio hacia las fuerzas armadas. En este país tomarán esa actitud como un testimonio. Es preciso que se ponga en mis manos el mando del ejército. Cuidad de que Bahadur Shah se entontezca con el vino, pero no lo enviéis al Señor. Soy hombre de años, pero quizá viva lo suficiente para mandar.
Si esta gente no se desangra y recupera sus fuerzas, nosotros hemos de permanecer a la expectativa viendo de qué lado se mueve la marea; si la sombra de su mano no se aparta en modo alguno del Indostán, indicaremos a los bengalíes que exijan que desaparezca del todo, o crearemos el desasosiego con esa finalidad. Debemos cuidar de no herir la vida de los ingleses ni el honor de sus mujeres, porque, si esto ocurriese, ni seis veces los seiscientos de aquí podrían impedir que los que aún quedaban metiesen en cintura el país. Es preciso cuidar de que los bengalíes no se amotinen contra ellos, sino que les den escolta honrosa, manteniendo el país bajo la amenaza de la espada si cae un solo cabello de la cabeza de esos ingleses. De ese modo ganaremos buena reputación, porque cuando la rebelión no va acompañada de derramamiento de sangre, como ha ocurrido últimamente en un país lejano, los ingleses dejan de lado el honor y le aplican un nombre nuevo. Hasta una personalidad que fue ministro de la emperatriz, pero que actualmente está en guerra contra la ley, elogia abiertamente ante la plebe ese género de rebeldía. ¡Tanto ha cambiado el país desde los tiempos de Nicholson 1 Luego, si todo marcha bien y los sahibs, que habrán llegado a hastiarse de tanto tirarles de la rienda y ponerles cara ceñuda, se ven abandonado por los suyos ––porque este pueblo ha consentido que sus más grandes hombres mueran en el desierto a fuerza de demoras y de miedo a gastar––, podemos seguir adelante. Esta gente se paga de los hombres. Será, pues, preciso encontrar un nombre nuevo para el régimen del Indostán (cosa que los bengalíes pueden decidir entre ellos mismo), y se redactarán muchos escritos y juramentos de amor, como lo hace la pequeña isla del otro lado del mar cuando se prepara a pelear con mayor furia; y cuando el residuo haya disminuido, llegará la hora, y nosotros atacaremos con tal fuerza, que nunca más sea puesta en tela de juicio la espada.
Gracias al favor de Dios y porque los sahibs han ido atesorando durante tantos años, el Indostán encierra hoy muchísimo botín, y no hay manera de que podamos comérnoslo en poco tiempo. Nosotros conservaremos en nuestras manos el andamiaje del edificio del Estado, porque los bengalíes continuarán trabajando para nosotros y tendrán que rendirnos cuentas de las rentas del Estado, además de que les enseñaremos cuál es el lugar que ellos ocupan en el orden de las cosas. Vos sabéis mejor que yo si existe la posibilidad de que los reyes hindúes del Oeste se lancen a tomar parte en el botín antes que nosotros lo hayamos barrido todo; pero lo seguro es que, si eso ocurre, habrá manos fuertes que irán a arrebatarles sus propios tronos, y quizá vuelvan los tiempos del rey de Delhi si nosotros, refrenando nuestros deseos, rendimos la obediencia debida a las apariencia exteriores y a los nombres. Ya recordaréis la canción antigua:
Si no lo hubieses llamado Amor, yo habría dicho que era una espada desnuda; pero puesto que tú has hablado, yo lo creo... y muero.
Creo en los más hondo de mi corazón que habrá en nuestro país unos pocos slhibs que no desearán regresar a Inglaterra. Es preciso que los mimemos y que les demos protección, porque gracias a su habilidad y a su astucia, es posible que nos mantengamos unidos y conservemos la ligazón en tiempo de guerra. Jamás tendrán confianza en un sahib los reyes hindúes en lo íntimo de su pensamiento. Repito que si nosotros, los creyentes confiamos en ellos, pisotearemos a nuestros enemigos.
¿Te resulta todo esto un sueño a ti, zorro gris nacido de mi misma madre? He escrito lo que he visto y oído; pero si entregas la misma clase de arcilla a dos hombres distintos, nunca fabricarán dos platos iguales, ni extraerán de los mismos hechos idénticas conclusiones. Una vez más, toda la gente de este país está enferma de empobrecimiento de sangre. Hoy mismo comen inmundicia para aplacar sus anhelos. El sentimiento del honor y la firmeza se han ausentado de sus consejos, y el veneno de la discordia ha ido dejando en su cabeza las inquietas moscas de la confusión. La emperatriz es anciana. En la calle hablan irrespetuosamente de ella y de los suyos. Se desprecia la espada y se cree que la lengua y la pluma lo dominan todo. La medida de su ignorancia y de sus opiniones impresionables supera a la medida de la sabiduría de Salomón, el hijo de David. Todas estas cosas las he visto yo, al que ellos miran como a una fiera salvaje y como a una diversión. Por Dios, que es quien ilumina las inteligencias, que si los sahibs de la India criasen hijos capaces de vivir de manera que sus casas fueran estables, casi estaría por arrojar mi espada a los del pies del virrey para decirle: “Luchemos aquí juntos para crear un reino, tuyo y mío, haciendo caso omiso de todo el parloteo del otro lado del mar. Escribe una carta a Inglaterra diciéndoles que nosotros sentimos amor por ellos, pero que nos separamos de sus campamentos y establecemos de nueva planta un Estado bajo una nueva Corona.” Pero el caso es que los sahibs se extinguen en nuestro país a la tercera generación, y quizá todo esto no son sino ensueños.
Aunque no por completo. Nuestro camino está despejado en tanto que una benéfica calamidad de acero y de derramamiento de sangre, la imposición de grandes cargas, el temor por la vida y la rabia furiosa provocada por la ofensa, no caigan sobre este pueblo... porque semejante calamidad los deshumanizaría, si es que ven claro los ojos habituados al hombre. Este pueblo está enfermo. La Fuente del Poder es un arroyo de calle en el que todos pueden verter sus inmundicias; los berridos de las mujeres y los relinchos de las yeguas estériles ahogan las voces de los hombres. Si la adversidad los hiciese prudentes, entonces, hermano mío, lucharíamos a su lado y en favor suyo; más adelante, cuando tú y yo estemos muertos y esa enfermedad vuelva a surgir (los jóvenes criados en la escuela del miedo, del escalofrío y de las palabras perturbadoras tienen que cumplir todavía la carrera de sus vidas), aquellos que hayan luchado al lado de los ingleses podrán pedir y obtendrán lo que ellos quieran. De momento, tratad calladamente de producir la confusión, la demora, la esquivez y el quitar eficacia a las cosas. Para esta tarea podemos considerar como verdaderos colaboradores a unos ochenta de entre los seiscientos.
La pluma, la tinta y la mano se han cansado al mismo tiempo, y los ojos tuyos se habrán cansado de leer todo lo escrito. Que sepan en mi casa que regresaré pronto, pero no les habléis del día y la hora. Han llegado hasta mí cartas que afectan a mi honor. El honor de mi casa es también el tuyo. Si proceden, como me lo imagino, de un lacayo despedido que se llama Futteh Lal, que corrió a la cola de mi corcel color de vino Katthiawar, sabrás que su aldea está más allá de Manglot; toma las medidas necesarias para que su lengua no siga alargándose sobre los nombres de aquellas personas que son mías. Si no es lo que yo supongo, coloca una guardia que vigile mi casa hasta que yo llegue, y cuida especialmente de que no tengan acceso a las habitaciones de las mujeres los vendedores de joyas, los astrólogos y las comadronas. Nos elevamos por nuestros esclavos y por nuestros esclavos caemos, como suele decirse. Para todos aquellos a quienes recuerdo llevo regalos en proporción a sus merecimientos. He escrito dos veces acerca del regalo que yo haría entregar a Bahadur Shah.
Que la bendición de Dios y de su Profeta caiga sobre ti y los tuyos hasta el final que tenemos señalado. Hazme feliz informándome del estado de tu salud. Mi cabeza está a los pies de Rao Sahib; mi espada, a su lado izquierdo, un poco por encima de mi corazón. Pongo a continuación mi sello.




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