Hace mucho, muchísimo tiempo, siendo Devadatta rey de Benarés, escribí algunos relatos acerca de Strikland, de la Policía del Punjab (el que se casó con la señorita Youghal) y acerca de Adán, hijo suyo.
Strickland terminó ya su servicio en la India, y vive actualmente en un lugar de Inglaterra que se llama Weston––super––Mare, donde su esposa toca el órgano en una de las iglesias. Muy de tarde en tarde se traslada Strickland a la ciudad de Londres, y su esposa le obliga, de cuando en cuando, a que vaya a visitar a sus amigos. Fuera de esto, juega al golf y va en pos de los lebreles sólo por bien parecer.
Si el lector recuerda al niño aquel que contó una historieta al novelista Eustace Cleever, recordará también que llegó con el tiempo a ser baronet propietario de una enorme finca. Ha perdido un poco de prestigio, debido a su cocina, pero no ha perdido nunca a sus amigos. Me he enterado de que una de las salas de su palacio está convertida en hospital para enfermos; en ella pasé yo una semana acompañado de dos melancólicas enfermeras y de un especialista en psilosis. En otra ocasión la encontré rebosante de muchachos, hijos todos de angloindios, a los que el Niño había congregado para pasar las vacaciones, y que casi hicieron morir de dolor al encargado de cuidar la finca.
Mi última visita resultó mejor. El Niño me llamó por telégrafo, y yo caí en brazos de un amigo mío, el coronel A. L. Corkran, lo que me quitó muchísimos años de encima; ambos ensalzamos a Alá, que no había dado fin todavía a los deleites ni separado a los compañeros.
Corkran, una vez que me hubo explicado el sentimiento que se experimenta mandando un regimiento de infantería indígena en la frontera, me dijo:
–– Los Strikcs llegan esta noche con su muchacho.
–– Me acuerdo de él. Es el muchachuelo que me dio base para escribir un relato ––le contesté––. ¿Está acaso en el servicio?
–– No. Strick le colocó en el Protectorado Centro–euro–africano. Desempeña el cargo de comisario segundo en Dupé, que yo ignoro dónde cae. ¿En Somalia quizá, Largo? ––preguntó el Niño.
El Largo ensanchó burlonamente las ventanas de su nariz:
–– Sólo te has desviado tres millas. Fíjate en el atlas.
–– Esté donde esté, ese muchacho se encuentra hoy tan podrido de fiebre como todos vosotros ––dijo el Niño, que se había sentado ya en el diván grande ––. Trae además en su compañía a un criado indígena. Largo, pórtate como un atleta y dile a Ipps que le aloje en los establos.
–– ¿Por qué? ¿Es acaso un yao, como el individuo aquel que Wade trajo cuando tu mayordomo estaba con ataques?. El Largo visita con frecuencia al Niño, y ha visto unas cuantas cosas raras.
–– No. Es un individuo que perteneció al viejo cuerpo de policías del Punjab cuando los mandaba Strickland, y, según tengo entendido, un perfecto europeo.
¡Magnífico! Desde hace tres meses no he hallado un punjabí, y un punjabí del África central tiene que resultar divertidísimo.
Llegó a nuestro oídos el ruido del automóvil al detenerse delante del pórtico. La primera en entrar fue Agnes Strickland, a la que el Niño adora sin disimular sus sentimientos.
La verdad es que el Niño adora, con la adoración plácida de un hombre gordo, a ocho astutas mujeres por lo menos; pero Agnes lo cuidó en cierta ocasión en que el Niño tuvo un mal acceso de fiebre de Peshaxur, y cuando ella está en la casa del Niño, la casa le pertenece a ella más que a nadie. Ahora Agnes empezó a decir:
–– No enviaste suficientes alfombras, y quién sabe si Adán se ha resfriado.
–– En el interior del coche hace calor. ¿Por qué le consentiste que viajase en la parte delantera?
–– Porque lo quiso él ––contestó Agnes con una sonrisa maternal.
Y procedió a presentarnos a la sombra de un hombre joven que caminaba apoyándose fuertemente sobre el hombro de un barbudo mahometano punjabí.
–– Ahí tienes todo lo que de mi hijo ha vuelto a Inglaterra ––me dijo el padre.
En efecto, no había en el joven nada del muchacho con el que yo había hecho un viaje a Dalhousie, larguísimo tiempo atrás.
–– ¿Y qué uniforme es ése? ––preguntó el Largo al criado Iman Din, que se situó en posición de firmes sobre el suelo de mármol.
–– Es el uniforme de las tropas del Protectorado, sahib. Aunque yo soy el servidor personal del pequeño sahib, no parece bien que nosotros, los blancos, nos hagamos servir por el personal vestido completamente al estilo de los criados.
–– Comprendo. Con seguridad también que nosotros, los blancos, servimos la mesa a caballo, ¿verdad?
El Largo apuntó con el dedo a las espuelas del criado.
–– Estas me las puse cuando vinimos a Inglaterra por mejor parecer.
Adán se sonrió con un asomo de sonrisita, que empecé a recordar, y le colocamos sobre la meridiana grande, en espera de que nos sirviesen algún refrigerio. El Largo le preguntó qué tiempo de licencia tenía, y él contestó que seis meses.
–– Pero se tomará otros seis mediante un certificado médico ––dijo Agnes con expresión de ansiedad. Adán arrugó el ceño:
–– ¡Usted no querría eso, claro! Lo comprendo. Yo también me pregunto qué estará haciendo el que me sustituye en el mando.
El Largo se atusó el bigote y se puso a meditar en sus sikhs.
¡Bueno! –– exclamó el Niño––. Yo sólo tengo que cuidarme de algunos millares de faisanes. Vamos a vestirnos para la mes, Largo. Estamos nosotros solos. ¿Qué flores ordena mi señora que se pongan en la mesa?
–– ¿Para nosotros solos? ––contestó ella, mirando a las flores de ricino que adornaban el gran vestíbulo––. Pues entonces, que pongan clavelones..., los del pequeño cementerio.
Se transmitió esa orden.
Pues bien: para nosotros los clavelones equivalen a tiempo caluroso, incomodidad, separación y muerte. Con ese aroma en nuestra nariz, y teniendo de servidor al criado de Adán, fuimos con toda naturalidad a caer cada vez más en el viejo argot, acordándonos, a cada vaso que bebíamos, de los compañeros nuestros que se nos habían adelantado en el último viaje. No comimos en la mesa grande, sino junto a la gran ventana corrediza que daba sobre el parque, en el que estaban recogiendo y cargando los últimos restos de heno. Cuando se echó encima el ocaso, no quisimos que encendiesen luces, sino que esperamos la salida de la luna, y seguimos nuestra conversación en la semioscuridad, que trae a nuestra memoria los viejos recuerdos.
Al joven Adán no le interesaba nuestro pasado sino en aquello que éste había afectado a su propio futuro. Yo creo que su madre lo tenía agarrado de la mano por debajo de la mesa. Imam Din, descalzo por respeto a los suelos, le trajo el medicamento, se lo fue sirviendo gota a gota, y pidió órdenes.
–– Espera para llevárselo a la cama cuando se sienta fatigado ––dijo la madre.
E Iman Din se retiró a la parte sombreada del salón, junto a los retratos de los antepasados.
Y dígame: ¿qué espera sacar de ese Protectorado suyo?
Esta pregunta la hizo el Niño cuando, agotado el tema de nuestra India, pasamos a hablar del África de Adán.
El joven se reanimó al oír aquellas palabras, y dijo:
–– Caucho, nueces, goma y otros productos por ese estilo, aunque nuestro verdadero porvenir está en el algodón. El año pasado cultivé en mi distrito cincuenta acres de esa planta.
–– ¡En mi distrito! ––exclamó el padre––. ¿Lo oyes, mamaíta!
–– ¡Lo que digo es cierto! Me alegraría tener a mano una muestra para enseñársela. Algunos enterados de Manchester afirmaron que era de tan buena calidad como cualquier otro algodón que llega al mercado desde cualquiera de las islas.
–– ¿Y cómo se te ocurrió meterte a plantador de algodón, hijo mío? ––preguntó la madre.
Mi jefe nos dijo que todo hombre debería tener una distracción, un shouk, de cualquier clase que fuese, y cierta vez se tomó la molestia de viajar todo un día a caballo, apartándose de su ruta, para señalarme una franja de tierra negra que estaba indicadísima para el cultivo del algodón.
–– ¡Vaya! ¿Y de qué clase era ese jefe suyo? ––¬preguntó el Largo con su voz meliflua.
–– El hombre mejor que hay sobre la tierra..., sin excepción alguna. Es un hombre de los que dejan que uno mismo se suene la nariz. La gente le ha puesto de apodo... Adán largó una frase endemoniada––, que sig¬nifica el Hombre de los Ojos de Piedra”.
–– Me alegra lo que me dice, porque, según lo que otros me han referido...
La frase del Largo ardió como una cerilla lenta, pero la explosión no se hizo esperar.
–– ¡Otros! ––dijo Adán, y alzó una mano delga¬da––. Cada perro tiene sus pulgas. ¡Si usted les hace caso a esos otros, naturalmente que sí!
La manera que tuvo el joven de sacudir su cabeza resultó tal y como yo le recordaba, entre los policías de su padre, veinte años atrás, y la mirada brillante de la madre fue como una llamada en la penumbra para que yo le rindiese adoración. Pegué un puntapié en la espinilla al Largo... No debe uno burlarse del primer amor o del primer sentimiento de lealtad de un joven.
Apareció encima de la mesa un montoncito de algodón en bruto, y la voz de Iman Din nos dijo:
–– Pensé que quizá lo necesitase, y por esa razón lo coloqué entre nuestras camisas.
–– ¡Qué bien habla este hombre el inglés! exclamó el Niño, que se había olvidado ya de su Oriente.
Todos nosotros admiramos la muestra de algodón por complacer a Adán, y, a decir verdad, era de fibra muy larga y brillante. El joven exclamó:
–– Bueno..., se trata sólo de un experimento. Somos tan terriblemente pobres en mi distrito, que ni siquiera disponemos de dinero para pagar un cochechito correo. Empleamos una caja de galletas montada sobre dos ruedas de bicicleta. El dinero para este cultivo ––¬añadió Adán, dando unas palmaditas cariñosas a la mues¬tra–– lo conseguí por pura casualidad.
–– ¿Cuanto costó? ––preguntó Strickland.
–– Con la semilla y la maquinaria, alrededor de doscientas libras. Las labores fueron realizadas por caní¬bales.
–– Eso resulta animador.
El Largo alcanzó otro cigarrillo.
No, gracias ––le contestó Agnes––. Llevo demasiado tiempo en Weston––super––Mare para que me atraigan los caníbales. Voy al cuarto de música a ensayar los himnos del próximo domingo.
Se llevó a los labios ligeramente la mano del muchacho y cruzó los acres de suelo brillante hasta el salón de música, que había servido de salón de banquetes a los ascendientes del Niño. El vestido gris y de plata de Agnes desapareció bajo la galería de los músicos; encen¬diéronse dos luces eléctricas, y su figura se dibujó sobre el fondo de las hileras de tubos dorados.
–– ¡Hay aquí un apego abominable a tocar la música mecánicamente! ––dijo en voz alta.
–– ¡Dios me valga! ––exclamó el Niño, echándo¬se la servilleta al hombro––. Estuve interpretando Parsifal en rollo de pianola.
–– Prefiero la interpretación personal. Quita esto, Ipps. Oímos cómo el viejo Ipps patinaba obediente, cru¬zando la sala. El Largo dijo:
–– Veamos esa interpretación personal.
Y acercó el borgoña, que la facultad médica reco¬mienda para enriquecer la sangre debilitada por la fiebre.
–– Poco es lo que hay que decir. Ahora bien: la franja de tierra que me mostró mi jefe se mete en plena región de los sheshaheli. No nos ha sido posible demostrar ante los tribunales que esa tribu practica el caniba¬lismo; pero yo creo que si un sheshaheli viene a ofrecernos cuatro libras de pecho de mujer, con el tatua¬je y todo, espetadas sobre una hoja de llantén...
–– Es preciso no desayunarse sin haber pegado antes fuego a las aldeas –– dijo el Largo acabando la frase.
Adán movió la cabeza y suspiró:
¡Nada de hacer intervenir a las tropas! Se lo conté todo a mi jefe, y éste me dijo que era preciso espe¬rar a que hiciesen chuletas de un blanco. Me aconsejó que si alguna vez sentía esa tentación, no cometiese un..., un improductivo felo de se, y que dejase la tarea a un sheshaheli. Entonces podría presentar él un informe, y podríamos barrerlos de allí.
–– ¡Qué inmoralidad! Así es como nosotros ganamos...
Y el Largo citó el nombre de una provincia con¬quistada mediante un sacrificio tan justo.
Sí, pero aquellas fieras de hombres ejercían el dominio de uno de los extremos de mi franja de terreno algodonero como si tal cosa. Y cuando me adelanté a fin de coger muestras del suelo para analizarlas, nos persiguieron como a una alimaña, a mí y a Imam Din.
–– ¡Sahib!, ¿me necesita?
La voz surgió de la oscuridad, y antes de acabar la frase brillaban los ojos por encima del hombro de Adán.
–– No. Salió ese nombre en la conversación ––y bastó un movimiento del dedo de Adán para hacer desa¬parecer a Imam Din––. No pude convertir el hecho en un casus belli inmediatamente, porque mi jefe se había lle¬vado todas las tropas a fin de aplastar en el Norte a una cuadrilla de reyes esclavos. ¿No han oído hablar nunca de nuestra guerra contra Ibn Makarrah? Casi estuvimos en una ocasión a punto de perder por su culpa nuestro Protectorado, aunque ahora es aliado nuestro.
–– ¿Verdad que era una fiera dañina, aun dentro de la manera de ser de aquella gente? ––dijo el Largo––. Wade me habló de tal individuo el año pasado.
Lo cierto es que el apodo con que todos le cono¬cían en aquel país era el de Misericordioso, y es preciso que se haya hecho algo para conseguir un apodo como ése. Nadie de entre nosotros pronunciaba su nombre propio al referirse al hombre en cuestión. Decían él o el Tal, y no lo decían levantando la voz. Combatió durante ocho meses contra nosotros.
–– Lo recuerdo. Y también que apareció en no sé qué periódico un suelto hablando de esa lucha ––contes¬té yo.
Pero le derrotamos. La verdad es..., la verdad es que los traficantes de esclavos no vienen por nuestra región porque es fama que nuestros hombres se mueren casi todos al mes de haber sido capturados. Eso disminu¬ye los beneficios.
–– ¿Y qué hay de tus encantadores amigos los sheshahelis? ––preguntó el Niño.
–– No hay mercado para ellos. Mejor que shesha¬helis, la gente compraría cocodrilos. Tengo entendido que antes que nos anexionásemos la región, Ibn Makarrah hizo una incursión contra ellos, para adiestrar a sus guerreros jóvenes, y se limitó a hacerlos picadillo. La mayor parte de mi gente son campesinos, precisamen¬te lo que necesitan los plantadores de algodón... ¿Qué está tocando mamá?... ¡Ah, sí! Once in Royal..., ¿ver¬dad?
El órgano, que hasta entonces había estado can¬turriando tan feliz como una madre contemplando a su hijo restablecido, atacó de firme una melodía. El Niño exclamó con toda sinceridad:
–– ¡Estupendo! ¡Lo toca estupendamente!
Yo sólo había oído cantar al Niño una vez, y aun¬que cantó de mañana, cuando todo el mundo se siente inclinado a la tolerancia, sus compañeros de rancho le tiraron a un estanque de nenúfares.
–– ¿Y cómo te las arreglaste para que tus caníba¬les trabajasen en tu campo? ––preguntó Strickland.
–– Convirtiéronse a la civilización una vez que mi jefe hubo aplastado a Ibn Makarrah, precisamente en el momento en que yo los necesitaba. Mi jefe me había pro¬metido por escrito que si yo conseguía rebañar un sobrante, él no se lo embolsaría esta vez con destino a sus caminos, sino que me permitiría que lo emplease en mi empresa algodonera. Yo sólo necesitaba doscientas libras. Nuestras rentas daban para poca cosa.
–– ¿Qué fuentes de ingresos tenía el Protectorado? ––preguntó el Largo en idioma indígena.
–– El impuesto a las chozas, la patente de comer¬ciantes, las licencias de caza y de minas; en total, menos de catorce mil rupias; y hasta el último penique estaba marcado para una finalidad concreta desde muchos meses antes.
Adán suspiró. Imam Din dijo con voz suave:
–– Hay también la multa a los perros que se meten en el campo del sahib, y que el año pasado fue de más de tres rupias.
–– Yo creo que era justo multarlo, porque ladraban como condenados. Eramos bastante rigurosos en cuestión de multas. Yo logré que mi escribiente indígena, Bulaki Ram, se entusiasmara hasta la ferocidad. Llegaba a calcular los beneficios de nuestro proyecto algodonero hasta tres decimales, después de las horas de oficina. Les aseguro a ustedes que envidio a los magistrados de este país, que todas las semanas arrancan el dinero a montones a los automovilistas. Yo me las había ingeniado para que ingresos y gastos se equilibrasen, y estaba loco por conseguir las doscientas libras necesarias para mi algodón. Cuando uno está solo le entran esas chaladuras..., y acaba hablando en voz alta.
–– ¡Hola! ¿Llegaste a ese punto ya? ––preguntó el padre.
Adán asintió con un movimiento de cabeza.
–– Sí. Llegué a recitarle a un árbol la parte que recordaba del Marmion, señor. Pero, de pronto, cambió mi suerte. Cierto atardecer se me presentó un negro que hablaba inglés y que traía arrastrando de los pies un cadáver (uno se acostumbra a esta clase de aventurillas). Me dijo que se lo había encontrado y que hiciese el favor de identificarlo, porque quizá consiguiese un premio si se trataba de uno de los hombres de Ibn Makarrah. Era el muerto un musulmán viejo, con una buena cantidad de raza árabe; un hombrecito de huesos pequeños y calvo. Yo me estaba preguntando cómo se había conservado el cadáver en tan buen estado en un clima como el nuestro, y, de pronto, el muerto estornudó. ¡Hubieran ustedes visto al negro! ¡Lanzó un alarido y pegó un bote como..., como aquel perro en el Tom Sawyer, cuando se sienta encima de un escarabajo de nombre raro! El negro lanzaba ladridos sin dejar de correr, y mientras tanto el cadáver seguía estornudando. Me di cuenta de que había sido envenenado con sarky, que es una secreción de cierta planta que ataca los centros nerviosos (nuestro oficial médico mayor está escribiendo una monografia sobre este tema). En vista de ello, Imam Din y yo procedimos a vaciar el cadáver, dándole jabón de afeitar, pólvora corriente de escopeta y agua caliente.
Ya había sido testigo anteriormente de un caso de sarkizamiento; por esta razón, cuando se le empezaron a despellejar los pies y dejó de estornudar, comprendí que viviría. Sin embargo, estuvo grave. Permaneció lo mismo que un tronco durante una semana, y a fuerza de masajes, Imam Din y yo echamos fuera de él la parálisis. Entonces nos dijo que él era un hajji; había estado tres veces en la Meca y procedía del África francesa; que había tropezado con el negro a la vera de un camino..., por el estilo de lo que ocurre en la India con los thugs..., y que el negro le había envenenado. La explicación me pareció bastante razonable, sabiendo como yo sabía los procedimientos de los negros de la costa.
–– ¿Le creíste? ––preguntó con vivo interés el padre.
–– No había razón para no hacerlo. El negro no regresó nunca, y el viejo se quedó conmigo por espacio de dos meses ––contestó Adán––. Usted conoce ya a qué extremos de caballerosidad puede llegar un caballero mahometano, padre. Pues aquel hombre era eso.
–– A extremos insuperables, sí, señor; a extremos insuperables ––fue la contestación del padre.
–– Siempre que no le compare con un sikh ––¬refunfuñó el Largo.
–– Había estado en Bombay; conocía todos los recovecos del Africa francesa; sabía recitar poesías y tex¬tos del Corán un día entero. Jugaba al ajedrez como un maestro, y no saben ustedes lo que eso significaba para mí. Entre jugada y jugada hablábamos de la regeneración de Turquía y del Sheikh–Ul–Islam. Hablábamos de todo lo imaginable. Era un comprensión admirable. Como es de suponer, creía en la justicia de la esclavitud, pero comprendía perfectamente que aquello tenía que acabar. Por esa razón, opinaba, lo mismo que yo, que era preciso desarrollar los recursos del distrito gracias al cultivo del algodón, naturalmente.
–– ¿También de eso hablaron? ––preguntó Strickland.
–– Bastante. Hablamos de ese problema durante horas y horas. Usted no sabe lo que ello suponía para mí. Un hombre admirable... Dime, Imam Din, ¿no era nuestro hajji un hombre maravilloso?
–– ¡Completamente maravilloso! Gracias al hajji logramos reunir el dinero que necesitábamos para nuestro algodón.
Yo me imaginé que Imam Din se había movido detrás de la silla de Strickland.
–– Sí. Aunque aquello tenía que ir de una manera muy dura contra sus convicciones. Encontrándome yo atacado de fiebres en Dupé, vino el árabe a traerme la noticia de que uno de los hombres de Ibn Makarrah se paseaba descaradamente por mi distrito con un grupo de esclavos... ¡sujetos con la horca!
–– ¿Y qué te pasaba con la horca, que no podías tolerarla? ––preguntó el Largo, porque Adán había subrayado la palabra horca apoyando en ella la voz.
–– Cuestión de etiqueta local, señor mío ––con¬testó Adán, demasiado absorto en el relato para reparar en el chiste atroz del Largo––. Cuando un comerciante de esclavos los lleva atravesando territorio británico debe simular que se trata de criados suyos. El pregonarlos de pueblo en pueblo con la horca al cuello, es decir, con el palo ahorquillado en que se les mete el cuello, constituye una insolencia parecida a la que se cometía antaño en el mar no poniendo en facha las gavias. Además, eso produce desasosiego en el distrito.
Pensé que había dicho usted que los comerciantes de esclavos no cruzaba su jurisdicción ––intervine yo.
–– Así es; pero mi jefe andaba en aquella época ahuyentándolos del Norte, y ellos saltaban a territorio francés por todos los caminos que se les ponían delante.
Yo tenía orden de hacer la vista gorda mientras ellos circulasen; pero aquello de ofrecer esclavos en venta metidos en la horca era pasarse de la raya. Yo estaba imposibilitado de marchar en persona, y por esa razón ordené a una pareja de nuestros policías Makalali y a Imam Din que hiciesen por una sola vez una advertencia verbal a aquellos caballeros. Era bastante arriesgado, y hubiera podido resultar costoso, pero salieron vencedo¬res. Regresaron a los pocos días con el comerciante de esclavos (que no ofreció resistencia) y una multitud de testigos; le formamos juicio en mi dormitorio y le impusimos una hermosa multa. Para que ustedes comprendan hasta qué punto de perversidad había llegado aquel bestia de hombres (es cosa frecuente que los árabes se vuel¬van idiotas después de una derrota), les diré que había raptado a cuatro o cinco sheshaheli y andaba ofreciéndolos en venta a todo el mundo por el camino... ¿No llegó incluso a ofrecértelos a ti Imam Din?
–– Yo fui testigo de que ofrecía en venta comedores de carne humana ––dijo Imam Din.
–– Por suerte para mi proyecto algodonero, eso que había hecho era faltar de dos maneras a la ley: había esclavizado a otros hombres y había puesto a la venta sus esclavos dentro del territorio británico. Eso significaba que yo podía imponerle una doble multa.
–– ¿Y cómo se defendió? ––preguntó Strickland, que había sido de la Policía del Punjab.
–– Por lo que recuerdo, aunque en aquel momento tenía yo una fiebre de cuarenta grados, se había equivocado de meridiano de longitud. Creía estar dentro de territorio francés. Aseguró que no lo haría nunca más si le castigábamos únicamente con una multa. Cuando le oí decir eso sentí impulsos de darle un apretón de manos. Pagó en dinero contante, lo mismo que un automovilista, y se largó en el acto.
–– ¿Usted lo vio?
Sí... ¿No es cierto, Imam Din?
–– Doy la seguridad de que el sahib lo vio y habló con el comerciante de esclavos. Además, el sahib echó un discurso a los comedores de carne humana después que los hubo libertado, y ellos juraron proporcionarle toda la mano de obra que necesitaba para su plantación de algodón. Mientras ocurría todo eso, el sahib se apoyaba en el hombro de su propio servidor.
–– Recuerdo algo de eso; recuerdo que Bulaki Ram me dio los documentos para firmarlos, y recuerdo con toda claridad que guardó el dinero en la caja fuerte: doscientos diez magníficos soberanos ingleses. ¡No saben ustedes todo lo que eso significaba para mí! Creo que se me pasó la fiebre; en cuanto pude me largué, tambaleante aún, acompañado del hajji, para entrevistarme con los sheshaheli y tratar con ellos la cuestión de la mano de obra. Y entonces fue cuando descubrí por qué tenían tanto interés en trabajar. ¡No se trataba de agradecimiento! Su gran aldea había sido herida por el rayo y reducida a cenizas un par de semanas antes; se tumbaron boca abajo en el suelo, a mi alrededor, en varias hileras, y me pidieron que les diese tarea. Se la di.
–– Lo cual te hizo seguramente muy feliz, ¿no es cierto? ––dijo su madre, que se había acercado sin que la sintiésemos y estaba detrás de nosotros––. Y le tomaste cariño a tu plantación de algodón, ¿verdad?
Y al decir esto quitó de allí el montoncito de muestra.
–– ¡Vive Dios que fui feliz! ––dijo Adán bostezando––, y si alguno de ustedes tiene interés ––añadió, mirando al Niño–– en invertir un poco de dinero en ese negocio, dará con ello vida a mi distrito. Estoy en condiciones de proporcionarle cifras, señor; pero le aseguro...
–– Lo que tú vas a hacer ahora es tomar tu arsénico; luego, Imam Din te llevará a la cama, y yo subiré para abrigarte bien.
Agnes se inclinó hacia adelante, puso sus redondeados codos sobre los hombros de su hijo, cruzó sus manos por entre sus negros cabellos y nos dijo:
–– ¿Verdad que es un encanto este hijo mío?
Lo dijo con un alzamiento de la ceja izquierda y con una modulación de voz tan conmovedora como los que había empleado para que Strickland se arrojase como loco entre los caballos el año 84. Permanecimos callados cuando los tres se retiraron. Esperamos así hasta que Imam Din regresó del piso alto y carraspeó junto a la puerta de una manera que solamente en el Asia de negro corazón saben hacerlo. Entonces Strickland le dijo:
–– Y ahora, dijo de mi servidor, dinos lo que verdaderamente ocurrió.
–– Todo ocurrió tal y como el sahib lo ha contado. Unicamente..., únicamente hubo un pequeño arreglillo..., un arreglillo debido al negocio algodonero del sahib.
–– ¡Cuéntalo!... ¡Toma asiento! Le pido perdón, Niño ––dijo Strickland.
Pero ya el Niño había hecho la señal, y oímos el ruido que hizo Imam Din al sentarse en el suelo. Porque adoptar la posición de firmes habría sido salirse un poco del Este. Imam Din habló así:
–– Cuando el sahib le acometió un acceso de fiebre en nuestra casa techada de Dupé, el hajji se puso a escuchar atentamente lo que hablaba. Su creencia era que pronunciaría nombres de mujer, aunque yo le había dicho ya que nuestra virtud era superior a toda creencia o comparación, y que nuestro único anhelo era aquel negocio del cultivo del algodón. Convencido, por fin, el hajji sopló en la frente de nuestro sahib a fin de meter en su cerebro la noticia de que un comerciante de esclavos andaba por su distrito mofándose de la ley ––continuó
Imam Din, volviéndose hacia Strickland––. Nuestro sahib contestó a aquellas falsas palabras igual que un caballo de sangre contesta a la espuela. Se sentó en la cama. Dio orden de que apresase a aquel esclavista. Luego volvió a caer de espaldas. Y nosotros lo dejamos.
–– ¿Lo dejasteis solo..., servidor de mi hijo e hijo de mi servidor? ––preguntó el padre.
Había allí una mujer entrada en años que pertenecía al hajji. Había venido trayendo el cinturón en que el hajji guardaba el dinero. Este le dijo que si nuestro sahib moría, moriría ella también. Y, en verdad, mi sahib me había dado la orden de que marchásemos.
–– Cuando desatinaba por la fiebre, ¿no es eso?
–– ¿Qué podíamos hacer, sahib? El gran anhelo de su corazón era el negocio del algodón. Hablaba de él en medio de la fiebre. En su consecuencia, el hajji se dispuso a conseguir que se cumpliese ese gran anhelo suyo. Sin duda que el hajji podía haberle entregado dinero suficiente allí mismo para diez plantaciones de algodón; pero también a este respecto la virtud de nuestro sahib era superior a toda creencia o comparación. Entre los gran¬des no se intercambia dinero. Por eso el hajji dijo, y yo le ayudé con mi consejo, que era preciso que lo dispusiésemos todo de manera que consiguiese el dinero sin salirse en modo alguno de la ley inglesa. Ello suponía para nosotros grandes molestias, pero... la ley es la ley. El hajji enseñó a la mujer anciana un cuchillo con que la mataría si nuestro sahib moría. Por eso acompañé yo al hajji.
Sabiendo quién era, ¿verdad? ––preguntó Strickland.
–– ¡No! Temiéndole por ser quien era. Salía de aquel hambre de poder que dominaba la voluntad de las personas inferiores. El hajji dijo a Bulaki Ram, el escribiente, que ocupase la silla del gobierno de Dupé hasta nuestro regreso. Bulaki Ram temía al hajji porque éste había valorado maliciosamente su habilidad en el cálculo en cinco mil rupias por cualquier lote de esclavos. Entonces dijo el hajji: “Vengay haremos que los comedores de carne humana realicen ese asunto del algodón, para delicia del que es mi delicia.” El hajji amaba a nuestro sahib con el amor que siente un padre por su hijo, un salvado por un salvador, un grande por otro grande. Pero yo le dije: “No podemos ir a la aldea de los sheshaheli sin un centenar de rifles, y aquí sólo tenemos cinco.” El hajji me contestó: “Yo he soltado un nudo del pañuelo de mi cabeza que valdrá para nosotros por más de un millar.” En efecto, vi que lo había aflojado de modo que el pañuelo colgaba como una bandera sobre su hombro. Entonces fue cuando comprendí que era un grande con poder en su interior. Llegamos a las tierras altas de los sheshaheli al rayar el alba del segundo día, en el momento que se levanta el viento frío. El hajji avanzó con mucho tiento por el calvero donde amontonaban la basura y arañó en la puerta de entrada del poblado, que estaba cerrada. Cuando ésta se abrió pude ver a los comedores de carne humana tumbados en sus lechos bajo los aleros de las chozas. Rodaron fuera de sus yacijas, y se levantaron, uno tras otro, a todo lo largo de la calle; el miedo producía en sus rostros el mismo efecto que la brisa que blanquea las horas. El hajji permanecía en la puerta de entrada al poblado para guardar sus propias ropas de toda contaminación. El hajji dijo: “Aquí estoy otra vez. Entregadme seis y ponedles el yugo.” Ellos se apresuraron a empujar hacia nosotros con palos a seis hombres, y les pusieron por yugo un pesado tronco. El hajji dijo entonces: “Coged todos fuego del hogar de la mañana y venid a barlovento.” Sopla un viento tan fuerte en aquellas tierras altas a la hora de la salida del sol, que cuando cada uno de aquellos hombres hubo vertido su vasija de fuego delante de la que tenía el hajji, toda la anchura de la aldea era un mar de llamas, que lo arrasó todo. Entonces dijo el hajji: “De aquí a poco tiempo vendrá aquel hombre blanco que vosotros perseguisteis en una ocasión para ver si apresabais caza. Os pedirá mano de obra para plantar esto y lo otro. Vosotros sois quienes habréis de trabajar, y después de vosotros trabajará vuestra prole.” Y ellos contestaron, alzando un poquitín la cabeza del borde de las cenizas: “Nosotros somos quienes habremos de trabajar, y después de nosotros trabajará nuestra prole.” El hajji les preguntó: “¿Cual es, pues, mi nombre?” Ellos contestaron: “Tu nombre es también el Misericordioso.” El hajji dijo: “Elogiad, pues, mi misericordia”; y mientras aquella gente se deshacía en elogios, el hajji se alejó y yo detrás de él.
El Niño pareció como que carraspeaba, y se sirvió más borgoña.
–– A eso del mediodía, uno de aquellos seis hombres cayó muerto. De miedo..., nada más que de miedo, sahib; nadie le había tocado..., nadie podía haberle tocado; como iban atados por parejas y el compañero de coyunda estaba loco y cantaba desatinadamente, esperamos a que llegase algún pagano que realizase la tarea necesaria. Llegaron, por fin, hombres de la tribu Angari con cabras. El hajji les preguntó: ¿ Qué es lo que veis?” Ellos contestaron: “Oh señor nuestro, nosotros ni vemos ni oímos.” El hajji les dijo: “Yo os mando que veáis, que oigáis y que digáis.” Ellos contestaron: “Oh señor nuestro, nuestros ojos obedientes parece que vieran esclavos en una horca.” El hajji dijo: “Eso es lo que habéis de testificar ante el funcionario que os espera en el pueblo de Dupé.” Ellos contestaron: “¿Qué nos ocurrirá después?” El hajji dijo: “Recibiréis la recompensa debida al que informa. Pero si no testificáis, caerá sobre vosotros un castigo tal que los pájaros se vendrán abajo desde los árboles, aterrorizados, y los monos pedirán a gritos compasión.” Oído esto, los hombres de Angari se dieron prisa para trasladarse a Dupé. Entonces el hajji me dijo: “¿Bastarán estas pruebas para que nos condenen, o será preciso que yo envíe a toda una aldea?.” Le contesté que tres testigos eran ampliamente suficientes como prueba de una acusación, pero que hasta ahora el hajji no había puesto sus esclavos en venta. Es cierto que, según dijo hace un momento nuestro sahib, el raptar esclavos está condenado con una multa, pero también el tratar de venderlos se castiga con multa. Nosotros precisábamos la doble multa, sahib, para llevar a cabo la explotación algodonera con que soñaba nuestro sahib. Todo esto lo había arreglado previamente con Bulaki Ram, que conoce la ley inglesa, y yo pensé que el hajji lo recordaría. Pero se irritó y exclamó: “¡ Oh Dios, refugio de los afligidos!, ¿tendré, siendo quien soy, que meterme a buhonero de esta carne de perro, a lo largo del camino a fin de cumplir el anhelo del hombre que es la delicia de mi corazón?” Sin embargo, reconoció que ésa era la ley inglesa, y en vista de ello agria, como suelen oler los paganos. Huelen igual que los leopardos, sahib. Eso ocurre porque comen a otros hombres.
Es posible que sí ––dijo Strickland––. ¿Pero dónde tenías tú el seso? No basta un testigo como prueba de que se ha intentado una venta.
–– ¿Qué hubiéramos podido hacer, sahib? Era preciso mirar por el buen nombre del hajji. No podíamos meter como testigo de un hecho de esa clase a un pagano. Además, olvida el sahib que el acusado mismo estaba preparando su condena. El no habría negado su propia prueba. Aparte de eso, yo estoy bastante enterado de las pruebas que exige la ley. Marchamos, pues, a Dupé, donde Bulaki Ram esperaba rodeado de los hombres de Angari; yo corrí a ver al sahib a su cama. Tenía los ojos muy brillantes y salían de su boca órdenes enrevesadas, pero la anciana no se había soltado el pelo para morir. El hajji dijo: “Júzgame de prisa, porque no soy Job.” El hajji era hombre docto. Juzgamos el caso rápidamente y entre cuchicheos tranquilizadores en torno a la cama. Sin embargo..., sin embargo, como tratándose de un sahib de semejante sangre no sabe uno si ve o no ve, cumplimos exactamente con todos los requisitos de la ley inglesa. Lo único que hicimos al margen de ella fue mantener a los testigos, a los esclavos y al preso fuera, para no ofender su olfato.
–– ¿De modo que él no vio al preso? ––dijo Strickland.
Yo estaba preparado para esposar a un Angari en cuanto él lo hubiese pedido; pero, por merced divina, hallabase el sahib tan febril, que no lo pidió. Es completamente cierto que él vio meter el dinero dentro de la caja fuerte..., doscientas diez libras inglesas, y es completamente cierto que aquel oro obró sobre él lo mismo que un medicamento muy eficaz. Pero en cuanto a que había visto al preso y a que había hablado con los comedores de carne humana, todo eso se lo sopló el hajji en su frente, a fin de que se le grabase en su cerebro enfermo. Como han visto ustedes, algo ha quedado allí. ¿Ah, pero cuando se le pasó la fiebre y nuestro sahib pidió el libro de multas y los pequeños libros de pinturas que habían llegado de Europa, que representaban arados, escardillos y molinos de algodón, entonces sí que volvió a reírse tal como acos¬tumbraba hacerlo en otro tiempo!. El hajji sentía amor por él... ¿Y quién no? Fue un pequeño acomodo, muy pequeño, sahib. ¿Es preciso contárselo a todo el mundo?
–– ¿Y cuándo supiste tú quiera era el hajji? ––dijo Strickland.
–– Fijamente no lo supe hasta que él y nuestro sahib regresaron de su visita al país de los sheshaheli. Es cierto que los comedores de carne humana se tiraron al suelo alrededor de sus pies, y que pidieron azadones para cultivar el algodón. Aquella misma noche, cuando yo estaba cocinando la cena, me dijo el hajji: “Yo regreso a mi tierra, aunque no sé si el Hombre de los Ojos de Piedra me ha dejado un buey, un esclavo o una mujer.” Yo le contesté: “¿Tú eres aquél?” El hajji me dijo: “Yo equivalgo a una recompensa de diez mil rupias, que puedes ganarte tú. ¿Presentaremos otra acusación para que el muchacho pueda comprar más máquinas de cultivar el algodón? Le contesté: “¿Me tomas por un perro al suponer que yo pueda hacer tal cosa? ¡Que Dios prolongue tu vida un millar de años!” El hajji me dijo: “¿Quién conoce el mañana? Dios me ha dado en mi ancianidad una especie de hijo, y yo bendigo al Señor. Cuida tú de que esa raza no se pierda.” Entonces se marchó desde la cocina hasta la mesa de despacho de nuestro sahib, que estaba debajo del árbol; nuestro sahib tenía en la mano un sobre azul oficial, que acababa de llegar por un mensajero corredor desde el Norte. Al ver aquello, temiendo que se tratase de alguna noticia mala para el hajji, traté de retener a éste, pero me dijo: “Los dos somos grandes, y ni él ni yo fallaremos.” Nuestro sahib alzó la vista, invitando al hajji a que se acercase antes de abrir la carta. Entonces le dijo el hajji: “¿Se me permite decir adiós?” Nuestro sahib metió la carta en el archivo, respirando profunda y alegremente, y le dijo una frase amable. El hajji prosiguió: “Me marcho a mi propia tierra.” Luego se quitó del cuello un corazón de ámbar gris que llevaba colgado de una cadena y alargó vivamente, cerró el puño con la palma hacia abajo y exclamó: “Si está escrito en él tu nombre, resultaría inútil, porque en mi corazón está grabado ya un nombre; pero en el amuleto no hay nada.” El hajji se inclinó hasta los pies del sahib; nuestro sahib le levantó y le besó; pero el hajji se cubrió la boca con la tela de su hombro, porque tenía una virtud especial, y se marchó.
¿Y qué orden venía en la carta oficial? ––¬murmuró el Largo.
–– Se le ordenaba únicamente al sahib que escri¬biese un informe sobre yo no sé qué enfermedad nueva que atacaba al ganado. Todas las órdenes vienen dentro del mismo tipo de sobres. No podíamos estar seguros de la clase de orden que vendría dentro de aquél.
–– Y cuando abrió la carta, ¿mi hijo no hizo un gesto o señal? ¿Carraspeó, por ejemplo? ¿Dejó escapar un taco? ––preguntó Strickland.
–– Nada de eso, sahib. Yo me fijé en sus manos. No temblaban. Luego se enjuagó la cara, pero antes sudaba ya por efecto del calor.
–– ¿Lo sabía? ¿Sabía quién era el hajji? ––pre¬guntó en inglés el Niño.
–– Yo soy un pobre hombre. ¿Quién puede adivinar lo que un sahig de semejante progenie sabe o no sabe? Pero el hajji estaba en lo cierto. La raza no se debe perder. No hace demasiado calor en Dupé, y, en cuanto a nodrizas, la prima de mi hermana de Jull...
–– ¡Hum! Esa es cosa del muchacho mismo. ¿Lo habrá sabido su jefe? ––dijo Strickland.
Con seguridad que sí ––dijo Imam Din––. La noche anterior al día en que el sahib marchó hacia el mar, el gran sahib..., el Hombre de los Ojos de Piedra..., comió con él en su campamento, y yo servía la mesa. Hablaron un buen rato, y el gran sahib dijo: “¿Qué piensa usted de aquél?” (Por allí no decimos nunca Ibn Makarrah). Nuestro sahib contestó: “¿De quien?” El gran sahib le contestó: “De aquel que enseñó a los caníbales a cultivar el algodón de su plantación. Tengo informes seguros de que permaneció en su distrito lo menos tres meses, y yo esperaba que todos los mensajeros corredores que llegaban me traerían su cabeza, enviada por usted.” Nuestro sahib dijo: “Si se hubiese necesitado su cabeza, se habría nombrado a otra persona para que gobernase mi distrito, porque él era amigo mío.” El gran sahib se echó a reír y dijo: “Si me hubiese hecho falta en su puesto un hombre de menos categoría, puede estar usted seguro de que lo habría enviado, y si hubiese necesitado la cabeza de aquél, puede estar seguro de que habría enviado hombres que me la trajesen. Pero cuénteme ahora de qué medios se valió para manejarlo, en provecho nuestro, en ese negocio de la plantación algodonera.” Nuestro sahib dijo: “¡Vive Dios, que no manejé a ese hombre en ningún sentido! Era mi amigo.” El gran sahib le ordenó: “Toh Vau! ¡Cuéntelo!” Nuestro sahib movió la cabeza negativamen¬te, según tiene por costumbre, tal como lo hacía de niño, y los dos se miraron a los ojos, igual que dos esgrimidores de espada en el ring de una feria. El primer en bajar los ojos fue el gran sahib, que dijo: “Sea. Es posible que yo mismo hubiese contestado de ese modo cuando era joven. No tiene importancia. He firmado ya un tratado con aquél y es ya un aliado nuestro. Algún día me lo contará él mismo.” Yo me acerqué entonces con café recién hecho, y ellos se callaron. Pero yo no creo que aquél le cuente al gran sahib más de lo que le dijo nuestro sahib.
–– ¿Porqué razón? ––pregunté yo.
–– Porque lo mismo el uno que el otro son grandes, y yo vengo observando durante mi vida que los grandes son muy parcos de palabras en los tratos que tienen entre ellos; y menos aún cuando hablan de un tercero acerca de tales tratos. Ellos se benefician del silencio... Creo que la madre ha bajado ya del cuarto de arriba, y voy yo ahora a frotarle los pies hasta que se duerma.
Sus oídos habían percibido los pasos de Agnes en la escalera, y casi en seguida cruzó ella por nuestro lado, camino del salón de música, tarareando el Magnificat.