De cómo el carpintero maese Cereza encontró un trozo de madera que lloraba y reía como un niño.
--Pues, señor, éste era...
--¡Un rey! --dirán en seguida mis pequeños lectores.
--Pues no, muchachos nada de eso.
Este era un pedazo de madera.
Pero no un pedazo de madera de lujo, sino sencillamente un leño de esos con que en el invierno se encienden las estufas y chimeneas para calentar las habitaciones.
Pues, señor, es el caso que, Dios sabe cómo, el leño de mi cuento fue a parar cierto día al taller de un viejo carpintero, cuyo nombre era maese Antonio, pero al cual llamaba todo el mundo maese Cereza, porque la punta de su nariz, siempre colorada y reluciente, parecía una cereza madura. Cuando maese Cereza vio aquel leño, se puso más contento que unas Pascuas. Tanto, que comenzó a frotarse las manos, mientras decía para su capote:
--¡Hombre! ¡llegas a tiempo! ¡Voy a hacer de ti la pata de una mesa!
Dicho y hecho; cogió el hacha para comenzar a quitarle la corteza y desbastarlo. Pero cuando iba a dar el primer hachazo, se quedó con el brazo levantado en el aire, porque oyó una vocecita muy fina, muy fina, que decía con acento suplicante:
--¡No! ¡No me des tan fuerte!
¡Figuraos cómo se quedaría el bueno de maese Cereza!
Sus ojos asustados recorrieron la estancia para ver de dónde podía salir aquella vocecita, y no vio a nadie. Miró debajo del banco, y nadie; miró dentro de un armario que siempre estaba cerrado, y nadie; en el cesto de las astillas y de las virutas, y nadie; abrió la puerta del taller, salió a la calle, y nadie tampoco. ¿Qué era aquello?
--Ya comprendo --dijo entonces sonriendo y rascándose la peluca--. Está visto que esa vocecita ha sido una ilusión mía. ¡Reanudemos la tarea!
Y tomando de nuevo el hacha, pegó un formidable hachazo en el leño
--¡Ay! ¡Me has hecho daño! --dijo quejándose la misma vocecita.
Esta vez se quedó maese Cereza como si fuera de piedra, con los ojos espantados, la boca abierta y la lengua fuera, colgando hasta la barba como uno de esos mascarones tan feos y tan graciosos por cuya boca sale el caño de una fuente.
Se quedó hasta sin voz. Cuando pudo hablar, comenzó a decir temblando de miedo y balbuceando:
--Pero, ¿de dónde sale esa vocecita que ha dicho ¡ay!? ¡Si aquí no hay un alma! ¿Será que este leño habrá aprendido a llorar y a quejarse como un niño? ¡Yo no puedo creerlo... Este leño... Aquí está: es un leño de chimenea como todos los leños de chimenea: bueno para echarlo al fuego y guisar un puchero de habichuelas! ¡Zambomba! ¿Se habrá escondido alguien dentro de él? ¡Ah! Pues si alguno se ha escondido dentro, peor para él. Ahora le voy a arreglar yo.
Y diciendo esto agarró el pobre leño con las dos manos, y empezó a golpearlo sin piedad contra las paredes del taller.
Después se puso a escuchar si se queja alguna vocecita. Esperó dos minuto y nada; cinco minutos, y nada: diez minutos, y nada.
--Ya comprendo --dijo entonces tratando de sonreír y arreglándose la peluca--. Está visto que esa vocecita que ha dicho ¡ay! ha sido una ilusión mía ¡Reanudemos la tarea!
Y como tenía tanto miedo, se puso a canturrear paca cobrar ánimos
Entre tanto dejó el hacha y tomó el cepillo para cepillar y pulir el leño. Pero cuando lo estaba cepillando por un lado y por otro, oyó la misma vocecita que le decía riendo:
--¡Pero hombre! ¡Que me estás haciendo unas cosquillas terribles!
Esta vez maese Cereza se desmayó del susto. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró sentado en el suelo.
¡Qué cara. de bobo se le había puesto! La punta de la nariz ya no estaba colorada; del susto se le había puesto azul.
CAPITULOII
Maese Cereza regala el pedazo de tronco a su amigo Gepeto, el cual lo acepta para construir un muñeco maravilloso, que sepa bailar, tirar a las armas y dar saltos mortales.
En aquel momento llamaron a la puerta.
--¡Adelante! --contestó el carpintero con voz débil, asustado y sin fuerzas para ponerse en pie.
Entonces entró en la tienda un viejecillo muy vivo, que se llamaba maese Gepeto; pero los chiquillos de la vecindad, para hacerle rabiar, le llamaban maese Fideos, porque su peluca amarilla parecía que estaba hecha con fideos finos. Gepeto tenía un genio de todos los diablos, y además le daba muchísima rabia que le llamasenmaese Fideos . ¡Pobre del que se lo dijera!
--Buenos días, maese Antonio --dijo al entrar--. ¿Qué hace usted en el suelo?
--¡Ya ve usted! ¡Estoy enseñando Aritmética a las hormigas!
--¡Es una idea feliz!
--¿Qué le trae por aquí, compadre Gepeto?
--¡Las piernas! Sabrá usted, maese Antonio, que he venido para pedirle un favor.
--Pues aquí me tiene dispuesto a servirle --replicó el carpintero.
--Esta mañana se me ha ocurrido una idea.
--Veamos cuál es.
--He pensado hacer un magnifico muñeco de madera; pero ha de ser un muñeco maravilloso, que sepa bailar, tirar a las armas y dar saltos mortales. Con este muñeco me dedicaré a correr por el mundo para ganarme un pedazo de pan y... un traguillo de vino.
¡Eh! ¿Qué le parece?
--¡Bravo, maese Fideos! --gritó aquella vocecita que no se sabía de dónde salía.
Al oírse llamar maese Fideos, el compadre Gepeto se puso rojo como una guindilla, y volviéndose hacia el carpintero, le dijo encolerizado:
--¿Por qué me insulta usted?
--¿Quién le insulta?
--¡Me ha llamado usted Fideos!
--¡Yo no he sido!
--¡Si le parece, pondremos que he sido yo! ¡Digo y repito que ha sido usted!
--¡No!
--¡Sí!
Y furiosos los dos, pararon de las palabras a los hechos, y agarrándose con furia se arañaron, se mordieron, se tiraron del pelo... Se pusieron hechos una lástima.
Cuando terminó la batalla, maese Antonio se encontró con la peluca amarilla de Gepeto en las manos, y Gepeto tenía en la boca la peluca gris del carpintero.
--¡Dame mi peluca! --gritó maese Antonio.
--¡Dame tú la mía, y hagamos las paces!
Los dos viejecillos se entregaron las pelucas y se dieron las manos, prometiendo solemnemente ser buenos amigos toda la vida.
--Conque vamos a ver qué favor es el que tiene que pedirme, compadre Gepeto --dijo el maestro carpintero como muestra de que la paz estaba consolidada.
--Quisiera un poco de madera para hacer ese muñeco de que le he hablado. ¿Puede usted dármela?
Maese Antonio, contentísimo, se apresuró a coger aquel leño que le había hecho pasar tan mal rato. Pero. cuando iba a entregárselo a su amigo dio el leño una fuerte sacudida y se le escapó de las manos, yendo a dar un palo tremendo en las esmirriadas pantorrillas del compadre Gepeto.
--¡Ay! ¿Tan amablemente regala usted las cosas, maese Antonio? ¡Por poco me deja usted cojo!
--¡Pero si no he sido yo!
--¡Y dale! ¡Habré sido yo entonces!
--¡No, si la culpa la tiene este demonio de leño!
--Ya lo sé que ha sido el leño; pero, ¿quien me lo ha tirado a las piernas, sino usted?
--Le digo a usted que yo no lo he tirado.
--¡Embustero!
--¡Gepeto, no me insulte usted, o le llamo Fideos!
--¡Borrico!
--¡Fideos!
--¡Hipopótamo!
--¡Fideos!
--¡Orangután!
--¡Fideos!
Al oírse llamar fideos por tercera vez perdió Gepeto los estribos, se arrojó sobre el carpintero, y de nuevo se obsequiaron con una colección de coscorrones, pellizcos y arañazos.
Al terminar la batalla maese Antonio se encontró con dos arañazos más en la nariz, y Gepeto con dos botones menos en el chaleco. Arregladas así sus cuentas, se estrecharon las manos y otra vez se ofrecieron indestructible amistad para toda la vida.
Hecho lo cual, Gepeto tomó bajo el brazo el famoso leño, y dando las gracias a maese Antonio, se marchó cojeando a su casa.
CAPITULO III
De vuelta maese Gepeto en su casa, comienza sin dilación a hacer el muñeco, y le pone por nombre Pinocho. --Primeras monerías del muñeco.
La casa de Gepeto era una planta baja, que recibía luz por una claraboya. El mobiliario no podía ser más sencillo: una mala silla, una mala cama y una mesita maltrecha. En la pared del fondo se veía una chimenea con el fuego encendido; pero el fuego estaba pintado, y junto al fuego había también una olla que hervía alegremente y despedía una nube de humo que parecía de verdad.
Apenas entrando en su casa, Gepeto fuese a buscar sin perder un instante los útiles de trabajo, poniéndose a tallar y fabricar su muñeco.
--¿Qué nombre le pondré? -- preguntóse a sí mismo--. Le llamaré Pinocho. Este nombre le traerá fortuna. He conocido una familia de Pinochos. Pinocho el padre, Pinocha la madre y Pinocho los chiquillos, y todos lo pasaban muy bien. El más rico de todos ellos pedía limosna.
Una vez elegido el nombre de su muñeco, comenzó a trabajar de firme, haciéndole primero los cabellos, después la frente y luego los ojos.
Figuraos su maravilla cuando hechos los ojos, advirtió que se movían y que le miraban fijamente.
Gepeto, viéndose observado por aquel par de ojos de madera, sintióse casi molesto y dijo con acento resentido:
-- Ojitos de madera, ¿por qué me miráis?
Nadie contestó.
Entonces, después de los ojos, hízole la nariz; pero, así que estuvo lista, empezó a crecer; y crece que crece convirtiéndose en pocos minutos en una narizota que no se acababa nunca.
El pobre Gepeto se esforzaba en recortársela, pero cuando más la acortaba y recortaba, más larga era la impertinente nariz.
Después de la nariz hizo la boca.
No había terminado de construir la boca cuando de súbito ésta empezó a reírse y a burlarse de él.
--¡Cesa de reír! --dijo Gepeto enfadado; pero fue como si lo hubiese dicho a la pared.
--¡Cesa de reír, te repito! --gritó con amenazadora voz.
Entonces la boca cesó de reír, pero le sacó toda la lengua.
Gepeto, para no desbaratar su obra, fingió no darse cuenta de ello, y continuó trabajando.
Después de la boca, le hizo la barba; luego el cuello, la espalda, la barriguita, los brazos y las manos.
Recién acabadas las manos, Gepeto sintió que le quitaban la peluca de la cabeza. Levantó la vista y, ¿que es lo que vio? Vio su peluca amarilla en manos del muñeco.
--Pinocho!... ¡Devuélveme en seguida mi peluca!
Pero Pinocho, en vez de devolverle la peluca, se la puso en su propia cabeza, quedándose medio ahogado metido en ella.
Ante aquellas demostraciones de insolencia y de poco respeto, Gepeto se puso triste y pensativo como no lo había estado en su vida; y dirigiéndose a Pinocho, le dijo:
--¡Diablo de chico! No estás todavía acabado de hacer y ya empiezas a faltarle el respeto a tu padre! ¡Mal hijo mío, muy mal!
Y se secó una lagrima.
Quedaban todavía por modelar las piernas y los pies.
Cuando Gepeto terminó de hacerle los pies, recibió un puntapié en la punta de la nariz.
--¡Bien merecido lo tengo! --dijo para sí--. ¡He debido pensarlo antes; ahora ya es tarde!
Después tomó el muñeco por los sobacos, y le puso en el suelo para enseñarle a andar.
Pinocho tenía las piernas agarrotadas y no sabía moverse, por lo cual Gepeto le llevaba de la mano, enseñándole a echar un pie tras otro.
Cuando ya las piernas se fueron soltando, Pinocho empezó primero a andar solo, y después a correr par la habitación, hasta que al legar frente a la puerta se puso de un salto en la calle y escapó como una centella.
El pobre Gepeto corría detrás sin poder alcanzarle, porque aquel diablejo de Pinocho corría a saltos como una liebre, haciendo sus pies de madera más ruido en el empedrado de la calle que veinte pares de zuecos de aldeanos.
--¡Cogedle, cogedle! --gritaba Gepeto; pero las personas que en aquel momento andaban por la calle, al ver aquel muñeco de madera corriendo a todo correr, se paraban a contemplarle encantadas de admiración, y reían, reían, reían como no os podéis figurar.
Afortunadamente un guardia de orden público acertó pasar por allí, y al oír aquel escándalo Creyó que se trataría de algún aprendiz travieso que habría levantado la mano a su maestro, y con ánimo esforzado se plantó en medio de la calle con las piernas abiertas, decidido a impedir el paso y evitar que ocurrieran mayores desgracias.
Cuando Pinocho vio desde lejos aquel obstáculo que se ofrecía a su carrera vertiginosa, intentó pasar por sorpresa, escurriéndose entre las piernas del guardia; pero se llevó chasco.
El guardia ni tuvo que moverse. La nariz de Pinocho era tan enorme que se le vino a las manos ella solita. Le cogió, pues, y le puso en manos de Gepeto, el cual quiso propinar a Pinocho, en castigo de su travesura, un buen tirón de orejas. Pero figuraos qué cara pondría cuando, al buscarle las orejas, vio que no se las encuentra. ¿Sabéis por qué! Porque, en su afán de acabar el muñeco, se había olvidado de hacérselas.
Entonces le agarró por el cuello, y mientras lo llevaba de este modo, le decía mirándole furioso:
--¡Vamos a casa! ¡Ya te ajustaré yo allí las cuentas!
Al oír estas palabras se tiró Pinocho al suelo y se negó a seguir andando. Mientras tanto iba formándose alrededor un grupo de curiosos y de papanatas.
Cada uno de ellos decían una cosa.
--¡Pobre muñeco! --decían unos--. Tiene razón en no querer ir a su casa. ¡Quién sabe lo que hará con él ese bárbaro de Gepeto!
Otros murmuraban con mala intención:
--Ese Gepeto parece un buen hombre; pero es muy cruel con los muchachos. Si le dejan a ese pobre muñeco en sus manos, es capaz de hacerle pedazos.
En suma, tanto dijeron y tanto murmuraron, que el guardia, dejando en libertad al muñeco, se llevó preso al pobre Gepeto, el cual, no sabiendo qué decir para defenderse, lloraba como un becerro; cuando iba camino de la cárcel, balbuceaba entre sollozos:
--¡Hijo ingrato! ¡Y pensar que me ha costado tanto trabajo hacerlo! ¡Me está muy bien empleado! ¡He debido pensarlo antes!