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CUENTOS INFANTILES
CUENTO PINOCHO XXVIII - XXIX - XXX (por Carlo Collodi)
Pinocho corre peligro de ser frito en una sartén como un pez.

Durante aquella desesperada carrera hubo un momento en que Pinocho se creyó perdido, porque Chato (que así se llamaba el perro de presa) casi le daba alcance; de tal modo, que el muñeco no sólo; sentía la jadeante respiración del animal, sino el mismo calor de su aliento.
Por fortuna estaban ya en la playa, y el mar estaba a pocos pasos. Entonces el muñeco dio un soberbio salto, como no lo hubiera dado mejor una rana, y fue a caer en el agua. Chato quiso detenerse; pero, llevado por el ímpetu de la carrera, fue a parar también en el mar.
El desgraciado no sabía nadar; así es que empezó a dar manotazos y patadas para mantenerse a flote; pero cuando más manoteaba, más se iba hundiendo.
Haciendo un esfuerzo supremo, consiguió sacar un momento la cabeza del agua, y gritó ladrando:
--¡Socorro! ¡Que me ahogo!
--¡Revienta de una vez!-- respondió a lo lejos Pinocho, libre ya de peligro.
--¡Ayúdame, Pinocho mío! ¡Sálvame de la muerte, por caridad!
Al oír estos ruegos desgarradores, el muñeco, que tenía un corazón excelente, se conmovió, y volviéndose hacia el perro le dijo:
--Pero si te ayudo a salvarte, ¿me prometes no correr más detrás de mí?
--¡Te lo prometo, sí, sí! pero ven pronto, por favor; porque sí tardas un minuto, estiro la pata!
Aún dudó un momento Pinocho; pero, acordándose de que su papá le había dicho muchas veces que nunca se pierde por hacer una buena acción, fue nadando hasta reunirse con Chato, y agarrándole por la cola, le condujo sano y salvo hasta la arena de la playa.
El pobre perro no podía mantenerse en pie: había bebido tanta agua salada, que estaba hinchado como un globo. Por otra parte, Pinocho, que no las tenía todas consigo, creyó prudente arrojarse de nuevo al mar, y se alejó de la orilla gritando:
--¡Adiós, Chato; que sigas bueno; muchos recuerdos a tu familia!
--¡Adiós, Pinocho!-- respondió el perro--. ¡Mil gracias por haberme librado de la muerte! ¡Me has prestado un gran servicio, y todo tiene su pago en este mundo. Si se presenta la ocasión, ya hablaremos de esto.
Pinocho continuó nadando, manteniéndose siempre cerca de la orilla. Finalmente, le pareció que se hallaba en sitio seguro; miro hacia la playa, y vio entre las rocas una especie de gruta, de la cual salía un largo penacho de humo.
--En esa gruta debe de haber fuego-- se dijo-- ¡Tanto mejor! Iré a secarme y a calentarme. ¿Y después? ¡Después sucederá lo que Dios quiera!
Tornada ya su resolución, se acercó a la orilla; pero cuando iba a trepar por las rocas, sintió que salía algo del fondo, algo que le recogía y le hacía salir por el aire. Trató de escapar; pero ya era tarde, porque, con asombro grande, se encontró preso dentro de una fuerte red de pescar, y entre una multitud de pescados de todas clases y tamaños, que coleaban desesperadamente.
Al mismo tiempo vio salir de la gruta un pescador tan feo, tan feo, que parecía un monstruo marino. Su cabeza, en vez de pelo, tenía una espesa mata de hierba verde; los ojos eran verdes, verde la piel y verde la barba, tan larga, que casi llegaba hasta el suelo.
Parecía un enorme lagarto que andaba derecho sobre las patas traseras.
Cuando el pescador sacó la red fuera del mar, exclamó con gran alegría:
--¡Bendita sea la Providencia! ¡También hoy me voy a dar un buen atracón de peces!
--¡Menos mal que yo no soy pez!-- se dijo Pinocho recobrando un poco de valor.
La red, con toda la pesca que contenía, fue llevada al interior de la gruta, una cueva oscura y ahumada, en el centro de la cual estaba calentándose una gran sartén de aceite, con un olor a sebo que no dejaba respirar.
--¡Vamos a ver lo que he pescado!-- dijo el pescador verde, metiendo en la red una mano tan grande como una pala de horno y sacando un puñado de salmonetes.
--¡Buenos salmonetes!-- continuó, mirándolos con gran complacencia, y arrojándolos después en un barreño.
Volvió a repetir la operación, y cada vez que sacaba un puñado de peces se le hacía la boca agua y decía:
--¡Estupendos lenguados!
--¡Magníficos besugos!
--¡Hermosas sardinas!
--¡Vaya unos calamares!
--Pues, ¿y estos boquerones, que habrá que comer con raspa y todo?
--¡Oh, qué langostinos tan ricos!
Como es de suponer, calamares, langostinos, besugos, sardinas, boquerones y lenguados fueron a parar al barreño, para hacer compañía a los salmonetes.
En la red no quedaba ya más que Pinocho.
Cuando el pescador le tuvo en la mano, abrió más aún sus verdes ojazos, y gritó con asombro y casi con temor:
--¿Qué clase de pescado es éste? ¡Yo no recuerdo haber comido nunca uno semejante!
Y volvió a mirarle y remirarle bien por los cuatro costados, diciendo por último:
--¡Debe ser un cangrejo de mar!
Mortificado Pinocho al oír que le confundían con un cangrejo de mar, dijo con acento resentido:
--Pero, ¡qué cangrejo ni qué narices! ¡Pues no faltaba más! Yo no soy un cangrejo: soy un muñeco, para que usted lo sepa.
¡Un muñeco! Confieso que no he visto nunca ningún pez-muñeco. ¡Tanto mejor! ¡Así te comeré con más gusto!
--¿Comerme? ¡Pero, hombre, si yo no soy un pez! ¿No está usted viendo que pienso y que hablo como usted?
--¡Toma, pues es verdad!-- dijo el pescador--. En fin, puesto que eres un pez que tienes la suerte de pensar y de hablar como yo, voy a tener contigo algunos miramientos.
--¿Cuáles?
--En prueba de amistad y de especial consideración, te dejo elegir la forma en que he de guisarte. ¿Quieres que te ponga frito con patatas, o prefieres la salsa mayonesa?
--A decir verdad-- repuso Pinocho,-- si yo he de escoger, prefiero ser puesto en libertad para volver a mi casa.
--¡Vamos, tú bromeas! ¿Te parece que voy a perder la ocasión de comer un pescado tan raro como tú? ¡No se pescan todos los días en estos mares peces--muñecos! ¡Déjame a mí! ¡Verás! Voy a freírte en la sartén con todos los demás pescados, y no podrás quejarte. Siempre es un consuelo ser frito en compañía.
Al oír esta sentencia tan poco consoladora, el pobre Pinocho empezó a llorar, a gritar y a lamentarse:
--¡Cuánto mejor hubiera sido ir a la escuela! ¡He hecho caso de las malas compañías, y ahora voy a pagarlo! ¡Hi... hi... hi...!
Y como se revolvía igual que si fuera una anguila, y hacía esfuerzos extraordinarios para librarse de las manos del pescador, éste cogió un fuerte junco y le ató brazos y piernas, como si fuera una langosta, arrojándole después en el barrero con los demás pescados.
Después sacó un bote lleno de harina y empezó a enharinarlos. A medida que iba cubriéndolos de harina por todas partes, los echaba en la sartén. Los primeros que tuvieron que bailar en el aceite hirviendo fueron los pobres besugos; después les tocó la vez a los calamares, siguiendo los salmonetes; luego las sardinas, los lenguados y los boquerones. Llegó el turno de Pinocho, que al verse tan cerca de la muerte (¡y qué horrible muerte!), sintió ya tal espanto, que no tuvo fuerzas para gritar ni para quejarse.
El pobre no podía pedir compasión más que con los ojos; pero el pescador verde, sin mirarle siquiera, le dio cinco o seis vueltas por la harina, cubriéndole perfectamente de pies a cabeza, de tal manera que parecía un muñeco de yeso.
Después le agarró por las piernas, y...
CAPITULO XXIX

Vuelve Pinocho a casa del Hada. --Gran merienda de café con leche para solemnizar el éxito de Pinocho en sus exámenes.

Cuando el pescador se disponía a echar a Pinocho en la sartén, entró en la gruta un enorme perro, atraído por el olor del pescado frito.
--¡Largo de aquí!-- gritó el pescador amenazándole, y teniendo siempre en la mano el muñeco.
Pero el pobre animal tenía un hambre terrible, y gruñía y meneaba la cola, como queriendo decir:
--¡Dame un poco de pescado frito y te dejaré en paz!
--¡Largo de aquí, te digo!-- repitió el pescador, alargando la pierna como para darle un puntapié.
Entonces el perro, que cuando le apretaba el hambre de verdad no tenía miedo a nada, se volvió furioso contra el pescador, enseñándole los terribles colmillos.
Al mismo tiempo se oyó en la gruta una vocecita muy débil, que dijo:
--¡Sálvame, Chato, que me van a freír!
El perro conoció en el acto la voz de Pinocho, y observó con gran asombro que la voz salía de aquel bulto enharinado que el pescador tenía en la mano.
¿Y qué hizo? Pues, dando un salto, tomó delicadamente entre los dientes al muñeco enharinado, y salió de la gruta corriendo como el viento.
Furioso el pescador de que le arrebataran aquel pez que pensaba comer con tanto gusto, trató de alcanzar al perro; pero apenas había dado algunos pasos, le acometió un golpe de tos que le hizo volver atrás.
Mientras tanto, Chato había llegado a la senda que conducía a la población, y depositó en tierra a su amigo Pinocho.
--¡Cuanto tengo gue agradecerte!-- dijo el muñeco.
--¡Nada absolutamente!-- respondió el perro--. Tú me salvaste a mí, y todo tiene su pago en este mundo: hay que ayudarse unos a otros.
--Pero, ¿cómo es que me has encontrado en aquella gruta?
--Es que seguía tendido en la playa, mas muerto que vivo, cuando el aire me trajo un olorcillo a pescado frito que me abrió el apetito de par en par; así es que: me levanté para ir al sitio de donde venía aquel olor. ¡La verdad es que si llego un minuto más tarde...!
--¡No me lo digas!-- exclamó Pinocho, que aún temblaba de miedo--. ¡No me lo recuerdes! ¡Si llegas un minuto más tarde, a estas horas estaría yo frito con patatas! ¡Uf! ¡Sólo de pensarlo me estremezco!
Chato no pudo menos de reírse, y tendió su mano derecha al muñeco que la estrechó amistosamente, y después se separaron.
El perro tomó el camino de su casa, y Pinocho se dirigió hacía una cabaña que estaba cerca de allí, y preguntó a un viejecito que se hallaba en la puerta calentándose al sol:
--Dígame, buen hombre: ¿sabe usted algo de un muchacho que fue herido en la cabeza, y que se llama Paquito?
--A ese muchacho le trajeron unos pescadores a esta cabaña; pero ya...
--¿Pero ya habrá muerto?-- interrumpió Pinocho con gran dolor.
--No; ahora ya está bueno, y se ha marchado a su casa.
--¿De veras? ¿Es verdad eso?-- gritó el muñeco saltando de alegría--. ¿De modo que la herida no era grave?
--Pero podía haber resultado gravísima, y aun mortal-- respondió el viejecito--, porque le tiraron a la cabeza un grueso libro encuadernado en cartón.
--¿Y quién se lo tiró?
--Un compañero de escuela, llamado Pinocho.
--¿Y quién es ese Pinocho?-- preguntó el muñeco, haciéndose el ignorante.
--Dicen que es un niño muy malo, un holgazán, un pícaro de tomo y lomo.
--¡Calumnias! ¡Todo eso son calumnias!
--¿Conoces a Pinocho?
De vista-- contestó el muñeco.
--¿Y qué concepto tienes formado de él?
--Pues a mí me parece que es un excelente muchacho, que tiene gran amor al estudio, obediente, muy amante de su papá y de toda la familia.
Mientras el muñeco decía todas estas mentiras con la mayor frescura, se echó mano a la nariz, y observó que había crecido más de un palmo. Entonces empezó a chillar lleno de miedo:
--¡No haga usted caso de todo lo que le he dicho, buen hombre, porque conozco perfectamente a Pinocho, y puedo asegurarle también yo que es un muchacho malo, desobediente y holgazán, y que en vez de ir a la escuela se va con los compañeros a vagar por ahí! Apenas hubo terminado de decir estas palabras, se acortó su nariz, y quedó del tamaño que tenía antes.
--¿Y por que estás así pintado de blanco!-- preguntó poco después el viejecito.
--Le diré a usted: sin darme cuenta, me he restregado contra un muro que estaba recién blanqueado-- respondió el muñeco, dándole vergüenza confesar que había sido enharinado como un pescado, para freírle después en olla sartén.
--¿Y qué has hecho de la chaqueta, de los calzones y del gorro?
--Me he encontrado con unos ladrones que me lo han quitado todo. Dígame, buen hombre: ¿No podría usted darme, por casualidad, algo con que pudiera vestirme para volver a mi casa?
--Hijo mío, no tengo ningún traje que poder darte: solo tengo un saco pequeño para guardar chufas. Si lo quieres, mirarlo: aquí está.
No se lo hizo decir Pinocho dos veces: tomó en el acto el saco, que estaba vacío, haciéndole, con unas tijeras que pidió una abertura en el fondo y otras dos a los lados, se lo endosó a modo de camisa.
Vestido de este modo tan ligero, se dirigió a la población; pero al llegar al camino empezó a titubear, tan pronto avanzando como retrocediendo, y diciéndose para sus adentros:
--¿Cómo me presentaré a mi buena Hada? ¿Qué dirá cuando me vea? ¿Querrá perdonarme esta segunda diablura? ¡Me temo que no me la va a perdonar! ¡Oh, de seguro que no! !Y me estará bien empleado, porque soy un monigote que siempre estoy prometiendo corregirme, y nunca lo hago!
Entró en la población siendo ya noche cerrada; y como estaba lloviendo a cántaros, decidió ir derechito a la casa del Hada y llamar a la puerta hasta que le abrieran.
Al llegar frente a la casa sintió que le faltaba el valor, y en vez de llamar se alejó corriendo como unos veinte pasos. Volvió segunda vez, pero también se apartó sin hacer nada. Volvió tercera vez, y lo mismo. Sólo a la cuarta vez se atrevió a levantar, temblando, el llamador de hierro y a dar un golpecito muy suave.
Esperó pacientemente, y al cada de media hora se abrió una ventana del último piso (la casa tenía cuatro), y vio Pinocho asomarse un caracol muy grande, con una vela encendida en la cabeza, que preguntó:
--¿Quién llama a estas horas?
--¿Está el Hada en casa?
--El Hada está durmiendo, y no quiere que se la despierte.
¿Quién eres tú?
--Soy yo.
--¿Quién?
--Pinocho.
--¿Qué Pinocho?
--El muñeco que vive en esta casa con el Hada.
--¡Ah, ya sé!-- dijo el caracol--. Espérame, que ahora bajo y te abriré en seguida.
--¡Anda de prisa, por caridad porque estoy muriéndome de frío!
--Hijo mío, yo soy un caracol, y los caracoles no tenemos nunca prisa.
Pasó una hora, y pasó otra sin que se abriera la puerta, por lo cual Pinocho, que estaba completamente calado de agua y que temblaba de frío y de miedo, cobró ánimo y llamó segunda vez, pero algo más fuerte que la primera.
A esta segunda llamada se abrió una ventana del piso de más abajo, o sea del piso tercero, y se asomó el mismo caracol.
--¡Buen caracol!-- gritó Pinocho desde la calle--. Hace dos horas que estoy esperando, y dos horas con esta noche tan mala parecen dos años. ¡Date prisa, por caridad!
--¡Hijo mío!-- le respondió desde la ventana aquel animal tan tranquilo y flemático--, yo soy un caracol, y los caracoles no tenemos nunca prisa.
Y volvió a cerrarse la ventana.
Sonó poco después la media noche, sonó la una, sonaron las dos, y la puerta siempre cerrada.
Entonces perdió Pinocho la paciencia, y agarró con rabia el llamador para dar un golpe que hiciera retemblar toda la casa; pero aquel llamador, que era de hierro, se convirtió en una anguila viva, que escurriéndose entre las manos desapareció en el arroyo de agua que corría por el centro de la calle.
--Sí, ¿eh?-- gritó Pinocho, cada vez más lleno de cólera-- ¡Pues si el llamador ha desaparecido, yo seguiré llamando a fuerza de patadas!
Y echándose un poco hacia atrás, pegó una furiosa patada en la puerta de la casa. Tan fuerte fue el golpe, que penetró el pie en la madera cerca de la mitad, y cuando el muñeco quiso sacarlo, fueron inútiles todos sus esfuerzos, porque se había introducido como si fuera un clavo.
¡Figuraos en qué postura quedó el pobre Pinocho! Tuvo que pasarse toda la noche con un pie en tierra y el otro en el aire.
Por último, al ser de día se abrió la puerta. Aquel excelente caracol no había tardado en bajar desde el cuarto piso a la calle nada más que nueve horas, y aun así llegó sudando.
--¿Qué haces con ese pie metido en la puerta!-- preguntó riendo al muñeco.
--Ha sido una desgracia que me ha ocurrido. ¿Quieres probar a ver si puedes librarme de este suplicio?
--¡Hijo mío, eso es cosa del carpintero, y yo no soy carpintero!
--Díselo al Hada, de mi parte.
--El Hada está durmiendo y no quiere que se le despierte.
--Pero, ¿qué quieres que haga clavado todo el día en esta puerta?
--Entreténte en contar las hormigas que pasan por el camino.
--¡Tráeme, al menos, algo de comer, porque estoy desfallecido!
--¡En seguida!-- dijo el caracol.
Al cabo de tres horas y media volvió, trayendo en la cabeza una bandeja de plata, en la cual había un pan, un pollo asado y cuatro albaricoques maduros.
--¡Ahí tienes el desayuno que te envía el Hada!-- dijo el caracol.
Al ver tan excelente comida se tranquilizó algo Pinocho; pero, ¡cuál no sería su desengaño cuando, al tratar de comer, se encontró con que el pan era de yeso, el pollo de cartón y los albaricoques de cera, aunque todo tan bien hecho, que parecía de verdad!
Se echó a llorar, y lleno de desesperación quiso tirar a lo lejos la bandeja de plata y todo ]o que contenía; pero no llegó a hacerlo porque, fuese efecto del dolor o de la debilidad de estómago, se desmayó.
Cuando recobró el conocimiento se encontró tendido en un sofá y con el Hada a su lado.
--También te perdono por esta vez-- le dijo el Hada--; pero, ¡pobre de ti si vuelves a hacer otra de las tuyas!
Pinocho prometió firmemente estudiar y ser bueno, y cumplió su promesa todo el resto del año. Cuando llegaron los exámenes que se celebraban antes de las vacaciones, tuvo el honor de ganar el primer premio: y tan satisfactorio fue en general su comportamiento, que el Hada le dijo muy contenta:
--Para celebrar tu triunfo, vamos a convidar a merendar a tus amigos.
Pinocho se puso muy contento.
Quien no haya presenciado la alegría de Pinocho al oír esta inesperada noticia, no podrá figurársela. Todos sus amigos y compañeros de escuela debían ser invitados para una merienda que había de celebrarse al día siguiente en la casa del Hada, para solemnizar el gran acontecimiento, El Hada había mandado preparar doscientas tazas de café con leche y cuatrocientos panecillos untados de manteca por dentro y por fuera. Aquella fiesta prometía ser muy alegre y divertida; pero...
Por desgracia, siempre había en la vida de aquel muñeco un pero que todo lo echaba a perder.
CAPITULO XXX

Pinocho, se escapa con su amigo Espárrago al país de los juguetes.

Pinocho pidió al Hada que le permitiese dar una vuelta por la población, a fin de invitar a sus compañeros, y el Hada le dijo:
--Vete, pues, a invitar a todos tus amigos y compañeros para la merienda de mañana; pero ten cuidado de volver a casa antes de que sea de noche. ¿Has comprendido?
--Te prometo que dentro de una hora estaré de vuelta-- replicó el muñeco.
--¡Ten cuidado, Pinocho! Todos los muchachos prometen en seguida, pero raras veces saben cumplir lo ofrecido.
--Pero yo no soy como los demás: cuando yo digo una cosa, la sostengo.
--¡Ya lo veremos! Si no obedeces, tanto peor para ti.
--¿Por qué?
--Porque a los niños desobedientes les pasan muchas desgracias.
--¡Ya lo sé, ya! ¡Bien caro me ha costado ser tan travieso! Pero ya he cambiado y siempre seré bueno-- dijo Pinocho.
Sin decir una palabra más saludó el muñeco a la buena Hada que le servía de mamá, y cantando y bailando salió de la casa.
En poco más de una hora quedaron hechas todas las invitaciones. Algunos muchachos aceptaron en seguida y con mucho gusto; otros se hicieron rogar algo; pero cuando supieron que los panecillos con que se iba a tomar el café con leche no sólo estarían untados de manteca por dentro, sino también por fuera, acabaron por decir:
--¡Bueno!; pues iremos también, por complacerte!
Ahora conviene saber que entre los amigos y compañeros de escuela Pinocho había uno a quien quería y distinguía sobre los demás.
Llamábase este amigo Ricardo; pero todos le llamaban por el sobrenombre de Espárrago, a causa de su figura seca, enjuta y delgada como un espárrago triguero.
Espárrago era el muchacho más travieso y revoltoso de toda la escuela; pero Pinocho le quería entrañablemente; así es que no dejo de ir a su casa para invitarle a la merienda. Como no le encontró, volvió segunda vez, y tampoco; volvió una tercera, y también perdió el viaje.
¿Dónde encontrarle? Busca por aquí, busca por allí, por fin le halló escondido en el portal de una casa de labradores.
--¿Qué haces aquí?-- le preguntó Pinocho, acercándose.
--Espero a que sea media noche para marcharme.
--¿Adónde?
--Lejos, lejos; muy lejos.
--¡Y yo que he ido a buscarte tres veces a tu casa!
--¿Qué me querías?
--Que mañana te espero a merendar en mi casa.
--Pero, ¿no te digo que me marcho esta noche?
--¿A qué hora?
--Dentro de poco.
--¿Y dónde vas?
--Voy a vivir en un país que es el mejor país del mundo. ¡Una verdadera Jauja!
--¿Y cómo se llama?
--Se llama "El País de los Juguetes" ¿Por qué no te vienes tú también?
--¿Yo? ¡No por cierto!
--Haces mal, Pinocho. Créeme a mí. Si no vienes, te arrepentirás algún día. ¿Donde vas a encontrar un país más sano para nosotros los muchachos? Allí no hay escuelas; allí no hay maestros; allí no hay libros. En aquel bendito país no se estudia nunca. Los jueves no hay escuela, y todas las semanas tienen seis jueves y un domingo. ¡Figúrate que las vacaciones de verano empiezan el primer día de Enero y terminan el último de Diciembre! ¡Ese es un país como a mí me gusta! ¡Así debieran ser todos los países civilizados!
--Pero, entonces, ¿cómo se pasan los días en "El País de los Juguetes"?
--Pues jugando y divirtiéndose desde la mañana hasta la noche. Después se va uno a dormir, y a la mañana siguiente vuelta a empezar.
--¿Qué te parece?
--¡Hum!-- hizo Pinocho moviendo la cabeza, como si quisiera decir: ¡Esa vida también la haría yo con mucho gusto!
--¡Conque, vamos, decídete! ¿Quieres venir conmigo, si, o no?
--¡No, no y no! He prometido a mi mamá ser bueno, y quiero cumplir mi palabra. Ya se está poniendo el Sol y tengo que irme. ¡Conque adiós, y buen viaje!
--¿Adónde vas con tanta prisa?
--A casa. Mi mama me ha dicho que vuelva antes de anochecer.
--¡Espera dos minutos más!
--¡Se va a hacer tarde!
--¡Tan sólo dos minutos!
--¿Y si el Hada me regaña?
--¡Déjala que regañe! Ya se cansará, y acabará por callarse-- dijo aquel bribonzuelo de Espárrago.
--Y qué, ¿te vas solo o acompañado?
--¡Solo! ¡Pues si vamos a ser más de cien muchachos!
--¿Hacéis el viaje a pie?
--No. Dentro de poco pasará por aquí el coche que ha de llevarnos a ese delicioso país.
--¡Daría cualquier cosa por que pasara ahora ese coche!
--¿Para qué?
--Para veros marchar a todos juntos.
--Pues quédate un poco más, y podrás verlo.
--¡No, no! ¡Me voy a mi casa!
--¡Espera otros dos minutos!
--He perdido mucho tiempo. El Hada estará ya con cuidado.
--¡Dichosa Hada! ¿Es que tiene miedo de que te coman los murciélagos?
--Pero, dime la verdad-- preguntó Pinocho, que parecía estar pensativo--: ¿estás bien seguro de que en aquel país no hay escuelas?
--¡Ni sombra de ellas!
--¿Ni maestros tampoco?
--¡Mucho menos!
--¿Y no hay obligación de estudiar?
--¡Ni por asomo!
--¡Qué país tan hermoso!-- dijo Pinocho, haciéndosele la boca agua--. ¡Qué país tan hermoso! Yo no he estado nunca, pero me lo figuro.
--¿Por qué no te vienes?
--Es inútil que quieras convencerme. He prometido a mi mamá ser un muchacho juicioso, y no quiero faltar a mi palabra.
--Pues entonces, adiós, y muchos recuerdos a todos los amigos y compañeros de escuela.
--Adiós, Espárrago; que tengas buen viaje; diviértete mucho, y que te acuerdes alguna vez de los amigos.
Dicho esto se separó el muñeco y anduvo dos pasos, como para marcharse; pero se paró de pronto, y volviéndose hacia su amigo le preguntó.
--Pero, ¿estas bien seguro de que en aquel país todas las semanas tienen seis jueves y un domingo?
--¡Segurísimo!
--¿Y sabes también de cierto que las vacaciones de verano empiezan el primer día de Enero y terminan el último de Diciembre?
--¡Claro que lo sé!
--¡Qué hermoso país!-- repitió Pinocho como para consolarse.
Por último, hizo un esfuerzo y dijo apresuradamente:
--¡Vaya, adiós, y buen viaje!
--¡Adiós!
--¿Cuándo os vais?
--Dentro de poco.
--¡Qué lástima! ¡Si sólo faltase una hora, me esperaba para veros marchar!
--¿Y el Hada?
--De todos modos, ya se ha hecho tarde. Lo mismo da que llegue una hora antes que una hora después.
--¡Pobre Pinocho! ¡Y si el Hada te regaña!
--¡Psch...! Después de todo acabará por cansarse y se callará.
Mientras tanto se había hecho completamente de noche. A poco rato vieron moverse a lo lejos una lucecita, y oyeron ruido de cascabeles y el sonido de una bocina; pero tan débil, que parecía un zumbido.
--¡Aquí está!-- gritó Espárrago, poniéndose de pie.
--¿Qué es?-- preguntó Pinocho en voz baja.
--El coche que viene por mí. ¡Te vienes por fin, o no!
--Pero, ¿es de verdad, de verdad-- preguntó el muñeco--, que en aquel país no tienen que estudiar los niños?
--¡Nunca, nunca, nunca!
--¡Qué hermoso país!-- repitió Pinocho--, ¡Que hermoso país!


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