Roban a Pinocho sus monedas de oro, y además le tienen cuatro meses en la cárcel.
Cuando Pinocho volvió a la ciudad, empezó a contar los minutos uno a uno y ya que creyó que había pasado el tiempo necesario, se puso de nuevo en marcha hacia el Campo de los Milagros.
Andaba con paso rápido, y sentía que su corazón palpitaba con más fuerza que de costumbre, haciendo "tic-tac; tic-tac", como un reloj en marcha. Mientras tanto, pensaba en su interior:
--¡Qué chasco, si me encontrara con que las ramas del árbol tienen dos mil monedas en vez de mil! ¿Y si en vez de dos mil fueran cinco mil? ¿Y si en vez de cinco mil fueran cien mil? ¡Entonces sí que sería un gran señor! ¡Tendría un magnífico palacio, y mil caballitos de cartón en muchas cuadras, automóviles, aeroplanos, y una despensa llena de mantecadas, de almendras garapiñadas, de bombones, de pasteles y de caramelos de los Alpes!
Así fantaseando vio de lejos el Campo de los Milagros, y lo primero que hizo fue mirar si había algún arbolito que tuviera las ramas cargadas de monedas; pero no vio ninguno. Anduvo unos cien pasos más, y nada; entró en el campo, y llegó hasta el mismo sitio donde había hecho el hoyo para enterrar sus monedas de oro; pero, nada, nada y siempre nada. Entonces se quedó pensativo e inquieto y, olvidando las reglas de urbanidad y de buena crianza, sacó una mano del bolsillo y se rascó largo rato la cabeza.
En aquel instante llegó a sus oídos una gran carcajada. volvióse, y vio en las ramas de un árbol un viejo papagayo que estaba arreglándose con el pico las escasas plumas que le quedaban.
--¿Por qué te ríes?-- le preguntó Pinocho encolerizado.
--Me río, porque al peinarme las plumas me he hecho cosquillas debajo del ala.
No respondió el muñeco. Se fue al arroyo, y llenando de agua el mismo zapato de antes regó la tierra que había echado encima de las monedas.
Otra carcajada mayor y mas impertinente que la anterior se oyó en la soledad de aquel campo.
--¡Pero, vamos a ver, papagayo grosero!-- gritó exasperado Pinocho--, se puede saber de qué te ríes?
--¡Me río de los tontos que creen todas las patrañas que se les cuenta, y que se dejan engañar estúpidamente por el primero que llega!
--¿Lo dices por mí?
--Sí, lo digo por ti, pobre Pinocho, por ti, que eres tan simple, que has podido creer que el dinero se siembra en el campo y se recoge después, como se hace con las judías y con las patatas. Yo también lo creí una vez, Y por eso estoy hasta sin plumas. Ahora ya sé, aunque tarde, que para tener honradamente unas pesetas hay que saber ganarlas con el propio trabajo, sea en un oficio manual o con el esfuerzo de la inteligencia.
--No te comprendo-- dijo el muñeco, que empezaba a temblar de miedo.
--Me explicaré mejor-- continuó el papagayo--. Sabe, pues, que mientras tú estabas en la ciudad, volvieron a este campo la zorra y el gato, desenterraron las monedas y escaparon después como si los llevase el viento. ¡Lo que es ya, cualquiera les alcanza!
Pinocho se quedó como quien ve visiones; mas, no queriendo creer lo que le había dicho el papagayo, comenzó a cavar con las manos la tierra que había regado, y cava que cava, abrió un boquete tan grande como una cueva. Pero las monedas no parecían.
Lleno de desesperación, volvió corriendo a la ciudad, y se fue derechito a presentarse ante el juez para denunciar a los dos ladrones que le habían robado sus monedas.
El juez era un mono de la familia de los gorilas: un mono viejo; muy respetable por su aspecto grave, por su barba blanca, y sobre todo por unos anteojos de oro sin cristales, que usaba desde hacía dos anos, porque padecía una enfermedad de la vista.
Cuando Pinocho estuvo en presencia del juez, contó el engaño de que había sido víctima; dijo los nombres y apellidos y señas personales de los ladrones, y terminó por pedir justicia.
El juez le escuchó con mucha bondad, poniendo gran atención en lo que el muñeco refería. Notóse claramente que se enternecía con aquel relato y que sentía verdadera compasión. Cuando Pinocho hubo terminado, alargó la mano y tocó una campanilla.
A esta llamada aparecieron dos perros mastines, vestidos de guardias.
Señalando el juez a Pinocho, les dijo:
--A este pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; asi, pues, prendedle, y a la cárcel con él.
Quedóse Pinocho estupefacto al oír esta sentencia. Quiso protestar; pero no pudo, porque los guardias, para no perder el tiempo inútilmente, le taparon la boca y le llevaron a la cárcel.
Allí permaneció cuatro meses, cuatro interminables meses, y aún hubiera estado mucho más tiempo, si no hubiese sido por un acontecimiento afortunado. Pues, señor, sucedió que el joven emperador que reinaba en la ciudad de Engañabobos, para solemnizar una gran victoria que había conseguido: sobre sus enemigos, ordenó que se celebrasen grandes festejos públicos: iluminaciones, fuegos artificiales, carreras de caballos y de bicicletas; y para demostrar su clemencia, dispuso que se abrieran las cárceles y que se pusiera en libertad todos los bribones.
Entonces dijo Pinocho al carcelero:
--Si salen de la cárcel los demás presos, yo también quiero salir.
--Tú no puedes salir, porque no figuras en el número de los...
--Dispense usted--interrumpió Pinocho--; yo soy también un bribón.
--¡Ah, ya! En ese caso, tiene usted mucha razón-- contestó respetuosamente el carcelero, quitándose la gorra.
Y abriendo la puerta de la cárcel, dejó salir a Pinocho, haciéndole una profunda reverencia.
CAPITULO XX
Libre ya de la prisión, trata de volver a la casa del Hada; pero encuentra en el camino una terrible serpiente y después queda preso en un cepo.
Figuraos la alegría de Pinocho al encontrarse en libertad. Sin detenerse un momento salió corriendo de la ciudad, y tomó el camino que debía conducirle a la casita del Hada.
Había llovido mucho, y el camino tenía una cuarta de fango. Los pies de Pinocho se hundían en barro hasta el tobillo.
Pero el muñeco no hacía caso de esto. Con el deseo de volver al lado de su padre y de su hermanita, la hermosa niña de los cabellos azules, corría a saltos como un galgo, y las salpicaduras del barro le llegaban hasta el gorro.
Mientras así corría, iba diciéndose:
--Pero, ¡cuántas desgracias me han ocurrido! ¡Y todo me lo tengo merecido, porque soy un muñeco testarudo y travieso! ¡Siempre quiero salirme con la mía, sin atender los consejos de los que me quieren bien, y tienen además mil veces más juicio y más experiencia que yo!
¡Pero lo que es ahora sí que me propongo cambiar de vida y ser un niño bueno y obediente! Ya estoy convencido de que los chicos desobedientes acaban siempre mal. ¿Me estará esperando mi papá? ¿Estará en la casita con el Hada? ¡Pobrecillo! ¿Cuánto tiempo hace que no le veo y que no tengo ni siquiera el consuelo de darle un beso? ¿Y mi preciosa hermanita? ¿Me habrá perdonado lo malo que he sido? ¡Y pensar que le debo tantos favores, que me ha cuidado tan bien, y que me salvó la vida!... ¡No; si es imposible que haya niño más ingrato y descastado que yo!
Al terminar de decir esto se detuvo asustado y dio unos pasos hacia atrás. ¿Qué había sucedido? Pues que había visto en medio del camino una terrible serpiente de piel verde con los ojos de fuego, y cuya cola, dirigida hacia el cielo, echaba humo como una chimenea imposible describir el terror que sintió el muñeco. Se alejó algo más de medio kilómetro, y se sentó sobre un montón de grava esperando que la serpiente tuviera que marcharse a sus quehaceres o tuviera que ir a algún recado y dejara libre el paso.
Esperó una hora, dos horas, tres horas; pero la serpiente, por lo visto, vivía de sus rentas y no tenía nada que hacer en todo el día. El caso es que continuaba allí, y Pinocho veía desde lejos el brillo de sus ojos de fuego y el humo que salía de su cola.
Entonces Pinocho, creyendo que tendría valor suficiente, se acerco hasta pocos pasos de distancia, saludó a la serpiente con una ceremoniosa reverencia, y con vocecita insinuante y afectuosa le dijo:
--Dispense usted, señora serpiente: "¿sería usted tan amable que se apartara un poquitín para dejarme pasar?"
¡Cómo si se lo hubiera dicho a una pared!
Pinocho insistió con tono aún más amable:
--Usted me perdonará, señora serpiente, pero es que vuelvo a mi casa, donde está esperándome mi papá, y ya ve usted... ¡hace tanto tiempo que no le veo! ¿Me permite usted que pase?
La serpiente no sólo no contestó, sino que de pronto quedó inmóvil casi rígida. Sus ojos se cerraron, y la cola cesó de echar humo.
--¡Uy! ¡Parece que se ha muerto! ¡Ole! ¡Ole¡-- pensó Pinocho contentísimo, y, restregándose las manos de alegría, fue a pasar por encima de la serpiente. Pero aún no había terminado de levantar la pierna, cuando la serpiente se erigió de pronto como un muelle que salta. Pinocho, aterrado, dio hacia atrás un salto tan rápido y vio lento, que tropezó y dio una voltereta como en el circo, cayendo al suelo de cabeza. Como Pinocho la tenía muy dura, y el camino tenía una cuarta de fango, se quedó clavado en el suelo con los pies en el aire.
Al ver el muñeco en aquella postura tan ridícula, que daba patadas a diestro y siniestro, como si le hubieran dado cuerda, la serpiente empezó a reírse estrepitosamente, a carcajadas enormes. Pero, ¡qué risa! Se ponía mala. En fin, a fuerza de reír, y reír, y reír, se le reventó una vena del pecho, y entonces sí que quedó muerta de verdad.
Pinocho se incorporó con gran trabajo, y volvió a emprender la carrera para llegar a la casa del Hada antes de que cayera la noche.
Pero por lo largo que iba siendo el camino, no podía ya resistir los pinchazos que el hambre le daba en el estómago, y saltó a un viñedo lindante para coger algunos racimos de uva moscatel.
¡Nunca lo hubiera hecho!
Apenas penetró en el viñedo, crac..., sintió que dos cortantes aros de hierro le aprisionaban las piernas, haciéndole ver todas las estrellas del cielo. El pobre muñeco había caído en un cepo colocado allí por el dueño del campo con objeto de cazar alguna garduña o cualquiera otra alimaña de las muchas que había, y que eran el azote de todos los gallineros del contorno.
CAPITULO XXI
Cae Pinocho en poder de un labrador que le obliga a servir de perro para custodiar un gallinero.
¡Pobre muñeco! Empezó a llorar, a gritar y a lamentarse; pero llantos y gritos eran inútiles, porque en todo el contorno no se veía casa alguna, y por el camino no pasaba alma viviente.
Se hizo de noche. En parte por el daño grandísimo que le hacían aquellos hierros, apretándole las piernas como unas tenazas, y en parte por el miedo fenomenal de estar solo y de noche en aquel campo, el pobre Pinocho estaba a punto de caer desvanecido.
En esto vio pasar cerca de su cabeza una luciérnaga de luz, y le llamó diciéndole:
--¡Gusanito! ¡Precioso gusanito! ¿Quieres hacer la caridad de librarme de este suplico?
--¡Pobre muchacho-- exclamó la luciérnaga, acercándose compasiva para mirarle--. ¿Por qué tienes las piernas entre esos hierros tan cortantes:
Porque he entrado en este campo para coger un par de racimos de uva moscatel...
Pero, ¿esas uvas son tuyas?
--No.
--¿Y quién te ha enseñado a tomar lo que no es tuyo?
¡Tenía mucha hambre!
--¡Hijo mío, el tener hambre no es buena razón para apropiarse de lo ajeno.
--¡Es verdad, es verdad!-- exclamó Pinocho llorando--. ¡Pero ya no lo haré más!
En este momento fue interrumpido el diálogo por el ligerísimo rumor de pasos que se acercaba. Era el dueño del campo, que, andando de puntillas, venía a ver si había caído en el cepo alguna de aquellas garduñas que le arrebataban los pollos durante la noche.
Grande fue su asombro cuando, al sacar una linterna que llevaba debajo del capote, vio que en vez de una garduña había caído un muchacho.
--¡Ah, ladronzuelo!-- dijo el labrador encolerizado--. ¿Conque eres tú quien me roba las gallinas?
--¡Yo, no; yo, no!-- gritó Pinocho sollozando--. ¡Yo he entrado en el campo sólo para tomar dos racimos de uvas!
--El que roba uvas es capaz de robar también gallinas. ¡No tengas cuidado! ¡Voy a darte una lección que no olvidarás en toda tu vida!
Y abriendo el cepa, agarró al muchacho por el cuello y echó a andar camino de su casa.
Al llegar frente a la puerta le dejó caer en una era que había casi a la entrada y dándole dos azotes, dijo:
--Ahora ya es muy tarde, y quiero acostarme: mañana te ajustaré las cuentas. Mientras tanto, como hoy se ha muerto el perro que me hacía la guardia de noche, voy a ponerte en su puesto. Me servirás de perro guardián.
Después de decir esto, le puso al cuello un grueso collar de cuero, erizado de púas de hierro, y se lo apretó de modo que no pudiera quitárselo por la cabeza. El collar estaba sujeto a una larga cadena de hierro, ésta a la pared por el otro extremo.
--Si llueve esta noche-- dijo el labrador--, puedes meterte en esa caseta de madera: ahí está la paja que ha servido de cama a mi perro durante cuatro años. ¡Ah! Procura estar bien alerta, y si vienen los ladrones, ladra muy fuerte.
Hecha esta última advertencia, entró el labrador en su casa y cerró la puerta con cerrojo, mientras que el desgraciado Pinocho, más muerto que vivo, quedaba solo en la era, tiritando de frío, de hambre y de miedo. De vez en cuando trataba rabiosamente de meter las manos por entre aquel collar, que le apretaba horriblemente la garganta.
El pobre muñeco decía llorando:
--¡Me está muy bien, pero muy requetebién empleado! ¡He querido hacer vida de perdido, vagabundo; he seguido los consejos de las malas compañías; he sido un niño malo y desobediente, y por eso Dios me castiga! ¡Si hubiera sido un niño bueno y obediente, como lo son otros muchachos; si me hubiera dedicado al estudio y al trabajo; si hubiera permanecido en casa al lado de mi buen papá, no me vería ahora como me veo en medio del campo, teniendo que servir de perro de guarda a un labrador! ¡Oh, si se pudiera nacer otra vez! ¡Pero ya es tarde, y no hay más remedio que tener paciencia!
Después de este pequeño desahogo, que realmente le salía del corazón, se metió en la perrera, y muy poco después se quedó dormido.