Convertido Pinocho en un pollino verdadero, es llevado al mercado de animales y comprado por el director de...
Después de cinco meses de vagancia nota Pinocho con gran asombro que le ha salido un magnífico par de orejas de asno, y acaba por convertirse en un borriquito, con cola y todo.
Poco después llegó la diligencia sin hacer el menor ruido, por que las ruedas llevaban gruesas llantas de goma.
Tiraban de ella doce pares de borricos, todos de igual alzada, aunque de diferente pelo. Los había rucios, pardos, blancos; otros con pintas blancas y negras, y otros con rayas amarillentas o de color canela.
Pero lo más singular es que aquellos doce pares, o sean los veinticuatro pollinos, en vez de llevar herraduras como todos los demás animales de tiro o de carga, llevaban botas de cuero como las que usan los hombres.
¿Y el conductor de la diligencia? Figuraos un hombrecillo más ancho que alto, gordo y reluciente como una bola de sebo, con semblante bonachón, una boquita siempre riendo, y una vocecita fina y acariciadora, como el maullido de un gato cuando quiere que su ama le haga fiestas.
Todos los muchachos que le veían quedaban enamorados de él y deseaban que les permitiera subir al coche para ser conducidos a aquella verdadera Jauja, conocida en el mapa con el nombre seductor de "El País de los Juguetes".
La diligencia venía ya llena de muchachos de ocho a doce años de edad, que iban amontonados unos sobre otros como sardinas en banasta. Estaban apretados e incómodos; pero a ninguno se le ocurría lamentarse ni decir ¡ay! La esperanza de llegar a un país donde no había escuelas, maestros ni libros, los tenía tan contentos, que no sentían ni los vaivenes y golpes de la marcha, ni el hambre, ni la sed, ni el sueño.
Apenas se detuvo el coche, aquel hombrecillo se volvió hacia Espárrago, y con extremada zalamería le dijo sonriendo:
--Dime, guapo chico, ¿quieres venirte a este afortunado país?
--¡Ya lo creo que quiero ir!
--Pero te advierto, querido, que ya no hay sitio en el coche. Como ves, está completamente lleno.
--¡Paciencia!-- dijo Espárrago-- Si no puedo ir dentro, iré en el estribo.
Y dando un salto, se puso a caballo sobre el estribo.
--¿Y tú, hijo mío?-- dijo el hombrecillo volviéndose muy cariñoso hacia Pinocho-- ¿Qué piensas hacer? ¿Quieres venirte también!
--No; yo me quedo--respondió Pinocho--. Quiero volver a mi casa; quiero estudiar y ser el primero en la escuela, como deben ser los niños buenos.
--¡Pues que te aproveche!
--¡Pinocho!-- gritó entonces Espárrago--. ¡Sigue mi consejo: vente con nosotros, y seremos felices!
--¡No, no y no!
--¡Vente con nosotros, Y seremos felices!-- gritaron otras cuantas voces dentro de la diligencia.
--¿Y si me voy con vosotros, qué va a decir mi mamá!-- exclamó Pinocho, que ya empezaba a dejarse convencer.
¡No te quiebres la cabeza pensando en eso! ¡Mira que vamos a un país donde podremos hacer todo lo que queramos desde la mañana hasta la noche!
Pinocho no respondió y lanzó un gran suspiro; después dio otro suspiro; luego dio otro mayor aún, y por fin dijo:
--¡Ea, me voy con vosotros! ¡Hacedme un sitio!
--Está todo ocupado-- dijo entonces el hombrecillo--; pero, para demostrarte cuánto me alegro de que vengas, te cederé mi puesto en el pescante.
--¿Y usted?
--Yo haré el camino a pie.
¡No, no lo permito! Prefiero ir montado en uno de estos borriquillos-- contestó Pinocho.
Y uniendo la acción a la palabra, se acercó al pollino que ocupaba la izquierda de la primera pareja y quiso saltar sobre él; pero el animal, volviendo la grupa, le pegó una coz en el estómago que le hizo volar por el aire.
Figuraos las impertinentes carcajadas que lanzarían todos los muchachos que presenciaban la escena.
El único que no se rió, aparte de Pinocho, fue el hombrecillo, que, bajándose del pescante, se acercó al burro rebelde, y haciendo ademán de darle un beso, le arrancó de un solo bocado la mitad de la oreja derecha.
Mientras tanto Pinocho se levantó del suelo, encolerizado, Y saltó sobre el lomo del pobre animal. El salto fue tan limpio y rápido, que los muchachos, entusiasmados, dejaron de reír y empezaron a gritar: ¡Viva Pinocho!, a la vez que aplaudían frenéticamente.
Pero hete aquí que de pronto levantó el burro las dos patas traseras, y dando una sacudida, lanzó al muñeco sobre un montón de grava a un lado del camino.
Entonces comenzaron de nuevo las risas; pero tampoco se rió el hombrecillo, sino que le entró tanto cariño hacia aquel inquieto borriquillo, que, dándole un nuevo beso, le arrancó la mitad de la oreja izquierda.
--Monta otra vez a caballo, y no tengas ya miedo. Sin duda este burro tenía alguna mosca que le molestaba; pero ya le he dicho dos palabritas en las orejas, y creo que se habrá vuelto manso y razonable.
Montó Pinocho, y la diligencia comenzó a moverse; pero mientras galopaban los pollinos y la diligencia rodaba por la carretera, le pareció al muñeco que oía una voz humilde y apenas inteligible, que le decía:
--¡Eres un insensato! ¡Has querido hacer tu voluntad, y algún día te pesará!
Lleno de miedo, Pinocho miró por todos lados para saber de dónde venían aquellas palabras; pero no vio a nadie. Los pollinos galopaban, la diligencia rodaba, los muchachos dormían dentro de ella; Espárrago mismo roncaba como un lirón, y el hombrecillo, sentado en el pescante, cantaba entre dientes:
«¡Todos duermen por la noche,
Pero no me duermo yo!»
Pasado otro medio kilómetro, volvió Pinocho a sentir la misma voz, que decía:
--Eres un idiota y un majadero. ¡Los niños que abandonan el estudio, la escuela y el maestro, para no pensar en otra cosa que en jugar y divertirse, acaban siempre mal! Yo puedo decirlo, porque lo se por experiencia. ¡Llegará un día en que tendrás que llorar, como yo lloro hoy; pero entonces será tarde!
Al oír estas palabras, dichas en voz apenas perceptible, saltó el muñeco al suelo lleno de temor, y acercándose al pollino en que iba montado, le agarró por las riendas, observando con asombro que aquel animal lloraba como un chiquillo.
--¡Eh, señor cochero! --gritó entonces Pinocho al conductor de la diligencia--. ¿Sabe usted que este pollino está llorando?
--¡Déjalo que llore; otra vez le dará por reír!
--Pero, ¿es que sabe también hablar?
--No; sólo aprendió a decir alguna que otra palabra por haber estado durante tres años en una compañía de perros sabios.
--¡Pobre animal!
--¡Vaya, en marcha! --dijo el hombrecillo--. ¡No perdamos el tiempo en ver llorar a un burro! Monta a caballo y vámonos, que la noche es fresca y el camino es largo.
Pinocho montó de nuevo sin rechistar. La diligencia se puso en marcha, y a la mañana siguiente llegaron felizmente a «El País de los Juguetes».
Este país no se parecía a ningún otro del mundo. Toda su población estaba compuesta de muchachos: los más viejos no pasaban de catorce años; los más jóvenes tendrían ocho. En las calles había una alegría, un bullicio, un ruido, capaces de producir dolor de cabeza. Por todas partes se veían bandadas de chiquillos que jugaban al marro, al chato, a la gallina ciega, a los bolos, al peón; otros andaban en velocípedos o sobre caballitos de cartón; algunos, vestidos de payasos, hacían como si comieran estopa encendida; otros corrían y daban saltos mortales, o andaban sobre las manos con las piernas por alto; otros recitaban en voz alta, cantaban, reían, daban golpes, jugaban al aro o a los soldados, produciendo tal algarabía, tal estrépito, que era preciso ponerse algodón en los oídos para no quedarse sordo.
Por toda la plaza se veían teatros de madera, llenos de muchachos desde la mañana hasta la noche, y en todas las paredes de las casas abundaban, escritos con carbón, letreros tan salados como los siguientes:¡Biban los gugetes! (en vez de¡Vivan los juguetes! ),¡no Queresmoseskuela! (en vez de¡No queremos escuela! )¡Habajo Larin Metica! (en vez de¡Abajo la Aritmética! ), y otros por el estilo.
Apenas Pinocho, Espárrago y todos los demás muchachos que habían hecho el viaje con el hombrecillo, pusieron el pie dentro de la ciudad, se lanzaron entre aquella baraúnda, y, como es de suponer, pocos minutos después se habían hecho amigos de todos los que allí había.
¿Quién podría considerarse más feliz que ellos? Entre aquella constante fiesta, llena de tan variadas diversiones, pasaban como relámpagos las horas, los días y las semanas.
--¡Oh, qué vida tan buena! --decía Pinocho cada vez que se encontraba con Espárrago.
--¿Ves como yo tenía razón? --respondía siempre este último-- ¡Y decir que no querías venirte y que se te había metido en la cabeza volver a la casa de tu Hada, para perder el tiempo estudiando! Si; ahora estás libre de ese fastidio de libros y de escuela, me lo debes a mí, a mis consejos, ¿no es así? ¡Sólo los verdaderos amigos somos capaces de hacer estos grandes favores!
--¡Es verdad! Si ahora estoy tan contento y feliz, a ti te lo debo, sólo a ti. ¿Y sabes, en cambio, lo que me decía el maestro cuando hablaba de ti? Pues me decía siempre: «¡No andes mucho con ese bribón de Espárrago, porque es un mal compañero que no puede aconsejarte nada bueno!»
--¡Pobre maestro! --replicó el otro moviendo la cabeza--. ¡Demasiado sé que me tenía rabia y que no perdía ocasión de calumniarme; pero yo soy generoso, y le perdono!
--¡Qué alma tan grande! --dijo Pinocho, abrazando afectuosamente a su amigo y besándole con el mayor cariño.
Cinco meses hacia que habían llegado al país; cinco meses de jugar y divertirse durante todo el día, sin abrir un solo libro, sin ir a la escuela, cuando una mañana tuvo Pinocho, al despertar, una sorpresa tan desagradable que le puso de muy mal humor.
CAPITULO XXXII
Le nacen a Pinocho orejas de burro, después se convierte en verdadero pollino y empieza a rebuznar.
¿Cuál fue la sorpresa?
Voy a decíroslo, queridísimos lectorcitos; la sorpresa fue que al despertarse Pinocho le vino en gana rascarse la cabeza, y al llegarse a ella las manos, se encontró...
¿A que no acertáis lo que se encontró?
Pues se encontró, con gran sorpresa de su parte, con que le habían crecido las orejas más de una cuarta.
Ya sabéis que desde que nació, el muñeco tenía unas orejitas muy chiquitinas, que apenas se le veían. Figuraos cómo se quedaría cuando, al tocar con las manos, se encontró con que aquellas orejitas habían crecido tanto durante la noche, que parecían dos soplillos. Acudió en busca de un espejo para mirarse, y no encontrando ninguno, llenó de agua la palangana de su lavabo, y entonces pudo ver lo que nunca hubiera querido contemplar: vio su propia imagen adornada con un magnífico par de orejas de burro.
¡Cómo expresar el dolor, la vergüenza y la desesperación del pobre Pinocho!
Empezó a llorar, a gritar y a darse de cabezadas contra la pared; pero cuanto más se desesperaba, más crecían sus orejas, y crecían, crecían, a la vez que iban cubriéndose de pelo por la punta.
A los gritos de Pinocho entró en la habitación una linda marmota que vivía en el piso de arriba, y viendo el desconsuelo del muñeco, le preguntó con interés:
-¿Qué es eso, querido vecino?
-¡Que estoy malo, amiga marmota, muy malo, y con una enfermedad que me da mucho miedo! ¿Sabes tomar el pulso?
- Un poco.
-¡Mira si tengo fiebre por casualidad!
La marmota levantó una de las patas delanteras, y después de tomar el pulso a Pinocho, le dijo suspirando:
-¡Amigo mío, siento mucho tenerte que dar una mala noticia!
-¿Cuál es?
-¡Qué tienes una fiebre muy mala!
-¿Y qué clase de fiebre es?
-¡Es la fiebre del burro!
- No comprendo qué fiebre es esa - respondió el muñeco, que, sin embargo, se iba figurando lo que era.
- Yo te lo explicaré - dijo la marmota -. Sabe, pues, que dentro de dos o tres horas ya no serás un muñeco ni un niño.
- Pues, ¿qué seré?
- Dentro de dos o tres horas te convertirás en un verdadero pollino; tan verdadero como los que tiran de un carro o llevan las hortalizas al mercado.
- ¡Oh! ¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí! - gritó Pinocho, agarrándose las orejas con ambas manos y tirando de ellas rabiosamente, como si fueran ajenas.
- Querido mío - dijo entonces la marmota para consolarle- ¿qué le vas a hacer? ¡Todo es ya inútil! En el libro de la sabiduría está escrito que todos los muchachos holgazanes, que teniendo odio a los libros, a la escuela y a los maestros, se pasan los días entre juegos y diversiones, tienen que acabar por convertirse, más pronto o más tarde, en pollinos.
- Pero, ¿es cierto eso? - preguntó el muñeco sollozando.
Ya lo creo que es cierto. Y ahora ya es inútil que llores. Ya no tiene remedio.
-¡Pero si yo no tengo la culpa: créelo marmotita; la culpa es toda de Espárrago.!
-¿Y quién es ese Espárrago?
- Un compañero mío de escuela. Yo quería volver a mi casa, quería ser obediente y seguir estudiando; pero él me dijo: ¿Por qué quieres fastidiarte pensando en estudiar y en ir a la escuela? ¡Vente mejor conmigo a "El País de los Juguetes"; allí no estudiaremos más, nos divertiremos desde la mañana hasta ]a noche, y estaremos siempre contentos!
-¿Y por qué seguiste el consejo de aquel falso amigo, de aquel mal compañero?
-¿Por qué? Porque mira, marmotita mía: yo soy un muñeco sin pizca de juicio y sin corazón. ¡Oh! ¡Si yo hubiera tenido tanto así de corazón (y señaló con el pulgar sobre el índice), no hubiera abandonado a aquella preciosa Hada, que me quería como una mamá, y gue tanto había hecho por mí! ¡Oh! ¡Pero si encuentro a Espárrago pobre de él! ¡Yo le diré lo que no querrá oír!
Y quiso salir de la habitación; pero al llegar a la puerta se acordó de sus orejas de burro, y dándole vergüenza mostrarse en público con aquel adorno. ¿sabéis lo que discurrió? Pues se hizo un gran gorro de papel y se lo puso en la cabeza, cubriéndose las orejas por completo.
Después salió, y se dedicó a buscar a su amigo por todas partes. Le buscó en la calle, en la plaza, en los teatros, por todas partes, sin poder hallarle. Pidió noticias de él a cuantos encontró; pero nadie le había visto.
Entonces fue a buscarle a su casa y llamó a la puerta.
-¿Quién es!- preguntó Espárrago desde dentro.
-¡Soy yo!- respondió el muñeco.
- Espera un poco, y te abriré.
Media hora después se abrió la puerta, y figuraos cuál sería el asombro de Pinocho cuando, al entrar en la habitación, vio a su amigo con un gran gorro de papel en la cabeza, que le cubría casi hasta los ojos y por detrás bajaba hasta el cuello.
A la vista de aquel gorro sintió Pinocho una especie de consuelo, y pensó inmediatamente:
-¿Tendrá la misma enfermedad que yo? ¡Estará también con la fiebre del burro?
Y fingiendo no haber notado nada, preguntó sonriendo:
-¿Cómo estás, querido?
-¡Perfectamente bien; como un ratón dentro de un queso de bola!
-¿Lo dices en serio?
-¿Y por qué había de mentir?
- Dispénsame, amigo. ¿Y por qué tienes puesto ese gorro de papel que te tapa hasta las orejas?
- Me lo ha mandado el médico, por haberme hecho daño en una rodilla. Y tú, querido Pinocho, ¿por qué llevas ese gorro de papel gue te cubre hasta las orejas?
- Me lo ha mandado el médico, porque me ha picado un mosquito en un pie.
-¡Oh, pobre Pinocho!
-¡Oh, pobre Espárrago!
Siguió a estas frases un largo silencio, durante el cual los dos amigos no hacían más que mirarse burlonamente.
Finalmente, el muñeco dijo con voz meliflua a su compañero:
- Por curiosidad tan sólo; querido Espárrago, ¿quieres decirme si has tenido alguna enfermedad en las orejas?
-¡Nunca! ¿Y tú?
-¡Nunca! Pero esta mañana me ha molestado un poco una de ellas.
También a mí me a sucedido lo mismo.
-¿A ti también? ¿Y qué oreja es la que te duele?
- Las dos. ¿Y a ti?
- Las dos. ¿Será acaso la misma enfermedad?
-¡Me temo que sí!
-¿Quieres hacerme un favor?
- Con mucho gusto.
¿Quieres enseñarme tus orejas?
-¿Por qué no? Pero antes quiero ver las tuyas, querido Pinocho.
-¡No; tú debes ser el primero!
-¡No, querido; primero tú y después yo!
- Pues bien - dijo entonces el muñeco -; vamos a hacer un trato.
-¡Hagamos el trato!
- Quitémonos ambos el gorro al mismo tiempo. ¿Aceptado?
¡Aceptado!
-¡Pues atención!
Y Pinocho comenzó a contar en voz alta:
-¡Una, dos, tres!
Al decir esta última palabra, los dos muchachos se quitaron los gorros de la cabeza y los arrojaron al aire.
Entonces ocurrió una escena que parecía increíble, si no supiéramos que sucedió realmente. Ocurrió que cuando Pinocho y Espárrago vieron que los dos padecían de la misma enfermedad, en vez de sentirse mortificados y llenos de dolor, empezaron a mirarse uno a otro burlonamente las desmesuradas orejas, y acabaron por reírse a carcajadas.
Tanto rieron, que ya les dolían las mandíbulas; pero en lo mejor de la risa sucedió que de pronto Espárrago cesó de reír, cambió de color, y bamboleándose dijo a su amigo:
-¡Ayúdame, Pinocho, ayúdame!
-¿Qué te pasa?
-¡Que no puedo sostenerme sobre las piernas!
-¡Tampoco puedo yo! - gritó Pinocho temblando y tratando de mantenerse derecho.
Cuando esto decían, arquearon uno y otro la espalda, apoyaron las manos en el suelo, y de esta manera, andando a cuatro pies, comenzaron a correr y a dar vueltas por la habitación. Mientras corrían, los brazos se convirtieron en patas, las caras se alargaron convirtiéndose en cabezas de asno, y el cuerpo se les cubrió de un pelaje gris claro con pintas y rayas negras.
Pero ¿Sabéis cuál fue el peor rato que sufrieron aquellos desgraciados? Pues el rato peor y más humillante fue cuando notaron que empezaba a salirles la cola por detrás. Llenos de vergüenza y de dolor trataron de llorar y de lamentarse de su suerte.
¡Nunca lo hubieran hecho! En vez de sollozos y de lamentos lanzaban solamente rebuznos, y rebuznando sonoramente, decían a dúo: ¡Hi-hooó! ¡Hi-hooó! ¡Hi-hooó!
En el mismo instante llamaron a la puerta, y una voz dijo desde fuera:
-¡Abrid! ¡Soy el hombrecillo; soy el conductor del coche que os trajo a este país! ¡Abridme pronto, o si no, pobres de vosotros!
una compañía de titiriteros para enseñarle a bailar y a saltar por el aro.
Viendo que la puerta seguía cerrada, el hombrecillo la abrió de una fuerte patada, y entrando en la habitación, dijo con su eterna sonrisa a Pinocho y a Espárrago:
-¡Bravo, muchachos! ¡Rebuznáis perfectamente! Os he reconocido en la voz, y por eso he venido.
Al oír estas palabras, ambos pollinos se quedaron como atontados, con la cabeza caída, las orejas bajas y el rabo entre piernas.
Inmediatamente, el hombrecillo los acarició pasándoles la mano por el lomo, y después, sacando una bruza, empezó a cepillarlos perfectamente, hasta que a fuerza de bruzar les sacó lustre como si fueran dos espejos. Entonces les puso la cabezada y los condujo al mercado de ganados, con la esperanza de venderlos y obtener una buena ganancia.
No tardaron en presentarse compradores. Espárrago fue adquirido por un labrador, al cual se le había muerto un borrico el día anterior, y Pinocho fue vendido al director de una compañía de titiriteros, que lo compró para amaestrarlo y hacerle saltar y bailar con los demás animales de la compañía.
¿Habéis comprendido ya, mis queridos lectores, cuál era el verdadero oficio del hombrecillo? Pues aquel terrible monstruo, que tenía siempre cara de risa, se iba de vez en cuando a correr por el mundo con su coche, y con promesas y halagos recogía a todos los muchachos holgazanes y traviesos que odiaban a los libros y la escuela, y después de meterlos en su coche los conducía a "El País de los Juguetes" para gue pasaran todo el día en retozar y en divertirse. Cuando, algún tiempo después, aquellos pobres muchachos, a fuerza de no pensar más que en jugar, se convertían en pollinos, entonces se apoderaba de ellos con gran satisfacción y los llevaba para venderlos en ferias y mercados. Y de este modo había conseguido ganar en pocos años tanto dinero que era millonario.
No sé deciros lo que fue de Espárrago; pero os diré, en cambio, que el pobre Pinocho tuvo desde el primer día una vida dura y cruel.
El nuevo dueño le llevó a una cuadra y le llenó el pesebre de paja; pero apenas probó un bocado, Pinocho la escupió haciendo gestos de desagrado.
Entonces el dueño, aunque refunfuñando, quitó la paja del pesebre y llenó éste de heno, pero tampoco el heno le agradó a Pinocho.
-¡Ah! ¿Conque tampoco te gusta el heno? - gritó el dueño lleno de cólera -. ¡No tengas cuidado, que yo te acostumbraré a no ser tan caprichoso!
Y le dio en las ancas un tremendo latigazo.
El dolor hizo a Pinocho llorar y rebuznar, diciendo:
-¡Hi-hooó! ¡Hi-hooó! ¡Yo no puedo comer paja!
-¡Pues, entonces, come heno!- replicó el dueño, que entendía perfectamente la lengua de los burros.
-¡Hi-hooó! iHi-hooó! ¡El heno me da dolor de barriga!
-¿Te habrás creído, sin duda, que a un burro como tú le voy a dar de comer jamón en dulce y perdices trufadas!- gruñó el dueño, encolerizándose cada vez más y dándole otro latigazo.
Al sentir esta segunda caricia se calló Pinocho y no dijo una palabra más.
Salió el dueño y le cerró la cuadra, quedándose solo Pinocho; y como hacía ya muchas horas que no había comido nada, comenzó a bostezar de hambre, abriendo tanto la boca que parecía la de un horno.
Al fin, viendo que en el pesebre no encontraba otra cosa que heno, se resignó a tomar un poco, y después de masticarlo bien cerró los ojos y lo tragó.
-¡No es malo este heno!- pensó en su interior, después de haberlo tragado -. Pero, ¡cuánto mejor no hubiera sido haber continuado yendo a la escuela! ¡En vez de heno, estaría comiendo a estas horas un buen pedazo de pan con queso! ¡Paciencia!
Cuando despertó a la mañana siguiente, lo primero que hizo fue buscar un poco de heno en el pesebre; pero no encontró nada, porque se lo había comido todo la noche anterior.
Entonces tomó un bocado de paja, y mientras la mascaba tuvo que convencerse de que el sabor de la paja no se parecía en nada al del arroz a la valenciana ni al de los pasteles de hojaldre.
-¡Paciencia !- repitió mientras seguía masticando -. ¡Ojalá que mi desgracia sirva cuando menos de lección provechosa a todos los niños desobedientes que no quieren estudiar! ¡Paciencia y paciencia!
-¡Qué paciencia ni qué narices!- chilló el dueño entrando en la cuadra -. ¿Te has creído, burro del diablo, que yo te he comprado únicamente para darte de comer y de beber! ¡Te he comprado para que trabajes y me ganes dinero! ¡Conque ya lo sabes; mucho ojo! ¡Ahora mismo vienes conmigo al circo para aprender a saltar por el aro y a bailar el vals y la polka puesto de pie sobre las patas de atrás!
Quieras que no quieras, el pobre Pinocho tuvo que aprender todas estas habilidades y otras más; pero le costó tres meses de aprendizaje y una colección de palizas formidables: ¡Pobre Pinocho! ¡Qué arrepentido estaba de su holgazanería!
Llegó, por último, eldebut de Pinocho-borrico. En todas las esquinas aparecieron grandes cartelones de colores, que decían así:
---------GRAN FUNCION DE GALA-------------
Podéis figuraos cómo se hallaría el circo aquella noche: lleno de bote en bote desde una hora antes de empezar el espectáculo. Ni a peso de oro se podía encontrar una butaca, ni un palco, ni siquiera una entrada general.
Todas las localidades estaban atestadas de niños y niñas de todas clases y edades, impacientísimos por ver bailar al famoso burro Pinocho.
Concluida la primera parte del espectáculo, se presentó el Director de la compañía vestido de frac rojo, pantalón blanco y botas de montar con grandes espuelas, y haciendo una gran reverencia, recito, con voz solemne y campanuda, el siguiente discurso:
«Respetable público:
Señoras y señores: El humilde orador que tiene el honor de hablaros, estando de paso en esta capital, no ha podido menos de presentaros un espectáculo que seguramente os gustará mucho. Porque este inteligente auditorio estoy seguro de que ha de celebrar como merece a mi célebre pollino, que va ha tenido el honor de bailar en todas las principales Cortes de Europa.
Por lo cual os doy millones de gracias a cada uno, y espero vuestros aplausos y vuestra benevolencia.
He dicho».
Este discurso fue acogido con grandes aplausos; pero los aplausos se redoblaron y el entusiasmo rayó en delirio, cuando se hizo la presentación del burro Pinocho, vestido de gran gala. Llevaba unas bridas de charol, con hebillas y broches de latón, dos camelias blancas en las orejas, la crin y la cola trenzadas y adornadas con cordones y flecos de seda rosa y lazos de terciopelo azul, y a modo de cincha, una gran faja recamada de oro y plata. En suma, que estaba para enamorar a cualquiera.
La presentación fue hecha por el Director con las siguientes palabras:
«Respetable público:
Presento a mi famoso e incomparable pollino Pinocho, el más sabio y artista de todos los burros, cazado a lazo por mí mismo cuando corría salvaje por las llanuras de la Patagonia.
Los más célebres bailarines no pueden compararse con mi pollino Pinocho. Lo baila todo, y todo bien. Vedle, si lo merece, aplaudidle.
He dicho».
Al terminar este segundo discurso hizo el Director otra profundísima reverencia, y volviéndose después al burro, le dijo:
-¡Animo, Pinocho! ¡Antes de dar principio a tus maravillosos ejercicios, saluda cortésmente al respetable público.
El obediente Pinocho se arrodilló en el acto, y así permaneció hasta que el Director, restallando la fusta, gritó:
-¡Al paso!
Entonces el borriquillo se enderezó sobre sus cuatro patas, y empezó a dar vuelta al circo con paso lento.
Poco después gritó el Director:
-¡Al trote!- Y Pinocho obedeció la orden, cambiando el paso por el trote.
-¡Al galope!- Y Pinocho marchó con airoso galope.
-¡A la carrera!- Y ya entonces Pinocho salió disparado.
Pero en el momento en que llevaba la velocidad de un automóvil de cuarenta caballos, alzó el Director el brazo y descargó al aire un tiro de pistola.
Al oír el tiro, fingiendo el burro que estaba herido, cayó en la arena y empezó a temblar como si estuviese en las convulsiones de la agonía.
Todo el circo estalló en una explosión de aplausos y de gritos, que debieron de oírse en las estrellas. En tanto, Pinocho abrió un poco los ojos para mirar en torno suyo, y vio en un palco una señora que tenía al cuello una gruesa cadena de oro, y pendiente de ella un medallón con el retrato de un muñeco.
-¡Ese retrato es el mío! ¡Esa señora es mi Hada!- se dijo en el acto Pincho, y, dominado por la alegría, trató de gritar:
-¡Hada mía! ¡Hada mía!
Pero en vez de estas palabras sólo salió de su garganta un rebuzno tan formidable, que hizo reír a todos los espectadores, y más especialmente a los muchachos que había en el circo.
Entonces el Director, para enseñarle que no era de buena educación rebuznar ante el público, le dio un fuerte golpe en las narices con el mango de la fusta.
El pobre burro sacó fuera un palmo de lengua y empezó a lamerse las narices, creyendo que de este modo podría calmar el fuerte dolor que el golpe le había producido.
Pero, ¡cual no sería su desesperación cuando, al mirar por segunda vez vio que el Hada había desaparecido del palco!
Creyó morir. Llenáronse de lágrimas sus ojos, y empezó a llorar desconsoladamente; pero nadie llegó a advertirlo, ni siquiera el Director, que haciendo sonar la fusta, dijo:
-¡Bravo, Pinocho! Ahora haremos ver a estos señores con cuánta gracia saltas el aro.
Pinocho probó dos o tres veces; pero cuando llegaba frente al aro, en vez de saltar pasaba cómodamente por debajo. Por fin intentó el salto; pero al atravesar por el aro se enredó desgraciadamente una de las patas, y cayó a tierra como un costal.
Cuando se levantó estaba cojo, y a duras penas pudo volver a la cuadra.
-¡Qué salga Pinocho! ¡Queremos ver al burro! ¡Que salga otra vez! ¡Que baile! ¡Que baile! - gritaban los muchachos, entusiasmados, sin darse cuenta de que se había hecho daño.
Pero el borriquillo no pudo salir más. El Director tuvo que pronunciar otro discurso de los suyos y anunciar que Pinocho bailaría en cuanto se pusiera bien.
A la mañana siguiente fue a verle el veterinario, o sea el médico de los animales, y declaró que se quedaría cojo para siempre.
Entonces dijo el Director al mozo de cuadra que llevase aquel burro al mercado y lo revendiese, puesto que ya no servía para nada.
Apenas llegaron al mercado, se acercó un comprador que dijo al mozo de cuadra:
-¿Cuanto quieres por ese burro cojo!
- Veinte pesetas.
- Yo te doy veinte perras chicas. No creas que lo compro para servirme de él; lo compro por la piel únicamente. Veo que tiene la piel muy dura, y quiero hacer con ella un tambor para la banda de música de mi pueblo.
Podéis pensar lo que pasaría por Pinocho cuando oyó que estaba destinado a convertirse en tambor.
Después que el comprador pagó las veinte perras chicas, condujo a su burro hasta una roca de la orilla del mar, y poniéndole una piedra al cuello, le ató una pata con el extremo de una soga que llevaba en la mano. Después, y cuando el burro estaba más descuidado, le dio un empellón para arrojarle al mar, conservando en la mano el otro extremo de la soga.
La piedra que llevaba al cuello hizo que Pinocho descendiese rápidamente hasta el fondo, y el comprador, siempre con la soga en la mano, se sentó en la peña, esperando a que pasara tiempo bastante para que el pollino se ahogase, y poder arrancarle después la piel para curtirla y hacer un tambor.