Hay una aldea en los Pantanos, y en la aldea hay una Gran Casa. En la Gran Casa vivía el hidalgo que tenía tierras y tesoros y, por hija, a Rita.
En la aldea vivía Del, cuya voz era como un trueno en la taberna cuando iba a beber allí; su nudoso y musculoso cuerpo era de piel dorada, y su cabello era como un desafío al sol.
En el interior de los Pantanos que eran salobres, había una laguna de agua Purísima, sombreada por sauces y amplios álamos, bordeada por márgenes del más maravilloso musgo azul. Allí crecía la mandrágora y había extraños gorjeos en el verano. Nadie los había oído nunca, excepto sosegada muchacha cuya belleza era contenida que no se mostraba. Su nombre era Bárbara.
Era una tarde verde, el aire estaba lleno del crecimiento de las plantas, cuando Del tomó el sendero que pasaba al lado de la mansión y vio a una blanca sombra que flotaba al otro lado de las altas rejas de hierro. Se detuvo, y la sombra se aproximó y se convirtió en Rita.
- Ven hacia la puerta -dijo ella-, y la abriré.
Llevaba puesta una túnica parecida a una nube y un círculo plateado alrededor de su cabeza. La noche estaba prendida en su pelo, la luz de la luna en su faz, y en sus grandes ojos danzaban los secretos.
- No tengo ningún asunto de qué tratar con el hidalgo -dijo Del.
- Se ha ido -dijo ella-. Y he enviado fuera a los servidores. Ven a la puerta.
- No necesito puerta -Del saltó y se cogió a la barra superior de la verja, y en un continuo movimiento fluido se elevó y cruzó y cayó al lado de ella. Rita miró a sus brazos, primero uno, después el otro; luego a su cabello. Juntó y apretó fuertemente sus pequeñas manos y emitió una corta risa, y entonces desapareció entre los cuidados árboles, rápida y silenciosa, sin mirar atrás. El la siguió, dando un paso por cada tres de ella, manteniendo la misma distancia, con un nuevo latido en los lados de su cuello. Cruzaron un lecho de flores y una amplia terraza de mármol. Había una puerta abierta, y él se detuvo después de cruzaría, porque ella había desaparecido. Entonces la puerta se cerró a sus espaldas y él se volvió. Rita estaba allí, su espalda contra el panel, riéndose en la penumbra. Pensó que vendría hacia él pero, en vez de eso, dio vueltas a su alrededor, muy cerca, con los ojos fijos en él. Olía a violetas y a sándalo. La siguió hasta un gran vestíbulo, oscuro pero lleno de débiles luces, pulida madera, pieles trabajadas y bordados con encajes dorados. Ella abrió otra puerta, y se encontraron en una pequeña habitación con una alfombra hecha de rosado silencio, y una mesa iluminada por velas. Había dos sitios dispuestos, cada uno con cinco diferentes vasos de cristal y viejos cubiertos de plata tan pródigamente usados como las barras de hierro en la verja. Seis escalones de madera de teca se elevaban hacia una gran ventana ovalada.
- La luna -dijo ella-, se elevará por allí para nosotros.
Hizo que se sentara en una silla y se dirigió a un lado, donde había un estante lleno de garrafas: vino como los rubíes, y blanco; una con extrañas burbujas marrones, rosas y ámbar. Tomó la primera y sirvió. Entonces levantó las plateadas cubiertas de las bandejas sobre la mesa, y una fragancia mágica llenó el aire. Había dulces humeantes y delicados, extraños moluscos y tiras de carne de animales de caza, y trozos de extrañas viandas envueltos en pétalos de flores, rociados con jugo de raras y pequeñas y suaves conchas. En todo había especias, cada una como una voz destacando en el distante murmullo de una multitud: azafrán y sésamo, comino y mejorana y clavo.
Y durante todo el tiempo Del la contempló asombrado, viendo como las velas respetaban la luz de la luna en su cara, y cuan completamente confiaba ella en sus manos, que se movían diestramente sin prestarles gran atención... y estaba tan serena, a pesar de la secreta y silenciosa risa que flotaba en sus labios, a pesar de todos los brillantes misterios oscuros que giraban y danzaban dentro de ella.
Comieron, y la ventana ovalada tomó un tinte amarillento y se oscureció mientras aumentaba la luz de las velas. Rita sirvió otro vino, y otro, y con los diversos platos de la comida estuvieron como mayo al azafrán y como la escarcha a la manzana.
Del sabía que esto era alquimia y se rindió a la misma, sin preguntas. Lo que era dulzón a propósito era contrarrestado por lo picante; esta sed inducida era, con exquisita oportunidad, apagada. Sabía que ella lo estaba observando; sabía que ella se daba cuenta del calor en sus mejillas y del hormigueo que sentía en los dedos. Su asombro aumentó, pero no estaba asustado.
Durante todo el tiempo ella casi no pronunció una palabra; pero al fin el festín se acabó y se levantaron. Rita tiró de un cordón de seda en la pared, y el panel se deslizó a un lado. La mesa se desplazó silenciosamente ocultándose en un ingenioso rincón, y el panel volvió a su posición anterior. Ella le señaló un sofá en forma de L y, mientras él se sentaba a su lado, Rita se volvió y tomó el laúd que colgaba en la pared. Del tuvo un instante de confusión; sus brazos estaban preparados para abrazarla, pero no al instrumento al mismo tiempo. Los ojos de ella chispearon, pero su compostura no varió.
Ahora ella habló, mientras sus dedos paseaban y danzaban sobre el laúd, y sus palabras salieron y vagaron alrededor de la música. Tenía un millar de voces, de modo que Del se preguntó cual de ellas era verdaderamente suya. A veces cantaba; a veces era un arrullo sin palabras. A veces parecía estar en la lejanía, intrigada por el compás que tenía la música, y otras veces parecía que escuchaba el pulsante rugido en sus tímpanos, y ella interpretaba burlonas sincopaciones. Cantaba palabras que casi entendía:
Abeja a la flor, rocío de miel,
Garra al ratón, y lluvia al árbol,
Luna a medianoche, yo a ti;
Sol a las estrellas, tú a mi...
y cantaba algo sin palabras:
Aque ya rundefel, rundefel fíe,
Orel ya rundefel coun,
En yea, en yea, ya banderbí bie
En Sor, en see, en soun.
que él casi entendía.
Y aún con otra voz ella le contó la historia de una gran araña peluda y una pequeña y sonrosada niña que la encontró entre las páginas de un libro medio abierto; y al principio él sintió miedo y piedad por la niña, pero entonces Rita continuó contándole lo que la araña había sufrido, con su casa destrozada por un gigante y tan vívidamente lo relató que al final Del se encontró riéndose en vez de llorar por la pobre araña.
Así pasaron las horas y súbitamente, entre canciones, ella estaba en sus brazos; y al momento se había retorcido y escapado de él, dejándole sin aliento. Rita dijo, aún con otra nueva voz, sobria y baja:
-No, Del. Debemos esperar a la luna.
Los muslos le dolían y se dio cuenta de que estaba a medio incorporarse, los brazos extendidos, las manos asiendo y sintiendo el extraordinario tejido de su túnica a pesar de que ya no estaba entre sus dedos; y se dejó caer en el sofá con un extraño y débil ruido que sonó extraño en la habitación. Flexionó sus dedos y, de mala gana, le abandonó la sensación de la blanca gasa. Al final la miró y ella se rió y saltó en el aire, y fue como si se hubiera detenido en la cúspide del salto para extenderse felinamente por un momento antes de que cayera a su lado, se inclinara y lo besara en la boca, y se apartara.
El rugido en sus oídos era aún mayor, y pareció que adquiría un peso tangible. Su cabeza se inclinó; apoyó la frente contra los nudillos y descansó los codos sobre las rodillas. Podía escuchar el dulce susurro de la túnica de Rita cuando ella se movía por la habitación; sentía el aroma de las violetas y el sándalo. Rita estaba bailando, inmersa en el goce del movimiento y de su proximidad. Componía su propia música, tatareando, susurrando a veces las melodías de su mente.
Más tarde se dio cuenta de que ella se había detenido; no podía oír nada, a pesar de que sabía que ella estaba cerca. Pesadamente, levantó la cabeza. El gran óvalo ya no estaba oscuro, sino espolvoreado con una luz plateada. Del se incorporó lentamente. El polvo era una niebla, un espejismo, y entonces, en un lado, había un fragmento de la luna que trepaba y crecía.
Debido a que Del había retenido su respiración pudo escuchar como ella respiraba; lo hacía tan rápido y tan profundo que arañaba sus versátiles cuerdas vocales.
-Rita...
Sin responder, ella corrió hacia el estante y llenó dos pequeños vasos. Entonces le dio uno.
-Espera -suspiró-, ¡oh, espera!
Esperó, fascinado, mientras la blanca mancha trepaba a través de la ventana. Súbitamente comprendió que debía quedarse quieto hasta que el gran oval estuviera completamente lleno por la directa luz de la luna, y esto lo ayudó, porque ponía un límite previsible a su espera; y lo hirió, porque nada en la vida, pensó, se había movido nunca tan despacio. Tuvo un momento de rebelión, en el que se maldijo por seguir los complejos planes de ella; pero con esto se dio cuenta ahora de que la luz plateada estaba desapareciendo, ahora tenía la anchura de un dedo, y ahora de un hilo y ahora...
Rita emitió un frágil grito felino y subió las escaleras de la ventana. Tan brillante era la luz que su cuerpo era un negro camafeo. Tan delicada era su túnica que a su través pudo ver los reflejos de la plateada luz de la luna. Era tan hermosa que sus ojos le dolían de mirarla.
-Bebe -susurró ella-. Bebe conmigo, querido, querido...
Por un instante no la comprendió, y solo gradualmente se dio cuenta del pequeño vaso que aún asía. Lo levantó hacia ella y bebió. Y, de todos los gustos y sabores exóticos que había probado esta noche, éste fue el más sorprendente; porque no tenía ningún sabor, ni casi sustancia, y una temperatura casi igual a la de la sangre. Miró estúpidamente al vaso y luego a la muchacha. Pensó que ella se había dado la vuelta y lo estaba observando, aunque no podía estar seguro, ya que la silueta era la misma.
Y entonces sufrió la segunda impresión intolerable, porque la luz se esfumó.
La luna había desaparecido, la ventana, la estancia, Rita había desaparecido.
Durante un confuso instante se quedó tenso, abriendo los ojos al máximo. Emitió un sonido que no fue una palabra. Dejó caer el vaso y apretó las palmas de las manos contra sus ojos, sintiendo como parpadeaban, sintiendo contra ellas la rígida seda de sus pestañas. Entonces apartó las manos, y aún era oscuro, y más que oscuro; esto no era la oscuridad. Esto era como tratar de ver con el codo o con la lengua; no era la oscuridad, era la Nada.
Cayó sobre sus rodillas.
Rita se rió.
Una extraña y alerta parte de su mente asió la risa y la comprendió, y el horror y la ira se vertieron a través de todo su ser; porque esta era la risa que había estado flotando en sus labios durante el atardecer, y era una risa cruel, dura y suficiente. Y al mismo tiempo, debido a la furia o por despecho, el deseo explotó vio lentamente dentro de él. Se movió hacia el ruido, tanteando, balbuceando. Hubo una serie de rápidos y débiles sonidos desde las escaleras, y entonces una ligera y fuerte red cayó sobre él. La golpeó, y reconoció lo que era por ser una cosa inolvidable: era su túnica. La cogió, la desgarró y la pateó. Oyó como sus pies desnudos corrían velozmente a su lado, se abalanzó, y no consiguió nada. Se quedó en pie, jadeando penosamente.
-Estoy ciego -dijo roncamente-. Rita, ¡estoy ciego!
-Lo sé -dijo ella fríamente, muy cerca de él. Y se rió otra vez.
-¿Qué es lo que me has hecho?
-He visto comportarte como un sucio animal en vez de como un hombre- dijo ella.
.Del gruñó y se abalanzó otra vez. Sus rodillas golpearon algo, una silla, una mesita, y cayó pesadamente. Pensó que había tocado su pie.
-¡Aquí, galán, aquí! -se mofó ella.
Del tanteó buscando con lo que había tropezado, lo encontró, y lo utilizó como ayuda para ponerse en pie. Inútilmente, trató de ver a su alrededor.
-¡Aquí, galán!
Del saltó y se estrelló contra el marco de la puerta: su pómulo, clavícula, cadera y tobillo se convirtieron en un fulgor de dolor. Se agarró a la pulida madera.
Después de un rato de agonía, dijo:
-¿Por qué?
-Ningún hombre me ha tocado y ninguno lo hará jamás -cantó ella. Sintió su aliento en la mejilla. Alargó la mano pero no tocó nada, y luego oyó como saltaba del pedestal de la estatua al lado de la puerta, donde había estado por encima de él y desde donde se había inclinado para hablar.
Ni el dolor, ni la ceguera, ni siquiera el conocimiento de que había sido su brebaje de brujas actuando en él, podía reprimir el salvaje deseo que sentía por su proximidad. Nada podía domar la furia que lo sacudía mientras ella reía. Se tambaleó tras ella, vociferando.
Ella bailó a su alrededor, riendo. Una vez lo empujó contra un ruidoso estante lleno de hierros para atizar el fuego. Una vez cogió su codo por detrás y lo hizo girar. Y una vez, increíblemente, saltó cruzando su camino y, en medio del aire, lo besó otra vez en la boca.
Del descendió al Infierno, rodeado por el seguro sonido de sus pies desnudos y su dulce y fría risa. Arremetió y se estrelló, se acurrucó y se desangró y lloriqueó como un perro. Sus rugidos y sus desatinos produjeron un eco, y supuso que estaba en el gran vestíbulo. Luego hubo paredes que eran algo más que inconmovibles; le golpeaban. Y había paneles contra los que apoyarse, jadeando, que se convertían en puertas abiertas. Y siempre la negra oscuridad, la ondulante tentación del sonido de sus pies sobre las pulidas piedras y la furia delirante.
El aire era más frío, y no había ningún eco. Se dio cuenta del susurro del viento entre los árboles. El balcón, pensó, y entonces, en su oído, sintió su cálido aliento:
-Ven, galán... -y Del saltó.
Saltó y erró, y en lugar de caer tendido sobre la terraza se sintió caer, y caer, y caer, y entonces, cuando menos lo esperaba, un aluvión de golpes al rodar por las escaleras de mármol.
Debía tener aún un vestigio de consciencia, porque se dio cuenta vagamente de la proximidad de sus pies desnudos, y de la pequeña y cautelosa mano que tocó su hombro y su boca y luego su pecho. Después, la mano se retiró, y tal vez ella se rió, o fue que el sonido aún estaba en su mente.
En el interior de los Pantanos, que eran salobres, había una laguna de agua purísima, sombreada por sauces y amplios álamos, bordeada por márgenes del más maravilloso musgo azul. Aquí crecía la mandrágora, y había extraños gorjeos en el verano. Nadie los había oído nunca excepto una sosegada muchacha cuya belleza era tan contenida que no se mostraba. Su nombre era Bárbara.
Nadie tenía en cuenta a Bárbara, nadie vivía con ella, nadie la cuidaba. Y la vida de Bárbara era completa, porque había nacido para recibir. Otros nacen deseando recibir, de modo que llevan máscaras llamativas y emiten sonidos atractivos como las cigarras y las operetas, de suerte que otros se ven forzados, en una forma u otra, a darles algo. Pero los receptores de Bárbara estaban plenamente abiertos, y siempre lo habían estado, así que no necesitaba sustitutos para la luz del sol a través del pétalo de un tulipán, o el sonido de las ipomeas trepando, o el fuerte y dulce olor del ácido fórmico que era el único grito de muerte posible para una hormiga, o cualquier otra de las miles de cosas que pasa por alto la gente que tan solo desean recibir. Bárbara tenía un jardín y un huerto, y llevaba los frutos al mercado cuando lo creía conveniente, y el resto del tiempo lo empleaba en tomar lo que le era dado. La cizaña crecía en su jardín pero, como era permitida, solo crecía en los lugares donde evitaba que el sol diera a los melones. Los conejos eran bienvenidos, de modo que solo comían de las dos hileras de zanahorias, la de lechuga, y la de tomateras que estaban plantadas para ellos, y no tocaban nada del resto. Los palos dorados se elevaban al lado de las colinas de guisantes a fin de ayudarles a subir, y los pájaros solo comían los higos y melocotones de las ramas más altas que se cimbreaban al viento, y a cambio patrullaban las ramas bajas vigilando las orugas y las moscas frutales. Y si un fruto permanecía verde por dos semanas más hasta que Bárbara tenía tiempo de ir al mercado, o si un topo podía canalizar la humedad hacia las raíces del maíz, eso era lo menos que podían hacer.
Durante varios años Bárbara había vagabundeado más y más, impelida por algo que no podía explicar, si es que se había dado cuenta de ello Solo sabia que más allá de la colina había un extraño y acogedor lugar, y que era algo hermoso llegar allí y encontrar otra colina. Pudiera ser muy bien que ella necesitase ahora alguien a quien amar, puesto que el amor es la cosa que uno recibe mejor, como muy bien puede decir el que ha sido amado sin dar nada a cambio. Es el que ama el que debe dar y dar. Y encontró a su amor, no en sus paseos errantes sino en el mercado. La apariencia de su amor, sus colores y sonidos, estaban tanto en ella que cuando lo vio por primera vez fue sin sorpresa; y luego, por un largo tiempo, fue suficiente que él estuviera vivo. Ella recibía solo con que él estuviera vivo, con que conmocionara el aire con su voz poderosa, con su paso y apariencia.
Después de verlo, desde luego, Bárbara recibía dos veces más de lo que había recibido nunca antes. Un árbol era recto y alto por la propia magnificencia de ser recto y alto, pero ¿no era el ser recto algo propio en sí, y el ser alto? La oropéndola daba ahora algo más que un canto, y el halcón más que cabalgar el viento, porque ¿no tenían ellos corazón como él, sangre caliente y el mismo tesón en continuar así para el mañana? Y, más y más, la colina era su hogar, porque solo allí podía haber más y más cosas parecidas a él.
Pero cuando encontró en los salobres Pantanos la límpida laguna, ya no hubo para ella ninguna colina más. Este era un lugar sin crueldad ni odio, donde los álamos solo temblaban de admiración, y donde toda alegría era recompensada. Allí, cada conejo era el campeón en mover la nariz, y cada pájaro acuático podía permanecer sobre una pata por más tiempo que los demás y estar orgulloso de ello. Los hongos abrazaban los troncos de los sauces, dándoles un tono purpúreo del cual la puesta del sol es incapaz, y una tangará y un cardenalillo se demostraban seriamente el uno al otro su definición de «rojo».
Aquí trajo Bárbara un corazón esperanzado de alegría, grande de amor, y lo depositó sobre el musgo azul. Y puesto que un corazón enamorado puede recibir más que ningún otro, también es más necesitado, y Bárbara tomó las mejores canciones de los pájaros, y los colores más bellos, y la paz más profunda, y todas las otras cosas que son más dignas de dar. Las ardillas le trajeron sus nueces cuando ella tenía hambre y las piedras más bonitas cuando no tenía. Una serpiente verde le explicó, en pantomima, cómo un río de joyas podía fluir hacia lo alto de la colina, y tres castores locos le contaron cómo un manojo de alegría podía escaparse y caer deslizándose hacia abajo y abajo y estar aún más alegres por ello. Y hubo un instante mágico cuando una mosca de agua revoloteó, y luego una abeja, y luego un abejorro, y por fin un colibrí; y allí se quedaron suspendidos, interpretando un acorde en A agudo menor.
Entonces un día la laguna quedó en silencio, y Bárbara supo por qué el agua era cristalina.
Los álamos detuvieron su temblor.
Los conejos salieron de entre las hierbas y se agruparon en una orilla azul, el lomo derecho, las orejas tiesas, y todas sus narices tan quietas como el coral.
Los pájaros acuáticos retrocedieron, como cortesanos, y se detuvieron en la orilla con las cabezas vueltas a un lado, un ojo cerrado para ver mejor con el otro.
Las ardillas vaciaron respetuosamente las bolsas de sus mejillas, frotaron entre sí sus patas delanteras y las escondieron a la vista, permaneciendo luego tan rígidas como estacas.
Alrededor de la laguna cesó la presión del crecimiento de las plantas: la misma hierba esperó.
El último sonido que se oyó, y por entonces todo estaba muy quieto, fue el suave ¡whick! de los párpados de un búho que se despertaba para observar.
Y El llegó como una nube, amoldándose el mismo suelo para recibir cada uno de sus cascos dorados. Se detuvo en el ribazo e inclinó la cabeza, y por un breve instante sus ojos se encontraron con los de Bárbara, y ella contempló un segundo universo de sabiduría y compasión. Luego hubo el arco de su magnífico cuello, el deslumbrante resplandor de su cuerno dorado.
Y bebió, y se fue. Todos saben que el agua es pura donde bebe el unicornio.
¿Cuánto tiempo había estado allí? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se había ido? ¿Había esperado el tiempo también, al igual que la hierba?
-¿Y no podía quedarse? -gimió ella-¿No podía quedarse?
Haber visto al unicornio es algo triste; uno tal vez no lo vuelva a ver más. Pero aún así... ¡haber visto al unicornio!
Empezó a cantar una canción.
Ya era tarde cuando Bárbara salió de los Pantanos, tan tarde que el día estaba teñido de frío y huía hacia el horizonte. Llegó al camino que pasaba por debajo de la Gran Casa y se detuvo para atravesarlo y dirigirse a su casa-jardín.
Cerca de la puerta principal de la verja había un animal ladrando. Un animal enfermo, un gran animal...
Bárbara podía ver en la oscuridad mejor que otros, y pronto observó a la criatura agarrada a la puerta, trepando, emitiendo ese gemido jadeante. Resbaló en lo alto de la verja, cayó hacia afuera y quedó colgando; luego hubo un sonido de algo que se desgarra, y cayó pesadamente al suelo y se quedó quieto.
Ella corrió hacia la forma, y ésta empezó a gemir otra vez. Era un hombre, y estaba llorando.
Era su amor, su amor, el que era alto y erguido y tan lleno de vida... su amor, maltrecho y sangrante, magullado, roto, la ropa hecha jirones, llorando.
Este era el instante de cualquiera de todos los instantes, de que un amante recibiera, de tomar el dolor de su amor, sus problemas, su miedo.
-Oh, silencio, silencio -susurró ella, sus manos tocando como plumas su magullada cara-. Ahora ya ha pasado todo. Ya ha pasado todo.
Le hizo dar la vuelta para que yaciera sobre la espalda, y se arrodilló para ayudarle a sentarse. Levantó uno de sus robustos brazos y se lo puso alrededor de sus hombros. Del era muy pesado, pero ella era muy fuerte. Cuando se hubo erguido, jadeando débilmente, Bárbara miró hacia un lado y otro del camino, en la débil luz de la luna. Nadie, nadie. La Gran Casa estaba a oscuras. Al otro lado del camino había un prado con altos setos que podían detener un poco el viento.
-Ven, mi amor, mi querido amor -susurró ella. Del tembló violentamente.
Con gran dificultad, lo hizo caminar hasta el otro lado del camino, pasando la seca charca, y a través de una abertura en el seto. Allí casi cayeron al suelo. Ella apretó los dientes y lo hizo sentar con cuidado. Dejó que se apoyara contra el seto, y luego corrió y recogió varias brazadas de retama dulce, con las que confeccionó un haz y lo dejó en el suelo, al lado de Del, y puso una esquina de su capa sobre el mismo, y suavemente hizo reposarle la cabeza. Lo envolvió con el resto de la capa. Estaba muy frío.
No había agua en los alrededores, y no se atrevía a dejarle solo. Con su pañuelo limpió parte de la sangre que tenía en la cara. Aún se le notaba muy frío.
-Tú, demonio. Tú, asqueroso demonio -dijo Del.
-Chissst -Bárbara se apretó contra él y le tomó la cabeza en las manos-. Estarás bien en un momento.
-Quédate quieta -gruñó él-. Deja ya de correr.
-Yo no me iré -susurró ella-. Oh, mi amor, te han hecho daño, tanto daño. No te dejaré. Te prometo que no te abandonaré.
Del se quedó quieto. Emitió un gruñido otra vez.
-Te contaré algo muy hermoso -dijo ella suavemente-. Escúchame, piensa en las cosas hermosas -canturreó.
«Hay un lugar en los pantanos, una laguna de agua cristalina donde los árboles viven en la belleza, sauces y álamos y abedules, donde todo es tranquilo, mi amor, y las flores crecen sin perder sus pétalos. El musgo es azul y el agua es como diamantes.
-Tú me cuentas historias con mil voces distintas -murmuró él.
-Chissst. Escucha, mi amor. Esto no es una historia, es un lugar real. Cuatro millas al norte y un poco al oeste, y desde allí puedes ver los árboles, desde la colina de los dos robles enanos. ¡Y yo sé por qué el agua es cristalina! -gritó ella alegremente- ¡Yo sé por qué!
Del no dijo nada. Respiró profundamente y esto le hizo daño porque se estremeció de dolor.
-El unicornio bebe allí -susurró ella-¡Yo lo vi!
Del continuó sin decir nada.
-Hice una canción sobre esto -dijo ella-. Escucha, esta es la canción que hice:
Y El... súbitamente brilló. Mis deslumbrados ojos
Viniendo del sol exterior a este verde
Y secreto crepúsculo, se encontraron sorprendidos
Con la visión. Solo después, cuando el brillo
Y esplendor de su marcha se desvaneció
Supe mi asombro, sorpresa y desesperación,
De que tuviera que llegar, y marchar, y no quedarse,
Su sedosa rapidez, ¡el gloriosamente Perfecto!,
De que tuviera que llegar, y marchar, y no quedarse,
Y ahora, por siempre jamás, debo vagar,
Tomar el largo camino que se eleva hacia el día,
Marchando con la esperanza de que conoceré
Otra vez aquel momento exaltado, elevado y dulce,
En algún lugar, en un páramo purpúreo o una colina ventosa...
Recordando aún sus salvajes y delicados pies,
El encanto y el sueño... ¡recordando aún!
La respiración de Del era más regular.
-¡De verdad que lo vi! -dijo ella.
-Estoy ciego -dijo Del-. Ciego, estoy ciego.
-Oh, mi amor...
Del tanteó, buscando su mano hasta encontrarla. Durante un largo instante la mantuvo asida. Entonces, lentamente, levantó su otra mano y, con ambas, tocó la mano de ella, dándole la vuelta, apretándola. Súbitamente gruñó, casi levantándose.
-¡Estás aquí!
-Claro querido. Claro que estoy aquí.
-¿Por qué? -gritó él- ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué todo esto? ¿Por qué el dejarme ciego? -Se sentó, balbuceando, y puso su gran mano en su cuello- ¿Por qué hiciste todo eso si...? -Las palabras se juntaron hasta convertirse en un sonido animal. Vino y brujería, ira y agonía bullían en sus venas.
Una vez ella gritó.
Una vez ella sollozó.
-Ahora -dijo Del-, no capturarás ningún unicornio. Aléjate de mí. -La abofeteó.
-Estás loco. Estás enfermo -lloró ella.
-Vete -dijo Del, ominosamente.
Ella se levantó atemorizada. Del cogió la capa y se la tiró, haciendo que Bárbara casi cayera cuando se alejaba corriendo, llorando silenciosamente.
Después de un largo rato, desde detrás del seto, se reanudó otra vez el enfermizo sollozar.
Tres semanas más tarde, Rita estaba en el mercado cuando una fuerte mano la cogió por el antebrazo y la apretó contra la esquina de una casa del pueblo. Ella no se sorprendió. Sus ojos relampaguearon hacia arriba y le reconocieron.
-No me toques -dijo con toda calma.
-Necesito que me digas una cosa -dijo Del-. ¡Y dime que lo harás! -Su voz era tan dura como su mano.
-Te diré lo que me plazca -dijo ella-. Pero no me toques.
Del titubeó, y la dejó. Ella se volvió hacia él.
-¿Qué quieres? -Su mirada exploró su cara y las heridas casi curadas. Una sonrisa flotó en la comisura de su boca.
Los ojos de Del eran como rendijas.
-He de saber esto: ¿por qué hiciste todo aquello... coquetería, esa comida, el veneno... solo por mí? Podías haberme tenido por menos.
-¿Solo por ti? -Ella sonrió-. Era tu turno, eso es todo.
Del se quedó sorprendido.
-¿Ha ocurrido antes?
-Siempre que hay luna llena -afirmó ella- ...y cuando el hidalgo no está.
-¡Estás mintiendo!
-¡Ten un poco más de respeto! -le interrumpió ella. Entonces, sonriendo-: De todos modos, es la verdad.
-Ya hubieran corrido rumores...
-¿De quién? Dime... ¿cuántos de tus amigos conocen tu humillante aventura?
Del inclinó la cabeza.
-¿Lo ves? Se retiran a lamer sus heridas y cuando vuelven no dicen nada. Y nunca lo dirán.
-Eres una víbora... ¿por qué lo haces? ¿Por qué?
-Ya te lo dije. Soy una mujer y actúo como una mujer, a mi manera. Ningún hombre me tocará nunca. Soy virgen y continuaré como tal.
-¿Eres qué? -gritó el.
Ella levantó un guante para refrenarle.
-Por favor -dijo dolorida.
-Escucha -dijo Del quietamente, pero con tal intensidad que por una vez ella retrocedió un paso. Del cerró los ojos, pensando intensamente-. Me dijiste... la laguna del unicornio, y una canción, espera:
«Su sedosa rapidez, el gloriosamente Perfecto...» ¿Recuerdas? Y entonces yo... ¡yo me cuidé de que tú no pudieras capturar nunca al unicornio!
Ella negó con la cabeza, su faz enteramente candorosa.
-Me gusta eso, «su sedosa rapidez». Es bonito. Pero, créeme... ¡no! Eso no lo dije yo.
Del acercó su cara a la de ella y, aunque fue solamente un susurro, lo que dijo fue como una lluvia de proyectiles:
-¡Mentira! ¡Mentira! No pude olvidarlo. Estaba enfermo, herido, envenenado, ¡pero sé lo que ocurrió! -Se dio la vuelta y se marchó.
Rita se puso el pulgar de su guante contra los dientes por un segundo, y entonces corrió tras él.
-¡Del! -gritó.
Del se detuvo pero, descortés, no quiso volverse. Ella lo rodeó y se enfrentó con él.
-No quiero que pienses eso de mi... es lo único que me queda -dijo ella temblorosamente.
Del no hizo ningún intento de esconder su sorpresa. Ella controló su expresión con un visible esfuerzo y dijo:
-Por favor. Dime algo más... acerca de la laguna, la canción, lo que sea.
-¿No te acuerdas?
-¡No lo sé! -exclamó ella. Estaba pro fundamente agitada.
-Me dijiste algo de la laguna de un unicornio, allí en los Pantanos -dijo él con paciencia burlona-. Me dijiste que lo habías visto bebiendo. Cantaste una canción sobre eso. Y entonces yo...
-¿Dónde? ¿Dónde te lo dije?
-¿Te has olvidado tan pronto?
-¿Dónde? ¿Dónde ocurrió?
-En el prado, al otro lado del camino de la verja, allí a donde me seguiste -dijo Del-. Donde recobré la vista cuando salió el sol.
Rita lo miró sin expresión y, lentamente, su cara cambió. Primero, la sonrisa aprisionada que luchaba por libertarse, y luego... luego fue ella otra vez, y se rió. Se rió en forma estrepitosa, al igual que se había reído anteriormente, y no se detuvo hasta que Del ocultó una mano tras la otra en su espalda y vio como sus hombros se hinchaban con el esfuerzo que hacía para evitar golpearla hasta matarla.
-¡Animal! -dijo ella, de buen humor-. ¿Sabes lo que has hecho? Oh, tú... tú, animal. -Miró a su alrededor para ver si alguien podía escucharla-. Te dejé al pie de las escaleras de la terraza. -Sus ojos brillaron-. Dentro de la verja, ¿lo entiendes? Y tú...
-No te rías -dijo él quietamente.
Ella no se rió.
-Fue alguien que estaba afuera. Quién, ni lo puedo imaginar. Pero no fui yo.
Del palideció.
-Me seguiste afuera.
-Por mi alma que no lo hice -dijo ella seriamente. Entonces dejó escapar otra risa.
-No puede ser -dijo él-. Yo no pude...
-Pero tú estabas ciego, ciego y loco. ¡Del-mi-amor!
-Ten cuidado, hija del hidalgo -silbó él. Entonces se pasó su gran mano por los cabellos-. No puede ser. Han pasado tres semanas; ya hubiera sido acusado...
-Hay quien no lo haría -sonrió ella-. O... tal vez lo haga, a su tiempo.
-Nunca ha habido una mujer tan sucia -dijo él, mirándola directamente a los ojos-. Estás mintiendo... sabes que estás mintiendo.
-¿Qué debo hacer para probarlo... aparte de eso que no permitiré a ningún hombre?
-Capturar al unicornio -dijo él.
-Si lo hago, ¿creerás que soy virgen?
-Deberé hacerlo -admitió él. Se volvió y luego dijo, por encima del hombro-:
Pero, ¿... y tú?
Rita lo miró pensativamente hasta que él se alejó del mercado. Entonces, con sus ojos chispeando, se encaminó con decisión hasta el orfebre, donde ordenó una brida de oro trenzado.
Si la laguna del unicornio estaba situada cerca de los Pantanos, razonaba Rita, alguien que estuviera familiarizado con aquellos desolados y salobres terrenos debería saberlo. Y cuando hizo mentalmente una lista de aquellos pocos que recorrían los Pantanos, supo a quien preguntar. Con esa, llegaron con rapidez las otras deducciones.
Su risa atrajo las miradas mientras caminaba por el mercado.
Se detuvo en el puesto de hortalizas. La muchacha la miró pacientemente.
Rita hizo oscilar contra su otra muñeca uno de los caros guantes que llevaba, semi sonriendo.
-De modo que eres tú. -Estudió la faz sencilla, introvertida y pacífica, hasta que Bárbara apartó los ojos. Sin preámbulos, Rita le dijo-: De aquí a dos semanas quiero que me enseñes donde está la laguna del unicornio.
Bárbara levantó la vista, y ahora fue Rita quien bajó sus ojos.
-Desde luego, puedo buscar a otro para que la encuentre -dijo Rita-. Si es que lo prefieres así. -Habló en voz alta, y la gente se volvió para escuchar. Miraron de Bárbara a Rita y viceversa, y esperaron.
-No tengo inconveniente -dijo Bárbara débilmente. Tan pronto como Rita se hubo marchado, sonriendo, empaquetó sus cosas y regresó silenciosamente a su casa.
El orfebre, desde luego, no guardó ningún secreto al respecto del encargo extraordinario que había recibido; y eso, junto con los rumores de aquellos que habían oído a Rita hablando con Bárbara, hicieron que la expedición se convirtiera en una cabalgata. La aldea entera participó; los muchachos vigilaban que Rita fuera en cabeza, los de sangre ardiente desfilando tras ella (algunos un poco más serios de lo normal) y otros tapándose la risa con las manos. Detrás de ellos iban las muchachas, una o dos un tanto pálidas, otras con el deseo de ver como fracasaba la hija del hidalgo, y tal vez... pero solo ella tenía la brida dorada.
Rita llevaba la brida sin ostentación, pero aun así se destacaba ya que no la llevaba envuelta, y oscilaba y fulguraba bajo el sol. Iba vestida con una túnica amplia, un poco corta a fin de que no la estorbara en los sucios pantanos; un dorado cinturón ceñía su talle y se calzaba con sandalias de oro, y también una cadena de oro ceñía su cabeza y cabellos corno si fuera una corona.
Bárbara caminaba con calma un poco detrás de Rita, encerrada en sus propios pensamientos. Ni una vez miró a Del, que andaba con aspecto sombrío.
Rita se detuvo para que Bárbara la alcanzara, y entonces caminó a su lado.
-Dime -dijo Rita-, ¿por qué has venido? No necesitabas hacerlo.
-Soy una amiga -dijo Bárbara. Tocó la brida con un dedo-. Del unicornio.
-Oh -dijo Rita-. El unicornio miró burlonamente a la muchacha-. No traicionarías a tus amigos, ¿verdad?
Bárbara la miró pensativamente, sin ira.
-Si... cuando captures al unicornio -dijo cuidadosamente-, ¿qué harás con él?
-¡Vaya una pregunta! ¡Lo guardaré para mí, desde luego!
-Pensé que podría persuadirte para que lo dejaras en libertad.
Rita sonrió, y se colgó la brida en el otro brazo.
-Nunca podrás persuadirme.
-Lo sé -dijo Bárbara-. Pero pensé que podría, por eso vine. -Y, antes de que Rita pudiera responder, aflojó el paso y se quedó detrás de ella.
La última colina, desde la cual se podía ver la laguna del unicornio, fue testigo de una serie de exclamaciones de sorpresa cuando los aldeanos llegaron allí, uno detrás de otro, y vieron lo que había allá abajo; era verdaderamente maravilloso.
Fue Del el que gritó:
-¡Que todo el mundo aguarde aquí! -Y todos aguardaron; la cima de la colina se llenó lentamente, de un lado a otro, de gente que miraba y murmuraba. Y entonces Del se dirigió a Rita y a Bárbara.
-Yo me quedaré aquí -dijo Bárbara.
-Espera -dijo Rita imperiosamente. Le preguntó a Del-: ¿ Para qué vienes tú?
-Para ver si juegas limpio -gruñó él-. Lo poco que sé de brujería hace que esté en contra de esas prácticas.
-Muy bien -dijo Rita con calma. Entonces sonrió con aquella sonrisa tan suya-. Ya que insistes, me gustaría que también viniera Bárbara.
Bárbara titubeó.
-Ven -dijo Rita-, no te hará ningún daño. Del ni siquiera sabía que existías.
-Oh -dijo Bárbara, asombrada.
-Si lo sabía -dijo Del ásperamente-. Tiene el puesto de hortalizas.
Rita sonrió a Bárbara, los secretos brillando en sus ojos. Bárbara no dijo nada, pero los acompañó.
-Tú no deberías venir -dijo Rita a Del en cuanto pudo-. ¿Aún no has sufrido bastantes humillaciones?
Del no respondió.
-¡Eres un animal obstinado! -dijo ella-. ¿Crees que habría ido tan lejos si no estuviera segura?
-Sí -dijo Del-. Creo que lo habrías hecho.
Llegaron al musgo azul. Rita arrastró sus pies por el mismo y luego se sentó con toda elegancia. Bárbara se quedó de pie entre las sombras del bosquecillo de sauces. Del golpeó cuidadosamente con su puño el tronco de un álamo. Rita, sonriendo, dispuso la brida y la dejó encima de su regazo.
Los conejos permanecieron ocultos. Había un aire de inquietud en el bosquecillo. Bárbara se arrodilló y extendió una mano. Una ardilla corrió a anidarse en ella.
Esta vez 'hubo una diferencia. Esta vez no fue el progresivo silencio de las cosas vivientes lo que anunció su proximidad, sino un súbito murmullo de la gente en la colina.
Rita cambió su postura, dispuesta a saltar, y asió la brida. Sus ojos eran redondos y brillantes, y la punta de su lengua se mostraba entre sus blancos dientes. Bárbara era una estatua. Del se apoyó contra un árbol y se quedó tan quieto como Bárbara.
Desde la colina les llegó un suspiro de increíble sorpresa, y luego un silencio absoluto. Sin necesidad de verlos, uno sabía que algunos miraban estupefactos, y que otros ocultaban su cara o habían puesto un brazo ante sus ojos.
El unicornio llegó.
Esta vez llegó lentamente, sus cascos dorados eligiendo el camino como agujas de bordar. Mantenía alta su espléndida cabeza. Miró a los tres que estaban en la ribera y luego se volvió para mirar por un instante a la colina. Al fin se volvió y caminó alrededor de la laguna, por el bosque de sauces. Se detuvo en el musgo azul y miró en la profundidad de la laguna. Pareció que respiraba profundamente por una vez. Entonces inclinó la cabeza y bebió, y levantó la cabeza para sacudir las brillantes gotas.
Se volvió hacia los tres hechizados humanos y los miró uno a uno, por turno. Y no fue a Rita a quien se aproximó, ni tampoco a Bárbara. Se acercó a Del, y bebió con sus ojos de los de Del de la misma forma que lo había hecho en la laguna: profundamente y con sosiego. La belleza y la sabiduría estaban allí, y la compasión, y lo que parecía ser un blanco y brillante punto de ira. Del intuyó que la criatura lo sabía todo ahora, y que los conocía a ellos tres en forma insospechada para los seres humanos.
Hubo una tristeza majestuosa en la forma en que se giró entonces, inclinó su reluciente cabeza y marchó delicadamente hacia Rita. Esta suspiró y se irguió un tanto, levantando la brida. El unicornio bajó la cabeza para recibirla...
...y agitó su cabeza, arrancando la brida de sus manos, tirando hacia lo alto el dorado objeto. Giró allí, bajo el sol, y cayó en la laguna.
Y en el momento en que tocó el agua, la laguna se transformó en un pantano y los pájaros levantaron el vuelo desde los árboles, lamentándose. El unicornio los miró y se sacudió. Luego, trotó hacia Bárbara y se arrodilló, poniendo en su regazo su pulida y reluciente cabeza.
Las manos de Bárbara permanecieron en el suelo, a sus costados. Su mirada contempló la blanca y cálida belleza, hasta la punta de su cuerno dorado.
El grito fue espantoso. Las manos de Rita eran como garras y ella se había mordido la lengua; había sangre en su boca. Gritó otra vez. Se abalanzó, por encima del ahora blanquecino musgo, hacia el unicornio y Barbara.
-¡No puede ser! -chilló Rita. La ancha mano de Del la detuvo-. No puede ser. Ella, tú, yo...
-Estoy satisfecho -dijo Del en voz baja-. Vete, hija del hidalgo.
Ella retrocedió, tratando de pasar por su lado. Del obstruyó su camino. Rita apoyó su barbilla en un hombro, luego en el otro, en un gesto de pura frustración, y se volvió súbitamente y corrió hacia la colina.
-Es mío, mío -gritó-. Os digo que no puede ser de ella, ¿comprendéis? Yo nunca, nunca hice nada, pero ella...
Disminuyó su paso y se detuvo, entonces, y quedó silenciosa ante el sonido que se elevaba de la colina. Se inició al principio como el ruido de la lluvia sobre las hojas de los robles, y aumentó hasta que fue un rugido y luego un estruendo. Rita miró hacia arriba, con su cara contorsionada, sumergida en el sonido. Se encogió ante el mismo.
Eran risotadas.
Se volvió, con una súplica empezando a perfilarse en su cara. Del la contempló pétreamente. Rita se giró hacia la colina, e irguió los hombros, y caminó hacia la loma, yendo hacia las risas, a través de ellas, y siendo seguida por ellas hasta su casa y hasta el resto de los días de su vida.
Del se volvió hacia Bárbara en el momento en que ella se inclinaba sobre la hermosa cabeza.
-Vete... eres libre -dijo ella.
El unicornio levantó la cabeza y miró a Del. La boca de Del se abrió. Inició un paso titubeante y se detuvo otra vez.
-¡Tú!
-No tenias por qué saberlo -dijo ella, sofocada-. No tenias por qué haberlo sabido nunca... yo me alegré de que estuvieras ciego porque pensé que nunca lo sabrías.
Del se arrodilló a su lado. Y cuando lo hizo, el unicornio tocó la cara de ella con su hocico satinado, y toda la escondida belleza de la muchacha se vertió hacia el exterior. El unicornio se levantó y lloriqueó suavemente. Del la miró, y solo el unicornio la sobrepasaba en belleza. Puso su mano sobre el brillante cuello, y por un momento sintió la increíble sedosidad de su crin fluyendo a través de sus dedos. El unicornio retrocedió entonces y se volvió, y con un gran salto estuvo al otro lado del pantano, y con dos más estuvo en la cresta de la colina más lejana. Allí hizo una breve pausa, con el sol sobre él, y entonces desapareció.
-Por nosotros -dijo Bárbara-, ha perdido su laguna, su bella laguna.
Y Del dijo:
-Encontrará otra. Lo hará. -Con dificultad, añadió-: No podía ser castigado... por ser tan gloriosamente Perfecto.