Mayb, guardiana jefe del Tercer Sector de la Casa Cuna, tenía un sueño agitado. Apretó su cabeza grisácea contra la almohada y su rostro se contrajo. Estaba profundamente dormida, pero su sueño no la libraba de la inquietante y silenciosa presión que se había deslizado en su mente. El sueño era una protección tan fútil como la misma sábana que, instintivamente, estaba tirando hacia arriba para taparse con ella los oídos.
«¡Mayb!»
Dio la vuelta, quedando de cara a la pared; su mente se negaba a distinguir entre el sonido de su nombre en el cuadro de llamada y esta otra cosa interna, silenciosa e imperativa.
«¡Mayb!»
Abrió los ojos, vio en la pared el resplandor rojizo del cuadro indicador, y se sentó, gruñendo malhumorada, al tener plena consciencia de las dos llamadas. Sacando las piernas fuera de la cama, se inclinó hacia adelante y tiró de la palanca del indicador:
-Sí, Inspector.
La voz era sonora pero abatida.
-¿No puede usted hacer algo con este pequeño estúp... con este niño Andi? Necesito que me dejen dormir.
-Iré a ver lo que quiere -contestó resignada-. Aunque yo pienso, Inspector, que estas atenciones a medianoche le están haciendo más daño que provecho. Ése no es modo de cuidar a los chicos.
-Éste no es un chico cualquiera -dijo el altavoz, sin que hiciera falta que se lo recordasen-. Y me hace mucha falta dormir. Haga lo que pueda, Mayb. Y gracias.
La luz desapareció.
«Hubo un momento -pensaba Mayb, malhumorada, mientras se vestía- que imaginé que podría proteger a ese diablillo. Pensaba que podría hacer algo en su favor. Pero esto fue antes de que él se diera cuenta de su propia fuerza.»
Ya estaba en el vestíbulo:
-Ingenioso -murmuró para sí misma con amargura.
Sector Uno, donde entran los chicos en la Casa Cuna cuando cumplen los nueve meses, y Sector Dos, donde van a parar aquellos que, después de dieciocho meses de observación, no han presentado nada anormal. Era sencillo. Los mutantes y aberrantes son fáciles de descubrir. Había que empezar a usar de ingenio en el Sector Tres, cuando los metabolismos anormales, los que tenían miembros u órganos mal desarrollados o sin desarrollar, y los que tenían mentalidades con un umbral de reacción muy alto, ya estaban descartados y no quedaba más que la conducta para decidir si eran normales o no.
A Mayb le gustaban los niños, todos los niños, y ésta era una de las condiciones más importantes para ser buena Guardiana. Cuando se presentaba el momento de mandar un niño a la Distribución, siempre procuraba retrasarlo un poco y, a veces, cuando ya la cosa había sido cumplida, lloraba mucho. Pero lo que tenía que hacer, lo hacía, y ésta constituía otra de las buenas condiciones para ser buena Guardiana.
De todos modos, con Andi no había sido tan ecuánime. Puede que aquel diablejo se hubiese metido más adentro de su afecto o, por lo menos, había sido así al principio, pese a su cara fea como de duendecillo, a su pigmentación extraordinaria, a su cabello de oro tostado y a sus ojos de pelirrojo. Recordaba -aunque en aquel momento era difícil sentir ternura- incluso haber imaginado síntomas de que sus exigencias desesperantes eran sólo cosa temporal; que, en cualquier momento, podía surgir un proceder normal en vez del salvaje talento que tenía para fastidiar.
«Por otra parte, pensaba mientras seguía arrastrando los pies por el vestíbulo, no es que yo tenga un corazón demasiado duro, pero este tipo de cosas justifican nuestro Código de la Regla. Hay que recordar eso, cuando es inevitable mandar a algún mocosillo a la Cámara del Silencio y esperar a que suene el silbido del gas y la caída en el incinerador.»
Mayb reaccionó con violencia, estremeciéndose al preguntarse si con la edad se estaría endureciendo o si hacía objeto de un resentimiento personal al chiquillo por las molestias que le causaba. Apartó este pensamiento y, por un instante, procuró no pensar en nada. Entonces apareció la sombra de una nostalgia por aquellos días ya lejanos en que se practicaba el programa de la Normalidad, tal como se hacía doscientos años antes.
Aquello debió de ser maravilloso. Los chicos entraban en la Casa Cuna para su observación; o eran normales o se desprendían de ellos. El Super-Homo podía esperar. Era la alternativa que le quedaba a la Humanidad: o reintegrarle a lo que había sido antes de la Cuarta Guerra: un mamífero capaz de engendrar siempre el mismo tipo, o bien resignarse a un futuro de batallas entre naciones que, individualmente o en grupos, se encenderían en cruzadas basadas en el axioma de: «lo normal es ser como yo soy.»
Y a la sazón, aunque la idea primitiva del programa siguiera siendo la misma, y la organización de las Casas Cuna no hubiese cambiado, había aparecido una nueva idea que adquiría mayor auge de día en día. Había que examinar a los Irregulares cada vez con mayor meticulosidad, para decidir si había que concederles una vida que pudiera ser beneficiosa a la Humanidad, precisamente por el hecho de su diferenciación. Una vida que podía ser la de un genio, la de un gran artista en alguna especialidad, o que pudiera generar un talento descomunal para la organización o para cualquier forma de ingeniería. Era la punta afilada de la cuña que podía hacer surgir al Super-Homo que, por definición, era un Irregular. Sin embargo, no todos los Irregulares eran Super-Homos y el proceso de dilucidación se hacía cada vez más penoso. Como ocurría con Andi, por ejemplo.
Conteniendo su respiración, abrió la puerta del pequeño dormitorio. Al hacerlo, encendió la luz y los terribles berridos del chico cesaron. Emergía de su cama como una pequeña foca encarnada. Estaba de rodillas, mirándola con los ojos semicerrados, en el centro de la cama.
-Vamos, ¿qué quieres?
-Quiero un vaso de agua y un muñeco de plástico e irme a nadar con él -dijo el niño de cuatro años.
-¡Vamos, Andi! -dijo Mayb cariñosamente-. En tu habitación tienes agua. Los muñecos de plástico ya están guardados y no es ahora el momento de ir a nadar. ¿Por qué no has de ser un buen chico y dormir como hacen los demás?
-Yo no soy como los demás -dijo enfáticamente-. Yo quiero un muñeco de plástico.
Mayb lanzó un suspiro y echó mano de un viejo ardid psicológico.
-¿Qué te gustaría más, un vaso de agua o un muñeco de plástico?
Mientras hablaba, deslizó su pie encima del pedal de una fuente que había en un rincón del pequeño dormitorio. El agua borboteaba seductora. Antes de que se diera cuenta de lo que hacía, Andi saltó de la cama y bebió el agua, cancelando el deseo de un muñeco de plástico que había arraigado en su mente.
-Sabe mejor cuando tú aprietas el pedal -dijo mimosamente.
-Bien. Es cariñoso de tu parte, Andi. Pero, ¿sabes que yo estaba dormida y que he tenido que levantarme para venir aquí a hacer esto?
-Hiciste bien -dijo Andi suavemente.
Ella se dirigió a la puerta, mientras él se volvía a la cama, brincando.
-Yo quiero ir a nadar.
-Nadie nada de noche.
-Los peces, sí.
-Tú no eres un pez.
-Bueno, entonces, los patos.
-Tú no eres... ¡Oh, no! Esto podría durar toda la noche. Tienes que dormir, jovencito.
-Cuéntame un cuento.
-Ahora no es el momento de contar cuentos. Ya te conté uno antes de la hora de acostarte.
-Lo contaste para todo el mundo. Ahora, cuéntame para mí solo.
-Lo siento, Andi -dijo ella con firmeza-. No es el momento.
Tocó el conmutador para apagar la luz, mientras cerraba la puerta.
-Cierra los ojos y que tengas un bonito sueño. Buenas noches, Andi.
Cerró la puerta moviendo la cabeza y bostezando. Instantáneamente la orden sin ruido, apremiante, empezó a invadirla, sin parar, indudable. La telepatía no era ninguna novedad en estos días, después de las exaltadas mutaciones que habían erguido sus extrañas y no viables cabezas desde la Cuarta Guerra; pero aquello estaba más allá de todo límite. Era insoportable. Mayb podía percibir al Inspector levantándose sobre su cama, aplastando furioso sus manos sobre sus oídos y jurando desesperado. Abrió la puerta:
-¡Andi!
-Bueno, pues cuéntame un cuento.
-No, Andi.
El niño se revolvió en la cama y se puso de cara a la pared. Vio que su cuerpo se ponía tenso. A la primera oleada de furor del chico, ella exclamó, golpeándose las sienes:
-Muy bien, muy bien. ¿Qué cuento quieres que te cuente?
-Cuéntame el del oso y el monstruo.
Se sentó sobre el lecho, fatigada. Él se escurrió hacia arriba, con la espalda apoyada en la pared. Sus ojos, raros, de un castaño rojizo, daban vueltas, completamente despiertos y sin piedad.
-Échate y te lo contaré.
-No quiero.
-¡Andi! -dijo ella, severamente. Por una vez obedeció. Se echó.
Ella cubrió su cuerpo blando y rosa, arropándolo cuidadosamente con la colcha del mismo modo como lo hacía, a veces, con los demás niños, en el momento de acostarse. Era un gesto hábil, confortante, tibio y tranquilo y, sobre todo, adormecedor. A Andi no le causó ninguno de esos efectos.
-Érase una vez un oso pelado porque su madre era radiactiva -empezó-. Un día, mientras paseaba a lo largo de las laderas de una mina de neón, salió de ella un monstruo. Bueno, un monstruo que era mitad león y mitad tigre. Y dijo:
Vete de aquí, oso canelo,
No eres normal, no tienes pelo.
»Y el oso contestó:
No me eches, monstruo, que sé tu mal,
Eres estéril, no eres normal.
»Entonces empezaron a pelear. El monstruo combatía al oso porque, según su ley, era legítimo ser hijo natural, aunque no pudiera tener hijos. Y el oso combatía al monstruo porque pensaba que era de ley ser como era, mientras pudiera tener hijos, aunque su madre fuera radiactiva. Así pues, pelearon y pelearon hasta que el uno mató al otro. Y esto ocurrió porque los dos estaban equivocados.
»Entonces, de entre las rocas que había alrededor de la mina de neón, salieron un centenar de lirones. Y brincaban y jugaban en torno al oso muerto y al monstruo muerto, y eran capaces de engendrar y pronto tuvieron niños, un millar de ellos, y todos vivieron y crecieron gordos. Y ¿sabes por qué?
-¿Qué eran ellos?
- Lirones, bueno, ellos...
-Quiero zumo de limones -dijo Andi.
Mayb levantó las manos desesperada. No hay manera de curar a un Irregular con la pedagogía, pensó. Y añadió:
-No he terminado. Ves, los lirones podían vivir porque sus niños eran lo mismo que ellos habían sido. A esto se llama engendrar. Ellos eran Nor...
-¿Sabes lo que yo hubiese hecho si fuera un oso sin pelo? -chilló Andi, emergiendo de debajo de las sábanas-. Me hubiese separado de ese monstruo odioso y le hubiera dicho: No me toques. Te odio y no puedes tocarme.
El fluido emotivo del chico casi tiró a Mayb de la cama.
-¡Si te acercas a mí voy a FREIRTE los sesos!
Con la última sílaba lanzó tal cantidad de fuerza psíquica, que hizo estremecer a Mayb como si un relámpago hubiese cruzado la oscuridad.
Andi volvió a echarse y le dedicó una dulce sonrisa.
-Esto es lo que yo hubiese hecho -dijo con gracia.
-¡No! -dijo Mayb. Se levantó y se apartó de él, como si se tratara de un cargamento de explosivos. Su movimiento fue absolutamente involuntario.
-Ahora ya puedes irte -dijo Andi.
-Muy bien. Buenas noches, Andi.
-Mejor que corras, tú, ¡viejo monstruo! -añadió él, levantándose sobre un codo.
Ella se precipitó al exterior y se apoyó contra la puerta, sudando copiosamente. Esperaba en tensión por si oía nuevas señales desde dentro del dormitorio, y cuando, pasados unos minutos, comprobó que no se oía nada, lanzó un profundo suspiro y se fue a la cama. Era la tercera vez que ocurría en una semana y el extraordinario trabajo de aquella noche hacía gravitar sobre ella todo el esfuerzo de veintiocho años al servicio de la Casa Cuna. Enojada y bostezando, se dispuso a aprovechar lo que quedaba de noche para dormir.
«¡Mayb!»
Ella se agitó en su sueño.
«Otra vez, ¡no! -dijo su subconsciente. Otra vez no. Mándenlo a la Cámara del Silencio y terminaremos de una vez.»
Repitió el gesto fútil, inconsciente, de subirse la sábana hasta la cabeza.
«¡Mayb! ¡Mayb!»
La luz del cuadro de aviso parecía más tenue, como el ligero rubor de una persona pálida. Mayb bajó las coberturas de su cama y miró a la pared. Parpadeó y se levantó dando un chillido.
Su mirada se fijó en el indicador. Tuvo que mirar tres veces para creer lo que indicaba.
-¡Oh no, oh no! -dijo, y tiró de la palanca.
-Sí, Inspector. Oh, lo siento. Se me han pegado las sábanas y estoy con tres horas completas de retraso. ¿Qué voy hacer?
-Esto no importa -dijo el Inspector-. Tenía su gong desconectado. Usted necesitaba dormir. Pero sería mejor que se acercara a mi despacho. Andi se ha escapado.
-¿Escapado? No puede haberlo hecho. Precisamente se disponía a dormir. ¡Oh! ¡La puerta! Estaba tan aturdida cuando lo dejé; debo haber dejado la puerta abierta. ¡Oh, Inspector, es terrible!
-No está bien -dijo el Inspector-. Essie la ha suplido a usted, y como es nueva, no conoce a todos los muchachos. Por esto no lo ha echado de menos hasta la hora del recreo, cuando en la Observación número dos se le encontró a faltar. Bueno, venga. Veremos lo que podemos hacer.
La luz se apagó y bajó la palanca. Mayb murmuraba entre dientes mientras se vestía. Subió volando el pasadizo, bajó por una rampa y torció hacia la derecha para empujar con violencia la puerta que llevaba el rótulo: INSPECTOR, flotando en el aire.
-Oh, amigo mío -dijo, mientras se detenía confusa en el centro de la habitación que mejor parecía una antesala que un despacho.
-Pobre Mayb.
El Inspector era un hombre jovial, de piel tersa y sonrosada, con unos cabellos que parecían algodón.
-Desde el principio ha llevado usted la peor parte en este asunto. No se reproche tanto a sí misma.
-¿Qué podemos hacer?
-¿Conoce a la madre de Andi?
-Sí. Trabaja en la librería Beth.
-Exacto -asintió el Inspector-. Iba a buscarla para advertirla, pero pensé que tal vez usted lo haría mejor.
-Todo, Inspector. Haré todo cuanto pueda hacer. Porque, este pobre diablillo perdido por ahí...
El Inspector tuvo una breve sonrisa.
-Piense en los pequeños que tropiecen con él. ¡Uf! Llame a su casa ante todo.
Mayb se fue hacia un rincón y recorrió con el índice la lista de las librerías. Encontró el número y lo deletreó dentro de la pantalla, que se iluminó en el acto.
Un momento más tarde, su espacio se aclaró, como una ráfaga de viento aclara la niebla, para dejar aparecer una cara de mujer. No cabía duda de que Andi había heredado los ojos de aquella pelirroja.
-¿Me recuerda usted? -dijo Mayb-. Soy Mayb, de la Casa Cuna. Guardiana del Sector de Andi.
-Ju, ju -dijo la mujer, afirmativamente.
-Está... ¿está aquí Andi?
-Ju, ju -repitió la mujer; pero ahora negativamente.
-Dígame, Beth, ¿está usted segura?
La mujer se humedeció los labios.
-Claro que estoy segura. ¿No está encerrado en su vieja Casa Cuna? ¿Qué pretende usted? ¿Engañarme otra vez para hacerme firmar este papel para que le metan en la Cámara del Silencio?
-¡Vaya, Beth! Nadie ha intentado nunca engañarla. Nosotros sólo le hemos mandado nuestro informe y nuestro consejo.
-Ya sé, ya sé -dijo la mujer con displicencia-. Y si yo lo firmo, ustedes lo quitarán de en medio, y, si no lo firmo, recurrirán al Comité de Inspección para justificarse. Es lo que hacen siempre.
-En esto andamos con mucho tiento. Los Guardias...
-¡Los Guardias! -gruñó Beth-. ¿Qué clase de Guardias, que permiten que un chiquillo de cuatro años ande vagabundeando fuera de la Casa Cuna?
-Nosotros no somos niñeras -dijo Mayb con repentina dignidad-. Nosotros somos guardianes de la norma.
-¡Bueno! ¿Sabe lo que le digo? Que jamás volverán a tenerlo -rugió Beth-. Nunca, ¿lo oye?, nunca.
La pantalla se volvió negra.
-¿Está allí Andi? -los ojos del Inspector centelleaban.
-¡Madre mía! -murmuró Mayb-. ¡Ay, madre mía! Ojalá que estos exámenes previos a la eliminación no hubieran sido aprobados por el Comité. Si no fuera por ellos, esto no hubiese ocurrido. Diez años atrás, tranquilamente, nos hubiéramos deshecho del niño al comprobar que era un Irregular. Ahora tendremos que esperar tres semanas y atizar y pinchar y analizar para asegurarnos de si la irregularidad puede convertirse en un genio. Le aseguro que esto ha echado a perder la Casa Cuna. La madre del último aborto de la naturaleza, irá chillando por el mundo asegurando que su hijo era un genio. Si por lo menos yo no hubiese tenido el descuido de dejar abierta esta condenada puerta... -Mayb se estrujaba las manos.
-No se excite, Mayb. Todo irá bien. Estoy seguro.
-¡Es usted tan bueno! -Su voz resultaba demasiado fuerte en aquella habitación tan pequeña-. ¡Oh, amigo mío! Suponga que esta mujer realmente lo esconde. Suponga que se lo lleva, quiero decir. ¿Se da usted cuenta de lo que será este chico si se le permite desarrollarse?
-Esto constituye un pensamiento terrible.
-Reflexionemos. Ya sabe lo que puede hacer y sólo tiene cuatro años. Piense en sus radiaciones cuando sea un hombre. Supongamos que apareciera de súbito, una vez desarrollado, en una ciudad. Lo que quisiera, lo conseguiría. No se podría evitar, lo conseguiría. Y no habría manera de detenerle. ¡No se le puede detener cuando hace esto!
El Inspector la sujetó por el brazo y la condujo ante un espejo que había en la pared.
-Mírese, Mayb. Como ve, no se parece en nada a la fina y segura Guardiana que es usted. Supongamos que Essie la viese ahora. Usted ya no sería nunca capaz de enseñarle nada. Yo soy el jefe de la Casa Cuna. Constituye un privilegio y hay cierta cantidad de quebraderos de cabeza que tengo que resolver yo para ganarlo. Así pues, permítame que sea yo quien resuelva el asunto.
-Usted es demasiado bueno -dijo ella sollozando-. Pero, ¡estoy asustada!
-Yo también lo estoy -repuso él, sobriamente-. Es un mal asunto; pero no se preocupe. Le diré lo que debe hacer. Se va usted y se acuesta un rato. Llore a solas, si necesita hacerlo. Le hará bien. Y luego siga con su trabajo. -Le dio unos golpecitos en la espalda-. No se trata del fin del mundo.
-Lo puede ser -susurró ella- con criaturas como ésta, perdidas en él, forcejeando, apretando, empujando sin parar hasta conseguir lo que quieren.
-Ahora váyase.
Ella salió, retorciéndose las manos.
Casi a la misma hora exactamente del día siguiente, Mayb fue llamada mientras estaba en la Sala de Asamblea, enseñando a cantar a sus pequeños:
Smitti era su nombre,
vivía en un pueblo de anormales
y por mucho que os asombre
sus hijos eran feos animales
y zánganos con dos testas.
Querida, uf, qué cosas más molestas.
Entre la maliciosa algazara de los chiquillos ante la cómica situación de Smitti, llegó la llamada del Inspector. La sonrisa desapareció de su rostro y ordenó:
-¡Recreo!
Los chicos se fueron a jugar. Los Vigilantes, ocultos tras un espejo transparente, se pusieron en posición de Observación número uno y número dos, inclinándose sobre los cristales con las Tarjetas de Reacción de Normalidad a su lado.
Mayb, presurosa, se dirigió hacia la oficina del Inspector. Le encontró solo y frotándose las manos.
-Bueno, Mayb -le dijo-. Ya sabía yo que todo iría bien.
-¿Se trata de Andi? ¿Lo han encontrado? ¿Ha avisado a la policía?
-Es ella quien la ha llamado -añadió riendo-. Ella, ella misma, su propia madre, que se siente incapaz de aguantarlo.
-¿Dónde está?
-Ahora viene con él. Creo que acaba de llegar.
La puerta se abrió. Un Subguardián dijo:
-La librera Beth, Inspector.
Dando un empujón al subordinado, la librera Beth entró sin esperar a ser llamada. Su pelo llameante estaba despeinado; su cara estaba lívida y sus ojos tenían una expresión salvaje. En los brazos llevaba la débil forma de Andi.
-Aquí lo tienen... ¡Quédenselo! Yo no puedo con él. Creí que podría, pero es imposible. No sabía lo que hacía. Soy una buena ciudadana, quiero cumplir con mis deberes; respeto la Ley, las Normas y la Raza. Creo que estaba como loca. Tenía todo un discurso preparado a propósito de Andi, defendiendo su supervivencia, esto es, su supervivencia, y él puede sobrevivir mejor que cualquier otro sobre la Tierra, porque puede conseguir lo que se proponga con sólo desearlo y nadie es capaz de oponérsele, aunque esto a él le trae sin cuidado. -Le salía toda esta verborrea como un torrente; para tomar aliento, colocó la criatura encima del canapé y prosiguió - : Pero yo no sabía que fuese así. Me ha tenido toda la noche sin poder dormir. Ha salido por la mañana y no podía encontrarle. Me odiaba. Cuando le vi y me acerqué a él, sentí que me odiaba con su pensamiento, que me odiaba más y más a medida que iba acercándome, de modo que no me atrevía a tocarle. La gente se amotinaba a su alrededor y le miraba como si fuese un monstruo; y eso es lo que es: un monstruo que lo odia todo y a todo el mundo. Alguien llamó a un policía, que le arrojó polvos de hacer dormir, y Andi lanzó tal odio, que obligó a todos a huir horrorizados. Y odió a todo el mundo, hasta que se quedó dormido. Tómelo. ¿Dónde está ese papel? ¿Dónde lo tienen?
-¡No grite, Beth, no grite! ¡Por favor! Va usted a trastornar a los demás chicos y a todo el mundo.
-¿Dónde está ese papel? -chillaba desaforadamente, hasta el punto de que los oídos de Mayb zumbaron como si le hubiesen disparado un timbre muy cerca del tímpano.
El Inspector fue en busca del formulario, tomó dos copias y acercó una pluma a Beth. Ella las firmó, y luego se cayó en una silla, llorando amargamente.
-¿M ...Mayb? -La voz era débil-. Se está despertando. Rápido, Mayb. Llévelo a la Cámara del Silencio.
Mayb tomó el chiquillo en brazos y abrió la puerta de un puntapié.
En el vestíbulo había un cubículo, aparentemente igual a los demás, pero con la particularidad de que su puerta era negra. Oculto en su interior había determinado equipo. Esta vez no se le olvidó de apretar la puerta hasta asegurarse de que quedaba bien cerrada. Gris por la tensión, volvió hacia el despacho.
-Está hecho, Inspector.
El Inspector asintió y se acercó, lentamente, a su tablilla de pulsadores. Apretó cierto botón con firmeza y apareció una luz encarnada.
-¡Andi! -se lamentó Beth.
Mayb se acercó a ella y la rodeó con sus brazos.
-Así. Nos guía el mejor propósito. Ya no ocurrirá muchas veces más. Antes teníamos que hacerlo muy a menudo. Pronto podremos dejar de hacerlo.
La expresión del Inspector era triste y pesarosa. «A las víctimas, aunque estén en las memorias -pensaba- les tienen sin cuidado las estadísticas.»
Mayb cambió su táctica de consuelo.
-Beth, estamos intentando volver a nuestra Norma. Piense, piense de verdad en lo que esto significa. Los seres humanos vivían antes con la plena confianza de que podían ser, plenamente, cien por cien humanos: con todos los sentidos, con el talento y la habilidad que los seres humanos pueden tener. ¡Nosotros hacemos que sea posible volver a tales conceptos! Es sensible, mil veces sensible; pero tiene que hacerse por este medio; no hay otro camino.
Sus pensamientos, cuidadosamente escogidos, no conseguían dominar la presión mental que empezaba a agobiarles, procedente de alguna parte: de la Cámara del Silencio.
La luz de la tablilla se mudó en amarilla.
-Andi.
-Es una buena Norma -razonaba Mayb desesperadamente-. Decidida en un Congreso por las más maravillosas y objetivas mentes que jamás hayan existido sobre la Tierra. ¡Si hasta algunos de ellos no eran normales, según el Código que redactaron! Piense cuán valiente...
La agonizante llamada sonó débil, disminuida, vaciló un momento, volvió a resurgir y desapareció súbitamente de sus mentes. A través de la de Mayb se deslizó la frase:
-Está muriendo.
Supuso que procedía del pensamiento del Inspector, que seguía de pie, sofocado, con una expresión de horripilante repugnancia en el rostro.
Dio una vuelta rápida y tiró de la palanca.
El incinerador quedó alimentado...
Mayb se dirigió a la mujer, que lloraba:
-No llore. Esto es lo mejor. Lo mejor para él. Nunca hubiese sido feliz, aunque los hombres le dejaran suelto. ¡Pobre pequeña cosa inacabada! Imagine la vida que hubiese llevado, siendo capaz de hablar, ignorando si gritaba o vociferaba; siendo sólo capaz de oír por los oídos: ¡único no-telepático, en el mundo entero!
Fin