Había pasado mucho, mucho tiempo, desde la hora de acostarse y Bobby estaba dormido, soñando con un país donde había mariposas negras y un perro con hocico adormilado que tenía los dientes de goma que no podían hacer daño. Era un lugar oscuro y acogedor, cuyos límites eran borrosos y suaves y que se podían mover y ensancharse por donde quisiera si Bobby lo quisiera.
Pero, de pronto, apareció un rayo brillante de luz y se lo tragó todo. Todo menos la suave sombra de la blanca pared de al lado de la puerta: allí, siempre vivía alguien.
Era que Mami Given entraba en el cuarto y, tras ella, estaba el rastro brillante del pasillo iluminado. Hizo girar el conmutador, aquel tan alto que Bobby no podía alcanzar, y la lámpara de la habitación se encendió cruel. Mami Given, que había parecido como de cartón y compuesta de planos triangulares y oscuros, con bordes iluminados por la luz del pasillo, parecía entonces la Mami Given de todos los días.
Su cabellera era ancha y su barbilla estrecha; sus espaldas eran anchas y su cintura estrecha; sus caderas eran anchas y su falda estrecha. Debajo de todo ello estaban las recias piernas como bastones de seda. Sus brazos colgaban al extremo de sus anchos hombros y se mantenían tiesos y sin codo mientras andaba. Nunca movía sus brazos al andar. Nunca los movía ni por pienso, a menos que necesitara hacer algo con ellos.
-¿Estás despierto?
Su voz era dura, ancha, igual y también segura.
-Estaba dormido -dijo Bobby.
-No me repliques. Levántate.
Bobby se sentó y se frotó los ojos:
- ¿Papi está?
-Tu padre no está en casa. Ha salido. No volverá en todo el día y puede que en dos. Así que no hace falta que des alaridos llamándole.
-No iba a dar alaridos para llamarle, Mami Given.
-Está bien, entonces. Levántate.
Bobby se levantó, sorprendido. Su pelele de franela le cubría desde las espaldas hasta la planta de los pies bien ,abrigados. Se dio cuenta de que estaba despeinado.
-Ve a buscar tus juguetes, Bobby.
-¿Qué juguetes, Mami Given?
La voz vibraba como la ropa húmeda tendida en un día de vendaval.
- ¡Todos tus juguetes!
Se fue al cajón de sus cosas y empezó a levantar la tapadera. Se paró, dio la vuelta y se quedó mirándola. Las manos de Mami Given colgaban a sus lados, tan tiesas e inexpresivas como sus ojos horizontales bajo la sombra de sus cejas. Él se inclinó en la caja: salieron Gulliver y Pinocho y otros tesoros. Salió la estrellita giratoria y mohosa del viejo fonógrafo, el huevo de azúcar rajado con la niña atisbando en él, el caleidoscopio de cartón y el juego de magia con sus siete anillos plateados que hacían un truco que él no sabía hacer; pero que papaíto manejaba tan ricamente. Lo cogió todo y lo dejó en el suelo.
-¡Aquí! -dijo Mami Given, moviendo uno de sus rígidos brazos en línea recta y señalando a sus pies con el índice prolongado en una raya tiesa. Él recogió sus juguetes y se los fue llevando, uno a uno, hasta que estuvieron todos allí.
-Ordénalos bien -murmuraba ella.
Ella se inclinó en el centro, ancha y negra como la puerta de un garaje, y barajó los tesoros con los juguetes, de modo que la pila esparcida se convirtió en un montón cuadrado.
-Tráete el resto -dijo.
Él miró dentro del cajón y sacó la pizarra enmarcada en madera, y la revuelta caja de lápices, su libro de cuentas y una vieja candela: esto era todo en cuanto al cajón de los juguetes. En el armario había unos diminutos guantes de boxeo, una raqueta de tenis con las cuerdas rotas y un viejo uke1ele sin cuerda alguna. Se lo llevó todo y ella lo fue colocando junto con lo demás.
-También esas cosas -dijo. Y, por fin, se dobló su codo para señalar a su alrededor.
De la coqueta salieron las dos ardillas y el mono que papi había tallado; el pedacito cuadrado de vidrio que había encontrado en Henry Street; la campana de una maquinaria de relojería, que sonaba como el reloj de la iglesia, y el reloj roto que Jerry había dejado en el porche la semana pasada.
Bobby llevó todo aquello a Mami Given.
- ¿Es que va usted a mudarme de habitación?
-No. No se trata de eso.
Mami Given cogió el curioso montón de juguetes y lo levantó con sus brazos. La campanilla se cayó y resonó en el suelo, rebotó y empezó a correr trazando un círculo inclinado.
-Recógela -dijo Mami Given.
Bobby la alcanzó y se la entregó. Ella se agachó hasta que él pudo ponerla encima de la pila, bien sujeta entre la raqueta y la caja de lápices. Mami Given no dijo ni gracias; pero salió por la puerta, dejando a Bobby plantado, contemplándola. Oyó sus pesados pies arrastrándose por el vestíbulo y el topetón de su rodilla al empujar la puerta del cuarto de los invitados. Hubo otro ruido característico al soltar el montón de juguetes sobre la cama, la única, que tenía una tela azul polvorienta cubriendo el colchón. Luego volvió.
- ¿Por qué no estás en cama? - Dio una palmada. Sus manos sonaban secas, como bastones que se rompieran. Asustado, se metió en el lecho y se subió el embozo hasta la barbilla. Antes había siempre alguien que, cuando él hacía eso, tenía una palmadita cariñosa y una palabrita tierna; pero esto no ocurría desde hacía mucho tiempo. Permaneció con los ojos abiertos a la luz, mirando a Mami Given.
- Has sido malo - dijo - . Has roto una ventana del cobertizo y has dejado rastros de barro en la cocina. Has sido chillón y desaliñado. Por esto te quedarás en tu cuarto, sin juguetes, hasta que te dé permiso para salir. Me comprendes?
-Sí -dijo. Y añadió rápido, porque se acordó a tiempo-: Sí, señora.
Sin prevenirle, apagó la luz, y él se quedó sorprendido por la oscuridad, ciego. Pero, de nuevo, apareció en la habitación aquella estría de luz en el rincón sombrío, en el ángulo de la pared, cerca de la puerta. Allí, siempre había algo moviéndose.
Luego ella salió, dando un portazo para cerrar, dejan do la oscuridad y llevándose la luz, y no quedó más que una línea polvorienta, como una alfombra amarilla debajo de la puerta. Bobby separó la vista de allí, y en un momen to, nada más que en un momento, se encontró mezclado con sus imágenes de sombras: allí permanecían el chucho de colmillos de goma y las jugosas y negras mariposas.
A veces las mariposas permanecían allí, pero general mente se marchaban en cuanto él se movía. 0 quizá se transformaban en algo distinto. Sea lo que fuere, a él le gustaba aquel lugar donde vivían y le hubiera agradado estar allá en el país de las sombras. Un momento antes de dormirse las vio moverse en la lisa pared, cerca de la puerta. Les sonrió y se quedó dormido.
Se despertó muy temprano. Tanto, que todavía no se percibía el aroma del café que subía desde abajo. En una esquina de la pared, blanca, estaba esperándole una rudimentaria muestra de un sol amarillo, formando un cuadro ladeado. Saltó de la cama y se fue hacia él. Bañó sus manos en la luz y se agachó en el suelo, apoyándose en sus delgados brazos.
-Ahora -dijo.
Cruzó los pulgares y, suavemente, agitó las manos. En la pared apareció una negra mariposa moviendo las alas. Bobby exclamó:
-Buenos días, mariposilla.
La hizo saltar como si contestara. La hacía girar y la dejaba quieta en el fondo del rayo de luz, levantando ahora una, ahora otra, sus dos alitas hasta que se juntaban. De pronto, separaba una mano, arremangaba la manga de un pelele y, ¡paf!, aparecía un pato con su largo cuello.
-¡Grazna! -le decía Bobby imperativo.
Y el pato, cortésmente, abría el pico y estiraba la cabeza para graznar. Bobby le abarquillaba el pico hasta que lo convertía en un águila. No sabía qué clase de chillido lanzaban las águilas, de modo que le dijo:
- Agula, águila; agula, águila. -Esto sonaba bien y le hacía reír.
Estaba riendo cuando, de pronto, se abrió violentamente la puerta y apareció Mami Given, embuchada en su bata blanca de baño y en sus zapatillas.
-¿Con qué estás jugando?
Bobby levantó sus manos vacías.
- Estaba...
Mami avanzó dos pasos:
- Levántate -dijo.
Tenía los labios lívidos. Bobby se levantó preguntándose por qué estaría enojada.
-Te he oído reír - dijo con una especie de murmullo sibilante. Le miró de arriba abajo y examinó el suelo a su alrededor. Repitió-: ¿Con qué estabas jugando?
Y Bobby dijo:
-Con un águila.
-¿Con qué? Dime la verdad.
Bobby hizo revolotear sus manos vacías de manera imprecisa, evitando mirarla: tenía una cara tan enfadada... Ella avanzó, lo pilló y con su pesada mano le apretó la muñeca. Le levantó tanto el brazo que él se quedó de puntillas, mientras ella le cacheaba con la otra mano, a diestra y siniestra.
-Me escondes algo. ¿Qué es? ¿Dónde está? ¿Dónde has metido aquello con lo que estabas jugando?
- Nada. De veras, de veras que no tengo nada - balbucía Bobby mientras ella le zarandeaba y palpaba.
Porque Mami no pegaba. Nunca pegaba: hacía otras cosas.
-Estas castigado -dijo en un murmullo desagradable-. Imbécil, más que imbécil. Ni siquiera te das cuenta de que estás castigado.
Le dejó caer con un empujón y se dirigió a la puerta.
-Que no vuelva a oír tus risitas. Has sido malo y no te he dejado en este cuarto para que te diviertas; aquí te quedas, y piensa en lo malo que has sido rompiendo ventanas, manchando con el barro y mintiendo.
Salió y cerró la puerta con tanta precisión que pareció un portazo silencioso. Bobby miró hacia la puerta y pensó un momento en aquella ventana rota. Lo había sentido de veras: la cosa ocurrió porque la pelota de golf rebotó demasiado fuerte. Papi le había advertido que tenía que andarse con cuidado y él le había contemplado compungido mientras colocaba un cristal nuevo. Luego papito le había dado un poco de masilla para que jugara con ella y le había dicho que no volviera a ocurrir, y él juró que no volvería a hacerlo. Entonces, Mami Given se había callado, la muy tuna. Sólo le había mirado muchas veces con sus ojos y con su boca fría y dura, y él sabía que estaba esperando. Estaría esperando hasta que papaíto se hubiese marchado.
Pero Bobby volvió a su rayo de luz, y olvidó todo lo referente a Mami Given.
En cuanto hubo hecho otra mariposa, y una cabeza de perro y un lagarto sobre la pared, el rayo de luz se hizo tan delgado que no cabía en él otra cosa que pequeños deditos de sombra que bajaban y subían, como hacen las hormiguitas por los tallos de las plantas. Pronto desapareció del todo el rayo de luz y entonces él se sentó en el borde de la cama y esperó la vaga presencia de algo que vivía en la pared más lejana. Era cierta cosa distinta a las demás. No era nada ni bueno ni malo. Vivía allí, lo que la diferenciaba de las otras cosas, como las mariposas, el perro, los patos y las águilas; era que vivía allí sin que necesitara de sus manos para que viviese. La cosa se estaba quieta. Algún día él también sabría hacer algo, una mariposa, un perro o un caballo, que se quedara allí quieto cuando él quitara las manos. Entretanto, lo único que permanecía, lo único que vivía en el país de las sombras, era esta cosa que fluctuaba allí, donde las dos paredes se juntaban en el techo.
-Voy a ir ahí y jugaré contigo -le dijo Bobby-. Ya verás.
En el patio había un cajón con tres ruedas y un árbol nudoso en el que era fácil encaramarse. Jerry vino y llamó durante largo tiempo. Pero Mami Given le despidió.
-Ha sido malo -dijo. Y Jerry se fue.
Malo, malo, malo... Era curioso cómo las cosas se habían vuelto malas desde que papaíto se casó con Mami Given. Mami Given no quería a Bobby. ¡Bueno! Tampoco Bobby la quería, a Mami Given. Papaíto decía a veces a las personas mayores que Bobby estaba mucho mejor con alguien que le cuidara. Bobby recordaba los tiempos en que lo decía con un brazo alrededor de los hombros de Mami Given, y una voz alegre. Recordaba, después, cuando papá lo decía andando de una parte a otra de la habitación, con una voz triste que parecía significar, «lo siento». Y ahora, desde hacía mucho tiempo, papaíto ya no lo decía nunca.
Bobby, sentado en el borde de la cama, canturreaba pensando en estas cosas, y también canturreaba sin pensar en nada absolutamente. Descubrió una mariquita que trepaba por la coqueta y le cerró con astucia el camino, interceptándoselo con el índice y el pulgar, de modo que, ella misma, se metió en su mano. A veces, si se las toma entre los dedos, revientan. Se fue al antepecho de la ventana y buscó hasta encontrar el pequeño agujero de la persiana que podía haber empleado la mariquita para entrar. La dejó que se paseara por la persiana y la dirigió hacia el agujero. Voló, feliz, hacia el exterior.
La habitación estaba inundada por una luz cálida y apagada que reflejaba el techo negro y reluciente del cobertizo. De modo que no podía hacer ninguna figura en el país de las sombras y estuvo haciéndolas en su cabeza hasta que se sintió soñoliento. Entonces se echó en la cama y canturreó hasta que se quedó dormido. Y todo el rato, aquella cosa rara del ángulo de la pared fluctuó, se movió y estuvo viva.
Al anochecer volvió Mami Given. Bobby pudo oírla subir las escaleras, de modo que cuando abrió la puerta del cuarto oscuro, ya estaba sentado en la cama frotándose los ojos.
El techo brilló.
-¿Qué estás haciendo?
-Creo que dormía. ¿Es ya de noche?
-Pronto. ¿Tienes hambre?
-Mmmm...
- ¿Qué manera de responder es ésta? -regañó.
-sí, señora; tengo hambre, Mami Given -dijo rápidamente.
Llevaba un plato tapado.
- Esto ya está mejor. Vamos a ver. - Empujó el plato hacia él. Bobby lo tomó y quitó el plato que servía de tapadera, poniéndolo debajo. Gachas. Lo miró y luego la miró a ella.
-¿Bueno?
-Gracias, Mami Given. -Empezó a comer sirviéndose de la cuchara que encontró entre aquel amasijo gris castaño. No tenía azúcar.
- Supongo que esperas a que vaya a buscarte el azúcar -dijo ella al cabo de un rato.
-No... -dijo sinceramente, y se preguntó por qué su cara se habría puesto tan triste.
-¿Qué has estado haciendo durante todo el día?
-Nada. Primero jugué y luego me quedé dormido.
-Pequeño zángano -le chilló de repente-. ¿Qué pasa contigo? ¿Eres demasiado estúpido para tener miedo? ¿Eres tan tonto que ni me pides que te deje bajar las escaleras? ¿Es que no sabes ni llorar? ¿Por qué no lloras?
Él la contemplaba con los ojos muy abiertos.
-Si se lo hubiese pedido, tampoco me hubiese usted dejado bajar... -dijo-. Por eso no se lo he pedido. - Llenó su cuchara de comida-. Y no tengo ganas de llorar, Mami Given; no me duele nada.
-Eres malo, estás castigado y debería dolerte -dijo indignada. Apagó la luz con un golpe de su mano fuerte y dura y salió dando un portazo.
Bobby volvió a permanecer a oscuras y deseó poder ir al país de las sombras tal como había soñado. Se iría allí a jugar con las mariposas y los perros y las jirafas de felpa con dientes enroscados, y allí se quedaría él, sin que Mami Given pudiese entrar jamás. Sólo que papaíto tampoco podría venir y tampoco Jerry, y esto le daba mucha pena. Saltó silencioso de la cama y miró un momento a la pared cerca de la puerta. Seguro que casi podía ver la cosa fluctuante que vivía allí, pese a la oscuridad. Cuando había luz, fluctuaba una sombra oscura, más oscura que la luz. Por la noche, fluctuaba una sombra más luminosa que la oscuridad. Siempre estaba allí y Bobby sabía que estaba viva. Lo sabía tan cierto como «que me llamo Bobby» y que «Mami Given no me quiere».
Quedamente, con mucho cuidado, fue de puntillas hasta el otro lado de la habitación, donde había una lamparilla de velador. La bajó y la puso cuidadosamente en el suelo. La desenchufó y pasando el cable por debajo de la alfombra que había junto a la mesa, lo extendió tirante a través del piso, hasta el enchufe de la pared, donde la conectó de nuevo. Así podía mover la lámpara, dentro del cuarto, casi hasta el centro.
La lámpara tenía una pantalla redonda que quedaba abierta en su parte superior. Inclinándola sobre un costado, la sombra dirigía su extremo abierto hacia la pared blanca del lado de la puerta. Bobby, con la seguridad de su larga práctica, se dirigió en la oscuridad hacia su armario y extrajo de su percha la bata de franela de baño, que era de color rojo oscuro. La plegó y la arregló de modo que tapara el extremo inferior de la pantalla y encendió la lámpara. En el país de las sombras apareció un brillante disco de luz cruzado tan sólo por las cuatro aristas que sujetaban la pantalla. Había un punto oscuro en el centro, donde se encontraban. Bobby lo examinó concienzudamente. Entonces, acurrucándose entre la lámpara y la pared, sacó la mano.
-Un pato, guá, guá - musitó.
-Un águila. Águila, agula; agula, águila -dijo apagadamente.
-Un lagarto. Bap, bap.
Hizo el lagarto que abría y cerraba su largo hocico.
Apartó las manos y estudió la redonda y enrejada claridad en la pared. La sombra borrosa del centro y sus líneas radiales le parecían un bicho de esos de agua, que llaman tejedores y que pueden andar sobre la superficie de los arroyos. Pronto le parecieron aburridos. Estaban allí, sin hacer nada. Se metió el pulgar en la boca y lo chupó hasta que se le ocurrió una idea. Entonces se fue al lecho, debajo del cual encontró sus zapatillas. Puso una en el suelo ante la lámpara y apoyó la otra con la punta levantada en ella. Miró hacia la pared gravemente durante un rato y luego se echó en el suelo, boca abajo. Mirando cuidadosamente la sombra, puso sus codos juntos sobre la alfombra, juntó los brazos y unió la sombra de sus manos con la sombra de las zapatillas.
El resultado le encantó. Se parecía a una araña y a un gorila. Era algo nuevo que nunca nadie había visto. Torció los dedos y los mantuvo así. Ahora la cabeza de la cosa estaba llena de bultos y tenía unos ojos triangulares luminosos y una mandíbula que oscilaba bostezando. Tenía largos brazos que se extendían y un delicado conjunto de tentáculos.
A la más pequeña indicación, se movía jugueteando con la cabezota y le hacía guiños. Al mirarlo se dio cuenta de que, de pronto, la cosa fluctuante que vivía en el ángulo superior de la pared se había escurrido y bajado hacia la bestia que él había creado, acercándose más y más hasta que, ¡diablos!, llegó a fundirse, sin meter ruido, con la misma bestia. Fue algo tan rápido y total como la fusión de dos gotas de lluvia en el cristal de una ventana.
Bobby movía los brazos, encantado:
-¡Para, para! - suplicaba -. Detente ahí. iTe acariciaré! ¡Te daré cosas buenas para comer! Por favor, para, ¡por favor!
La cosa le miraba. Creyó que iba a detenerse, pero no se atrevía a mover las manos todavía.
Se oyó el ruido al abrirse la puerta y el golpe seco del conmutador eléctrico: la habitación quedó inundada por una explosión de luz.
-¿Qué estás haciendo?
Bobby se quedó helado, con los codos sobre la alfombra ante sí, los antebrazos unidos y las manos retorciéndose extrañamente. Apoyó la barbilla sobre el hombro y así pudo mirarla, mientras ella permanecía de pie allí, tiesa y amenazadora.
-Estaba, estaba solamente...
Se agachó hacia él. Lo agarró, levantándolo del suelo, y lo tiró sobre la cama. De una patada esparció las zapatillas. Levantó la lámpara tirando del cordón de la pared mientras decía con voz sibilante:
-Tenías prohibidos los juguetes. Esto quería decir que no podías inventarte ninguno. Y por haber hecho esto, te quedarás aquí... ¿Qué estás mirando?
Bobby extendió las manos y las puso juntas, manteniéndolas estáticamente unidas. Sus ojos centelleaban y sus pequeños y blancos dientes se asomaron para poder ver de qué se estaba sonriendo Bobby.
- ¡Se ha parado! ¡Lo ha hecho! ¡Se ha parado! -dijo Bobby.
-No sé de lo que me hablas y no voy a quedarme para averiguarlo -dijo Mami Given-. Creo que estás loco. -Se fue y cerró la luz.
La habitación quedó a oscuras, a excepción de la pared blanca, cerca de la puerta.
Mami Given dio un alarido.
Bobby se tapó los ojos.
Mami Given volvió a gritar, ahora roncamente. Era un sonido como el ladrido de un perro, pero más y más prolongado.
Hubo un largo silencio. Bobby, a través de sus dedos, miró hacia la pared, que resplandecía opaca. Bajó sus manos, se sentó muy tieso, levantó las rodillas hasta el pecho y pasó los brazos a su alrededor.
-¡Vaya! -dijo.
Se oyeron unos pasos que subían las escaleras.
-¡Given! ¡Given!
-¡Hola, papaíto!
Papaíto entró, encendiendo la luz.
-¿Dónde está Mami Given? Bob, hijo mío, ¿qué ha ocurrido? He oído un...
Bobby señaló la pared.
-Está allí dentro -dijo.
Papaíto no le comprendió, de modo que se volvió y corrió hacia la puerta gritando:
-¡Given! ¡Given!
Bobby seguía sentado, contemplando la sombra diluida de la pared, absolutamente visible, pese al destello de luz de la lámpara del techo. La sombra seguía moviéndose y moviéndose. Era un triángulo con el vértice hacia abajo, introducido también en un triángulo con el vértice hacia abajo, que estaba montado sobre un tercero y, por dentro, estaban los dos fuertes bastones de sus piernas. Tenía los brazos levantados, con los puños de sombra prietos e iba golpeando la pared silenciosamente.
-Ya nunca más iré al país de las sombras -dijo Bobby, encantado-. Ella está allí.
Y cumplió lo que dijo.
Fin