Cuando Paul se escapó del colegio, no encontró a nadie ni vio nada hasta llegar a la carretera. La carretera surgía bruscamente y amplia desde la curva junto a Keeper Rise, pasaba por el final del camino a Township y se estrechaba gradualmente hasta parecer un punto en el horizonte. Pasado un tiempo, Paul vio un coche.
Era nuevo y largo y se balanceó ligeramente al frenarlo el conductor y quedó meciéndose en sus muelles al detenerse totalmente frente a él.
El conductor era un hombre alto, alto y de aspecto adinerado, con un Stetson gris y un abrigo hecho de algún material que no se quebraba bajo los brazos, sino que se doblaba y caía suavemente. La mujer a su lado tenía una amplia frente y la barbilla puntiaguda. Su piel tenía sombras color melocotón, pero profundamente bronceada y su cabello era del rojizo oro llamado «color paja» por el herrero que mira su fragua. Sonrió al hombre y sonrió a Paul casi de la misma forma.
—Hola, chico —dijo el hombre—. ¿Éste es el viejo camino de Township?
—Sí, señor —dijo Paul—, éste es.
—Me lo imaginé —dijo el hombre—. Uno no se olvida.
—Ya lo creo que no —dijo Paul.
—No he vuelto al viejo pueblo en veinte años —dijo el hombre—. No habrá cambiado mucho.
—Estos pueblos viejos no cambian mucho —dijo Paul con burla.
—Oh, si no es tan malo volver a ellos —dijo el hombre—. Sin embargo, siempre odié verme encadenado a uno durante toda mi vida.
—Yo también —agregó Paul—. ¿Es usted de aquí?
—Por cierto —dijo el hombre—. Me llamo Roudenbush. ¿Conoces algún Roudenbush que viva aún en esta parte, hijo? —Hay muchos —dijo Paul—. Eh, ¿no será usted el chico Roudenbush que se escapó hace unos veinte años?
—El mismo —dijo el hombre—. ¿Qué sucedió después que me fui?
—Bueno, hablan de usted hasta hoy —dijo Paul—. Su madre enfermó y murió y su padre se reunió con ella al cabo de un mes que usted se marchara y pidió perdón por la forma en que lo había tratado.
—Pobre viejo —dijo el hombre—. Creo que no estuvo muy bien que yo me marchara así. Pero él se lo buscó.
—Apuesto a que sí.
—Esta es mi esposa —dijo el hombre.
La mujer sonrió a Paul nuevamente. No habló. Paul no se pudo imaginar como sería su voz. Se inclinó hacia delante y abrió el compartimiento de los guantes. Estaba repleto de cerezas cubiertas con chocolate.
—Siempre me he vuelto loco por ellas, desde niño —dijo el hombre—. Saca algunas. Atrás llevo diez libras más. —Se echó hacia atrás sobre el respaldo de piel y sacó una pitillera de plata, se puso un cigarrillo entre los dientes y encendió un mechero que pareció una fogata en su mano—. Sí, señor —agregó después—. Tengo otros dos coches en la ciudad y un traje tuxedo con las solapas brillantes. Hice buenos negocios en el mercado de ganado y ahora soy el presidente de un ferrocarril. Volveré esta tarde, después de saludar a los amigos en ese viejo pueblo.
Paul obtuvo un puñado de cerezas cubiertas de chocolate.
—¡Vaya! —dijo. Después de eso, siguió su camino por la carretera. Las cerezas desaparecieron y el hombre y la señora y el coche también desaparecieron, pero eso no importaba—. Será así —dijo el joven Paul Roudenbush—. Será así mismo. —Luego agregó—: Me gustaría saber el nombre de la señora.
Un cuarto de milla más allá, por el camino de barrera, estaba el desvío para la escuela y estaba el cruce del ferrocarril con una gran X sobre un poste que él siempre leía «Ferro Cruce Carril». El tren de carga del mediodía venía veloz por los rieles, dando dos largos pitazos, uno corto y uno largo. Cuando era un crío de unos dos años, Paul creía que lo saludaba: Paul... Roud... n'Bush-h-h... y el último pitazo se hacía visible en la pluma de vapor que surgía del hombro de acero de la máquina. Paul trotó hasta el cruce y se detuvo justo donde comenzaba la primera plancha que se unía a la superficie del camino. Máquina, ténder, Al Sur, Pennsylvania, Père Marquette, Canadian Pacific. Coches de todas partes: zonas calurosas, zonas frías, zonas distantes. Automóviles, automóviles, ganado, tanque. Tanque, tanque, ganado. Refrigerados, refrigerados, automóviles, vagón del conductor con una bandera roja ondulando y una ligera visión de un empleado con cuello de toro que se afeitaba, espumarajos en la boca como un perro rabioso. Luego el tren fue un rectángulo que se empequeñecía poco a poco en los rieles y sobre su techo se vio la silueta del encargado de los frenos, que se inclinaba fácilmente contra el viento y la velocidad, caminando por los techos de los vagones.
Con el tren en un oído y polvo en el otro, Paul enfrentó la carretera. Había un hombre al otro lado de las vías. Paul lo miró con asombro.
Llevaba una americana marrón muy vieja con un cuello de piel de oveja gris y zahones azules. Estos últimos se los estaba sacudiendo del polvo con sus grandes manos curtidas por el tiempo, una de las cuales —la derecha— parecía una garra. No tenía ni dedo anular ni meñique y la tercera parte de la palma había desaparecido. Desde el costado del dedo central hasta el costado de la muñeca, la mano se presentaba limpiamente sellada con algo como un tejido flexible lleno de cicatrices.
Alzó la vista y miró a Paul.
—Hola, chico.
O usaba barba o necesitaba rápidamente afeitarse. Sin embargo, Paul pudo notar la hendidura de la barbilla cuadrangular. Tenía ojos tan pálidos como el color del agua que se echa a un vaso después de beberse la leche.
Paul dijo:
—Hola —aún con los ojos clavados en la mano.
El hombre le preguntó como se llamaba el pueblo que estaba hundido en ese valle y Paul se lo dijo. Ahora supo quién era ese hombre: uno de esos personajes fabulosos que viajan en trenes de carga de una zona a otra. Van en los ejes. Toman un carguero en Caca con las letras K. C., que es Ciudad de Kansas. Han estado en todas partes y han hecho de todo y tienen un lenguaje propio.
El hombre miró el pueblo con ojos empequeñecidos, como si estuviera intentando penetrar el cerro para ampliar su vista.
—No ha crecido nada —dijo, y escupió.
Paul también escupió.
—Nunca crecerá —dijo.
—¿Eres de allí?
—Sí.
—Yo también —dijo el hombre, sorprendentemente.
—Dios —dijo Paul—. No parece de estos lugares.
El hombre cruzó el único riel hacia el lado de Paul.
—Creo que no. Estuve en muchos lugares desde que me marché de aquí.
—¿Dónde ha estado? —preguntó Paul.
El hombre miró fijamente los abiertos ojos de Paul y a través de ellos su abierta credulidad.
—Por todo el mundo —dijo—. Todo este país en trenes de carga y por todos los mares en barcos. — Se descubrió el brazo derecho—. Mira. —Y tenía un tatuaje.
»Mujeres —dijo el hombre, flexionando los músculos para que el tatuaje se moviera—. Eso es lo que a mí me gusta. —Cerró uno de sus pálidos ojos, desvió la boca hacia el mismo lado y rió un rápido je-je con su pálida mejilla.
Paul se humedeció los labios, escupió nuevamente, y dijo:
—Sí. Eso es.
El hombre rió. Tenía malos dientes.
—Tú eres como yo a tu edad. No había espacio suficiente para mi en este pueblo.
—Para mí tampoco —dijo Paul—. No volveré, jamás.
—Oh, sí, volverás. Desearás echarle un vistazo y hacer unas pocas preguntas y saber lo que fue de tus viejos amigos y ver lo muerto que está todo, de manera que puedas marcharte sabiendo que hiciste bien al dejarlo la primera vez. Este es mi segundo viaje de vuelta. Parece que cada vez que paso por este lugar del mundo tengo que charlar unos momentos con los viejos amigos y reírme un poco. —Volvió la cabeza justamente en dirección opuesta—. ¿En realidad te marchas, hijo?
—Me marcho —asintió Paul. Le gustaba escuchar esas sílabas—. Me marcho —repitió.
—¿A dónde?
—A la ciudad —dijo Paul—, a no ser que tropiece con algo mejor antes de llegar allí.
El hombre consideró estas palabras.
—Eh. ¿Tienes dinero?
Paul sacudió la cabeza cautelosamente. Llevaba dos dólares y noventa y dos centavos. El hombre pareció tomar una decisión; se encogió de hombros.
—Bien, buena suerte, muchacho. Mientras más lugares visites, más hombre serás. Una mujer me dijo eso en Sacramento.
—El... ¡oh! —dijo Paul. Se aproximaba hacia el cruce un coche marrón—. ¡Es el señor Sherman!
—¿Quién es?
—El «sheriff». ¡Me estará buscando!
—¡El «sheriff»! A los matorrales. ¡No me sigas, pequeña sabandija! ¡Vete hacia el otro lado! —y se zambulló entre los arbustos.
Asustado por la súbita dureza del hombre y confundido por la necesidad inmediata de acción, Paul saltó de un pie a otro durante unos momentos, casi danzando, y luego corrió hacia el otro lado. Se tendió de bruces tras unos arbustos, dejó de respirar y miró hacia el camino. El coche disminuyó la marcha, pero no se detuvo. Paul cerró los ojos, aterrorizado. Después escuchó que cambiaba de marcha para pasar las vías y el zumbido del motor al aumentar velocidad por la carretera.
Paul esperó cinco minutos y su temor lo abandonó con la misma velocidad con que fue secándose el sudor. Después emergió de su escondite y marchó apresuradamente por la carretera, sin apartar la vista del frente, esperando a que volviera el coche del «sheriff». No vio rastros del hombre de la garra. Pero entonces, tampoco lo esperaba.
«Podría ser así», pensó. Viajar por todo este viejo mundo. El abuelo decía con frecuencia que los hombres de esa clase tenían hormigas en los pies. Los pies de Paul tenían unas pocas hormigas, si pensaba en ello. Molestaba un poco, también. Podría volver en muchos años más, con un tatuaje y una mano mutilada. Los muchachos sí que lo tomarían en cuenta. ¡Y las cosas que podría contar! «Corrí por la orilla del río para detener a este bombón. Gritaba como una loca. Y en el mismo instante que le pongo las manos encima, un caimán me lleva la mitad de una mano. No me importó. Porque me llevé a la chica al bosque.» Cerró un ojo, desvió la boca hacia un lado y rió entrecortadamente. El sonido, sin embargo, le recordó las cerezas cubiertas con chocolate...
Otra media milla y el campo se hizo más abierto. Paseaba la mirada de un lado a otro al ir avanzando. A la primera señal del coche marrón y tendría que desvanecerse. ¡El sheriff! ¡A los matorrales! Se sintió bien. Podría mantenerse delante de la ley. Apostaría la vida. Ir donde se desea, hacer lo que se quiere, volver de vez en cuando para reír un poco. Eso era aún mejor que un gran coche y un traje tuxedo. Mujeres. Una con el rostro suave en el asiento del lado en el coche o, je-je, mujeres en todas partes, Sacramento y en todas partes, para que le dijeran a uno lo hombre que es por haber estado en todas partes. Sí, eso era mejor.
Se escuchó un ronco zumbido más adelante. Paul alzó la vista y vio el avión, uno de esos aviones particulares con base en el campo aéreo a unas cuarenta millas de distancia. Los aviones no constituían ninguna novedad, pero Paul jamás vio uno sin que lo invadiera el gran deseo que sucediera algo, no un accidente, necesariamente, a pesar que eso no estaría mal, pero mejor aún, algo que hiciera que el avión tuviera que efectuar un aterrizaje forzoso, para que así pudiera correr hasta donde el piloto y quizás charlar con él o hasta ayudarlo a arreglar el desperfecto.
—Venga a verme la próxima vez que esté en el campo —le diría al piloto.
Paul disminuyó el paso, luego se sentó a un lado de la carretera con los pies metidos en la seca alcantarilla. Observó el avión. Bajó un ala y giró, se alejó y se acercó bajo, pasando a poca altura de la pradera. Paul creyó que iba a... ¡vaya, por cierto, pero si aterrizará!
Las ruedas tocaron el suelo, levantaron una pequeña nube de polvo amarillo que se desvaneció por la corriente producida por la hélice. Tocaron tierra nuevamente y ya no se despegaron; bajó la cola, botó ligeramente y entonces fue el avión el que llevaba las alas y no éstas al avión. Las alas eran de color naranja y el fuselaje azul y brillaba todo al sol. Las alas se balancearon ligeramente mientras el avión se deslizaba por el poco parejo terreno y Paul supo que si abría los brazos y los balanceaba en esa forma, lo sentiría en los hombros.
El motor rugió y las aspas de la hélice se hicieron invisibles cuando el piloto frenó una rueda e hizo girar el avión en todo su largo. La hélice de perfil parecía una banda fantasmagórica y luego como un disco de cristal al girar la nave y enfrentar a Paul. Rugió y se balanceó por la pradera hasta que estuvo a unos veinte pies del cerco y de la alcantarilla. Entonces, con un último rugido, se puso de costado y el motor disminuyó a un lento y parejo zumbido, mientras el piloto manipulaba los controles. Paul podía verlo allí, claro como el día, a través de las puertas de la cabina. El avión era hermoso; detenido parecía que fuera a doscientas millas por hora. El parabrisas se curvaba justo hasta la cabeza del piloto. Era muy hermoso.
El piloto abrió la puerta y saltó a tierra.
—¡Vamos! Ya sería tiempo que construyeran un aeródromo en este pueblo, después de tantos años.
—Jamás lo harán —dijo Paul—. Es un hermoso aparato ése.
El piloto, sacándose un par de guantes forrados, miró hacia el avión y sonrió. Iba muy limpio y tenía amplios hombros y angostísimas caderas. Llevaba una hermosa chaqueta de suave piel y ajustados pantalones.
—¿Conoces a alguien en el pueblo, hijo?
—A todos, creo.
—Bien, entonces me dirás todas las noticias antes de llegar.
—Escuche... ¿no es usted Paul Roudenbush?
Paul quedó helado. Él no dijo eso. Sintió una incómoda comezón tras sus rodillas. El avión se desvaneció. El piloto se desvaneció. Paul estaba sentado con los pies metidos en la alcantarilla seca y se volvió.
Un coche marrón estaba junto a la alcantarilla. La puerta estaba abierta y allí, a un pie de la orilla, estaba el señor Sherman. ¡El sheriff! ¡A los matorrales!
En cambio, se humedeció los labios y dijo:
—Hola, señor Sherman.
—Sí que me diste un susto —dijo el señor Sherman—. Te vi sentado aquí, tan quieto, que creí que te habían atropellado o algo así.
—Estoy muy bien —dijo Paul débilmente. Sería mejor decirlo—. Estaba... pensando, creo.
Pensando, y ahora fue atrapado y los pensamientos corrieron por su mente como los vagones del tren del mediodía; pensamientos de zonas cálidas, zonas frías, zonas distantes. Mercado del ganado, coche, garra, garra, avión. Mujeres, mujeres, mechero, campo de aterrizaje. Pensamientos que eran reales, pensamientos imaginados; se inclinaron hacia él, con un rugido y un giro, frente a la carretera y al señor Sherman, quien lo había atrapado.
—Pensando, ¿eh? Bien, me alegro —dijo el señor Sherman. Volvió al coche, cerró la puerta, pisó el botón de partida.
—Señor Sherman, ¿no va usted...?
—¿No voy a qué, hijo?
—Nada, señor Sherman. Nada.
—Eres extraño —dijo el señor Sherman, sacudiendo la cabeza—. Eh, voy hacia el pueblo. ¿Quieres que te lleve? Ya casi es hora de comer.
—No, gracias —dijo Paul de inmediato y con gran sinceridad.
Paul observó alejarse el coche marrón, su mente funcionó velozmente. El coche iba hacia el pueblo. Sin él. El señor Sherman no sabía que se marchaba. ¿Por qué no? Bueno, aún no lo echaban de menos. A no ser que... a no ser que no les importara si él volvía o no. No. ¡No, eso no podía ser! El coche pasaría justo frente a su casa, tan pronto como llegara al pueblo. No era una casa muy grande. Pero en ella estaba su propia habitación. Pequeña, pero absolutamente suya.
El problema con las otras formas de volver era que tomaba algún tiempo hacer buenos negocios en el mercado del ganado y casarse. Tomaba tiempo comprar un avión. Probablemente, tomaba mucho tiempo el perder una parte de la mano. Pero de esta forma...
De pronto, se encontró en el camino, gritando:
—¡Señor Sherman! ¡Señor Sherman!
El señor Sherman no lo escuchó, pero lo vio por el espejo retrovisor. Se detuvo y retrocedió un poco.
Paul subió, le dio las gracias entrecortadamente y se sentó, inmóvil, recuperando el aliento. Lo recuperó justo en el momento que entraban por el camino a Township.
El señor Sherman lanzó una abrupta mirada al muchacho.
—Paul.
—Sí, señor.
—Recién se me ocurrió algo. Si tú estabas allí en el camino de la barrera, no pensabas escaparte, ¿verdad?
Paul dijo:
—No. —Sus ojos estaban lo más confundido de todo—. Volvía —dijo.
F I N
(Título Original: A Way Home © 1953.)