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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL MONSTRUO (por Theodore Sturgeon)
Deambulaba por el bosque... Nunca había nacido. Existía. En el suelo, bajo las agujas de los pinos, el fuego arde silencioso y sin humareda. Hay crecimiento en el calor, en la oscuridad y en la pobreza. Hay vida y hay crecimiento. Ello crecía, pero no estaba vivo. Ello deambulaba sin respirar por entre los árboles, y pensaba, y veía, y era horrendo y fuerte... Pero ello no había nacido ni vivía. Crecía y se movía sin vivir.
Se arrastraba fuera de la oscuridad y de la tierra húmeda y cálida a la frialdad de una mañana. Era enorme. Era deforme y estaba cubierto de una costra formada de sus odiosas sustancias, y trozos de ella se desprendían mientras deambulaba, se desprendían y yacían retorcidos, inmóviles y putrefactos en la tierra del bosque.
No tenía gracia, ni alegría, ni belleza. Poseía una inteligencia fuerte y amplia. Y... quizá no pudiese ser destruido. Se arrastraba fuera de su madriguera del bosque y permanecía, palpitando, a los rayos del sol durante mucho tiempo. Manchas de ello resplandecían, húmedas, en el dorado sol. Las partes de ello eran quebradizas y espigadas. ¿Y sus huesos muertos le dieron forma humana?
Garrapateaba dolorosamente con sus manos medio formadas, golpeando el suelo y el tronco de un árbol. Rodaba y se alzaba sobre sus despellejados codos, y arrancaba un gran puñado de hierba y se lo restregaba contra su pecho, hacía una pausa y observaba con inteligente calma los juegos gris-verdosos; vacilaba sobre sus pies, y se asía a un arbolillo y lo destrozaba, doblando el frágil tronco una y otra vez, contemplando atentamente las inútiles y fibrosas astillas. Y echaba la garra a cualquier asustadiza criatura salvaje, destrozándola, dejando que la sangre, los trozos de carne y de la piel se escurriesen por entre sus dedos, deslizándose y pudriéndose en los antebrazos. Kimbo surgió de entre las altas malezas como una bocanada de polvo, con su peludo rabo retorcido prietamente sobre su lomo y sus largas mandíbulas entreabiertas. Corría con agilidad, saltando, gozando de su libertad y del poder de sus miembros. Su lengua colgaba negligentemente sobre su labio inferior. Sus labios eran negros y apretados, y cada fibra de su puntiagudo bigote vibraba con su perruno galope. Kimbo era un perro de una vez, un animal pletórico de salud.
Saltó por encima de una peña y cayó al suelo con un alarido cuando un conejo de largas orejas salió disparado de su escondrijo entre las piedras. Kimbo echó a correr detrás de él, gruñendo a cada zancada de sus largas patas. El conejo brincaba delante de él, conservando las distancias, con las orejas tiesas y las patas rozando apenas el suelo. Se paró, y Kimbo le echó la zarpa; pero el conejo dio un salto de lado y se introdujo en un tronco hueco. Kimbo ladró y husmeó el tronco, percatándose de su fracaso. Dio varias vueltas alrededor del tronco y, al fin, echó a correr hacia el interior del bosque. La cosa que le observaba entre los árboles levantó sus brazos llenos de costras y esperó a Kimbo.
Kimbo lo intuyó, quedándose inmóvil como un muerto junto al sendero. Para él era un bulto que olía a carroña, no apto para atacarle, y, oliscándole con desagrado, pasó por su lado corriendo.
La cosa le dejó acercarse sin respirar y le echó un zarpazo. Kimbo lo vio venir y se encogió cuanto pudo mientras corría, pero la mano cayó sobre su rabadilla, enviándole rodando y aullando cuesta abajo. Kimbo no tardó en ponerse en pie, movió la cabeza, movió el cuerpo dando un profundo gruñido, y, con el ansia de matar en los ojos, arremetió contra el sitio donde estaba el silencioso enemigo, la inmóvil cosa.
Avanzaba cautelosamente, casi sin mover las patas, con el rabo tan bajo como sus orejas gachas y un cosquilleo de furia rondándole el hocico. La cosa levantó el brazo otra vez y esperó.
Kimbo se agachó, saltando impulsivamente al cuello del monstruo. Sus mandíbulas se cerraron sobre él; sus dientes se juntaron a través de una masa de inmundicias, y cayó atragantado y aullando a sus pies. La cosa se agachó, golpeándole dos veces. Una vez destrozado el lomo del perro, se sentó a su lado y empezó a despedazarlo.

- Volveré dentro de una hora aproximadamente - dijo Alton Drew, cogiendo su rifle del rincón, detrás de la caja de madera.
Su hermano se echó a reír.
- El viejo Kimbo te complica la vida, Alton - dijo.
- ¡Ah!, conozco muy bien al viejo diablo - contestó Alton -. Cuando le silbo durante media hora y no aparece, es que se halla en apuros o ha visto algo que le vale disparar sobre ello. El viejo hijo de un rifle me avisa no contestándome.
Cory Drew empujó un vaso lleno hacia su hija de nueve años, y sonrió.
- Piensas tanto en tu perro como yo en Babe.
Babe se bajó de la silla y corrió hacia su tío.
- ¿Vas a cazar al hombre malo, tío Alton? - chilló.
El «hombre malo» era invención de Cory: el que aullaba por los rincones, listo a saltar sobre las niñas que corrían detrás de los pollitos, que jugaban con los arados y que tiraban con poderosos y jóvenes brazos manzanas verdes a las porquerizas, para oír los sincronizados gruñidos y patadas; de las niñas que juraban con acento austríaco como lo hubiera hecho un ex asalariado; que hacían cuevas en los montones de heno hasta que se venían abajo, y que cabalgaban por oscuros prados en los caballos de labor hasta que la espuma llenaba los ijares del animal.
- ¡Ven aquí y apártate del fusil del tío Alton! - gritó Cory -. Si ves al hombre malo, Alton, cógele y tráele aquí. Tiene un asunto pendiente con Babe por la barrabasada de anoche.
La noche anterior, Babe había echado pimienta fuerte en el abrevadero de las vacas.
- No te apures, querida - dijo el tío, haciendo una mueca -. Te traeré la piel del hombre malo si antes no me la arranca él.
Alton Drew caminó sendero arriba hacia el bosque, pensando en Babe. La niña era un fenómeno, una verdadera niña mimada. ¡Claro! Tenía que serlo. Los dos hermanos amaban a Clessa Drew, y ella se casó con Cory, y ambos tenían que querer a la hija de Clessa. ¡Cosa extraña el amor! Alton era un hombre viril y pensaba en cosas como ésas. En sus reacciones amorosas se mostraba hombre fuerte, pero asustadizo. Sabía lo que era el amor porque aún lo experimentaba por la esposa de su hermano, y lo experimentaría por Babe todo el tiempo que él viviese. Lo arrastraba a lo largo de su vida, y todavía se sentía molesto al pensar en ello. Amar a su perro era cosa fácil, porque el perro y él se querían mutuamente sin hablar de ello. Para Alton Drew, el olor del humo del fusil y de las pieles mojadas por la lluvia eran perfumes suficientes, como era bastante poético para él también un gruñido de satisfacción y el alarido de cualquier animal cazado. No era como el amor humano, que apretaba su garganta de tal forma que no le dejaba pronunciar palabra, no permitiéndole pensar en nada. Por eso, Alton Drew amaba a su perro Kimbo y a su Winchester, dejando que el cariño hacia las mujeres de su hermano, Clessa y Babe, le consumiera pacientemente y sin mencionarlo.
Sus sagaces ojos descubrieron las recientes huellas que, en la blanda tierra debajo de la roca, indicaban dónde Kimbo se había vuelto y había saltado de un solo brinco, para atrapar el conejo. Sin hacer caso de las huellas, miró por los lugares más cercanos donde el conejo pudiera estar escondido, y dio con el tronco hueco. Sí, Kimbo había estado allí, pero demasiado tarde.
- Eres un viejo loco, Kimbo - murmuró -. No podrás agarrar nunca un conejo que huye; tienes que cruzarte en su camino...
Lanzó un silbido especial, seguro de que Kimbo estaría escarbando debajo de algún otro tronco hueco, en busca de un conejo que estaría ya a tres leguas de distancia. No tuvo contestación. Un tanto extrañado, Alton regresó al sendero.
- Nunca me hizo esto antes - dijo en voz baja.
Cargó el fusil y lo sostuvo en la mano. Alguien de la región dijo una vez de Alton Drew que podía disparar a un puñado de guisantes con un grano de trigo entre ellos, lanzado al aire, y dar solamente al grano de trigo. Otra vez metió una bala en la hoja de un cuchillo, atravesándola, y apagó dos velas. No temía a nada que pudiese recibir un tiro. Eso es lo que él creía.

La cosa del bosque miró con curiosidad hacia el suelo para ver lo que había hecho con Kimbo e intentó recordar la forma que el perro tenía antes que muriese. Permaneció un minuto extrayendo los hechos de su loca e insensible mente. La sangre estaba caliente. El sol estaba caliente. Las cosas que se movían y tenían piel poseían un músculo que obligaba al espeso líquido a recorrer pequeños tubos en el interior de sus cuerpos. El líquido se coagulaba tras cierto tiempo. El líquido de las cosas que tenían raíces y hojas verdes era menos espeso, y la pérdida de uno de sus miembros no significaba la pérdida de la vida.
Aquello era muy interesante; pero la cosa, el molde con mente, no estaba contenta... ni descontenta. Su accidental urgencia era un afán por saber, y sólo estaba... interesada.
Se estaba haciendo tarde, y el sol enrojeció, y permaneció un rato en el cubierto horizonte, enseñando a las nubes a convertirse en llamas. La cosa alzó la cabeza de pronto, al notar la oscuridad. La noche siempre era una cosa extraña para aquellos de nosotros que la han conocido en vida. Hubiera sido estremecedor para el monstruo, de haber sido capaz de estremecerse; pero sólo podía mostrarse curioso, sólo podía razonar sobre lo que había visto...
¿Qué estaba sucediendo? Le costaba trabajo ver. ¿Por qué? Movió su informe cabeza de un lado para otro. Era verdad... Las cosas estaban nubladas, y cada vez se apagaban más. ¿Qué hacían para ver los seres que él aplastaba y destrozaba? ¿Cómo veían? El más grande, el único que le había atacado, tenía dos órganos en su cabeza. Eso debía ser, porque después que la cosa desgajara dos de las patas del perro, había golpeado el peludo hocico, y el perro, al notar el golpe, había bajado dos trozos de piel sobre los órganos..., cerrando sus ojos. Ergo, el perro veía con sus ojos. Pero después de muerto el perro y con el cuerpo inmóvil, los repetidos golpes que le asestó no influyeron en sus ojos. Permanecieron abiertos y mirándole fijamente. La conclusión lógica era, pues, que un ser que había dejado de vivir y respirar, y de moverse, perdía el uso de sus ojos. Debía ser que perder la vista no era morir. Las cosas muertas no andan. Yacen y no se mueven. Así, pues, la cosa del bosque sacó la conclusión de que debía estar muerto y, por tanto, se tumbó en el suelo, junto al sendero, no lejos del destrozado cuerpo de Kimbo, tumbándose y creyéndose muerto.

Alton Drew llegó al bosque a través de la oscuridad. Estaba francamente disgustado. Volvió a silbar, esperó, no tuvo respuesta y otra vez se dijo:
- Mi perro nunca me hizo esto.
Y movió la cabeza. Había pasado la hora de ordeñar y Cory le necesitaba.
- ¡Kimbo! - grito.
El grito se repitió a través de las sombras, y Alton, cogiendo el fusil por el cañón, lo apoyó en el suelo, al lado del sendero. Inclinándose, se quitó la gorra y se rascó la coronilla, estupefacto. La culata del fusil se incrustó en lo que él creía que era tierra blanda. Se tambaleó y puso el pie en el pecho de la cosa que yacía junto al sendero. Su pie se hundió hasta el tobillo en la fofa masa putrefacta y, blasfemando, saltó hacia atrás.
- ¡Cómo!... ¡Hay aquí una cosa muerta! ¡Uf!
Se restregó la bota con un puñado de hojas mientras el monstruo yacía en la creciente oscuridad con los bordes de la profunda huella del pie hundiéndose en su pecho y llenándose hasta el borde. Yacía allí mirándole confusamente con sus ojos turbios, pensando que estaba muerto a causa de la oscuridad, observando la articulación de los miembros de Alton Drew, maravillándose de esta nueva e inaudita criatura.
Alton limpió la culata del fusil con más hojas y continuó sendero arriba, silbando ansiosamente a Kimbo.

Clessa Drew estaba en pie en el umbral de la puerta del cobertizo donde se ordeñaba, muy linda con su traje rojo guinda y su delantal azul. Su cabello era rubio claro, con raya en medio y recogido atrás con un gran moño.
- ¡Cory!... ¡Alton! - llamó un poco estridente.
- ¿Qué? - respondió Cory, bruscamente, desde el granero, donde estaba ordeñando la vaca de Ayrshire.
Los dos regueros de leche caían en un cubo casi lleno. Su ruido era agradable.
- No hago más que llamaros - dijo Clessa -. La cena se está enfriando, y Babe no quiere comer hasta que tú vayas. ¿Dónde está Alton?
Cory gruñó, apartó a un lado el taburete, saltó la cerca y dio un manotazo en la rabadilla a la vaca, que echó a correr como una exhalación camino del patio.
- Aún no ha vuelto.
- ¿Que no ha vuelto?
Clessa entró en el cobertizo y se puso a su lado, mientras Cory se sentaba de nuevo para ordeñar otra vaca y apoyaba la frente en el caliente flanco.
- Pero, Cory, Alton dijo que...
- Sí, sí, ya lo sé. Dijo que regresaría para la hora de ordeñar. Lo oí. Bueno, pues no ha vuelto...
- Y tú tienes que... ¡Oh Cory!, te ayudaré a terminar la tarea. Alton habría regresado si hubiese podido. Tal vez esté...
- Tal vez esté cazando un gallo azul - gruñó su marido -. Él y su condenado perro.
Gesticulaba ampliamente con una mano mientras que con la otra continuaba ordeñando.
- Tengo que ordeñar veintiséis vacas. Tengo que dar de comer a los cerdos y recoger a los polluelos. Tengo que poner heno a la yegua y echar al campo a la yunta. Tengo que componer el arnés y arreglar el alambre de espino de la cerca de la dehesa. Tengo que cortar y transportar la leña.
Durante un rato ordeñó en silencio, mordiéndose el labio inferior. Clessa permanecía a su lado, con las manos juntas, tratando de pensar en algo que apaciguara los ánimos de su marido. No era la primera vez que la caza de Alton perjudicaba la buena marcha de las labores.
- Por tanto, tengo que hacer frente a todo. No puedo permitir que la afición cinegética de Alton entorpezca el trabajo. Cada vez que ese condenado sabueso suyo olisca una presa, me quedo sin cenar. Estoy enfermando y...
- ¡Oh! Yo te ayudaré.
Clessa estaba pensando en la primavera, cuando Kimbo tuvo en jaque a doscientos kilogramos de oso negro salvaje hasta que Alton pudo meterle una bala en la cabeza; recordando el día en que Babe se encontró un cachorro de oso y lo cogió para traerlo a casa, cayéndose en una acequia y partiéndose la cabeza.
«No, no se podía odiar a un perro que había salvado la vida a la hija de uno», pensó Clessa.
- No quiero que hagas nada - gruñó Cory -. Vuélvete a casa. Allí tienes bastante trabajo. Iré en cuanto acabe. ¡Vamos, Clessa, no llores! No quiero decir que... ¡Oh, cáscaras!
Se puso en pie y la abrazo.
- Estoy nervioso - dijo -. Perdona. No he querido hablarte así. Lo siento. Anda, anda... Vuelve con Babe. Terminaré en seguida. Ya he trabajado bastante. Aquí hay faena para cuatro granjeros, y los únicos hombres que cuidan de esta tierra somos yo... y ese cazador... Anda, Clessa, vete...
- Bueno - respondió Clessa, apoyada en su hombro -. Pero cuando él vuelva, escúchale primero, Cory. Tal vez le haya sido imposible regresar antes. Acaso no haya podido volver esta vez. Puede ser que él... él...
- Todo lo que pueda recibir un tiro no dañará a mi hermano. Sabe cuidarse. Esta vez no tendrá ninguna excusa aceptable. Anda, Clessa. Procura que cene la niña.
Clessa regresó a la casa. Su juvenil cara mostraba profundas arrugas de disgusto. Si Cory se peleaba ahora con su hermano y le despedía, ellos no podrían dar abasto para el regadío, la elaboración de mantequilla y todo lo demás. Alquilar un hombre era imposible. Cory tendría que trabajar él solo hasta agotarse, y él solo no sería capaz de hacer toda la labor. Ningún hombre podría hacerla. Suspiró y entró en la casa. Eran las siete y media y aún no estaba terminado el ordeño. ¡Oh! ¿Por qué Alton tuvo que...?
Babe se hallaba ya metida en la cama cuando, a las nueve, oyó Clessa a Cory entrar en el cobertizo y dejar las tijeras de cortar alambre en un rincón.
- ¿Regresó ya Alton? - preguntaron los dos al mismo tiempo cuando Cory entró en la cocina.
Y mientras ella negaba con la cabeza, él se paró delante de la cocina, levantó la arandela del hornillo y escupió en los carbones.
- Vamos a la cama - dijo.
Clessa dejó sobre la mesa la labor de punto y contempló la ancha espalda de su marido. Tenía veintiocho años, pero andaba y actuaba como un hombre diez años más viejo, cuando su aspecto era el de un hombre cinco años más joven.
- Subiré dentro de un momento - respondió Clessa.
Cory miró el rincón, detrás de la leñera, donde solía estar el fusil de Alton; luego hizo un sonido ininteligible y se sentó para quitarse los zapatos llenos de barro.
- Son más de las nueve - aventuró Clessa tímidamente.
Cory no respondió, sino que recogió las zapatillas.
- Cory, ¿no vas a ir a...?
- ¿Adónde?
- ¡Oh!, nada. Estaba pensando en que tal vez Alton...
- Alton - estalló Cory -. El perro fue a cazar topos. Alton fue a cazar al perro. Ahora quieres tú que yo vaya a cazar a Alton. ¿Es eso lo que quieres?
- Yo... Es que nunca tardó tanto...
- ¡No iré! ¿Salir a buscarle a las nueve de la noche? ¡Estaría loco! No está acostumbrado a que hagamos eso, Clessa.
Clessa no dijo nada. Se acercó a la cocina y miró la olla que estaba cociendo a un lado de la hornilla. Cuando se volvió, Cory se había puesto de nuevo los zapatos y la chaqueta.
- Sabía que irías - dijo.
Su voz sonrió, aunque ella no sonriera.
- Pronto estaré de vuelta - dijo Cory -. No creo que esté muy lejos. Es tarde. No temo por él, pero...
Cogió el fusil, miró los cañones, deslizó dos cartuchos en ellos y se guardó una caja llena en el bolsillo.
- No me esperes - dijo, volviendo la cabeza cuando se alejaba.
- No - respondió Clessa, cerrando la puerta.
Regresó a su labor de punto, sentándose junto a la lámpara.
El sendero que conducía al bosque estaba muy oscuro cuando Cory lo subió, mirando y llamando. La noche era fría y tranquila, impregnada de un fétido olor a moho. Cory percibió el olor a través de sus impacientes narices, y lo expelió; pero volvió a aspirarlo a la inspiración siguiente, y blasfemó.
- ¡Qué estupidez! - murmuró -. ¡Maldito perro!... ¡Maldita caza también! ¡A las diez de la noche!... ¡Alton!... - gritó -. ¡Alton Drew!...
Le contestó un eco, y entró en el bosque. La confusa cosa, junto a la cual pasó en la oscuridad, le oyó y percibió las vibraciones de sus pisadas; pero no se movió, porque pensaba que estaba muerta.
Cory avanzó, mirando a su alrededor y hacia adelante, pero no hacia abajo, puesto que sus pies conocían el sendero.
- ¡Alton!
- ¿Eres tú, Cory?
Cory Drew se estremeció. Aquel rincón del bosque era muy espeso y tan oscuro como una tumba. La voz que oyó era extraña, apaciguada, penetrante...
- ¿Alton?
- Encontré a Kimbo, Cory.
- ¿Dónde demonios has estado? - gritó, furioso, Cory.
Le desagradaba aquella extremada oscuridad; tuvo miedo de la tensa desesperación que se notaba en la voz de Alton, y desconfió de su habilidad para mantener la rabia contra su hermano.
- Le llamé, Cory. Le silbé y el viejo demonio no me contestó.
- Puedo decir lo mismo de ti, pi... piojoso. ¿Por qué no viniste a ordeñar?... ¿Dónde estás?... ¿Has caído en alguna trampa?
- Nunca antes dejó de contestarme, ya lo sabes... - continuó la dura y monótona voz desde las tinieblas.
- ¡Alton! ¿Qué demonios te pasa? ¿Qué importancia tiene que tu bicho no te contestara? ¿Dónde...?
- ...supongo que porque nunca antes estuvo muerto - continuó Alton, negándose a ser interrumpido.
- ¿Cómo? - Cory se mordió el labio inferior, diciendo a continuación -: Alton, ¿te has vuelto loco? ¿Qué estás diciendo?
- Kimbo está muerto.
- Kim... ¡Oh!
Cory empezó a ver de nuevo en su mente el cuadro: Babe, tendida inconsciente en el arroyo, y Kimbo, atacando y teniendo a raya al oso, al monstruoso oso, protegiendo a la niña hasta que Alton llegó para salvarla.
- ¿Qué sucedió, Alton? - preguntó más tranquilo.
- Trato de averiguarlo. Alguien lo destrozó.
- ¿Lo destrozó?
- Todo su cuerpo está desgajado, Cory. Cada miembro separado de sus articulaciones. Los intestinos, fuera...
- ¡Dios Santo! ¿Crees tú que el oso...?
- No fue el oso... ni nada que ande a cuatro patas. Todo el perro está aquí. Nada se han comido de él. Quienquiera que fuese, lo mató solamente y... lo descuartizó.
- ¡Dios Santo! - repitió Cory -. ¿Quién pudo...?
Hubo una larga pausa.
- Vuelve a casa - dijo Cory, casi con cariño -. No hay razón para que permanezcas ahí toda la noche.
- Permaneceré. Estaré aquí hasta que salga el sol, y empezaré el rastreo..., que continuaré hasta que encuentre al que hizo esta faena a Kimbo.
- ¿Estás borracho o loco, Alton?
- No estoy borracho. Puedes pensar lo que te dé la gana. Me quedaré aquí.
- Tenemos una granja, ¿recuerdas? Tendré que ordeñar otra vez, mañana por la mañana, veintiséis vacas, como las he ordeñado esta noche, Alton.
- Alguien tiene que hacerlo. Yo no puedo estar allí. Supongo que debes hacerlo tú, Cory.
- ¡Eres una mierda! - gritó Cory -. ¡Regresarás conmigo ahora mismo, o veré por qué no lo haces!
La voz de Alton continuaba siendo penetrante, soñolienta.
- No te acerques, muchacho.
Cory dio un paso hacia la voz de Alton.
- Te he dicho... - la voz era tranquilísima ahora - que te quedes donde estás.
Cory continuó avanzando hacia él. Un ruido característico le indicó que había sido quitado el seguro del fusil. Cory se paró.
- ¿Serías capaz de disparar contra mí, Alton? - preguntó Cory, casi en un susurro.
- Exactamente, muchacho. No quiero que me destruyas las huellas. Las necesito para cuando salga el sol.
Pasó todo un minuto, y el único ruido que se oyó en la oscuridad fue la agitada respiración de Cory. Al fin, dijo:
- También yo he traído el fusil, Alton. Vuelve a casa.
- No puedes ver dónde estoy para disparar sobre mí.
- Nunca ha ocurrido esto entre nosotros.
- Nunca... Vete. Yo sé exactamente en dónde estás tú, Cory. Llevo aquí cuatro horas.
- Mi fusil hace huir a las gentes.
- El mío las mata.
Sin otra palabra, Cory Drew giró sobre sus talones y emprendió el regreso a la granja.

Negro, licuescente, yacía en la oscuridad, no vivo, no completamente muerto, sino creyéndose muerto. Las cosas que no están vivas no pueden hacer nada. Fijaba su nublada mirada en la hilera de árboles de lo alto de la cuesta y la profundizaba en sus pensamientos, que goteaban humedad. La cosa sabía que ahora estaba muerta, y, como muchos seres antes que ella, se preguntaba cuánto tiempo permanecería así. Y entonces el cielo, que estaba más allá de los árboles, fue aclarándose poco a poco. Ese era un hecho manifiestamente imposible, pensó la cosa; pero la veía, y así debía de ser. ¿Volverían a vivir las cosas muertas? Aquello era curioso. ¿Qué pasaba con las cosas muertas y desmembradas? Esperaría y lo vería.
El sol, lentamente, fue esparciendo sus rayos de luz. Un pájaro, en alguna parte, lanzó un alegre y prolongado gorjeo, y, mientras una lechuza mataba a una musaraña, una mofeta caía sobre otra, de la misma forma que las sombras de la noche caen sin cesar sobre las luces del día. Dos flores se inclinaron una sobre otra para comparar sus preciosos pétalos. Una libélula decidió que estaba cansada de mostrarse seria y, abriendo sus alas, se echó a volar. El primer rayo dorado de sol penetró por entre los árboles, la maleza y la espesa sombra de los arbustos.
«Estoy vivo otra vez - pensó la cosa, que, posiblemente, no viviría -. Estoy vivo, porque veo con toda claridad.»
Se alzó sobre sus gruesas patas, marchando hacia el círculo de luz. En breve tiempo, las húmedas láminas que habían crecido durante la noche se secaron al sol, y cuando dio los primeros pasos se desprendieron de él, cayendo algunas al suelo. Subió la pendiente para buscar a Kimbo, para ver si él también estaba vivo otra vez.

Cuando abrió los ojos, Babe vio al sol que entraba en su habitación. Tío Alton se había marchado... Eso fue lo primero que pensó. Papá había vuelto anoche a casa y se pasó una hora gritando a mamá. Alton se había vuelto loco. Había dirigido el fusil hacia su hermano. Si Alton se atrevía a penetrar dos metros en las tierras de Cory, Cory cubriría su cuerpo de tantos agujeros que parecería un colador. Alton era un loco, un desagradecido, un egoísta y algunas cosas más de indudable mal gusto, pero realmente enérgicas. Babe conocía a su padre. Tío Alton ya no estaría seguro en aquella región.
Saltó de la cama con esa agilidad propia de los niños, y corrió a la ventana. Vio a Cory que iba a pie a la dehesa con dos bridas sobre el brazo para atar a la yunta. De la cocina, situada en el piso de abajo, subían ruidos.
Babe hundió la cabeza en la palangana y se sacudió el agua, como un perrillo, antes de secarse con la toalla. Cogiendo una camisa y unos pantalones limpios se dirigió al rellano de la escalera. Se puso la camisa y comenzó su diario ritual con los pantalones: un escalón, una pierna introducida en la pernera izquierda; otro escalón, la otra pierna en la pernera derecha. Luego, saltando de escalón en escalón con los pies juntos y abrochándose un botón por cada peldaño, alcanzó el pie de la escalera completamente vestida, y entró corriendo en la cocina.
- ¿No ha vuelto tío Alton, mamá?
- Buenos días, Babe... No, cariño.
Clessa estaba demasiado tranquila, sonriendo demasiado, pensó Babe sagazmente. Se notaba que no era feliz.
- ¿Adónde fue, mamá?
- No lo sabemos, Babe. Siéntate a desayunar.
- ¿Qué es un bastardo, mamá? - preguntó de pronto Babe.
A su madre casi se le cae la fuente que estaba secando.
- ¡Babe! Te prohíbo que repitas esa palabra.
- ¡Oh, bueno!... Entonces, ¿por qué lo es el tío Alton?
La boca de Babe estaba llena de papilla.
- Un bas...
- ¡Babe!
- Muy bien, mamá - dijo con la boca llena -. Pero ¿por qué?
- Ya le dije anoche a Cory que no gritara tanto - dijo Clessa medio para sí.
- Bueno, signifique lo que signifique, él no lo es - dijo Babe con firmeza - ¿Salió a cazar otra vez?
- Fue a buscar a Kimbo, cariño.
- ¿A Kimbo? ¡Oh mamá! ¿Se ha marchado Kimbo también? ¿Tampoco volverá él?
- No, cariño... Por favor, Babe, deja de hacer preguntas.
- Muy bien... ¿Adónde crees que fueron?
- A los bosques del Norte... Estate quieta.
Babe engullía deprisa su desayuno. De pronto se le ocurrió una idea y, a medida que la iba pensando, comenzó a comer más despacio, más despacio, lanzando miradas a su madre por entre las pestañas de sus semicerrados ojos. Alguien debía avisarle, prevenirle...
Babe se hallaba a medio camino de los bosques cuando el fusil de Alton envió estruendosos ecos valle arriba, valle abajo...
Cory se hallaba en la parte meridional de la granja, guiando el arado y maldiciendo a la yunta de caballos grises, cuando oyó el fusil.
- ¡Hop! - gritó a los caballos, y se sentó un momento a escuchar -. Uno, dos, tres..., ¡cuatro! - contó -. Vio a alguien y le disparó. Tuvo oportunidad de tirarle otra vez y lo hizo, con todo cuidado. ¡Dios mío!
Sacó el arado y condujo a la yunta a la sombra de tres robles. Sujetó las patas de los animales con unas correas y se encaminó al bosque.
- Alton es un asesino - murmuró, y dio la vuelta para dirigirse a su casa en busca del fusil.
Clessa se hallaba en pie en la parte exterior de la puerta.
- ¡Tráeme los cartuchos! - gruñó Cory, entrando corriendo en la casa.
Clessa le siguió. Cory se estaba metiendo el cuchillo de caza en el cinturón cuando su mujer apareció con la caja de cartuchos.
- Cory...
- ¿Oíste el fusil? Alton ha perdido la chaveta. No desperdicia un cartucho. Disparó contra alguien, estoy seguro; cuando yo le vi, no estaba gastando bromas. Estaba dispuesto a cazar a un hombre... Dame mi fusil.
- Cory, Babe...
- Procura que no salga de aquí. ¡Oh Dios! Esto es un trastorno. No puedo resistirlo más.
Cory corrió hacia la puerta.
Clessa le agarró del brazo.
- Cory, estoy tratando de decírtelo... Babe no está aquí... La he llamado y no está.
La cara de Cory, dura, joven y vieja a la vez, se descompuso.
- Babe... ¿Cuándo la viste por última vez?
- Durante el desayuno.
Clessa estaba ahora llorando.
- ¿Te dijo adónde iba?
- No. Me hizo una serie de preguntas sobre Alton: adónde había ido...
- ¿Se lo dijiste?
Los ojos de Clessa se dilataron y asintió con la cabeza, mordiéndose el dorso de la mano.
- No deberías habérselo dicho, Clessa - gritó.
Y echó a correr hacia los bosques. Clessa le vio marchar, y en ese momento ella se hubiese matado.
Cory corría con la cabeza levantada avanzando con las piernas, con los pulmones, con los ojos, a lo largo del sendero. Subió la pendiente que conducía a los bosques, faltándole la respiración tras cuarenta y cinco minutos incesantes de carrera. Todavía no pudo notar en el aire el fétido olor a moho.
Captó un movimiento en una espesura que se alzaba a su derecha y se lanzó hacia allí. Luchando por recuperar el resuello, trepó hasta que pudo ver claramente. Sí, allí había algo: una cosa negra, que estaba inmóvil. Cory relajó las piernas y el torso completamente para facilitar las palpitaciones de su corazón y, lentamente, alzó el fusil hasta que lo tuvo apuntado sobre la cosa oculta entre la espesura.
- ¡Salga de ahí - gritó Cory, cuando le fue posible hablar.
No sucedió nada.
Hubo un instante de silencio, y sus dedos se posaron sobre el gatillo.
- ¡Usted lo ha querido! - gritó.
Y cuando disparó, la cosa saltó a un lado, hacia el espacio abierto, chillando.
Era un hombrecillo delgado, vestido de negro sepulcral, y con la cara de niño más rubicunda que jamás viera Cory. La cara estaba descompuesta de miedo y de dolor. El hombre se puso en pie y, saltando arriba y abajo, dijo una y otra vez:
- ¡Oh, mi mano! ¡No vuelva a disparar! ¡Oh, mi mano! ¡No dispare!...
Al cabo de un rato, cuando Cory se acercó a él se quedó quieto. El individuo miró al granjero con sus tristes ojos azulados.
- No dispare - dijo, reprobador, alzando una manita ensangrentada -. ¡Oh, Dios mío!
Cory preguntó:
- ¿Quién demonios es usted?
Al hombre le dio un ataque histérico, soltando por su boca tal cúmulo de frases entrecortadas que Cory retrocedió un paso y casi alzó el fusil para autodefenderse. Lo que decía era principalmente:
- Perdí mi documentación... Yo no lo hice... Fue horrible. Horrible. Horrible... El hombre muerto... ¡Oh, no dispare!
Cory intentó por dos veces hacerle una pregunta. Entonces se acercó y le asestó un puñetazo. El tipo cayó al suelo, gritando, gimiendo, llorando y poniendo su ensangrentada mano en la boca, donde Cory le había golpeado.
- Ahora dígame qué ha pasado aquí.
El hombre rodó sobre sí mismo y se sentó en el suelo.
- ¡Yo no lo hice! - repitió, sorbiendo -. No, no. Venía caminando por aquí y oí el fusil... y algo así como una maldición y un aullido espantoso... Acudí corriendo y miré, y vi al hombre muerto... Entonces, eché a correr y usted llegó... Yo me oculté y usted disparó... Y yo...
- ¡Cállese!
El hombre se calló, como si hubieran echado un cerrojo en la boca.
- Bien, ¿dice usted que hay un muerto? - preguntó Cory señalando el sendero.
El hombre asintió con la cabeza y empezó a llorar de veras. Cory le ayudó a levantarse.
- Siga usted sendero abajo y encontrará la casa de mi granja - le dijo -. Dígale a mi mujer que le cure la mano. No diga nada más. Y espere hasta que yo regrese. ¿Lo oye?
- Sí. Gracias. ¡Oh!, muchas gracias...
- Márchese ahora...
Cory le dio un afectuoso empujón hacia la dirección indicada y se dirigió solo, helado de miedo, sendero arriba hacia el lugar donde encontrara a Alton la noche anterior.
Allí le encontró ahora también... y a Kimbo. Kimbo y Alton habían sido durante muchísimos años los mejores amigos del mundo: habían cazado, luchado y dormido juntos, y, ahora, la vida de ambos había terminado, esa vida que ambos habían dedicado incondicionalmente el uno al otro. Estaban muertos juntos.
Era terrible que hubiesen muerto de la misma forma. Cory Drew era hombre duro; pero sollozó y estuvo a punto de desmayarse al ver lo que la cosa del moho había hecho a su hermano y al perro de su hermano.

El hombrecillo vestido de negro corría sendero abajo, sollozando y agarrándose la mano herida como si creyese que con eso se le curaría. Tras unos instantes los sollozos cesaron, y la precipitada carrera se transformó en tranquilo paso, como si el escandaloso horror de la última hora hubiera amainado. Por dos veces suspiró profundamente y exclamó:
- ¡Dios mío!
Y se sintió casi normal. Se ató un pañuelo de hilo a la muñeca, pero la mano continuó sangrando. Se ató por el codo, pero aquello le produjo mayor dolor. Por tanto, volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo y se dedicó a bambolear tontamente la mano en el aire hasta que se le coaguló la sangre. No vio el espantoso horror húmedo que caminaba pesadamente detrás de él, pero su nariz percibió la inmundicia.
El monstruo tenía tres agujeros muy juntos en el pecho y otro en el centro de su viscosa frente. Eran las marcas donde habían dado las balas disparadas por el fusil de Alton Drew, que le atravesaron. La mitad de la informe cara del monstruo había desaparecido y existía un profundo desconchón en su hombro. Fue ahí donde le golpeó la culata del fusil de Alton Drew cuando se dio cuenta de que las cuatro balas no le habían matado. Cuando estas cosas sucedieron, el monstruo no se mostró rabioso ni dolorido. Lo único que se preguntó fue por qué Alton Drew actuaba de tal forma. Ahora seguía al hombrecillo sin precipitarse en absoluto, siguiendo sus huellas paso a paso y dejando pequeñas partículas de podredumbre detrás de él.
El hombrecillo, siguiendo su camino, salió del bosque y apoyó la espalda contra un enorme árbol que se alzaba en la linde de la selva. Meditó. Bastantes cosas le habían sucedido a él aquí. ¿Qué ventaja le proporcionaría quedarse para enfrentarse con la investigación de un crimen, un crimen horrible, solo por continuar esa vaga y estúpida búsqueda? Se suponía que era la casa en ruina de un viejo, de un viejo cazador, enclavada profundamente en alguna parte de este bosque, y tal vez le haría perder la prueba que él necesitaba. Pero aquél era un informe vago..., lo bastante vago para que se olvidase sin pena. Sería la mayor de las locuras quedarse para complicarse en el barullo que seguiría a ese feo asunto del bosque. Ergo, seria ridículo seguir el consejo del granjero, ir a su casa y esperar a que regresase. No. Volvería a la ciudad.
El monstruo se apoyó contra el otro lado del grueso tronco.
El hombrecillo resopló molesto al percibir un repentino olor nauseabundo, a podrido. Sacó el pañuelo, lo manoseó y se le cayó. Cuando se agachó para recogerlo, el brazo del monstruo zurró con toda su fuerza el aire donde había estado la cabeza del hombrecillo..., un golpe que, con toda seguridad, hubiese destrozado aquella protuberancia con cara aniñada. El hombre se irguió, y se hubiera puesto el pañuelo en la nariz si no hubiese estado tan ensangrentado. La criatura que estaba detrás del árbol levantó el brazo otra vez en el momento en que el hombrecillo tiraba el pañuelo y avanzaba hacia el campo, atravesándolo para alcanzar la distante carretera principal que le conduciría a la ciudad. El monstruo se arrojó sobre el pañuelo, lo cogió, lo estudió, lo desgarró en varios trozos e inspeccionó los andrajos. Entonces, mirando vacuamente a la forma del hombrecillo, que iba desvaneciéndose en la distancia, y no considerándolo ya interesante, dio la vuelta y se internó en el bosque.

Babe emprendió una carrera al oír los tiros. Era importante avisar al tío Alton sobre lo que su padre había dicho, pero era más interesante averiguar lo que había cazado. ¡Oh, habría cazado en seguida! Tío Alton nunca disparaba sin matar. Esta vez era la primera que ella le había oído disparar de tal forma. Debía de ser un oso, pensó la niña, nerviosa, tropezando en una raíz, cayéndose cuan larga era, poniéndose en pie otra vez, sin notar la voltereta. Le gustaría tener otra piel de oso en su dormitorio. ¿Dónde la pondría? Tal vez la curtieran y le sirviera de colcha. Tío Alton se sentaría en ella por las noches y le leería cuentos... ¡Oh, no! No podría ser. ¡Con el disgusto que había entre papá y él!... ¡Oh, si ella pudiese hacer algo!... Intentó correr más de prisa, inquieta y precavida; pero le faltaba la respiración y, poco a poco, fue aminorando el paso cada vez más.
En lo alto de la cuesta, junto a la linde del bosque, se paró y miró hacia atrás. Abajo, en el valle, se hallaba la dehesa. La registró con todo cuidado, buscando a su padre. Los viejos y los nuevos surcos estaban perfectamente definidos, y sus sagaces ojos vieron inmediatamente que Cory había sacado el arado y llevado a la yunta a la sombra de los tres robles, sin terminar de arar. Eso no era verosímil en él. Ahora podía ver la yunta, pero no la camisa azul clara de Cory. Se rió para sí al pensar en la forma en que chasquearía a su padre. Pero la risita se cortó de golpe cuando oyó el grito de agonía de su tío Alton.
Alcanzó el sendero y lo cruzó, deslizándose a través de la espesura que se alzaba junto a él. Los tiros se habían oído procedentes de alguna parte de por allí. Babe se paró y escuchó varias veces y, de pronto, oyó que algo venía hacia ella, muy de prisa. Se puso a cubierto, aterrorizada, y la cara aniñada de un hombrecillo vestido de negro, con los ojos azules desmesuradamente abiertos de terror, pasó, ciego, junto a ella, golpeando contra las ramas la cartera de piel que llevaba en la mano. La hizo girar un momento y la arrojó lejos, cayendo justamente delante de la niña. El hombre no vio a Babe en ningún momento.
Babe permaneció allí un buen rato; luego, recogió la cartera y se introdujo en el bosque. Las cosas sucedían demasiado de prisa para ella. Necesitaba a tío Alton, pero no se atrevía a llamarlo. Se paró otra vez y aguzó los oídos. Detrás, hacia la linde del bosque, oyó la voz de su padre, y la de otro..., probablemente la del hombre que había arrojado la cartera. No se atrevió a continuar. Llena de indecible horror, pensaba de prisa; luego, chascó los dedos, triunfal. Ella y tío Alton habían jugado mucho a los indios; poseían un repertorio completo de señales secretas. Ella había practicado el reclamo de los pájaros hasta que lo supo hacer mejor que ellos mismos. ¿Qué haría? ¡Ah..., el gallo azul! Echó para atrás la cabeza y por no se sabe qué alquimia juvenil produjo un grito que hubiera envidiado cualquier gallo azul que hubiese pasado volando por allí. Lo repitió... Luego, dos veces más.
La respuesta fue inmediata: el reclamo de un gallo azul, cuatro veces, espaciado de dos en dos. Babe movió la cabeza completamente feliz. Ésa era la señal de que se reunirían inmediatamente en El Lugar. El Lugar era un escondrijo que tío Alton había descubierto y que compartía con ella. Ninguna otra persona lo conocía: un ángulo rocoso, junto a un arroyo, no lejos de allí. No era exactamente una cueva, pero casi. Lo suficiente para estar metidos. Babe corrió feliz hacia el arroyo. Había estado segura de que tío Alton recordaría la llamada del gallo azul, y lo que significaba.
En el árbol que se arqueaba sobre el cuerpo destrozado de Alton, un gallo azul se limpiaba las plumas y se calentaba al sol. Completamente inconsciente de la presencia de la muerte, apenas notó el grito realista de Babe, y gritó cuatro veces, espaciadas de dos en dos.

Cory tardó un minuto en recobrarse de lo que había visto. Se alejó de allí para apoyarse, indolente, contra un pino, sollozando. Alton. Allí estaba Alton, tendido en el suelo..., despedazado.
- ¡Dios!... ¡Dios, Dios, Dios!...
Poco a poco volvió a ser dueño de sí y se obligó a volver allí de nuevo. Andando con todo cuidado, se agachó para recoger el fusil. El cañón estaba limpio y brillante; pero la culata estaba impregnada de algo que era una especie de inmunda carroña. ¿Dónde había visto antes esa inmundicia? En alguna parte.... ¡qué importaba! La limpió, con su mirada ausente, tirando después el trapo ensuciado. Por su mente cruzaron las palabras de Alton..., ¿fue anoche solamente?..., diciéndole:
- Empezaré el rastreo... y lo continuaré hasta que encuentre quién hizo esta faena a «Kimbo».
Cory buscó ansiosamente hasta que encontró la caja de cartuchos de Alton. La caja estaba húmeda y pegajosa. Esto, en cierto modo, le servía mejor. Una bala mojada con la sangre de Alton era lo más apropiado que podía utilizar. Se alejó una corta distancia y anduvo en círculo hasta que encontró profundas huellas. Luego regresó al lado de su hermano.
- Muchacho, yo me encargaré ahora del rastreo - murmuró. Y empezó.
Siguió, a través de la espesura, la inconstante pista, sorprendido de la cantidad de inmundo moho que la rodeaba y asociándolo con lo que había matado a su hermano. Para él no existía ya en el mundo más que odio y tenacidad. Maldiciéndose por no haber obligado a Alton a regresar anoche con él a casa, siguió el rastro hasta la linde de los bosques. Le condujo hasta un grueso árbol, y allí vio algo más: las huellas del hombrecillo de la ciudad. También se veían por el suelo unos guiñapos de tela manchados de sangre, y... ¿Qué era eso?
Otra serie de huellas... más pequeñas, y algo así como si hubieran corrido de puntillas.
- ¡Babe!
No tuvo respuesta. El viento suspiró. En alguna parte, un gallo azul lanzó su reclamo.
Babe se paró y se volvió cuando oyó la voz de su padre, amortiguada por la distancia, conmovida.
- Escúchame, cariño - canturreó deliciosamente -. Sí, parece triste.
Le envió un reclamo de gallo azul y echó a correr hacia El Lugar.
Era una peña gigantesca junto al arroyo. Alguna erupción durante la era glacial la había rajado en forma de V gigantesca. La parte más ancha de la raja se apoyaba en la orilla del agua y la más estrecha estaba oculta entre los arbustos. Formaba una especie de cuartito sin techo, desigual, lleno de agujeros y de cuevecitas en el interior, y también poseía un suelo completamente nivelado. La abertura se hallaba a la orilla del arroyo.
Babe apartó los arbustos hacia un lado y miró al interior de la abertura.
- ¡Tío Alton! - llamó en voz baja.
No le contestó nadie.
- ¡Oh! Bueno, vendría ya para acá.
Se deslizó dentro y se acomodó en el suelo.
A Babe le gustaba estar ahí. Estaba sombrío y frío, y el cantarino arroyo lo llenaba con sus risas, y el agua lanzaba reflejos dorados al interior. Volvió a llamar, como regla de conducta, y luego se apoyó contra un saliente para esperar. Fue entonces cuando se dio cuenta de que aún llevaba en la mano la cartera de piel del hombrecillo.
Le dio la vuelta un par de veces y luego la abrió. Estaba dividida en dos compartimentos. En uno de ellos había unos cuantos papeles metidos en un sobre grande, de color amarillo; en el otro, varios emparedados, una barra de chocolate y una manzana. Babe aceptó todo aquello con complacencia juvenil, considerándolo como un maná caído del cielo. Separó un emparedado para Alton, principalmente porque a ella no le gustaban con tanta especia. Lo demás constituyó para la niña un festín.
Se sintió un poco descorazonada porque Alton no llegaba. Ya hasta se había comido el corazón de la manzana. Se puso en pie y trató de alcanzar algunas de las ramitas que arrastraba el arroyo; luego, volvió a sentarse, intentando recordar algunos de los cuentos que conocía... todo para entretener la espera. Al fin, desesperada, volvió a dedicarse a la cartera, sacó los papeles del sobre, los extendió sobre la pared rocosa y empezó a leerlos. En cierto modo, era una forma de pasar el rato.
Había un periódico viejo y roto que relataba los extraños testamentos que hacían las gentes: una anciana dejó, en cierta ocasión, una fabulosa cantidad de dinero a quienquiera que hiciese un viaje de la Tierra a la Luna y regresase; otra había dejado una casa para los gatos cuyos amos hubiesen muerto; un hombre dejó mil dólares a la primera persona que resolviese cierto problema matemático y demostrase su solución. Pero uno de los párrafos estaba señalado con lápiz azul. Decía:
«Uno de los testamentos más extraños aún en vigencia, es el de Thaddeus M. Kirk, que murió en 1920 Al parecer, construyó un complicado mausoleo con sepulturas abovedadas para todos los componentes de su familia. Recogió y trasladó ataúdes de todo el país para llenar los designados nichos. Kirk fue el último de su estirpe. Cuando él murió, ya no quedaban parientes. Su testamento estableció que el mausoleo sería cuidado permanentemente, apartándose una cantidad para recompensar a quienquiera que encontrase el cadáver de su abuelo, Roger Kirk, cuyo nicho continuaba vacío. Así, pues, cualquiera que encuentre ese cadáver recibirá una fabulosa fortuna.»
Babe bostezó al leer eso; pero continuó leyendo, porque no tenía otra cosa que hacer. Lo siguiente era una gruesa hoja de papel comercial, que llevaba membrete de una firma de abogados. El texto decía:
«En relación a su requerimiento sobre el testamento de Thaddeus Kirk, estamos autorizados para declarar que su abuelo era un hombre de un metro sesenta y tres centímetros, con el brazo izquierdo roto, y que tenía en el cráneo una plaquita de plata triangular. Desapareció, siendo declarado muerto legalmente tras un plazo de catorce años.
»La calidad de la recompensa establecida en el testamento, más los intereses acumulados, asciende en la actualidad a más de 62.000 dólares. Será pagada a cualquiera que encuentre el cadáver, siempre que dicho cadáver se ajuste y coincida con las descripciones insertadas en nuestros legajos privados».
Continuaba, pero Babe estaba aburrida. Ahora se dedicó al cuadernillo de notas. No contenía nada, excepto algunas notas muy abreviadas de visitas a bibliotecas; citas de libros con títulos como Historia de Angelina y Tyler Counties e Historia de la familia Kirk. Babe lo dejó aparte también. ¿Dónde estaría metido el tío Alton?
Comenzó a canturrear en voz baja:
- Tumalamatum tum, ta ta ta...
Se puso a bailar un minuto, haciendo girar la falda, como había visto a una chica de una película. Un ruidito en los arbustos de la entrada a El Lugar hizo que se parara. Miró hacia afuera y vio, entonces, que los estaban separando. Rápidamente, la niña corrió hacia un pequeño agujero hecho en la pared rocosa, lo suficientemente grande para ocultarla. Se rió entre dientes al pensar la sorpresa que se llevaría su tío Alton cuando le saltase encima.
Oyó al recién llegado bajar, haciendo esfuerzos, por el empapado declive de la abertura y pisando con fuerza el suelo. Había algo en ese ruido... ¿Qué era? Pensó que, aunque era trabajoso para un hombre tan corpulento como tío Alton pasar por la estrecha abertura abierta entre los arbustos, no le oía, sin embargo, jadear. ¡Ni oyó respiración alguna!
Babe miró a la cueva principal y casi gritó de terror. En pie, allí, estaba, no el tío Alton, sino una maciza caricatura humana: una cosa enorme como un muñeco irregular de barro, toscamente hecho. Aquella cosa temblaba; parte de ella relucía y parte de ella estaba seca y desmoronada. La mitad de la parte izquierda más baja de su cara había desaparecido, dándole aspecto de podado. No tenía boca ni nariz perceptibles, y sus ojos estaban desnivelados: uno más alto que otro, y ambos de un color castaño oscuro, sin ninguna porción blanca. Permanecía completamente inmóvil, mirándola. Su único movimiento era un pesado temblor sin vida.
Se preguntaba qué era ese extraño ruidito que había hecho Babe.
Babe se apretaba más contra la pared del fondo de aquella diminuta guarida de piedra, con su cerebro dando vueltas en reducidos círculos de agonía. Abrió la boca para gritar, y no pudo. Se le salían los ojos de las órbitas y enrojecía su cara con el reprimido esfuerzo, y las dos trenzas doradas de su cabello se estremecían espasmódicamente mientras buscaba desesperada un sitio por donde huir. ¡Si estuviera en el espacio abierto... o en la puerta de la cueva donde se hallaba aquella cosa..., o en su casa, en la cama!...
La cosa avanzó hacia ella, sin expresión, moviéndose con una decisión que constituía el máximo de horror. Babe permanecía con los ojos muy abiertos y helada; la presión del horror iba aumentando, inmovilizándole los pulmones, haciendo que su corazón palpitase desordenadamente. El monstruo alcanzó la boca del refugio y trató de avanzar hacia la niña pero se lo impidió la pared. La entrada era demasiado angosta. Babe pasaba por ella con gran trabajo. La cosa del bosque se apretó contra la roca, presionándola cada vez más para coger a Babe. La niña se levantó lentamente. Estaba tan próxima a la cosa que su olor era tan fuerte que «lo veía», y, de pronto, una alocada esperanza brotó de su miedo sin voz. ¡Eso no la cogería! ¡No la cogería... porque era demasiado grande!
Lentamente, la sustancia de sus pies se extendió bajo el tremendo esfuerzo y en sus hombros apareció una ligera grieta. Se vació cuando el monstruo se apretó inútilmente contra la piedra y, se repente, un gran trozo de hombre se vino abajo y el ser se retorció cubierto de grasa y avanzó unos centímetros. Permaneció inmóvil con sus ojos nublados fijos en la niña. Luego, alzó un poderoso brazo por encima de su cabeza y golpeó.
Babe, apretujada contra la pared tanto como le era posible, no pudo evitar que la asquerosa mano en forma de maza le golpeara la espalda, dejándole un reguero de inmundicia en el azul de la blusa que llevaba puesta. El monstruo se enfureció de repente y, avanzando más, ganó el pequeño espacio que aún le separaba de la niña. Una mano negra agarró una de sus trenzas, y Babe se desmayó.
Cuando volvió en sí, la trenza aún continuaba sujeta por aquella mano en forma de garra. La cosa la alzó, de modo que la cara de la niña y la informe cabeza quedaron a pocos centímetros la una de la otra. Con apacible curiosidad, el monstruo la miro a los ojos, y lenta, pero fuertemente, la echó hacia atrás. El dolor que le produjo el tirón de pelo hizo lo que el miedo no pudo hacer: devolverle la voz. Gritó. Abrió la boca y arrojó por ella todo el esfuerzo de sus poderosos y jóvenes pulmones: gritó. Conservando la garganta en la posición del primer grito, su pecho consiguió llenarse nuevamente de aire. Sus gritos eran monótonos, agudos, infinitamente penetrantes.
A la cosa no le importó. La sostenía de la misma forma, observándola. Cuando hubo aprendido todo cuanto pudo de ese fenómeno, la dejó caer y miró en torno a la reducida cueva, ignorando a la aturdida y golpeada Babe. Cogió la cartera de piel y la partió en dos como si fuera un pedazo de tela. Vio el emparedado que Babe había reservado, lo agarró, lo dividió y lo tiró.
Babe abrió los ojos, se dio cuenta de que estaba libre y, mientras la cosa le volvía la espalda se deslizó por entre sus patas y salió al pequeño estanque que se extendía delante de la roca, lo cruzó y alcanzó la otra orilla, llorando. Un ligero y malvado destello de furor ardió en ella. Cogió una piedra del tamaño de una pamplemusa y la arrojó con toda su fuerza. La piedra voló baja y rápida, golpeando con precisión el tobillo del monstruo. La cosa estaba en aquel instante avanzando hacia el agua. La piedra le pegó, haciéndole perder el equilibrio. Durante un largo y silencioso momento, vaciló en la orilla del estanque. Sin dirigirle una segunda mirada, Babe se alejó corriendo y llorando.

Cory Drew seguía los pequeños restos de masa que, en cierto modo, constituían la prueba del paso del asesino, y estaba próximo cuando oyó el primer grito de la niña. Echó a correr, tirando su fusil y alzando el de su hermano, listo para disparar. Corría con tal pánico mortal en su corazón que pasó como una exhalación por delante de la gigantesca roca rajada y estaba a cien metros más allá antes de que la niña atravesara como un relámpago el estanque y alcanzara la otra orilla. Cory tuvo que correr muy de prisa para alcanzarla; porque, algo detrás de ella, iba ese horror sin cara de la cueva, y la niña vivía en la única idea de alejarse lo más posible de allí. Cory la cogió en sus brazos y la apretó contra sí, y la niña grito, gritó, gritó...
Babe no vio a Cory en absoluto, cuando él la alzó y la tranquilizó.
El monstruo yacía en el agua. Ni le gustaba ni le disgustaba este nuevo elemento. Permaneció en el fondo, su masiva cabeza a varios centímetros por debajo de la superficie, y, curiosamente, consideraba los hechos que había presenciado: el ligero zumbido de la voz de Babe, que envió al monstruo a indagar dentro de la cueva; la negra materia de la cartera de piel, que resistió mucho más que las cosas verdes cuando la rompió; la pequeña dos piernas, que cantó y le hizo acercarse, y que gritó cuando él llegó; esta nueva cosa fría y movediza donde él había caído... Su cuerpo se estaba lavando. Eso no le sucedió nunca antes. Eso era interesante. El monstruo decidió quedarse allí para observar esta nueva cosa. No tenía prisa para salir de ella. Sólo sentía curiosidad.
El arroyo bajaba, reidor, de su manantial, guiñando a los rayos del sol y abrazando a los arroyuelos y a los riachuelos a su paso. Gritaba y jugaba con las pequeñas raíces, con las ramitas y con las hojas. Era un arroyo feliz. Cuando llegó al pequeño estanque, que estaba junto a la roca, encontró allí al monstruo y lo envolvió. Lavó sus sustancias, arrancó sus inmundicias, y las aguas se llevaron, río abajo, la cosa arremolinada oscuramente con su diluida materia. Era un arroyo perfecto. Lavaba, persistentemente, todo lo que tocaba. Donde encontraba suciedad, la arrastraba, y si había montones y montones de inmundicias, entonces las iba quitando poco a poco. Era un arroyo magnifico. No le importaba el veneno del monstruo, sino que lo cogió, lo adelgazó y lo extendió en pequeños círculos por las rocas que se alzaban en su curso, y las plantas acuáticas se beneficiaron tanto con aquel abono que crecieron más verdes y más lozanas. Y el monstruo se fundió.
«Soy muy pequeño - pensó la cosa -. Es interesante. Ahora no me puedo mover. Y, ahora, esta parte mía que piensa se va también. Parará en el momento oportuno y se juntará con el resto del cuerpo. Dejaré de pensar y dejaré de ser..., y eso es también muy interesante.»
Así, pues, el monstruo se deshizo y ensució el agua; pero el agua volvió a quedar limpia otra vez, lavando y lavando el esqueleto que el monstruo había dejado. No era muy grande, y el brazo izquierdo, que había estado roto, estaba mal ligado. Los rayos del sol chispearon en una plaquita de plata triangular colocada en el pelado cráneo. El esqueleto estaba muy limpio ahora. El arroyo rió por tal motivo durante toda una época.

Seis hombres mal encarados, que vinieron a buscar al asesino, encontraron el esqueleto. Ninguno creyó a Babe cuando, días más tarde, contó su relato. Tuvo que ser días más tarde, porque Babe había llorado sin parar durante siete días, y toda una jornada permaneció como muerta. Nadie la creyó, porque su relato hablaba siempre de un hombre malo, y ellos sabían que el hombre malo era simplemente una cosa que su padre había inventado para asustarla. Pero el esqueleto se encontró gracias a ella, y por eso los banqueros enviaron a los Drew un cheque por una cantidad en la que nunca habían soñado. Aquel esqueleto era, sin duda alguna, el del viejo Roger Kirk, aunque lo encontraron a diez kilómetros de donde había muerto y de donde fue enterrado: el suelo del bosque, donde el moho caliente se estableció alrededor de su esqueleto e hizo surgir... un monstruo.
Así, pues, los Drew tuvieron un nuevo granero y una nueva ganadería, y contrataron a cuatro hombres. Pero no tenían a Alton. Ni a Kimbo. Y Babe llora por las noches y cada vez está más delgada.

FIN


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