Vivir en un cuarto piso sin ascensor era parte de su venganza, como para decirle a Alice:
«Échame de la casa, si quieres. Viviré en un sórdido inquilinato del Bronx donde cuatro apartamentos comparten el lavabo. Mis camisas quedarán sin planchar, mi corbata estará siempre torcida. ¿Ves lo que me has hecho?»
Pero cuando le habló a Alice del apartamento, ella sólo rió amargamente y dijo:
— Basta, Howard. No me prestaré a esos juegos. Al final siempre acabas ganando.
Fingió no interesarse más en él, pero Howard no era tonto. Conocía a las personas, sabía qué querían, y Alice lo quería a él. Era su carta de triunfo en esta relación: que ella lo quisiera más de lo que él la quería a ella. Pensaba en esta cuestión a menudo: durante su trabajo en las oficinas de Humboldt & Breinhardt, diseñadores; durante el almuerzo en un tugurio (parte del castigo); en el metro, camino de regreso a su apartamento (Alice se había quedado con el Lincoln Continental). Pensaba en lo mucho que ella lo quería. Pero aún recordaba lo que Alice había dicho el día en que lo echó:
«Si te acercas a Rhiannon te mataré.»
No recordaba por qué lo había dicho. No recordaba ni intentaba recordar, pues le incomodaba pensar en ello y Howard quería estar cómodo. Otros pasaban horas y días tratando de conciliarse consigo mismos, pero Howard ya estaba conciliado. A sus anchas. Feliz. Estoy bien, estoy bien, estoy bien. A la mierda. «Si dejas que te hagan sentir mal —decía Howard—, te manipulan y pueden dirigir tu vida.» Howard manipulaba a los demás, pero los demás nunca manipulaban a Howard.
Aún no era invierno pero hacía un frío del demonio a las tres de la madrugada, cuando Howard regresó de la fiesta de Stu. Una fiesta indispensable si querías progresar en Humboldt & Breindhardt. La fea esposa de Stu intentaba ser seductora, pero Howard se hizo el inocente y la puso tan incómoda que al final ella desistió. Howard estaba alerta a los chismes oficinescos y sabía que muchos se habían ido de la compañía prematuramente porque los habían sorprendido, como quien dice, con los pantalones en los tobillos. Claro que los pantalones de Howard no eran una barrera impenetrable. Llevó a Dolores al dormitorio y la acusó de estropearle la vida.
—Son esos pequeños detalles —insistió—. Sé que no es tu intención, pero tienes que detenerte.
—¿Qué detalles? —preguntó Dolores, incrédula pero incómoda (pues tenía la franca intención de hacer felices a los demás).
—Sabes cuánto me gustas.
—No. Jamás... nunca se me había ocurrido.
Howard aparentó timidez, confusión. No sentía ninguna de ambas cosas.
—Pues entonces... bien, entonces, yo... me equivocaba. Lo siento. Creía que lo hacías adrede.
—¿Que hacía qué?
—Despreciarme... no importa, parezco un adolescente, pequeñas cosas... Demonios, Dolores, estaba enamorado como un chiquillo tonto...
—Howard, ni siquiera sabía que te estaba haciendo sufrir.
—Dios, qué insensible —dijo Howard, con tono lastimero.
—Oh, Howard, ¿tanto significo para ti?
Howard gimoteó ambiguamente. Dolores se sintió mal, dispuesta a cualquier cosa con tal de recobrar la tranquilidad de conciencia. Se sintió tan mal que pasaron una grata media hora tratando de enderezar las cosas. En la oficina nadie había podido conquistar a Dolores. Pero Howard podía conquistar a cualquiera.
Subió la escalera del apartamento sintiéndose muy satisfecho de sí mismo. «No te necesito, Alice —se dijo—. No necesito a nadie, y no tengo a nadie.» Aún murmuraba esta cantinela cuando entró en el cuarto de baño compartido y encendió la luz.
Oyó un gorgoteo en el lavabo, un siseo. ¿Alguien estaba allí con la luz apagada? Howard fue al lavabo y no vio a nadie. Miró con mayor atención y vio un bebé de dos meses flotando en el inodoro. La nariz y los ojos asomaban apenas por encima del agua; parecía aterrado, con las piernas, las caderas y el vientre metidos en el tubo. Habían tratado de ahogarlo. Era inconcebible que alguien fuera tan cretino como para creer que el bebé pasaría por el tubo.
Por un momento pensó en dejarlo allí. Típica tentación de gran ciudad, no entrometerse aunque esto implicara una atrocidad. Salvar al bebé supondría inconvenientes, llamar a la policía, cuidar del crío en el apartamento, titulares en los periódicos, una noche presentando declaraciones. Howard estaba cansado. Howard quería acostarse.
Pero recordó las palabras de Alice:
«Ni siquiera eres humano, Howard. Eres un monstruo egoísta.» «No soy un monstruo», respondió en silencio, y tendió las manos para sacar al niño.
El bebé estaba atascado. El que había intentado matarlo lo había introducido con fuerza. Howard sintió un arrebato de franca indignación al pensar que alguien quisiera solucionar sus problemas matando a un inocente. Pero Howard no quería pensar en crímenes contra los inocentes, y además pronto tuvo otras preocupaciones.
Cuando el niño le cogió el brazo, Howard advirtió que tenía los dedos fusionados en aletas de hueso y piel. Pero las aletas le aferraron los brazos con insólita fuerza cuando Howard, hundiendo ambas manos en la taza del inodoro, trató de liberarlo.
El niño se desprendió con un ruido de succión y el agua retrocedió. Las piernas también estaban fusionadas en una sola extremidad cuya punta era espantosamente sinuosa. El niño era varón; los genitales, más grandes de lo normal, estaban inclinados hacia un lado. Y en vez de pies había dos aletas más, y cerca de la punta había manchas rojas que parecían llagas putrefactas. El niño sollozó, un maullido salvaje que le recordó a un perro que Howard había visto en sus estertores de agonía. (Howard se negó a recordar que él mismo había matado al perro arrojándolo a la calle frente a un coche, sólo para ver cómo se desviaba el conductor; el conductor no se desvió.)
«Incluso los deformes tienen derecho a la vida», pensó Howard, pero ahora, al coger al niño en brazos, sintió una revulsión que se tradujo en compasión por quienes habían intentado matar a la criatura, probablemente los padres. El niño alzó los brazos, y al desprenderse las aletas Howard sintió un dolor agudo y quemante que pronto se transformó en suplicio, pues estaba expuesto al aire. El brazo se le pobló de enormes llagas purulentas y sanguinolentas.
Howard tardó un instante en asociar las llagas con el bebé, que ya le apretaba las aletas de las piernas contra el vientre y las aletas de los brazos contra el pecho.
Las llagas del niño no eran llagas, sino potentes dispositivos de succión que se adherían con fuerza, arrancando la piel cuando se rompía el contacto. Trató de zafarse del niño, pero en cuanto se liberaba de una aleta ésta se adhería a otra parte, mientras Howard forcejeaba para liberarse de otra.
Lo que comenzó como un acto de caridad se había transformado en una lucha desaforada. Howard comprendió que no era un niño. Los niños no se aferraban con tal fuerza y la criatura tenía dientes que le lanzaban mordiscos a las manos y los brazos. Un rostro humano, pero no un ser humano. Howard se lanzó contra la pared, con la esperanza de aturdirlo para que cayera. La criatura se aferró con más fuerza y las llagas arreciaron su ataque. Al fin Howard logró arrancársela golpeándola contra el borde de la taza. Cayó al suelo y Howard retrocedió deprisa, inflamado por el dolor de una veintena de heridas.
Tenía que ser una pesadilla. En medio de la noche, en un cuarto de baño iluminado por una sola bombilla, con un remedo de humanidad contorsionándose en el suelo, Howard no podía creer que esto tuviera alguna realidad.
¿Sería una mutación que había logrado sobrevivir? Pero la criatura tenía más determinación y más dominio corporal que un bebé humano. Reptaba por el suelo mientras Howard, presa del dolor, observaba con pánico e indecisión. El bebé llegó a la pared y alzó una aleta. La succión lo sostuvo y el bebé comenzó a trepar. Mientras trepaba defecó, dejando una estela babosa y verde en la pared. Howard miró ese hilillo viscoso, se miró las llagas purulentas de los brazos.
¿Y si ese animal, o lo que fuera, no moría de su espantosa deformidad? ¿Y si vivía? ¿Y si lo encontraban, lo llevaban a un hospital, lo cuidaban? ¿Y si llegaba a adulto?
La criatura llegó al techo y giró, aferrándose al yeso, sin caer mientras se deslizaba cabeza abajo hacia la bombilla.
La cosa trataba de ponerse encima de Howard y los excrementos aún goteaban. La repulsión venció al miedo: Howard alzó los brazos, cogió al bebé por la espalda y, valiéndose de todo su peso, lo arrancó del techo. El bebé se contorsionó tratando de acercarle las ventosas, pero Howard resistió con todas sus fuerzas y logró encajarla de cabeza en la taza del inodoro. Lo sostuvo hasta que dejó de burbujear y se puso morado. Luego fue a su apartamento a buscar un cuchillo. Esa criatura tenía que desaparecer de la faz de la Tierra. Tenía que morir, y no debía quedar ningún indicio de que Howard la había matado.
Pronto encontró el cuchillo, pero se quedó unos instantes más para ponerse algo en las llagas. Sentía un ardor espantoso, pero pronto se le calmó. Se quitó la camisa, vaciló, se quitó toda la ropa, se puso la bata de baño y llevó una toalla. No quería mancharse la ropa de sangre.
Pero cuando llegó al lavabo, el niño no estaba en la taza. Howard se alarmó. ¿Alguien lo había descubierto ahogándose? ¿Alguien le había visto abandonar el cuarto de baño o, peor aún, regresar con el cuchillo? Miró alrededor. No había nada. Regresó al pasillo. Nadie.
Se quedó un instante en la puerta, preguntándose qué había ocurrido.
Un bulto le cayó sobre la cabeza y los hombros y las ventosas le rozaron la cara y la cabeza. Casi gritó, pero no quería despertar a nadie. El niño no se había ahogado, sino que se las había ingeniado para salir del inodoro y había aguardado su regreso encima de la puerta.
Una vez más forcejearon, y una vez más Howard se zafó de las aletas con ayuda de la taza, aunque esta vez le costó moverse porque tenía el niño encima y detrás. Fue una tarea extenuante. Tuvo que dejar el cuchillo para usar ambas manos, y cuando logró arrojar al niño al suelo sentía el ardor espantoso de otra docena de llagas. Como el niño estaba de bruces, Howard pudo cogerlo por detrás. Le aferró la nuca con una mano y empuñó el cuchillo con la otra. Lo llevó a la taza del váter.
Tuvo que hacer correr el agua dos veces para que se llevara la sangre y el pus. Howard se preguntó si el chico padecía una enfermedad. El fluido blanco era tan espeso y tan abundante como la sangre. Luego hizo correr el agua siete veces más para que arrastrase los trozos de la criatura. Aun después de la muerte, las ventosas se adherían con firmeza a la porcelana. Howard las desprendió con el cuchillo.
El niño desapareció al fin. Howard jadeaba de agotamiento, asqueado por la pestilencia y por el horror de lo que había hecho. Recordó el tufo de las tripas del perro arrollado por el coche y vomitó todo lo que había comido en la fiesta. Se sintió más limpio, purgado de esa fiesta; se dio una ducha, se sintió aún más limpio. Luego examinó el cuarto de baño para asegurarse de que no quedaban rastros de la lucha.
Se fue a acostar.
Le costó conciliar el sueño. Estaba demasiado nervioso. No podía quitarse de la cabeza que había cometido un asesinato (asesinato no, sólo la eliminación de algo demasiado inmundo para vivir). Trató de pensar en otras cosas. Proyectos laborales: pero los diseños siempre mostraban aletas. Sus hijos: pero los rostros se transformaban en el semblante feroz del monstruo escurridizo que acababa de matar. Alice: ah, pero pensar en Alice era peor que recordar a la criatura.
Cuando se durmió, soñó con su padre, quien había fallecido cuando él tenía diez años. Howard no evocó sus recuerdos habituales. No hubo largos paseos con su padre, ni partidos de baloncesto, ni excursiones de pesca. Esas cosas habían sucedido, pero esa noche, después de la lucha con el monstruo, Howard recordó cosas más tenebrosas que durante mucho tiempo había logrado ocultarse a sí mismo.
—No podemos comprarte una bicicleta de diez velocidades, Howie. No hasta que termine la huelga.
—Lo sé, papá. No puedes evitarlo. —Gesto valeroso—. No me importa. Cuando todos los chicos salgan a pasear en bici después de la escuela, me quedaré en casa a terminar los deberes.
—Hay muchos chicos que no tienen bicicletas de diez velocidades, Howie.
Howie —el pequeño Howard— se encogió de hombros y apartó los ojos para ocultar las lágrimas.
—Claro, muchos. Oye, papá, no te preocupes por mí. Howie sabe cuidar de sí mismo.
Vaya coraje. Vaya fortaleza. Le regalaron una bicicleta de diez velocidades al cabo de una semana. En el sueño, Howard logró establecer una asociación que nunca había podido admitir ante sí mismo. Su padre tenía un sofisticado equipo de radio en el garaje. Pero en ese momento adujo que se había cansado de él, lo vendió, trabajó un poco más en el jardín y aguantó el aburrimiento hasta que terminó la huelga y regresó a trabajar y murió en un accidente en el taller de laminación. El sueño de Howard concluyó frenéticamente: él cabalgaba a hombros de su padre tal como el monstruo había cabalgado esa noche sobre él. Empuñaba un cuchillo y apuñalaba a su padre en la garganta. Despertó con las primeras luces, antes de que sonara el despertador, sollozando y gimiendo.
—Lo maté, lo maté, lo maté. Se despabiló y vio la hora. Seis y media.
—Un sueño —suspiró. El sueño lo había despertador temprano, demasiado temprano, con una jaqueca y los ojos inflamados por el llanto. La almohada estaba empapada—. Esto sí es empezar el día con mal pie —masculló. Y, según su costumbre, se levantó, fue hasta la ventana y corrió la cortina.
En el cristal, adherido con las ventosas, estaba el niño. Se apretaba con fuerza, como si una potente succión le permitiera atravesar el vidrio sin romperlo. Desde abajo llegaban los bocinazos del tráfico de la madrugada, el estruendo de los camiones: pero el niño no parecía temer la altura, aunque no había cornisa que pudiera frenar su caída. Y parecía difícil que pudiera caerse. Miraba a Howard con ojos penetrantes.
Howard se había convencido de que el episodio de la noche anterior era una pesadilla espantosamente verosímil.
Retrocedió, observó fascinado al niño. El niño alzó una aleta, la posó a mayor altura, trepó a una posición desde donde podía mirar a Howard frente a frente. Lenta y metódicamente empezó a golpear el vidrio con la cabeza.
El dueño del edificio no era generoso con el mantenimiento. El cristal era delgado y Howard sabía que el niño no desistiría hasta haberlo roto para lanzarse sobre él.
Se puso a temblar. Se le cerró la garganta. Tenía un miedo espantoso. Lo de la noche anterior no era un sueño. La presencia del niño lo demostraba. Pero él había despedazado al niño. No podía estar vivo. El cristal temblaba y vibraba con cada cabezazo del niño.
El vidrio se resquebrajó en una cuarteadura que formaba una telaraña. La criatura estaba a punto de entrar. Howard cogió la única silla de la habitación y se la arrojó al niño, la lanzó contra la ventana. El cristal se quebró y el sol relumbró sobre los fragmentos que estallaban como una aureola reluciente alrededor del niño y de la silla.
Howard corrió hacia la ventana, miró hacia afuera, miró hacia abajo: el niño aterrizó bruscamente encima de un camión. El cuerpo quedó reducido a pulpa mientras fragmentos de silla y astillas de vidrio bailaban en torno al niño y caían en la calle y la acera.
El camión no se detuvo; se llevó el cuerpo destrozado, las astillas de cristal y el charco de sangre calle arriba. Howard corrió hacia la cama, se arrodilló, hundió la cara en la colcha, trató de dominarse. Le habían visto. La gente de la calle había mirado hacia arriba y le había visto en la ventana. La noche anterior había hecho todo lo posible para evitar que lo descubrieran, pero hoy era imposible evitarlo. Estaba arruinado. Pero no podía permitir que el niño entrara en la habitación.
Pisadas en la escalera. Pasos en el pasillo. Golpes en la puerta.
—¡Abra! ¡Eh, oiga!
«Si guardo silencio, se irán», pensó, sabiendo que era mentira. Debía levantarse, abrir. Pero no podía resignarse a abandonar el refugio de su cama.
—¡Oiga, hijo de puta...!
Las imprecaciones continuaron pero Howard no pudo moverse hasta que pensó que el niño podía estar bajo la cama, y en cuanto lo pensó sintió el roce de una aleta en el muslo, acariciándolo para adherirse...
Howard se levantó de un brinco y se fue hacia la puerta. La abrió de par en par, pues aunque la policía fuera a arrestarlo, lo protegería del monstruo que lo acechaba.
No era un policía. Era el hombre del primer piso que cobraba el alquiler.
—¡Hijo de puta irresponsable! —gritó el hombre, con la peluca mal colocada—. ¡Esa silla pudo golpear a cualquiera! ¡Esa ventana es cara! ¡Fuera! ¡Largo de aquí, enseguida, quiero que se vaya! ¡No me importa si está borracho...!
—Había una cosa en la ventana... una criatura...
El hombre lo miró fríamente, pero sus ojos destellaban de rabia. No, no rabia. Miedo. Howard comprendió que el hombre le tenía miedo.
—Éste es un lugar decente —murmuró el hombre—. Puede llevarse sus criaturas, su bebida y sus puñeteras alucinaciones. Y son cien pavos por la ventana, cien pavos ahora mismo, y tiene una hora para marcharse, ¿entiende? Una hora. O llamaré a la policía, ¿me ha oído?
—He oído.
Había oído. El hombre se marchó cuando Howard le dio cinco billetes de veinte. El hombre parecía evitar las manos de Howard, como si Howard se hubiera vuelto repulsivo. Bien, así era. Al menos, se había vuelto repulsivo para sí mismo. Cerró la puerta en cuanto el hombre se fue. Embaló las pocas pertenencias que había llevado al apartamento en dos maletas, bajó la escalera, cogió un taxi y fue a trabajar. El chófer lo miró con cara de pocos amigos, en silencio. A Howard no le importaba, sólo que el chófer seguía mirándolo por el espejo. Nerviosamente, como si temiera que Howard pudiera hacer o intentar algo raro. «No intentaré nada, —pensó Howard—. Soy un tipo decente.» Howard le dio una buena propina y le pagó veinte pavos para que llevara los bártulos a su casa de Queens, donde Alice bien podía guardarlos por un tiempo. Howard estaba harto de vivir en una habitación de alquiler.
Obviamente había sido una pesadilla, la noche anterior y esa mañana. Sólo él podía ver al monstruo. Sólo la silla y el cristal habían caído desde el cuarto piso, a juzgar por la reacción del encargado.
Claro que el bebé había caído en el camión, y quizá fuera real, y quizá lo descubrieran más tarde en Nueva Jersey o Pennsylvania.
No podía ser real. Lo había matado la noche anterior y por la mañana aparecía entero. Una pesadilla. «No he matado a nadie», insistía Howard. («Excepto el perro. Excepto a papá», le susurró en la mente una voz nueva y desagradable.)
El trabajo. Trazar líneas en un papel, atender el teléfono, dictar cartas, olvidar las pesadillas, la familia, el revoltijo en que se está conviniendo tu vida.
—Espléndida fiesta, anoche.
—Sí, ya lo creo.
—¿Cómo estás hoy, Howard?
—Bien, Dolores, bien, gracias.
—¿Tienes los preliminares del asunto de IBM?
—Casi, casi. Dame veinte minutos más.
—Howard, tienes mala cara.
—He pasado la noche en vela. La fiesta, sabes. Se puso a dibujar en el secante del escritorio en vez de ir a la mesa de dibujo para trabajar en serio. Garrapateaba rostros. El rostro de Alice, severo y terrible. El rostro de la fea esposa de Stu. El rostro de Dolores, tierno y dócil y estúpido. Y el rostro de Rhiannon.
Pero al dibujar a su hija Rhiannon, no se conformó con el rostro.
La mano le empezó a temblar cuando vio lo que había dibujado. Arrancó la hoja del secante, la arrugó y metió la mano bajo el escritorio para arrojarla a la papelera. La papelera se movió y unas aletas le aferraron la mano en una presa de hierro.
Howard gritó, trató de sacar la mano. Con la mano sacó al niño, que cogía la pierna derecha de Howard con las aletas inferiores. Las ventosas le hicieron arder, evocándole el dolor de la noche anterior. Se desprendió del niño golpeándolo contra un archivo y corrió hacia la puerta, por donde algunos colegas ya irrumpían en la oficina.
—¿Qué ocurre? —preguntaron—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué has gritado así?
Howard los condujo hacia donde debía estar el niño. Sólo un cesto volcado, la silla tumbada en el piso. Pero la ventana de Howard estaba abierta, y él no recordaba haberla abierto.
—¿Qué hay, Howard? ¿Estás cansado? ¿Qué sucede?
—No me encuentro bien. Estoy hecho polvo.
Dolores le apoyó el brazo en el hombro, lo sacó de la oficina.
—Howard, estoy preocupada por ti.
—También yo estoy preocupado.
—¿Puedo llevarte a casa? Tengo el coche en el garaje de abajo. ¿Puedo llevarte a casa?
—¿A qué casa? No tengo casa, Dolores.
—A mi casa, entonces. Tengo un apartamento y necesitas descansar. Déjame llevarte a casa.
Dolores tenía un apartamento decorado con estilizada cursilería. Puso discos en el estéreo, viejas piezas de los Carpenter y grabaciones recientes de Captain y Tennille. Dolores lo condujo a la cama, lo desnudó delicadamente. Cuando él tendió la mano, también se desnudó y le hizo el amor antes de regresar a la oficina. Era ingenuamente ávida. Le susurró al oído que era el segundo hombre que amaba, el primero en cinco años. Hacía el amor con una torpeza tan vehemente que daban ganas de llorar.
Y Howard lloró cuando se fue Dolores, pues ella creía que significaba algo para él y no era así.
«Por qué lloro —se preguntó—. Qué me importa. No es culpa mía si se deja manipular...»
El niño estaba sentado en la cómoda, en una postura extrañamente adulta, masturbándose con indiferencia.
—No —dijo Howard, incorporándose en la cama—. No existes. Nadie te ha visto, sólo yo.
El niño no dio indicios de haber entendido. Se dio la vuelta y comenzó a deslizarse para bajar de la cómoda.
Howard buscó su ropa, la llevó fuera del dormitorio. Se vistió en el salón sin dejar de mirar la puerta. Pronto el niño entró en el salón reptando por la alfombra, pero Howard ya estaba vestido, y se marchó.
Vagó por la calle tres horas. Al principio era fríamente racional. Lógico. La criatura no existe. No hay razón para creer en ella.
Poco a poco su racionalidad se erosionó, pues continuamente veía fugaces imágenes de la criatura por el rabillo del ojo. En un banco, mirándolo de soslayo; en un escaparate; en la cabina de un camión lechero. Howard apuró el paso, sin fijarse adónde iba, empeñándose en razonar, pero desistió cuando vio al niño colgado de un semáforo.
Para colmo, algunos peatones, violando esa ley tácita que prohíbe a los neoyorquinos mirarse, lo observaban, tiritaban, desviaban los ojos. Una mujer baja con aspecto de europea se persignó. Un grupo de adolescentes bullangueros calló de golpe y lo observó en silencio.
«Tal vez no ven al niño —comprendió Howard—, pero ven algo.»
Sus devaneos eran cada vez más incongruentes. Vislumbraba recuerdos, su vida desfilaba ante sus ojos como si se estuviera ahogando, sólo que un hombre que se estuviera ahogando, si viera eso, tragaría el agua, inhalaría profundamente para terminar con las visiones. Eran recuerdos que había sepultado durante años, recuerdos que nunca había querido encontrar.
Su pobre y confundida madre, tan ansiosa de ser buena madre que leía de todo, lo intentaba todo. Su precoz hijo Howard también leía, y comprendía aún más. Ella fracasaba en todos sus intentos. Y él la acusaba de ser demasiado exigente, o demasiado blanda; de no brindarle amor, o de asfixiarlo con su sensiblería; de tratar de conquistar a sus amigos, o de rechazar a sus amistades. Tanto la intimidó y torturó que la pobre mujer le hablaba con miedo, escogiendo las palabras para no irritarlo. En ocasiones él la confortaba abrazándola y diciendo: «Tengo una mamá maravillosa», a menudo la miraba con aire resignado y decía: «¿De nuevo con eso, mamá? Creí que habíamos terminado con eso hace años.» Eres un fracaso como madre, le recordaba, aunque con otras palabras, y ella asentía y le creía y moría por dentro. Obtuvo de ella todo lo que quiso.
Y Vaughn Robles, que era un poco más inteligente que Howard. Howard se desvivía por pronunciar el discurso de despedida en la escuela y ambos se hicieron grandes amigos. Vaughn hacía cualquier cosa por Howard, y cuando obtenía mejores calificaciones notaba que Howard se sentía herido, que Howard se preguntaba si servía para algo.
—¿Sirvo para algo, Vaughn? Por mucho que me esfuerce, siempre hay alguien que me aventaja, y supongo que es porque mi padre, antes de morir, me repitió hasta el cansancio: «Howie, trata de ser mejor que tu papá. Sé el primero.» Una vez le prometí que sería el primero, pero qué diablos, Vaughn, no tengo madera de vencedor.
Una vez rompió a llorar. Vaughn se enorgulleció cuando Howard pronunció el discurso de despedida en la graduación. ¿Qué eran unas míseras calificaciones en comparación con la verdadera amistad? Howard obtuvo una beca, se fue a la universidad y jamás volvieron a verse.
Y ese profesor a quien Howard provocó para que le pegara, haciéndole perder el puesto; y ese arrogante jugador de fútbol de quien Howard se vengó difundiendo el rumor de que el tío era homosexual, creándole tan mala fama que tuvo que renunciar; y las bellas chicas que robaba a sus novios sólo para demostrar que podía hacerlo; y las amistades que destruyó porque no le gustaba ser excluido; y los matrimonios que arruinó y los colegas que pisoteó. Caminaba por la calle con lágrimas en las mejillas, preguntándose de dónde y por qué acudían estos recuerdos, después de pasar tanto tiempo escondidos. Pero conocía la respuesta. La respuesta reptaba detrás de las puertas, trepaba a los postes, agitaba sus obscenas aletas desde la acera.
Lenta e inexorablemente, los recuerdos afloraron desde el pasado distante, las veces que había explotado a los demás porque sabía descubrir sus puntos débiles, sin siquiera intentarlo, hasta que la memoria llegó al único lugar que no podía abandonar.
Recordó a Rhiannon.
Catorce años. Había sido precoz para sonreír y caminar, casi nunca lloraba. Una niña encantadora desde el principio, y por tanto presa fácil para Howard. Oh, Alice era una zorra, claro que sí. Howard no era el único mal padre de la familia. Pero Howard era quien más manipulaba a Rhiannon. «Has herido los sentimientos de papi, hijita», y Rhiannon abría los ojos como platos, pedía perdón y hacía lo que quería papi. Pero esto era normal, cosa de todos los días, esto concordaba con el resto de su vida, excepto por lo ocurrido el mes anterior.
Ni siquiera ahora, al cabo de un día de sufrir por su propia vida, Howard podía afrontarlo. No podía pero lo hizo. Recordó a regañadientes que había pasado ante la puerta entornada de Rhiannon, viendo una fugaz imagen de ropa en movimiento. Abrió la puerta impulsivamente, mientras Rhiannon se quitaba el sostén y se miraba en el espejo. Hasta ese momento nunca había pensado en su hija con deseo pero, una vez que surgió el deseo, Howard no disponía de ninguna estrategia, ningún mecanismo mental que le impidiera lograr lo que ansiaba. Se sentía incómodo, así que entró en la habitación, cerró la puerta y Rhiannon no supo cómo negarse a su padre. Cuando Alice abrió la puerta, Rhiannon sollozaba, y Alice echó una ojeada y gritó, gritó a pleno pulmón. Howard se levantó y trató de alisar la cama pero Rhiannon aún sollozaba y Alice aún gritaba, pateándole la entrepierna, pegándole, arañándole la cara, escupiéndole, diciéndole que era un monstruo, un monstruo, hasta que al fin Howard consiguió huir de la habitación y de la casa y, hasta aquel momento, del recuerdo.
Se puso a gritar como no había gritado hasta entonces y se arrojó contra la luna de un escaparate. Gimió cuando manó sangre de varios cortes del brazo derecho, que había atravesado el vidrio. Un gran fragmento le quedó clavado en el antebrazo. Frotó el brazo contra la pared para hundir más el cristal. Pero el dolor del brazo no era comparable con el dolor de la mente, y no sentía nada.
Lo llevaron al hospital pensando en salvarle la vida, pero el médico se sorprendió al descubrir que a pesar de la hemorragia las heridas eran superficiales y no había peligro.
—No sé cómo no se ha cortado una vena o una arteria —dijo el médico—. Creo que el cristal se ha clavado en todas las partes donde no podía causar lesiones de consideración.
Después del médico lo atendió el psiquiatra, pero en el hospital había muchos suicidas en potencia y Howard no era de los peligrosos.
—Perdí el juicio un momento, doctor, eso es todo. No quiero morir, ni quería morir entonces. Ya estoy bien. Puede mandarme a casa.
El psiquiatra lo mandó a casa. Le vendaron el brazo. No sabían que se sentía mejor sólo porque en ninguna parte del hospital había visto a esa criatura pequeña, desnuda, con apariencia de bebé. Se había purgado. Estaba libre.
Lo trasladaron en una ambulancia, lo entraron en la casa en camilla y lo depositaron sobre la cama. Alice no dijo una palabra, excepto para indicarles el dormitorio. Howard se quedó callado en la cama mientras ella lo observaba. Estaban solos por primera vez desde que él se había marchado un mes atrás.
—Has sido muy amable al recibirme —murmuró Howard.
—Dijeron que no tenían espacio para internarte, pero que debían tenerte en observación y cuidarte unas semanas. Como ves, la suerte de cuidarte me ha tocado a mí. —Hablaba con voz monocorde pero hiriente.
—Tenías razón, Alice —dijo Howard.
—¿Razón en qué? ¿En que casarme contigo fue el peor error de mi vida? No, Howard. Mi peor error fue conocerte.
Howard rompió a llorar. Lágrimas sinceras que brotaban de zonas que antes estaban sepultadas pero que ahora emergían dolorosamente a la superficie.
—He sido un monstruo, Alice. No tenía el menor control de mí' mismo. ¿Qué le hice a Rhiannon...? ¡Alice, quería morir, quería morir!
Alice torció la cara en un gesto de amargura.
—Y yo quería que te murieses, Howard. Nunca me sentí tan defraudada como cuando el médico llamó y me dijo que te recuperarías. Nunca estarás bien, Howard, siempre serás...
—Déjalo en paz, mamá.
Rhiannon estaba en la puerta.
—No entres, Rhiannon —ordenó Alice.
Rhiannon entró.
—Papá, no te preocupes.
—Ella quiere decir que la hemos examinado y no está embarazada —señaló Alice—. No nacerá ningún monstruito.
Rhiannon no miró a su madre, sino que clavó sus grandes ojos en el padre.
—No era preciso que te hicieras daño, papá. Te perdono. A veces la gente pierde el control. Y también fue culpa mía. No te sientas mal, papá.
Era demasiado para Howard. Gritó, confesó que la había manipulado toda la vida, que había sido un padre pésimo y egoísta, y cuando hubo concluido Rhiannon se acercó el padre, le apoyó la cabeza en el pecho y murmuró:
—Está bien, papá. Somos quienes somos. Hemos hecho lo que hemos hecho. Pero está bien. Te perdono.
Cuando Rhiannon se fue, Alice dijo:
—No la mereces.
—Lo sé.
—Yo iba a dormir en el sofá, pero eso sería estúpido, ¿eh, Howard?
—Merezco estar solo, como un leproso.
—No me entiendas mal, Howard. Debo vigilarte para que no hagas más desastres. Ni contigo ni con nadie más.
—Sí. Sí, por favor. No se puede confiar en mí.
—No te regodees, Howard. No lo disfrutes. No seas más repulsivo de lo que eras antes.
—Vale.
Estaban durmiéndose cuando Alice dijo:
—Oh, cuando llamó el médico, me preguntó si sabía cuál era el origen de las llagas que tienes en los brazos y en el pecho.
Pero Howard estaba dormido y no la oyó. Dormido pero sin sueños, durmiendo en paz después haber ganado el perdón. Limpio. No le había costado tanto, a fin de cuentas. Ahora que había concluido, era fácil. Sintió que le habían quitado un gran peso de encima.
Sintió algo pesado sobre las piernas. Despertó sudando, aunque no hacía calor en la habitación. Oyó una respiración. Y no era la respiración lenta y suave de Alice, sino un jadeo agudo, como de alguien que hubiera hecho un esfuerzo.
Alguien no. Algo.
Una cosa. Varias cosas.
Una de ellas estaba tendida sobre sus piernas, apoyando las aletas en los cobertores. Las otras dos estaban en ambos costados, ojos grandes e intensos, reptando lentamente hacia su rostro. Howard quedó desconcertado.
—Creí que os habíais ido —dijo a los niños—. Se suponía que os habíais ido.
Alice se movió al oír su voz, murmuró en sueños.
Uno de ellos se deslizaba por los recovecos penumbrosos de la habitación, otro se contorsionaba en la cómoda, otro trepaba por la pared.
—No os necesito más —chilló Howard.
Alice comenzó a respirar irregularmente.
—¿Qué, qué? —murmuró.
Y Howard no dijo nada más, se quedó entre las sábanas, observando atentamente a las criaturas pero sin atreverse a decir nada por no despertar a Alice. Temía que se despertara y no viera a las criaturas, lo cual demostraría sin lugar a dudas que estaba loco.
Pero más temía que se despertara y sí las viera. Era un pensamiento insoportable, pero lo asaltaba continuamente mientras ellos se aproximaban: implacables, sin expresión en los ojos, ni siquiera odio, ni siquiera furia, ni siquiera desprecio. Estamos contigo, parecían decirle, estaremos contigo a partir de ahora. Estaremos contigo, Howard, para siempre.
Y Alice se giró y abrió los ojos.
(- Maps in a Mirror)