Conocí a Doc Murphy en un curso de literatura dictado por un francés loco en la Universidad de Utah en Salt Lake City. Acababa de renunciar a mi empleo de elegante jefe de redacción de una revista conservadora, y me costaba acostumbrarme a ser nuevamente un desmañado estudiante. Doc era el más desaliñado entre esos desaliñados, y yo estaba dispuesto a cogerle manía e ignorar sus opiniones. Pero no pude ignorarlas. Al principio, por lo que él me hizo a mí. Después, por lo que le habían hecho él. Me ha marcado; su pasado se yergue sobre mí cada vez que me siento a escribir.
Armand, el profesor, que no había mejorado su acento francés al reemplazarlo por el bostoniano, exhibía mi cuento ante el curso con expresión de desconcierto.
—Esto es comercialmente viable —dijo—. También es bazofia. ¿Qué más puedo decir?
Doc pudo decir más. El clavo en una mano, el martillo en la otra, procedió a crucificarme. Considerando que yo había decidido no prestarle atención, y considerando mi altanería al ser el único alumno que había vendido una novela, es sorprendente que le escuchara. Pero por debajo del feroz ataque contra mi trabajo había algo más: un respeto básico, creo, por lo que debería ser un buen escritor. Y por ese pequeño atisbo de buen escritor que asomaba en mi cuento.
Así que escuché. Y aprendí. Y gradualmente, mientras el francés se enloquecía cada vez más, recurrí a Doc para aprender a escribir. Por muy desaliñado que fuera, tenía una mente más aguda que todas las personas con traje que yo conocía.
Comenzamos a vernos fuera de la clase. Mi esposa me había abandonado dos años atrás, así que yo contaba con mucho tiempo libre y una casa alquilada bastante grande; bebíamos, leíamos o charlábamos; frente al fuego o mientras comíamos la sabrosa ternera parmesana de Doc o mientras podábamos un arbusto insidioso que deseaba adueñarse del mundo comenzando por mi jardín. Por primera vez desde que se había ido Denae me sentí a gusto en mi casa. Doc parecía saber por instinto qué zonas de la casa abrigaban los peores recuerdos, y pronto las equilibró y logró que de nuevo me sintiera cómodo en ellas.
O incómodo. Doc no siempre decía cosas bonitas.
—Entiendo por qué te dejó tu esposa —dijo una vez.
—¿Tampoco te gusto en la cama? —Esto era una broma. Ni Doc ni yo teníamos aficiones sexuales inusitadas.
—Tratas a la gente como un energúmeno. Si no se van cuando tú quieres, les atizas un buen garrotazo o los sacas a rastras.
Era irritante. No me gusta pensar en mi esposa. Sólo llevábamos tres años de casados, y no eran buenos años, pero a mi modo la había amado, la echaba de menos y no había querido que se marchara. No me gustó que me refregaran ese recuerdo por las narices.
—No recuerdo haberte dado un garrotazo.
Doc sonrió. E inmediatamente recordé la conversación y comprendí que tenía razón. Odiaba esa maldita sonrisa.
—Vale —dije—, tú eres el melenudo en la tierra de los últimos cortes a cepillo. Dime por qué te gusta «Cambalache» Morris.
—No me gusta Morris. Creo que Morris es un corrupto que vende la libertad de otros para ganar votos.
Y entonces sí me confundió. Yo la había emprendido contra «Cambalache» Morris, el comisionado del condado de Davis, por haber expulsado a la principal bibliotecaria del condado con el pretexto de que se había atrevido a conservar un libro «pronográfico» a pesar de sus objeciones. Morris presentaba todos los indicios de ser analfabeto, fascista y muy famoso, y con mucho gusto yo habría palmeado, al caballo durante su linchamiento.
—Conque tampoco te gusta Morris... ¿Y qué he dicho de malo?
—Según afirmas,la censura nunca tiene excusa.
—¿Te gusta la censura?
Y de pronto se puso totalmente serio. Dejó de mirarme. Sólo clavaba los ojos en el fuego. Vi las llamas que bailaban sobre las lágrimas que le humedecían los párpados y comprendí que con Doc no sabía a qué atenerme.
—No —dijo—. No me gusta.
Luego hubo un largo silencio, hasta que al fin bebió dos vasos de vino y se dispuso a coger el coche para irse. Vivía en Emigration Canyon al final de una calle tortuosa y estrecha, y temí que hubiese bebido demasiado, pero en la puerta me dijo:
—No estoy borracho. Se necesita un litro de vino para ponerse normal después de una hora contigo. Eres demasiado sobrio.
Un fin de semana me llevó a trabajar con él. Doc se ganaba la vida en Nevada. Salimos de Salt Lake City un viernes por la tarde y viajamos hasta Wendover, el primer pueblo de la frontera. Pensaba que sería un empleado del casino donde nos detuvimos. Pero él no marcó una tarjeta, sólo le dio su nombre a un sujeto. Y luego se sentó a esperar conmigo en un rincón.
—¿No tienes que trabajar? —pregunté.
—Estoy trabajando.
—Yo trabajaba así, por eso me despidieron.
—Tengo que esperar mi turno para una mesa. Te dije que me gano la vida con el póquer.
Y al fin caí en la cuenta de que era un profesional, un jugador, un tahúr. Esa noche había cuatro tipos llamados Doc. Doc Murphy era el tercero a quien llamaron a una mesa. Jugaba en silencio y perdió sin pausa pero moderadamente durante dos horas. Luego recobró en dos manos todo lo que había perdido y le añadió mil quinientos dólares. Presentó sus disculpas tras haber perdido una cantidad aceptable de manos y regresamos a Salt Lake.
—Habitualmente juego de nuevo el sábado por la noche —me contó. Sonrió—. Esta noche he tenido suerte. Había un idiota que creía que sabía póquer.
Recobré ese viejo dicho: nunca comas en un restaurante llamado Miami, nunca juegues póquer con un tipo llamado Doc y nunca te acuestes con una mujer que tiene más problemas que tú. La pura verdad. Doc memorizaba la baraja, conocía las probabilidades de memoria, y no había cara de póquer que pudiera ocultarle sus secretos.
Al final del trimestre, comprendí que desde que íbamos juntos a clase nunca había visto sus cuentos. No había escrito nada. Y allí estaba su nota en el panel de boletines: un sobresaliente.
Hablé con Armand.
—Oh, Doc terrible —me aseguró—. Mejor que tú, y tú tienes un sobresaliente. Dios sabrá cómo, pues no tienes talento.
—¿Por qué no las lee al resto del curso?
Armand se encogió de hombros.
—¿Por qué iba a hacerlo? No está hecha la miel para la boca del cerdo.
Pero me irritaba. Después de ver cómo Doc despedazaba a más de un escritor, no me parecía justo que nunca expusiera sus trabajos a las críticas.
El siguiente trimestre se inscribió conmigo en un seminario y se lo pregunté. Se echó a reír y me dijo que lo olvidara. Yo me eché a reír y le dije que no lo olvidaría. Quería leer su material. Así que a la semana siguiente me dio un manuscrito de tres páginas. Era un fragmento inconcluso de un cuento acerca de un hombre que pensaba que su esposa lo había abandonado, aunque ella siempre estaba cuando él regresaba a casa por la noche. Era de lo mejor que yo había leído en mi vida, desde cualquier punto de vista. Era tan claro e interesante que cualquier cretino a quien le gustara Harold Robbins lo habría disfrutado. Pero el estilo era tan rico y el tema tan profundo que le bastaban pocas páginas para que otros «grandes» escritores quedaran como patanes. Releí el fragmento cinco veces para cerciorarme de que lo había entendido todo. La primera vez pensé que era una metáfora acerca de mí. La tercera vez supe que hablaba de Dios. La quinta vez comprendí que era sobre todo lo que importaba, y quise leer más.
—¿Dónde está el resto? —pregunté. Se encogió de hombros.
—Eso es todo—dijo.
—No parece terminado.
—No lo está.
—¡Pues termínalo! Doc, podrías vender esto en cualquier parte, hasta en The New Yorker. Para ellos ni siquiera tendrías que terminarlo.
—Hasta The New Yorker. Vaya.
—No puedo creer que seas tan orgulloso, Doc. Termínalo. Quiero saber cómo termina.
Sacudió la cabeza.
—Eso es todo lo que hay. Eso será todo lo que habrá.
Y allí terminó nuestra conversación.
Pero en ocasiones me mostraba otro fragmento. Siempre mejor que el anterior. Y entretanto nos hicimos más amigos, no porque él fuera buen escritor —no soy tan modesto como para simpatizar con gente que escribe mejor que yo— sino porque él era Doc Murphy. Descubrimos todos los lugares decentes donde se podía beber cerveza en Salt Lake City, para lo cual no se tarda mucho. Vimos tres películas buenas y una tanda de películas tan malas que resultaban divertidas. Me enseñó a jugar a póquer tan bien que yo salía en paces todos los fines de semana. Soportó mi sucesión de novias y profetizó que acabaría casándome de nuevo.
—Tienes tan poca fuerza de voluntad que lo intentarás —bromeó.
Al fin, cuando yo había desistido de preguntar, me contó por qué nunca terminaba nada.
Yo había bebido dos cervezas y media, y él se tomaba un espantoso brebaje compuesto de Tab y zumo de tomate que ingería cuando quería castigarse por sus pecados, siguiendo la teoría de que era aún peor que la práctica hinduista de beber la propia orina. Me acababan de rechazar un cuento en una revista, aunque yo había estado seguro de que lo aceptarían. Pensaba en renunciar. Doc se rió de mí.
—Hablo en serio —dije.
—Nadie que tenga talento debe dejar de escribir.
—Mira quién habla. El rey de los escritores perseverantes. -Doc se enfadó.
—Eres un parapléjico burlándose de un cojo —dijo.
—Estoy harto.
—Entonces renuncia. Qué más da. Cede espacio a los chapuceros. Quizá tú también seas un chapucero.
Doc no había bebido nada que lo pusiera huraño.
—Oye, Doc, estoy pidiendo aliento.
—Si necesitas aliento, no lo mereces. Hay un solo modo de detener a un buen escritor.
—No me digas que tienes un bloqueo selectivo. Que afecta los finales.
—¿Bloqueo? Cielos, jamás en mi vida he sufrido un bloqueo. Hay bloqueo cuando no tienes talento para escribir lo que sabes que debes escribir.
Me estaba irritando.
—Y tú, claro, siempre tienes talento.
Se inclinó, me miró a los ojos.
—Soy el mejor escritor de nuestra lengua.
—Te concederé esto: eres el mejor de los que nunca terminan nada.
—Lo termino todo. Lo termino todo, querido amigo, y luego lo quemo todo salvo las tres primeras páginas. A veces escribo un cuento por semana. He escrito tres novelas, cuatro obras de teatro. Incluso he hecho un guión cinematográfico. Hubiera ganado millones de dólares y hubiera sido un clásico.
—¿Quién lo dice?
—Lo dice... No importa quién. Estaba comprado, se había hecho el reparto, estaba listo para filmar. Tenía un presupuesto de treinta millones. El estudio creía en él. La primera vez que toman una decisión inteligente.
No podía creerlo.
—Bromeas.
—Si bromeo, nadie se ríe. Es verdad.
Nunca lo había visto tan envenenado, tan amargado. Era verdad, si yo conocía a Doc Murphy, y creía conocerlo.
—¿Por qué? —pregunté.
—La Junta de Censura.
—¿Qué? No hay semejante cosa en Estados Unidos.
Rió.
—No todo el tiempo.
—¿Qué demonios es la Junta de Censura?
Me contó:
«Cuando yo tenía veintidós años —dijo—, vivía en una carretera rural de Oregón, en las afueras de Portland. Con buzones en el camino. Yo escribía, era dramaturgo, pensaba que podía hacer carrera con eso. Apenas empezaba a escribir narrativa. Una mañana salí cuando había pasado el cartero. Lloviznaba. Pero no me importó. Allí había un sobre de mi agente de Hollywood. Era un contrato. No una opción, sino una venta. Cien mil dólares. Acababa de pensar que me estaba empapando y debía entrar cuando salieron dos hombres de los arbustos... Sí, ya sé. Supongo que les gustan las apariciones dramáticas. Llevaban traje. Dios, odio a los hombres con traje. Uno de esos tíos tendió la mano y me dijo: "Démelo y ahórrese muchos problemas." ¿Dárselo? Le dije lo que pensaba de su sugerencia. Tenían facha de mafiosos, o de parodias de mafiosos.
»Eran de la misma estatura, y parecían la misma persona, hasta en la fiereza de los ojos. Pero luego comprendí que mi primera impresión había sido engañosa. Uno era rubio y el otro moreno; el rubio tenía una barbilla chata que daba a su rostro un aire manso desde la nariz para abajo; el moreno había sufrido un grave problema cutáneo y tenía un cuello de árbol que le daba aire de bobo, como si la cara estuviera pegada al cuello sin lugar para la cabeza. No eran mafiosos sino personas normales y corrientes.
«Excepto por los ojos. El destello de esos ojos no era falso, y por eso yo los había visto mal al principio. Esos ojos habían visto llorar a mucha gente, y les había afectado, y aun así les habían herido. Es un aire que los ojos humanos jamás deberían tener.
»"Es sólo el contrato, por amor de Dios", les dije, pero el moreno con marcas de acné insistió en que se lo entregara.
»Pero yo había vencido el temor inicial; no estaban armados y quizá pudiera librarme de ellos sin violencia. Eché a andar hacia la casa. Me siguieron.
»"¿Para qué quieren el contrato?", pregunté.
»"Esa película no se rodará —dijo Manso, el rubio sin barbilla—. No lo permitiremos."
»Me pregunto quién les escribe el diálogo. ¿Lo copian de Fenimore Cooper?
»"Sus cien mil dólares dicen que quieren intentarlo. Y yo quiero que lo intenten."
»"Nunca recibirá el dinero, Murphy. Y este contrato y ese guión dejarán de existir dentro de cuatro días. Se lo prometo."
»"¿Qué es usted? —le pregunté—. ¿Un crítico?"
»"Algo parecido."
»Yo acababa de entrar y ellos estaban al otro lado del umbral. Tenía que haber cerrado la puerta, pero soy jugador. Tenía que quedarme para ver qué mano habían recibido.
»"¿Piensan quitármelo por la fuerza?", pregunté.
»"Es inevitable —dijo Árbol—. Verá usted, Murphy, usted es un tío peligroso con su máquina de escribir IBM Self-Correcting Selectric II, que tiene un retorno lento, de modo que a veces algunas letras le quedan encima de lo escrito. Con su padre, que una vez le dijo: "Billy, para ser franco contigo, no sé si soy tu padre o no. Yo no era el único con quien salía tu madre cuando me casé con ella, así que me importa un rábano si vives o mueres."
»Se lo sabía de memoria. Palabra por palabra. Lo que mi padre me había dicho cuando yo tenía cuatro años. Nunca se lo había contado a nadie. Y él lo sabía palabra por palabra.
»La CÍA, por Dios. Eso es patético.
»No, no eran de la CÍA. Sólo querían asegurarse de que no escribiera. Mejor dicho, de que no publicara.
»Les dije que no me interesaban sus sugerencias. Y yo tenía razón. No eran gente de usar los músculos. Cerré la puerta y se marcharon.
»Y al día siguiente, mientras conducía mi viejo Galaxy, por debajo del límite de velocidad, un niño en bicicleta apareció frente a mí. No atiné a frenar. Apareció de pronto. Lo atropellé. La bicicleta quedó bajo el coche, pero él quedó encima. El pie se le atascó en el parachoques, apresado por la bicicleta, el resto se deslizó sobre el capó, desgarrándole la cadera y quebrándole la espina dorsal. El adorno del capó lo destripó y la sangre cubrió el parabrisas como una tormenta, así que no pude verle nada salvo la cara, que estaba apretada contra el cristal con los ojos abiertos. Murió al instante, claro. Afortunadamente.
»Estaba jugando a los marcianos con su hermano. El hermano estaba de pie cerca de la calle, con una pistola de rayos en la mano y una mirada estúpida en la cara. Su madre salió gritando. Yo también gritaba. Dos vecinos lo presenciaron todo. Uno llamó a la policía y a la ambulancia. El otro trató de frenar a la madre y evitó que me matara. No recuerdo adónde me dirigía. Sólo recuerdo que el coche había tardado mucho en arrancar esa mañana. Un minuto y medio, creo, demasiado tiempo para arrancar un coche. Si hubiera arrancado como de costumbre no habría atropellado al chico, pensaba. Fue pura coincidencia que pasara justo en ese momento. Medio segundo después él me habría visto y habría girado. Medio segundo después yo lo habría visto. Pura coincidencia. El padre del chico no me mató cuando vino a mi casa diez minutos después porque me encontró llorando a moco tendido. No hubo juicio porque los vecinos atestiguaron que yo no había podido frenar, y el investigador de la policía determinó que la velocidad era correcta. Ni siquiera negligencia. Sólo mala suerte.
»Leí el artículo en el periódico. El chico tenía nueve años, pero tomaba clases especiales en la escuela y era muy inteligente, trabajaba repartiendo periódicos y siempre cuidaba de sus hermanos. Una historia lacrimógena para consumo de los suscriptores. Pensé en matarme. Y luego regresaron esos sujetos de traje. Tenían cuatro copias de mi guión. Cuatro copias. Todas las que yo había hecho. El original estaba en mi archivo.
»"Vea, Murphy, tenemos todas las copias del guión. Usted nos dará el original."
»No estaba de ánimo para eso. Traté de cerrar la puerta.
»"Tienen ustedes excelente gusto", dije. No me importaba cómo habían conseguido el guión. Sólo quería dormir y que al despertarme el chico estuviera con vida.
«Abrieron la puerta y entraron.
»"Vea, Murphy, su camino y el del chico no se cruzaban hasta que ayer metimos mano en el coche. Tuvimos que probar cuatro veces para lograr una buena sincronización, pero al final lo conseguimos. Eso es lo bueno del viaje en el tiempo. Si uno comete un error, siempre puede regresar para enmendarlo."
»No pude creer que alguien quisiera atribuirse la muerte del chico.
»"¿Para qué?", pregunté.
»Y me lo contaron. Parece que el chico era aún más inteligente de lo que todos creían. Al crecer sería escritor. Crítico y periodista. Y causaría muchos problemas a determinado gobierno al cabo de cuarenta años. Escribiría tres libros que cambiarían el modo de pensar de muchas personas. Lo cambiaría para peor.
»"Nosotros somos escritores —me dijo Manso—. No le sorprenda que nos tomemos la literatura tan en serio. Más en serio que usted. Los escritores, los buenos escritores, pueden cambiar a la gente. Y algunos cambios no son convenientes. Al matar ayer a ese chico, usted impidió una sangrienta guerra civil dentro de sesenta años. Ya lo hemos comprobado y hay algunos efectos colaterales desagradables, pero nada que no se pueda superar. Salvó siete millones de vidas. No se sienta culpable."
»Recordé las cosas que sabían acerca de mí. Cosas que nadie podía saber. Me sentí estúpido porque empezaba a tomarlos en serio. Sentí miedo porque ni se conmovían al hablar de la muerte del chico. »"¿Y qué papel cumplo yo? —pregunté—. ¿Por qué yo?"
»"Oh, es muy sencillo. Usted es muy buen escritor. Destinado a ser el mejor de su época. Narrativa. Y este guión. Dentro de trescientos años lo compararán con Shakespeare y el pobre bardo saldrá perdiendo. El problema, Murphy, es que usted es un incorregible hedonista y para colmo un pesimista, y si podemos impedir que publique, la atmósfera artística de dos siglos se despejará bastante. Por no mencionar que impediremos una hambruna dentro de setenta años. La historia realiza extrañas conexiones, Murphy, y usted está en el corazón de muchos sufrimientos. Si nunca publica, el mundo será un lugar mejor para todos."
»Tú no estuviste allí, no los oíste. No los viste, sentados en mi sofá, las piernas cruzadas, asintiendo, gesticulando como si dijeran la cosa más natural del mundo. De ellos aprendí a describir la auténtica locura. No alguien que babea, sino alguien que se sienta como un buen amigo, diciendo cosas imposibles, crueles, sonriendo con interés y... Cielos, no tienes ni idea. Porque les creí. Ellos sabían. Y estaban demasiado locos. Incluso un demente habría fraguado una mentira mejor. Y lo cuento como si les creyera lógicamente, pero no fue así, ni creo que pueda convencerte. Pero créeme, sé muy bien cuándo un hombre miente en el juego o dice la verdad, y estos dos no mentían. Un chico había muerto, y ellos sabían cuántas veces yo había movido la llave de contacto. Y había verdad en esos ojos terribles cuando Manso dijo:
»"Si se abstiene de publicar, se le permitirá vivir. Si rehúsa, morirá dentro de tres días. Otro escritor lo matará... accidentalmente, por supuesto. Sólo tenemos autoridad para trabajar con autores."
»Les pregunté por qué. La respuesta me hizo reír. Parece que eran del Gremio de Autores.
»"Es una cuestión de responsabilidad. Si usted se niega a asumir responsabilidad por las consecuencias futuras de sus actos, tendremos que dar la responsabilidad a otra persona."
»Les pregunté por qué no me mataban en vez de perder tiempo hablando conmigo.
»Fue Árbol quien respondió, y el hijo de puta estaba llorando.
«"Porque le queremos. Amamos lo que usted escribe. Hemos aprendido a escribir gracias a usted. Y lo perderemos si muere."
«Trataron de consolarme diciéndome que yo estaba en excelente compañía. Thomas Hardy: le habían hecho abandonar la novela y limitarse a la poesía, porque nadie la leía y era más segura.
»"Hemingway decidió matarse en vez de esperar a que nosotros lo hiciéramos —dijo Manso—. Hay otros que sólo tuvieron que abstenerse de escribir un libro en especial. Les afectó, pero Fitzgerald pudo hacer una buena carrera con los demás libros, y Perelman nos lo dio riendo, pues no se le podía permitir que escribiera su verdadera obra. Sólo nos molestamos con grandes escritores. Los escritores malos no constituyen una amenaza para nadie."
«Llegamos a un trato. Yo podía seguir escribiendo. Pero después de terminarlo todo, tenía que quemarlo. Todo salvo las tres primeras páginas.
»"Si usted lo termina —me dijo Manso—, tendremos una copia aquí. Aquí existe una biblioteca que..., bien, creo que lo más fácil sería decir que existe fuera del tiempo. Será publicado en cierto modo. No en su propio tiempo, ni dentro de ochocientos años. Pero al menos puede escribir. Otros tuvieron que abandonar por completo. Nos rompe el corazón."
»Y supe muy bien lo que era un corazón roto, sí, señor. Muy bien. Quemaba todo salvo las tres primeras páginas.
»Hay una sola razón para que un escritor deje de escribir, y es la Junta de Censura. Los demás, si renuncian, son simples gaznápiros. "Cambalache" Morris ni siquiera sabe qué es la censura. No se practica en bibliotecas, sino en el capó de un coche. Así que haz lo que quieras, dedícate a vender bienes raíces o seguros, sigue a Santa Claus y limpia la caca del reno, no me importa. Pero si abandonas algo que yo nunca tendré, he terminado contigo. No tienes nada que me interese.»
Así que escribo. Y Doc lo lee y lo hace trizas, todo excepto esto. Nunca verá esto, porque me mataría. Pero qué diablos. Nunca se publicará. No, no. Soy demasiado vanidoso. A fin de cuentas lo estás leyendo. ¿Ves cómo pongo mi ego en la mira? Si soy un escritor realmente bueno, si mi trabajo es tan importante como para cambiar el mundo, un par de tíos de traje vendrá a hacerme una propuesta que no podré rechazar, y no lo leerás, pero lo estás leyendo, ¿verdad? ¿Por qué me hago esto? Quizás espero que vengan y me den una excusa para dejar de escribir, antes de averiguar que nunca podrá escribir mejor. Pero aquí me burlo de esos malditos críticos del futuro y ellos me ignoran, me dicen cuánto vale mi obra.
O quizá no. Quizá soy bueno, pero mi obra tiene un efecto positivo y no causa olas desagradables en el futuro. Quizá soy uno de los afortunados que pueden lograr algo poderoso que no es preciso censurar para proteger el futuro.
Quizá los cerdos tengan alas.
Lección / Moraleja:
Fantasía y Ciencia-Ficción