Las mariposas lo despertaron. Amasa las sintió antes de verlas, la tenue presión de cientos de patitas sobre la tosca manta de lana, de modo que soñó con una nevisca tibia. Cuando abrió los ojos ahí estaban, a la luz del sol, como un centenar de vitrales; en el suelo, como una alfombra tejida por un lunático inspirado; en el aire, como hojas cayendo hacia arriba.
Al fin, pensó.
Las observó un rato y alzó los cobertores. Las mariposas se levantaron con la manta. Bajó los pies con cuidado; las mariposas se apartaron un instante y lo cubrieron de nuevo. Caminó como si pisara la orilla del mar, con las aguas embistiendo sin cesar y replegándose deprisa. Quien lucha y huye vive para luchar otro día. Al fin habéis venido a mí, dijo, y se estremeció, pues éste era el cambio que había esperado en su vida, y ahora no estaba seguro de desearlo.
Revolotearon toda la mañana mientras él se preparaba para el viaje. Su último viaje, sabía, el último de muchos. Había iniciado su vida en la riqueza, al borde del poder, en Sennabris, la mayor de las ciudades petroleras de la costa. Se había criado viendo las grandes naves que llegaban a los muelles para vaciar sus entrañas en el sumidero de la ciudad. Cuando inició su primer viaje, no siguió a los buques-tanque hacia el mar. En cambio, adoptó el rumbo que le parecía más limpio, tierra adentro.
Vivió esplendorosamente en la ciudad colgante de Besara, en los riscos de Carmel; trabajó un tiempo como gobernador en Kafr Katnei, en la llanura de Esdrelón, hasta la Guerra del Megiddo; construyó la Escalera de Ekdippa en roca viva, donde mil hombres perecieron en la construcción y se consideró un bajo precio.
Y en cada viaje se desprendía de algo. Su gusto por el lujo se quedó en Besara; su amor por el poder quedó saciado y olvidado en Kafr Katnei; su deseo de construir para la posteridad quedó en Ekdippa como una prenda olvidada; y al fin se encontraba aquí, en una paupérrima granja del desierto de Maquero, con un tractor inservible y cosechas que apenas alcanzaban para pagar la comida y la gasolina para las máquinas. Ni siquiera podía pagarse la luz en la oscuridad, y el ocaso ponía fin a cada día con una noche imperturbable. Pero sabía que restaba un viaje más, pues aún no lo había perdido todo; cuando trabajaba en los campos aún hundía los dedos en la tierra; aún se lavaba los pies en el torrente de agua de la zanja lodosa; aún pasaba horas sentado en el calor de la tarde, observando el cereal brillante como oro e inmóvil como roca, que bebía el sol para expulsarlo como grano seco y duro. Este último amor, el amor por la vida misma... también tendría que abandonarlo antes de que su vida completara su curso y él aceptara la muerte.
Las mariposas lo llamaban.
Engrasó el tractor y lo guardó en el cobertizo.
Cerró la esclusa de la zanja y paleó tierra para que en primavera el agua no inundara los campos de barbechos y los estropeara.
Llenó una botella de agua y la guardó en su bolsa, que se colgó del hombro. «Es todo lo que llevaré», se dijo. Y aun eso era un lastre mayor del que quería soportar.
Las mariposas revoloteaban, tratando de guiarlo hacia la carretera del desierto, pero él no fue de inmediato. Miró los campos de rastrojos. Más allá estaban las malezas que medraban en las heces de agua que el grano no había usado. Y más allá de las malezas se extendía el desierto de Maquero, el lugar donde mueren quienes aman el agua. El suelo era de piedra: protuberancias rocosas, grava, arena. Y sin embargo había ruinas. Esqueléticos edificios de madera que otrora habían albergado granjeros. Algunos pensaban que era una señal de que el desierto estaba creciendo, extendiéndose para adueñarse de tierras habitables, pero Amasa sabía que no era así. Las ruinas de madera eran los últimos vestigios de los lúgubres sebasti, gentes errantes que, como las malezas del linde del campo, vivían de las heces de la vida. Una vez había habido un ligero excedente de agua en los canales. Los sebasti se enteraron en cuestión de horas; a los pocos días llegaron con sus desvencijados camiones; a las pocas semanas habían construido rudimentarios edificios y arado sus pedregosos campos, y ese año obtuvieron una cosecha porque las zanjas eran un poco más hondas que de costumbre. Al año siguiente las zanjas volvieron a la normalidad, y una noche, en pocas horas, los sebasti abandonaron las casas, cargaron los camiones y se marcharon.
«Yo también soy un sebasti —pensó Amasa—. He arrancado mi vida a un desierto huraño; se la devolveré a la arena cuando haya terminado.»
«Ven —dijeron las mariposas que se le posaban en la cara—. Ven», dijeron, abanicándolo mientras volaban hacia el camino de Hierusalén.
«No fastidiéis», respondió Amasa hurañamente. Pero al mismo tiempo se rindió, y las siguió hacia la tierra de los muertos.
La única brisa era la que sentía en la cara al caminar, y el calor le arrancaba sudor como si fuera una copiosa fuente. Bebía agua de la cantimplora de sorbo en sorbo, pero aun así se estaba acabando pronto.
Para colmo de males, sus guías lo abandonaban. Ahora que él estaba en el camino de Hierusalén, parecía que debían cumplir otros encargos. Al mediodía notó que eran menos, y a las tres quedaban pocos exentos de mariposas. Mientras observara a una mariposa, se quedaba; pero en cuanto desviaba los ojos, desaparecía. Al fin fijó los ojos en una mariposa y no los apartó. Pronto fue la última, y Amasa supo que también quería largarse. Pero no estaba dispuesto a consentirlo. «Si yo puedo venir cuando lo pides —dijo en silencio—, tú puedes quedarte cuando lo pido.» Caminó hasta que el sol enrojeció en el oeste. No bebió; no estudió el camino; y la mariposa se quedó. Era una pequeña victoria. «Te gobierno con mis ojos.»
—Bien podrías detenerte aquí, amigo.
Sorprendido de oír una voz humana en ese camino desolado, Amasa alzó los ojos, sabiendo que perdía la última mariposa. Estaba dispuesto a odiar al hombre que hablaba.
—Digo, amigo, que puesto que no vas a ninguna parte, bien podrías detenerte.
Era un hombre viejo, desnudo y renegrido por el sol. Estaba sentado al pie de una enorme piedra, donde la trayectoria septentrional del sol debía mantenerlo a la sombra todo el día.
—Si quisiera conversación —dijo Amasa— habría traído a un amigo.
—Si crees que esas mariposas son tus amigas, eres un tonto.
Amasa se sorprendió de que el hombre estuviera al corriente de las mariposas.
—Oh, sé más de lo que crees. He vivido en Hierusalén. Y ahora soy el centinela del camino de Hierusalén.
—Nadie se marcha de Hierusalén —dijo Amasa.
—Yo sí —dijo el viejo—. Y ahora me siento en el camino y enseño a los viajeros las claves que les permitirán entrar. Pocos me prestan atención, pero si no haces lo que digo, nunca llegarás a Hierusalén, y tus huesos se juntarán a una gran pila que el sol y el viento transformarán en arena.
—Seguiré el camino. No necesito instrucciones.
—Claro, prefieres las indicaciones muertas de los constructores del camino a confiar en un hombre vivo.
Amasa lo miró un instante.
—Dime, pues.
—Dame toda tu agua.
Amasa rió, un sonido débil que salía por labios cuarteados que no se atrevía a mover más de lo necesario.
—Es la primera clave para entrar en Hierusalén. —El viejo se encogió de hombros—. Veo que no me crees. Pero es verdad. Un hombre no puede entrar en la ciudad con agua o comida. Verás, la ciudad está oculta. Si tuvieras ojos milagrosos, forastero, ya podrías ver la ciudad. No queda lejos. Pero la ciudad está oculta a los hombres que no están desesperados. Sólo la hallan quienes están al borde de la muerte. Por desgracia, si pasas frente a la entrada de la ciudad sin verla porque llevas agua encima, puedes vagar cuanto quieras, agotar el agua y jadear para que la ciudad se te revele, que no servirá de nada. Cuando hayas pasado frente a la entrada, nunca más podrás encontrarla. Debes sentir el sabor de la muerte en la boca para que Hierusalén se abra a ti.
—Suena a religión. He practicado la religión.
—¿Religión? ¿Qué es la religión en un mundo con un dragón en el corazón?
Amasa titubeó. Su parte racional le aconsejaba que ignorase al hombre y siguiera de largo. Pero su parte racional se había debilitado tiempo atrás. En su definición del hombre, «bípedo implume» era más verdadero que «animal racional». Además, le dolía la cabeza, le palpitaban los pies, le ardían los labios. Entregó la cantimplora de agua al viejo y también le dio su bolsa.
—¿No llevas nada que quieras conservar? —preguntó el viejo, sorprendido.
—Pasaré la noche aquí.
El viejo asintió.
Durmieron en la oscuridad hasta que la luna despuntó en el este, brillante con la promesa de un amanecer al cabo de pocas horas. Amasa despertó. Al moverse despertó al viejo.
—¿Ya? —preguntó el viejo—. ¿Tan pronto?
—Háblame de Hierusalén.
—¿Qué quieres, amigo? ¿Historia? ¿Mito? ¿Actualidades? ¿El precio del transporte público?
—¿Por qué está oculta?
—Para que no la encuentren.
—¿Y por qué existe una clave para que algunos entren?
—Para que la encuentren. ¿Tienes que hacer preguntas tan pueriles?
—¿Quiénes construyeron la ciudad?
—Hombres.
—¿Por qué la construyeron?
—Para mantener al hombre vivo en este mundo.
Amasa asintió ante la primera frase que parecía significar algo.
—¿Y qué enemigos se propone ahuyentar Hierusalén?
—Oh, amigo mío, tú no lo entiendes, Hierusalén fue construida para mantener al enemigo dentro. La vieja Hierusalén, la nueva Hierusalén, construidas para encerrar al dragón en el corazón del mundo.
El viejo adoptó un tono narrativo, y Amasa se tendió en la arena a escuchar mientras la luna se elevaba a la izquierda.
—Los hombres vinieron aquí en naves, a través del vacío de la noche —dijo el viejo.
Amasa suspiró.
—Oh, ¿sabes todo eso?
—No seas tonto. Háblame de Hierusalén.
—¿Tus libros o tus maestros te contaron que este mundo no estaba deshabitado cuando llegaron nuestros antepasados?
—Cuéntame la historia, viejo, pero sin rodeos. Sin mito ni magia. La verdad.
—Qué fe tan sencilla profesas. La verdad. He aquí la verdad, por lo que pueda servirte. El mundo estaba lleno de bosques, y en los bosques había seres que se apareaban con los árboles, y extraían su fuerza de los árboles. Terminaron por parecerse a los árboles.
—Previsiblemente.
—Llegaron nuestro antepasados, y los seres que moraban entre los árboles olieron la muerte en las llamas de las naves. Hicieron cosas, cosas que parecían magia para nuestros antepasados, cosas que parecían milagros. Estos seres, estos dragones que se ocultaban entre las hojas de los árboles, poseían una ciencia que nosotros ignoramos. Pero nosotros poseíamos una ciencia que ellos nunca aprendieron, pues de nada les servía. Nosotros sabíamos desfoliar un bosque.
—Así que los árboles fueron exterminados.
—Todos los bosques que hay ahora en el mundo crecieron después. Algunos lugares, donde el bosque no era exuberante, pudieron recobrarse, y ahora vivimos en esos parajes. Pero aquí, en el desierto de Máquera... esto era pura floresta, árboles tan altos y tupidos que no había sotobosque. Cuando murieron las hojas, no quedó nada para retener el suelo, y el viento lo arrastró hacia la llanura de Esdrelón. Por eso esa llanura es tan fértil y aquí sólo sobrevive la arena.
—Hierusalén.
—Al principio Hierusalén fue un puesto de avanzada para que los estudiosos observaran a los dragones, criaturas pequeñas, pardas y patéticas que sabían reconocer la muerte con sólo verla, y murieron de desesperación por millares. Sólo algunos sobrevivieron entre las rocas, donde no podíamos alcanzarlos. Entonces Hierusalén se transformó en una ciudad de placeres, lejos de cualquier otro sitio, donde se podían cometer pecados que Dios no podía ver.
—He pedido la verdad.
—Y yo te he pedido que escucharas. Un día los pocos que aún estudiaban la ciencia de los dragones vagaban entre las rocas y descubrieron que no todos los dragones habían muerto. Quedaba uno, una resistente criaturilla que vivía entre las rocas grises. Pero había cambiado. Ya no era pardo como la madera. Era gris como piedra, con protuberancias pétreas. Se lo llevaron para estudiarlo. Y en pocas horas escapó. No lograron capturarlo. Pero comenzaron los asesinatos, uno cada noche. Y cada asesinato era de una pareja que estaba copulando, viviseccionada en pleno acto. Al cabo de un año los buscadores de placeres se marcharon, y Hierusalén se transformó de nuevo.
—En lo que es ahora.
—Usaron lo poco que sabían de la ciencia de los dragones para sellar la ciudad tal como está sellada. La dedicaron a lo sagrado, a la belleza, a la fe... y los asesinatos cesaron. Pero el dragón no se había ido. Lo entreveían de vez en cuando, gris en los edificios de piedra de la ciudad, como una gárgola móvil. Así que mantuvieron la ciudad cerrada para impedir que el dragón escapara al resto del mundo, donde los hombres no eran virtuosos y obligarían al dragón a matar de nuevo.
—De forma que Hierusalén está consagrada a permitir que el mundo sea un refugio para el pecado.
—Un refugio contra la represalia. Para que el mundo tenga tiempo de arrepentirse.
—Una tarea en la que el mundo no muestra gran interés.
—Pero algunos sí. Y las mariposas invitan a los arrepentidos a abandonar el mundo, y me los traen a mí.
Amasa guardó silencio mientras el sol despuntaba a sus espaldas. Aún no se había elevado sobre las montañas del este cuando empezó a quemar.
—He aquí—dijo el viejo— las leyes de Hierusalén:
»Cuando veas la ciudad, no retrocedas o la perderás.
»No mires dentro de los agujeros que emiten un fulgor rojo en las calles, o se te caerán los ojos y se te desprenderá la piel mientras caminas, y tus huesos se convertirán en polvo antes de que termines de morir.
»El hombre que rompa una mariposa vivirá para siempre.
»No mires a la pequeña sombra gris que se mueve por las paredes de granito del palacio de los reyes, o sabrá cómo llegar a tu cama.
»El Camino de Dalmanutha conduce a la señal que buscas. Nunca la encuentres.
El viejo sonrió.
—¿Por qué sonríes? —preguntó Amasa.
—Porque eres un santo. San Amasa, Hierusalén aguarda tu llegada.
—¿Cómo te llamas, viejo?
El viejo ladeó la cabeza.
—Contemplación.
—Eso no es un nombre.
El viejo sonrió de nuevo.
—No soy un hombre.
Por un instante Amasa lo creyó, y lo palpó para ver si era real. Pero su dedo se encontró con las carnes del viejo, que no se disolvieron.
—Tienes mucha fe —insistió el viejo—. Te desprendes de la bolsa porque en nada valoras lo que contenías. ¿Qué valoras?
Por toda respuesta, Amasa se quitó la ropa y la arrojó a los pies del viejo.
Recuerda que tuvo otro nombre, pero no recuerda cuál era. Ahora se llama Gris y vive entre las piedras, que también son grises. A veces olvida dónde termina él y dónde empieza la piedra. A veces, tras permanecer inmóvil durante horas, tiene que buscar los dedos de las patas, que se despliegan en abanico, aferrándose con tal firmeza a la piedra que al moverlos se sorprende de que estuviera allí. Gris permanece inmóvil todo el día y toda la noche. Pero en las horas crepusculares, antes y después del sol, se mueve, escurriéndose con celeridad de araña entre las piedras labradas de las murallas del palacio, deteniéndose sólo a beber en el agua estancada, poblada de moscas, que ha dejado la última tormenta.
Sin embargo, últimamente se mueve más despacio, pues ahora su abultado estambre se arrastra penosamente por las piedras verticales, entorpeciéndole el paso. Ha sido así durante semanas. Peor cada día, y Gris siente ese dolor constante que debe aliviar, debe aliviar, debe aliviar; pero su pequeña mente ignora en qué consiste el alivio. Por lo que sabe, no hay otros de su especie; jamás ha visto otro escalador de paredes, ni otro que se colgara de un techo de piedra. Recuerda que una vez buscó copuladores en la noche, pero no recuerda qué hizo con ellos. Ahora se siente nuevamente atraído por las ventanas, buscando alivio, aunque inseguro, sin tener ninguna imagen de lo que espera ver en las oscuras habitaciones del palacio. Anochece, y Gris busca, sin saber si hallará una pareja o una presa.
«He pasado ante las puertas de Hierusalén —pensó Amasa—, y no estaba al borde de la muerte. O peor aún, temía a veces, no hay Hierusalén, y he venido aquí en vano. Pero este temor no era un temor, pues no lo pensaba con angustia, sino con esperanza, y buscaba la muerte como el grato fin de su travesía, buscaba la muerte de gruesa lengua, la muerte que aguarda en frescas cavernas de día y busca presas con las últimas y primeras luces, la muerte hecha de polvo.» Amasa esperaba que la muerte llegase en un viento que lo arrebataría, en una piedra que le cogería el pie para tumbarlo hecho un guiñapo.
Y súbitamente, al dar un paso, lo vio todo. El sol no quedó enmarcado por una aureola de luz brumosa y blanca, sino por nubes densas. Los huertos también eran densos, y goteaban por la lluvia reciente. Zumbaban abejas alrededor. Y ahora veía la ciudad, verde y gris y monumental más allá de los árboles; en los alrededores gorgoteaba el agua. No las lágrimas de agua que luchan para subsistir en la tierra sedienta de la zanja de irrigación, sino el sensual cascabeleo del agua superflua, el agua que las fuentes arrojan al aire sin que nadie piense en recoger las gotas.
Quedó tan sorprendido que pensó en retroceder un paso, para ver si desaparecía, pues la imagen no le había llegado gradualmente y dudaba de que fuera real. Pero recordó la primera advertencia del viejo, y no retrocedió ese paso. Hierusalén era un milagro, y en este lugar no pondría a prueba los milagros.
El suelo era blando bajo los pies, musgoso cuando el sendero atravesaba la piedra, herboso cuando las piedras cedían paso a la tierra. Amasa bebió en un silvestre arroyo de aguas puras, bordeado de flores. Atravesó una puerta, subió escaleras, halló otra puerta, y otra, cada cual más grácil que la anterior. La primera puerta estaba oxidada y atascada; la segunda estaba cubierta de un rosal trepador. Pero cada puerta estaba mejor cuidada que la anterior, y Amasa esperaba ver a alguien que trabajara en el jardín o merendara, pues sin duda alguien cruzaba con frecuencia las puertas mejor cuidadas. Al fin tendió la mano para abrir una puerta y ésta se abrió antes que llegara a tocarla.
Era un hombre con túnica parda y sucia de peregrino. Se sobresaltó al ver a Amasa. Cubrió algo con los brazos y se apartó. Amasa trató de ver... Sí, era un bebé. Pero las manos del bebé goteaban sangre fresca, y Amasa miró al peregrino para ver si un homicida le había abierto la puerta.
—No es lo que piensas —se apresuró a decir el peregrino—. Encontré al bebé, y no tiene quien lo cuide.
—¿Y la sangre?
—Era hijo de buscadores de placer, y la profecía se ha cumplido, pues se estaba lavando las manos en la sangre del vientre de su padre.
—El peregrino cobró un aire esperanzado—. Hay un enemigo al cual combatir. Tú no...
Una mariposa atrajo la mirada del peregrino. Las alas batientes revolotearon una vez en torno de la cabeza de Amansa, y esa señal fue suficiente.
—Eres tú —dijo el peregrino.
—¿Te conozco?
—Pensar que podré ser testigo.
—¿De qué?
—La muerte del dragón. —El peregrino agachó la cabeza y, liberando un brazo y apoyándose al bebé en el otro, mantuvo la puerta abierta para que Amasa entrara—. Sin duda Dios te ha llamado.
Amasa entró, preguntándose con quién lo confundía el peregrino, y qué significaba su llegada. A sus espaldas el peregrino murmuró:
—Es hora. Es hora.
"Erajajiltima puerta. Estaba en plena ciudad, paseando entre los jardines amurallados de los monasterios, por calles bordeadas por altares y tiendas, templos y casas, jardines y estercoleros. Era tan verde que deslumbraba, viva, sagrada y olorosa, un hervidero de actividad donde no pesaba la meditación. Se preguntó para qué estaba allí. ¿Por qué llamaban las mariposas?
No miró en los agujeros que emitían fulgores rojos en las calles. Y cuando pasó ante el gris laberinto del palacio, no alzó los ojos para descubrir una sombra escurridiza. Respetaría las leyes del lugar, y tal vez su viaje finalizara allí.
La reina de Hierusalén se sentía sola. Durante un mes había estado perdida en el palacio. Había llegado a un tramo inexplorado del laberinto, donde nadie había vivido desde hacía generaciones, y por mucho que buscaba sólo hallaba habitaciones cada vez más polvorientas.
Los criados sabían dónde estaba y algunos protestaban por tener que entrar en un sitio tan sucio, lleno de muebles tan viejos, con el propósito de cuidarla. Ni pensaron que estaba perdida, sólo que estaba explorando. Y ella no quería confesar su confusión. La reina tenía la obligación de saber lo que hacía. No podía preguntarle a un sirviente: «Ah, de paso, mientras vas a buscar mi cena, ¿podrías explicarme dónde estoy?» Así que seguía perdida, y el polvo constante despertaba todas sus alergias.
La reina era inmensamente gorda, lo cual complicaba las cosas. Caminar le costaba un gran esfuerzo, así que cuando halló una habitación con un lecho que parecía resistente para recibirla varias noches, se quedó hasta que el lecho amenazó con derrumbarse. Su avance por los recintos desocupados, pues, no consistía en una gran expedición, sino en saltos y arrebatos. Una mañana se levantaba alicaída del lecho cada vez más desvencijado, devoraba su descomunal desayuno mientras los criados vigilaban para coger las migajas y luego, en vez de llamar a los cantantes o a los lectores, ordenaba a cuatro sirvientes que la alzaran, la apuntaran en cierta dirección y la empujaran hasta ponerla en marcha.
—Esa puerta —gritaba, y los sirvientes la impulsaban en esa dirección, mientras las piernas de la reina trotaban tratando de seguir la velocidad del cuerpo. Y en la nueva habitación no podía detenerse a observar; debía examinarlo todo a la carrera, con ojeadas fugaces, y decidir si quedarse o continuar—. Continuar —gritaba habitualmente, y los sirvientes doblaban y maniobraban hasta llegar a una puerta más ancha.
El día en que Amasa llegó a Hierusalén, la reina encontró una habitación con una cama enorme, usada por un antiguo príncipe libertino para albergar doce amantes a la vez.
—¡He aquí el lugar indicado! —exclamó la reina—. Deteneos, nos quedaremos aquí. —Los sirvientes suspiraron de alivio y se pusieron a barrer y asear para adecentar el recinto.
El mayordomo preguntó servilmente:
—¿Qué quieres ponerte para la Invocación del Rey?
—No iré —respondió ella. ¿Cómo podía ir? No sabía cómo llegar al salón donde se celebraría la ceremonia—. Esta vez optaré por estar ausente. Habrá otra dentro de siete años.
El mayordomo hizo una reverencia y se marchó, mientras la reina le envidiaba el sentido de orientación y lamentaba no poder regresar a sus aposentos. Hacía un mes que no asistía a una fiesta, y ahora que estaba tan lejos de la cocina, la comida llegaba fría cuando le servían las cenas privadas con que debía conformarse. Mal rayo parta a los antepasados de mi esposo, que construyeron tantas habitaciones.
Amasa durmió junto a un estercolero porque lo calentaba en su desnudez; por la mañana, sin marcharse de allí, encontró trabajo. Lo despertaron los sirvientes de un gran obispo, mozos de cuadra que apilaban el abono de la semana para que lo recogieran los granjeros. No le dijeron nada, aunque miraron reprobatoriamente su desnudez, pero se pusieron a trabajar vaciando carretillas y acomodando el estiércol en una pila. Amasa advirtió que procuraban no tocar el estiércol; él no tenía tantos escrúpulos. Cogió una escobilla, se plantó en medio del estiércol, y acomodó la pila mejor que esos delicados mozos. Trabajó con tanto ahínco que el jefe de cuadra lo llevó aparte cuando terminó la tarea.
—¿Quieres trabajo?
—¿Por qué no?—respondió Amasa.
El jefe de cuadra examinó el cuerpo desnudo de Amasa.
—¿Estás ayunando?
Amasa sacudió la cabeza.
—Sólo dejé mis ropas en el camino.
—Debes tener más cuidado con tus pertenencias. Puedo darte una librea, pero se te descontará del salario durante un año.
Amasa se encogió de hombros. No le interesaba el salario.
Era una tarea extenuante, pero Amasa la disfrutaba. La variedad era incesante. Como no era remilgado, le entregaban más estiércol del que le correspondía palear, pero esa tarea monótona servía de trasfondo para gozosos instantes de deleite infantil: las plegarias matinales, cuando el obispo de túnica plateada entonaba potentes palabras mientras los sirvientes imitaban torpemente sus gestos en el patio; correr por las calles detrás del carruaje del obispo, gritando «¡Hurra, hurra!» mientras el dignatario arrojaba monedas a los viandantes; cuidar el carruaje, lo cual significaba beber y oír historias y canciones con los demás criados; o asistir al obispo en las grandes ceremonias de tal o cual iglesia, embajada o casa noble, deleitándose en los complicados trajes que se las ingeniaban para respetar las prohibiciones sin renunciar un ápice a la ostentación y la sensualidad. Era majestuoso, Dios lo aprobaba, e incluso la discreta lascivia constituía una cara de la moneda de la adoración y el éxtasis.
Pero tantos años en el linde del desierto habían enseñado a Amasa a valorar cosas en que los demás sirvientes no reparaban. Podía beber sin medir el agua. Los sirvientes podían salpicarse en los baños. Podía orinar en el suelo sin que acudieran animalillos a olisquear el charco ni se posaran en él insectos sedientos y moribundos.
Decían que Hierusalén era una ciudad de piedra y fuego, pero Amasa sabía que era una ciudad de vida y agua, mucho más valiosa que todo el oro que cambiaba continuamente de manos.
Los demás mozos de cuadra aceptaban a Amasa, pero siempre guardaban las distancias. Había llegado desnudo, desde el exterior; no temía la suciedad ante el Señor; y algo más: Amasa había sentido el sabor de la muerte en la boca y lo había acogido con gusto. Ahora aceptaba los placeres de la vida del mozo de cuadra, pero no los necesitaba, y sabía que no podía fingir ante sus compañeros.
Un día el prior le dijo al mayordomo, y el mayordomo al jefe de cuadra, y el jefe de cuadra a Amasa y los demás mozos de cuadra, que se lavaran tres veces, siempre con jabón. Los veteranos sabían qué significaba: era la Invocación del Rey, que se celebraba una vez cada siete años, y el obispo los llevaría como séquito, limpios y aseados en sus libreas, mientras él oficiaba en el solemne ritual. Llevarían el cabello perfumado. Verían al rey y la reina.
—¿Es hermosa? —preguntó Amasa, sorprendido de la voz respetuosa con que se referían a ella.
Se rieron y compararon a la reina con una montaña, un planeta, una luna.
Pero entonces una mariposa se posó en la cabeza de una anciana, y las risas cesaron.
—La mariposa —susurraron.
La mujer puso los ojos en blanco y habló.
—La reina es hermosa, san Amasa, para quienes tienen ojos para verlo.
Los sirvientes cuchichearon: «Mirad, la mariposa está hablando de nuevo al que llegó desnudo.»
—De todos los santos que han venido del mundo, san Amasa, de todas las almas sabias y fatigadas, tú eres el más sabio, el más fatigado, el más santo.
Amasa tembló al oír la voz de la mariposa. En el recuerdo contempló súbitamente el barranco de Ekdippa y sintió vértigo.
—Te trajimos aquí para salvarla, salvarla, salvarla —dijo la anciana, escrutando los ojos de Amasa.
Amasa sacudió la cabeza.
—Han terminado mis andanzas —dijo.
Y la boca de la mujer se cubrió de espuma, sus oídos rezumaron cera, su nariz se cubrió de mocos, sus ojos derramaron lágrimas chispeantes.
Amasa acercó la mano a la mariposa posada en la cabeza de la anciana, la frágil mariposa que tanto torturaba a la mujer, y la cogió. La cogió con la mano derecha, plegó las alas cerradas con la izquierda, y partió la mariposa con un crujido vibrante. La mariposa no rezumó icor, pues estaba hecha de algo duro como metal, frágil como plástico, y la electricidad bailó entre ambas mitades de la mariposa un instante; luego cesó.
La anciana cayó al suelo. Los demás criados le limpiaron el rostro y la llevaron a dormir. No le hablaron a Amasa, excepto el jefe de cuadra, quien lo miró con extrañeza y preguntó:
—¿Por qué deseas vivir para siempre?
Amasa se encogió de hombros. Le parecía inútil explicar que deseaba aliviar el sufrimiento de la anciana, y había matado la causa. Además Amasa estaba distraído por un zumbido que sentía en la base del cerebro. Chasquido de interruptores, infinitamente pequeños, yendo a izquierda o derecha; puertas que se abrían y cerraban; polos que se ponían en positivo o negativo. En ocasiones veían una imagen tan fugaz que no podía encuadrarla ni reconocerla. Ahora veo el mundo con ojos de mariposa. Ahora la vasta mente de la maquinaria de Hierusalén ve el mundo a través de la mía.
Gris aguarda junto a una ventana: es ésta. No se pregunta cómo lo sabe. Sólo sabe que fue hecho para este momento, que el propósito de su vida está dentro de esta ventana, que no debe irse a buscar comida porque su gran estambre palpita de deseo y por la noche quedará satisfecho.
Así que aguarda junto a la ventana, y el sol se apaga; el cielo está gris, pero él espera, y al fin las luces se extinguen en el cielo y en el interior reina el silencio. Avanza en la oscuridad hasta que sus largos dedos encuentran el borde de piedra. Entra, y cuando su enorme estambre frota penosamente la piedra, sólo piensa: alivio, alivio.
Su objetivo es una gran montaña que resuella sobre un mar de sábanas. Ella respira entrecortadamente, pues tiene un pecho enorme y pesado. A Gris no le importa; se limita a arrastrarse por la pared hasta situarse encima de la cabeza. Mira inquisitivamente el rostro obeso, que no le interesa. Le interesa el lugar donde las sábanas y mantas y colchas se abren como la puerta de una tienda. Le evocan las hojas de un árbol, y cae en la cama y se mete en ese refugio.
¡Ah, no es piedra! Apenas puede moverse con tantos brincos, sus dedos no se afincan con seguridad, pero algo lo impulsa a seguir: siente el hormigueo del polen en el estambre y sabe que no puede detenerse sólo porque el terreno sea incierto.
Avanza por el túnel, el cuerpo sudoroso a un lado, la tienda de sábanas encima. Explora; trepa torpemente a una vasta rama, y al fin sabe qué buscaba. Es la hora, oh, es la hora, pues aquí está el capullo de una gran flor, un pistilo exuberante. Brinca. Se une a ese cuerpo como siempre se ha unido a las ramas de los grandes árboles-esposa, a la piedra. Hunde el estambre en el pistilo y rocía las paredes con polen.
Para eso ha vivido, y cuando termina de derramar el polen, muere y se derrumba bajo las sábanas.
Los sueños de la reina eran frenéticos. Como su vida de vigilia era restringida y cerrada, como su mole le imponía economía de movimientos, en sus sueños era audaz, infatigable. A veces soñaba con grandes persecuciones a caballo por comarcas escarpadas. A veces soñaba que volaba. Esta noche soñó con el amor, y era atlética y fogosa. Pero en el momento del éxtasis un rostro la miraba, y unas manos le arrebataban al amante, y sintió miedo del hombre que la observaba al final del sueño.
Despertó temblando con el recuerdo del amor, resistiéndose a recordar dónde estaba. Que estaba perdida en el palacio, que era torpe como un árbol enfermo con nudos de grasa, que era irremediablemente desdichada, que un extraño turbaba sus sueños.
Sintió algo frío y seco entre sus piernas. No se atrevió a moverse, por miedo.
Viendo que estaba despierta, un sirviente se inclinó ante ella.
—¿Traigo el desayuno?
—Ayúdame —susurró la reina—. Quiero levantarme.
El sirviente se sorprendió, pero llamó a los demás. Cuando la sacaron de la cama, lo sintió de nuevo, y en cuanto estuvo de pie les ordenó que alzaran las sábanas.
Y allí estaba: fláccido, vacío, gris como una piedra desinflada. Los criados jadearon, pero no captaron lo que la reina comprendió al instante. Sus sueños habían sido demasiado vividos, y el gran apéndice del cuerpo muerto coincidía demasiado con el recuerdo de su amante fantasmal. Ese pequeño monstruo no había ido como un parásito, para vaciarla; había ido a dar, no a recibir.
No gritó. Sólo supo que tenía que irse de allí, escapar. Así que echó a andar, sin ayuda, y para su sorpresa no se cayó. Sus piernas, impulsadas y fortalecidas por el asco, la sostuvieron. No sabía adónde se dirigía, sólo que debía irse. Corrió. Y tras atravesar una docena de habitaciones, seguida por una hilera de sirvientes, comprendió que no huía del cadáver de su monstruoso amante, sino de lo que él le había dejado dentro, pues incluso al correr sentía que algo se movía en su vientre, que algo se contorsionaba, y debía librarse de ello.
Sentía que se aligeraba, que su cuerpo se derretía bajo la carne, que sus bultos y protuberancias se consumían en una tormenta interior, esculpiéndola para darle de nuevo forma de mujer. La vasta piel del vientre comenzó a abofetearles los muslos en la carrera. Los sirvientes la alcanzaron, procuraron sostenerla, y hundieron las manos en un cuerpo que se disolvía. No dijeron nada, pues no les correspondía hablar. Sólo cogieron los pliegues flojos y corrieron.
Y de pronto, en su temor, la reina vio ciertos muebles, un dintel, una alfombra, una ventana, y supo dónde estaba. Había dado con una ala conocida del palacio, y ahora tenía propósito y dirección, iría donde la aguardaban la ayuda y la fuerza. A la sala del trono, a su esposo, donde el rey celebraba su Invocación. Los sirvientes la alcanzaron al fin y la sostuvieron.
—Mi esposo —dijo ella, y la calmaron, la mimaron y la llevaron. La cosa que había en su interior brincó de alegría; pronto llegaría su hora.
Amasa no pudo presenciar las ceremonias. Desde que entró en el Salón del Cielo sólo pudo ver las mariposas. Revoloteaban en el domo, pintado como el cielo de una noche estival, ocultando las diminutas estrellas con sus alas; se posaban en las columnas pintadas, invisibles salvo cuando agitaban las gráciles alas. Las veía aunque otros no pudieran verlas, pues en la base de su cerebro se abrían y cerraban puertas, se invertían polos, siempre siguiendo el ritmo que impulsaba el vuelo y el reposo de las mariposas. Salva a la reina, decían. Te hemos traído aquí para salvar a la reina. Sentía una palpitación detrás de los ojos y apenas veía.
Apenas veía, hasta que la reina entró en el salón, y entonces lo vio todo con hiriente nitidez. Hubo un murmullo, la ceremonia se interrumpió, y todas las miradas convergieron hacia la puerta donde estaba ella, una ondulante masa de carne con rostro de mujer, ojos vulnerables que expresaban temor y confianza. Los brazos de los criados se hundían en los pliegues de carne, aferrándose en alguna parte. Amasa sólo supo que el rostro era exquisito. Era el rostro de todas las mujeres, y la esperanza de esos ojos era la respuesta a la esperanza de todos los hombres.
—¡Esposo mío! —exclamó, pero no miraba al rey. Miraba a Amasa.
«Me mira a mí —pensó horrorizado—. Ella es toda la belleza de Besara, toda el poder de Kafr Katnei, es el abismo de Ekdippa, es todo lo que he amado y abandonado. No quiero desearlo de nuevo.»
—¡Santo Dios, mujer! —exclamó el rey con impaciencia.
Y la reina tendió los brazos hacia el hombre del trono, regurgitó de dolor y sorpresa y tembló como una cerca de madera bajo el impulso del viento.
Qué ocurre, preguntaron mil susurros. ¿Qué pasa con la reina?
Ella retrocedió.
En el suelo había un bebé: una niña gris, desnuda, arrugada y manchada de sangre. Tenía los ojos abiertos. Se irguió, miró alrededor, cogió la placenta y cortó el cordón de una dentellada.
Las mariposas formaron un enjambre en torno a la reina, y Amasa supo lo que debía hacer. «Así como rompiste la mariposa —le dijeron—, debes romper a esta niña. Somos Hierusalén, y fuimos construidas para esta epifanía, para saludar a esta niña y matarla en su nacimiento. Para ello encontramos al hombre más santo del mundo, para ello lo hemos traído aquí, pues sólo tú tienes poder sobre ella.»
«No puedo matar a una niña», pensó Amasa. Aunque no fue un pensamiento sino un espasmo de revulsión, una resistencia en el centro más puro de sí mismo.
No es una niña, replicó la ciudad. ¿Crees que los dragones se rindieron sólo porque robamos sus árboles? Los dragones simplemente cambiaron para adaptarse a una nueva pareja; se proponen gobernar el mundo de nuevo. Las puertas y polos de la ciudad lo impulsaban, y Amasa decidió mil veces obedecer, coger a la niña en brazos para partirla. E igual número de veces gritó que no podía matar a una niña. Y el grito hallaba eco en su voz cuando susurraba: —No.
«¿Por qué estoy en el Salón del Cielo? —se preguntó—. ¿Por qué la reina me mira horrorizada? ¿Me reconoce? Sí, me reconoce y me teme. Porque me propongo matar a su hija, porque no puedo matar a su hija.»
Mientras Amasa titubeaba, desgarrado, la niña gris miró al rey.
—Papá —dijo, y se levantó y caminó con creciente seguridad hacia el trono. Con dedos diestros la niña se rascaba la oreja. Ahora, ahora, dijeron las mariposas. Sí, dijo Amasa. No.
—¡Hija mía! —exclamó el rey—. ¡Al fin una heredera! La respuesta a mi Invocación antes de terminar la plegaria... ¡y una niña tan precoz!
El rey bajó del trono, cogió a la niña y la arrojó al aire. La niña rió y cayó en sus brazos. El rey la arrojó de nuevo con deleite. Esta vez, sin embargo, no cayó.
Revoloteó sobre el rey, y todos jadearon. La niña fijó los ojos en la madre, el cuerpo montañoso del cual se había desprendido, y escupió. El escupitajo brilló en el aire como un diamante, cruzó el salón y perforó el pecho de la reina con un siseo. Las mariposas se ennegrecieron en el aire, se marchitaron, cayeron al suelo con ruidos ínfimos que sólo Amasa llegó a percibir. Las puertas se cerraron en su mente y volvió a ser él mismo, pero demasiado tarde: el momento había pasado, la niña había cobrado poder, no era posible salvar a la reina.
—¡Matad al monstruo! —gritó el rey. Pero las palabras aún vibraban en el aire cuando la niña orinó sobre él desde arriba. El rey estalló en una llamarada, y no quedaron dudas sobre quién mandaba en el palacio. La sombra gris había entrado desde las murallas. La niña miró a Amasa y sonrió.
—Como eras el más santo —dijo—, te traje aquí.
Amasa intentó huir de la ciudad. No conocía el camino. Pasó frente a un peregrino arrodillado ante una fuente que fluía de la piedra virgen, y preguntó:
—¿Cómo puedo marcharme de Hierusalén?
—Nadie se va —dijo el sorprendido peregrino.
Al seguir su camino, vio que el peregrino se agachaba para fregar las manos de un bebé. Amasa trató de guiarse por las estrellas, pero todos los caminos desembocaban en un camino, y ese camino conducía a una puerta. Y en la puerta aguardaba la niña. Sólo que ya no era una niña. Su cuerpo gris pizarra ahora tenía grandes pechos. Sonrió y cogió a Amasa en sus brazos, negándose a ser rechazada.
—Soy Dalmanutha —susurró—, y tú sigues mi camino. Soy Acrasia, y te enseñaré alegría.
Lo llevó a una pérgola del palacio y le enseñó el suplicio del éxtasis. Cada vez que se apareaba con él, concebía, y al cabo de horas nacía un niño. Cada niño crecía en cuestión de horas y se iba a la ciudad para aparearse con un humano, hombre, mujer o niño.
—Donde ha desaparecido nuestro bosque —susurró Dalmanutha—, otro surgirá para reemplazarlo.
En vano él buscó mariposas.
—Se han ido todas, Amasa —dijo Acrasia—. Representaban toda la sabiduría que aprendiste de mis antepasados, pero no bastaron, pues no tuviste corazón para matar a un dragón que era bello como un ser humano.
Y era bella, y cada día y cada noche lo visitaba y concebía una y otra vez, hablándole del día inminente en que abriría las puertas de Hierusalén y enviaría sus ángeles brillantes al bosque del hombre para que morasen en los árboles y se apareasen de nuevo con ellos.
Más de una vez él quiso suicidarse. Pero al ver a Amasa tendido —el cuello lacerado por cortes sin sangre, los pulmones destruidos, la boca apestando a veneno—, ella se echaba a reír.
—No puedes morir, san Amasa, Padre de Ángeles, no puedes morir. Pues rompiste una sabia, cruel, benévola y tierna mariposa.