Sé que habéis visto los leones. Por doquier: junto a las puertas, flanqueando el trono, rugiendo en los paneles de la despensa, escupiendo agua bajo los aleros.
¿Nunca os habéis preguntado por qué la estatua que corona las puertas de la ciudad representa a un oso?
Hace muchos años, en esta misma ciudad, en el mismo palacio de granito gris que se yergue detrás de las derruidas paredes del jardín del rey, vivía una princesa. Sucedió hace tanto tiempo que nadie recuerda su nombre. Era sólo la princesa. Hoy no está en boga pensar que las princesas son bellas, y a decir verdad suelen tener cara de caballo y físico desgarbado. Pero en esos tiempos era de rigor que una princesa fuera cautivante, al menos cuando vestía las ropas más caras.
Esta princesa, sin embargo, habría sido hermosa incluso vestida como una pordiosera o como una pastora. Era hermosa cuando nació. Embelleció más al crecer.
Y también había un príncipe. No era el hermano. Era hijo del rey de una tierra remota, y su padre el decimotercer primo segundo del padre de la princesa. Habían enviado al niño a nuestra tierra para que se educara, porque el padre de la princesa, el rey Ethelred, tenía fama de hombre sabio y monarca prudente.
Y si la princesa era maravillosamente bella, también lo era el príncipe. Era de esos niños a quien toda madre desea abrazar, de esos niños a quien todos los hombres le acarician el pelo.
El príncipe y la princesa se criaron juntos. Asistían juntos a las clases de los preceptores de palacio, y cuando la princesa era lenta, el príncipe la ayudaba, y cuando el príncipe era lento, la princesa lo ayudaba. No se guardaban secretos, pero tenían un millón de secretos que ocultaban al resto del mundo: que dónde anidaban los azulejos este año, que si el cocinero llevaba la ropa interior de tal color, que si te agachabas bajo la escalera de la armería hallabas un pasadizo subterráneo que conducía a la bodega. Y se preguntaban qué antepasado de la princesa había usado el pasadizo para sus libaciones furtivas.
Al cabo de pocos años la princesa dejó de ser una niña y el príncipe dejó de ser un niño, y se enamoraron. De inmediato el millón de secretos se transformó en un solo secreto, y contaban ese secreto cada vez que se miraban, y quienes los veían suspiraban: «Ah, quién tuviera unos años menos.» Pues mucha gente cree que el amor pertenece a los jóvenes; en algún momento de su vida dejaron de amar, y creen que es sólo porque han envejecido.
Un día el príncipe y la princesa decidieron casarse.
Pero esa misma mañana el príncipe recibió una carta del país remoto donde vivía su padre. La carta le anunciaba que su padre había fallecido y que el niño ya era un hombre; y no sólo un hombre, sino un rey.
Así que el príncipe se levantó esa mañana, y los criados guardaron sus libros favoritos en un paquete, y sus ropas favoritas en un baúl, y baúl, paquete y príncipe subieron a una carroza de brillantes ruedas rojas y borlas doradas en las esquinas y el príncipe se marchó.
La princesa no lloró hasta que él se perdió de vista. Entonces entró en su habitación y lloró largo tiempo, y sólo su aya entró para llevarle comida, hablarle y consolarla. Al fin la charla hizo sonreír a la princesa, y a la noche fue al estudio de su padre, que estaba sentado junto al fuego.
—Prometió que me escribiría todos los días, y yo también debo escribirle todos los días —dijo.
Así lo hizo, y también el príncipe, y una vez al mes recibía un paquete de treinta cartas y entregaba al mensajero un paquete de treinta cartas muy perfumadas.
Y un día el Oso llegó al palacio. No era un oso, sino El Oso, con mayúscula. Debía de tener unos treinta y cinco años, porque su melena aún era castaña y su rostro sólo tenía arrugas en torno de los ojos. Pero era macizo e hirsuto, con gruesos brazos capaces de alzar un caballo, y gruesas piernas como para llevar ese caballo cien kilómetros. Tenía los ojos profundos y relucientes bajo las cejas pobladas, y la primera vez que el aya lo vio, gritó y dijo:
—Cielos, parece un oso.
Llegó a la puerta del palacio y el portero se negó a dejarle entrar, porque no tenía cita. Pero él garrapateó una nota en un papel donde parecía haber envuelto un bocadillo durante días, y el portero —con grandes reservas— le llevó el papel al rey.
El papel decía: «Si Boris y 5.000 estuvieran en la carretera de Rimperdell, ¿quisieras saber adónde se dirigen?»
El rey Ethelred quiso saberlo.
El portero condujo al forastero al interior del palacio, y el rey lo llevó a su estudio y hablaron durante muchas horas.
Por la mañana el rey madrugó y fue a ver a sus capitanes de caballería y sus capitanes de infantería, y envió un señor a los caballeros y sus escuderos, y al alba el pequeño ejército de Ethelred estaba reunido en la carretera de Rimperdell. Marcharon tres horas esa mañana, y llegaron a un paraje y el forastero de melena castaña le habló al rey y Ethelred ordenó al ejército que se detuviera. Se detuvieron, y enviaron la infantería al bosque que flanqueaba un lado de la carretera, y la caballería a los altos maizales del otro lado de la carretera, donde desmontaron. El rey, el forastero y los caballeros aguardaron en el camino.
Pronto vislumbraron una polvareda en lontananza, y la polvareda se acercó, y vieron que era un ejército avanzando por el camino. Y a la cabeza del ejército marchaba el rey Boris de Rimperdell. Le seguían cinco mil hombres.
— Salve —saludó el rey Ethelred, bastante contrariado, pues el ejército del rey Boris había cruzado las fronteras de nuestro país.
— Salve —dijo el rey Boris, bastante contrariado, pues se suponía que nadie estaba enterado de su llegada.
— ¿Qué estás haciendo? —preguntó el rey Ethelred.
— Estás bloqueando la carretera —replicó el rey Boris.
— Es mi carretera —dijo el rey Ethelred.
— Ya no —dijo el rey Boris.
— Yo y mis caballeros decimos que esta carretera me pertenece —declaró el rey Ethelred.
El rey Boris miró a los cincuenta caballeros de Ethelred y a sus cinco mil hombres.
— Yo digo que tú y tus caballeros sois hombres muertos a menos que os apartéis.
— ¿Entonces quieres una guerra conmigo? —le preguntó el rey Ethelred.
— ¿Guerra? —exclamó el rey Boris—. ¿Podemos llamarla guerra? Será como aplastar una cucaracha inmunda.
— No sé cómo es eso —dijo el rey Ethelred—, pues en nuestro reino nunca hemos tenido cucarachas. —Y añadió—: Hasta ahora.
El rey Ethelred alzó el brazo y la infantería disparó flechas y arrojó lanzas desde el bosque, y muchos hombres de Boris perecieron. Y en cuanto sus tropas se dispusieron a luchar contra el ejército del bosque, la caballería salió del maizal y atacó por la retaguardia, y pronto los restos del ejército de Boris se rindieron y Boris, mortalmente herido, quedó tendido en la carretera.
— Si hubieras ganado esta batalla —dijo el rey Ethelred—, ¿qué me habrías hecho?
El rey Boris recobró el aliento y respondió:
— Habría mandado decapitarte.
— Ah, somos muy distintos. Pues yo te dejaré vivir.
Pero el forastero, que estaba junto al rey Ethelred, dijo:
— No, rey Ethelred, eso no está en tu poder, pues Boris está agonizando. Y aunque así no fuera, yo mismo lo habría matado, pues mientras viva un hombre como él nadie estará a salvo en este mundo.
Boris murió, y lo sepultaron en la arena sin lápida, y sus hombres regresaron a casa sin sus espadas.
Y el rey Ethelred fue acogido por muchedumbres que festejaban la gran victoria y gritaban:
— Larga vida al rey Ethelred el conquistador.
El rey Ethelred sólo sonrió. Llevó al forastero al palacio, y le dio una habitación, y lo nombró principal consejero del rey, porque el forastero había demostrado que era sabio y leal y amaba al rey más que el rey mismo, pues el rey hubiera permitido que Boris siguiera con vida.
Nadie sabía cómo llamar a ese hombre, porque cuando algunas almas osadas le preguntaron el nombre, frunció el ceño y dijo:
— Usaré el nombre que me deis.
Se probaron muchos nombres, como George y Fred y Rocky y Todd. Pero ninguno parecía acertado. Durante largo tiempo todos lo llamaron Señor, pues cuando alguien es tan corpulento y fuerte y sabio y sereno entran ganas de llamarlo Señor y ofrecerle la silla cuando entra en la sala.
Pero al cabo de un tiempo todos lo llamaron por el nombre que le había puesto el aya por casualidad: Oso. Al principio lo llamaban así a sus espaldas, pero al fin alguien se distrajo y lo llamó así durante la comida, y él sonrió, y respondió al nombre, y así lo llamaron todos.
Menos la princesa. Ella no le llamó de ningún modo porque nunca le dirigía la palabra, y cuando hablaba de él fruncía los labios y lo llamaba Ese Hombre.
Pues la princesa odiaba a Oso.
No lo odiaba porque le hubiera hecho nada. Más aún, estaba segura de que él ni siquiera había reparado en ella. No se volvía para mirarla cuando entraba en la sala, como los demás hombres. Pero no lo odiaba por eso.
Lo odiaba porque pensaba que estaba debilitando a su padre.
El rey Ethelred era un gran rey, y su pueblo lo amaba. Siempre se erguía en las ceremonias, y pasaba horas celebrando juicios con gran sabiduría. Hablaba suavemente cuando se requería suavidad, y con voz tonante cuando era necesario hacerse oír.
Era un hombre imponente y la princesa se escandalizaba ante el modo en que trataba a Oso.
El rey Ethelred y Oso pasaban horas sentados en el estudio del rey, todas las noches cuando no había un gran banquete o un embajador. Bebían grandes jarras de cerveza, pero en vez de pedir a un criado que les sirviera, el rey —para alarma de la princesa— se levantaba para servir del barril.
¡Un rey haciendo tareas de criado, y dándole la jarra a un plebeyo, un hombre cuyo nombre nadie conocía!
La princesa era testigo porque estaba en el estudio del rey, escuchando y observando sin pronunciar palabra mientras ellos charlaban. A veces pasaba el tiempo peinando el largo y blanco cabello del rey. A veces tejía largos calcetines de lana para que su padre se los pusiera en invierno. A veces leía, pues su padre creía que las mujeres también debían aprender a leer. Pero siempre escuchaba, y se enfurecía, y odiaba a Oso cada vez más.
El rey Ethelred y Oso no hablaban mucho sobre asuntos de Estado. Hablaban de cazar conejos en el bosque. Se contaban bromas acerca de señores y damas del reino, y algunas bromas eran bastante subidas de tono. Hablaban de lo que deberían hacer con la fea alfombra de la sala de la corte, como si Oso tuviera derecho a opinar sobre la nueva alfombra.
Y cuando hablaban de asuntos de Estado, Oso trataba al rey Ethelred como a un igual. Cuando tenía desavenencias con el rey, se ponía de pie diciendo: «No no no, no entiendes.» Cuando creía que el rey había dicho algo acertado, le palmeaba el hombro y decía: «A pesar de todo puedes ser un gran rey, Ethelred.»
Y a veces el rey Ethelred suspiraba y le miraba el rostro, y susurraba unas palabras, y adoptaba una expresión sombría y fatigada. Entonces Oso le apoyaba el brazo en el hombro y contemplaba el fuego con él, hasta que el rey suspiraba de nuevo, se levantaba gruñendo y decía: «Es hora de que este viejo guarde su cadáver entre las sábanas.»
Al día siguiente la princesa hablaba airadamente con el aya, quien nunca repetía a nadie las palabras de la princesa. La princesa decía: «Ese Hombre está empeñado en convertir a mi padre en un mequetrefe. Está empeñado en ponerlo en ridículo. Ese Hombre está logrando que mi padre se olvide de que es rey.» Luego arrugaba la frente y decía: «Ese Hombre es un traidor.»
Nunca le mencionó una palabra a su padre. Si lo hubiera hecho, él le habría palmeado la cabeza diciendo: «Oh, sí, me hace olvidar que soy rey.» Pero también habría dicho: «Me hace recordar cómo debe ser un rey.» Y Ethelred no lo habría llamado traidor. Lo habría llamado amigo.
Como si no bastara que su padre olvidara su abolengo ante ese plebeyo, las cosas empezaron a andar mal con el príncipe. De pronto notó que los últimos paquetes de correspondencia no contenían treinta cartas, sólo veinte, luego quince, luego diez. Y las cartas ya no tenían cinco páginas. Sólo tenían tres, luego dos, luego una.
«Está ocupado», pensó.
Luego notó que él ya no comenzaba sus cartas con «Mi queridísima y primorosa princesa, devoradora de pepinillos.» (La alusión a los pepinillos era una vieja broma acerca de algo que había ocurrido cuando tenían nueve años.) Ahora comenzaba «Estimada dama» o «Bienamada princesa». Una vez la princesa se quejó al aya:
—¿Por qué no pone «Estimada habitante de ese palacio»?
«Está cansado», pensó. Y luego comprendió que el príncipe ya no le decía que la amaba, y salió al balcón y lloró donde sólo el jardín podía oírle, y donde sólo podían verla los pájaros de los árboles.
Comenzó a quedarse en sus aposentos, porque el mundo ya no le parecía un lugar agradable. ¿Para qué salir al mundo, un lugar insidioso donde los padres se transformaban en meros hombres, donde los amantes se olvidaban de su amor?
Y todas las noches se dormía llorando, cuando lograba conciliar el sueño. Cuando no podía dormir, miraba el techo tratando de olvidar al príncipe. Y ya sabéis, para recordar algo, nada mejor que empeñarse en olvidarlo.
Un día encontró un cesto de hojas de otoño junto a la puerta de su habitación. No había ninguna nota, pero eran de colores brillantes, y susurraron cuando la princesa tocó el cesto.
—Debe de ser otoño —se dijo.
Fue a la ventana a mirar, y era otoño, y era hermoso. Había visto las hojas cien veces al día, pero nunca se había fijado.
Y semanas después despertó y hacía frío en la habitación. Tiritando, fue hasta la puerta para pedir a una criada que echara más leña al fuego, y junto a la puerta había una gran sartén, y en la sartén había un pequeño muñeco de nieve, con una sonrisa hecha de trozos de carbón, y con ojos que eran grandes trozos de carbón, y era tan cómico que la princesa tuvo que reír. Ese día se olvidó momentáneamente de su desdicha y salió a arrojarles bolas de nieve a los caballeros, quienes siempre le dejaban acertar y nunca lograban acertarle, como correspondía por tratarse de una princesa: nadie le ponía nieve en la espalda ni la arrojaba al agua ni nada.
Preguntó al aya quién llevaba esas cosas, pero el aya meneó la cabeza y sonrió.
—No he sido yo —dijo.
—Claro que has sido tú —respondió la princesa, y la abrazó y le dio las gracias.
El aya sonrió.
—Gracias por tus gracias, pero no he sido yo. —Pero la princesa no la creyó y quiso aún más a su aya.
Dejó de recibir cartas, y dejó de escribir cartas, y comenzó a pasear por el bosque.
Al principio sólo paseaba por el jardín, pues se supone que las princesas se pasean por los jardines. Pero al cabo de varios días de caminar y caminar y caminar se sabía de memoria cada ladrillo del sendero, y cada vez que llegaba al parapeto sentía más ganas de salir.
Así que un día caminó hasta el portón, salió del jardín y se internó en el bosque. El bosque no era como el jardín. En el jardín todo estaba bien podado y no había malezas, mientras que el bosque era todo malezas, todo agreste y silvestre, con animales que echaban a correr, y pájaros que revoloteaban para alejarla de los pichones y, lo mejor de todo, un suelo de grava o tierra blanda. En el bosque podía olvidarse del jardín, donde cada árbol le recordaba charlas que había entablado con el príncipe mientras estaban sentados en las ramas. En el bosque podía olvidarse del palacio, donde cada habitación evocaba una broma, un secreto o una promesa rota.
Estaba en el bosque el día en que el lobo bajó de las colinas.
Regresaba al palacio, pues iba a anochecer, cuando notó que algo se movía. Descubrió un gran lobo gris caminando a quince metros. Cuando ella se detenía, el lobo se detenía. Cuando ella caminaba, el lobo caminaba. Y cuanto más caminaba, más se acercaba el lobo.
Dio media vuelta y trató de alejarse del lobo.
Poco después miró hacia atrás y vio al lobo a cuatro metros, las fauces abiertas, la lengua fuera, los dientes blancos y brillantes en la penumbra del ocaso en el bosque.
Echó a correr. Pero ni siquiera una princesa puede ganarle a un lobo. La princesa corrió hasta perder el aliento, y el lobo aún la seguía, jadeando un poco pero en absoluto cansado. La princesa corrió hasta que no pudo más y cayó al suelo. Miró hacia atrás y comprendió que esto era lo que el lobo esperaba: que se cansara y se cayera, que fuera una presa fácil, una cena que no le costara trabajo.
El lobo, con un destello en los ojos, se le abalanzó.
Cuando el lobo brincaba, una silueta enorme y parda salió de la arboleda y se acercó a la princesa. Ella gritó. Era un descomunal oso pardo, con pelambrera tupida y dientes amenazadores. El oso estiró el velludo brazo y le pegó al lobo en la cabeza. El lobo voló a varios metros, cabeceando, y la princesa comprendió que tenía el cuello roto.
El enorme oso se volvió hacia ella y la princesa comprendió desesperada que sólo había cambiado un monstruoso animal por otro.
Se desmayó. Que es lo único que puedes hacer cuando un oso te mira a un metro de distancia con cara de hambre.
Despertó en una cama del palacio y supuso que todo había sido un sueño. Pero sintió un terrible dolor en las piernas y los rasguños de las ramas en la cara. No había sido un sueño: había corrido por el bosque.
—¿Qué sucedió? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Estoy muerta? —No era una pregunta tan tonta, pues esperaba estar muerta.
—No —respondió su padre, quien estaba sentado junto a la cama.
—No —repitió el aya—. ¿Y por qué ibas a estar muerta?
—Estaba en el bosque —dijo la princesa—, y había un lobo, y corrí pero él me alcanzó. Entonces apareció un oso y mató al lobo, y se acercó como si fuera a comerme, y creo que luego me desmayé.
—Ah —dijo el aya, como si eso lo explicara todo.
—Ah —dijo su padre, el rey Ethelred—. Ahora lo entiendo. Nos hemos turnado para cuidarte desde que te encontramos inconsciente y llena de rasguños junto al portón del jardín. Gritabas en sueños: «¡Que se vaya el oso! ¡Que el oso me deje en paz!» Pensamos que te referías a Oso, a nuestro Oso, así que pedimos al pobre hombre que no se turnara más para cuidarte, pues creímos que te molestaba. Por un instante todos pensamos que lo odiabas. —El rey Ethelred rió entre dientes—. Tendré que decirle que fue un error.
El rey se marchó. «Espléndido —pensó la princesa—. Le dirá a Oso que fue un error, y en realidad lo odio a muerte.»
El aya se arrodilló junto a la cama.
—Hay otra parte de la historia. Me hicieron prometer que no te lo contaría, pero ambas sabemos que yo siempre te lo contaré todo. Parece que te encontraron dos guardias y ambos dijeron que habían visto algo que escapaba corriendo. No corriendo, exactamente, galopando. O algo así. Dijeron que parecía un oso corriendo a cuatro patas.
—Oh, no —exclamó la princesa—. ¡Qué espanto!
—Pues eso dijeron —continuó el aya—, y Robbo Knockle jura que es verdad, que el oso que vieron te había traído hasta el portón y te había depositado suavemente. Quien te trajera te alisó la falda y puso una pila de hojas bajo tu cabeza, como una almohada, ya que desde luego tú no estabas en condiciones de hacerlo.
—No seas tonta —replicó la princesa—. ¿Cómo haría un oso todo eso?
—No debe de ser un oso común. Debe de ser un oso mágico —susurró el aya, pues pensaba que la magia se debía mencionar en voz baja, por si alguna criatura siniestra oía y acudía.
—Pamplinas —replicó la princesa—. Soy una persona educada y no creo en osos mágicos, brebajes mágicos ni cosas mágicas. Son sólo tonterías de ancianas.
El aya se levantó y frunció los labios.
—Bien, pues esta tonta anciana se llevará sus tontas historias a algún tonto que quiera escucharlas.
—Oh, no lo tomes así —dijo la princesa, pues no le gustaba herir los sentimientos de nadie, y mucho menos los de su aya. Y se reconciliaron. Pero la princesa aún no creía en el oso. Sin embargo, no la habían devorado, así que quizás el oso no tuviera hambre.
Dos días después, cuando la princesa se levantó y salió a pasear de nuevo —aunque tenía feas costras en la cara, por los arañazos—, el príncipe regresó al palacio.
Llegó montado en un caballo que lanzaba espumarajos por la boca. El caballo cayó al suelo y murió a las puertas del palacio. El príncipe parecía exhausto, y tenía grandes círculos rojos debajo de los ojos. No traía equipaje. No traía capa. Sólo la ropa que llevaba encima y un caballo muerto.
—He venido a casa —le dijo al portero, y se desmayó en sus brazos. (De paso, está muy bien que un hombre se desmaye, siempre que haya cabalgado cinco días, sin haber comido y perseguido por cientos de soldados.)
—Es traición —dijo cuando despertó, comió, se bañó y se vistió—. Mis aliados se han alzado contra mí, incluso mis propios súbditos. Me han expulsado de mi reino. Tengo suerte de seguir con vida.
—¿Por qué? —preguntó el rey Ethelred.
—Porque me habrían matado. Si me hubieran pillado.
—No, no, no, no seas tonto —dijo Oso, quien escuchaba sentado en una silla—. ¿Por qué se alzaron contra ti?
El príncipe miró a Oso con una mueca burlona. Era una mueca desagradable que torció la cara del príncipe de un modo desconocido cuando vivía con el rey Ethelred y estaba enamorado de la princesa.
—No había notado que era tonto —masculló—. Y por supuesto no había notado que estabas invitado a participar en la conversación.
Oso calló, se disculpó con una reverencia y se limitó a observar.
Y el príncipe no explicó por qué el pueblo se había alzado contra él. Sólo dijo vaguedades sobre demagogos ávidos de poder y el gobierno de la turbamulta.
La princesa fue a ver al príncipe esa misma mañana.
—Pareces cansado —dijo.
—Tú estás bellísima —dijo él.
—Tengo costras en la cara y hace días que no me peino.
—Te quiero.
—Dejaste de escribir.
—Creo que perdí la pluma. No, ahora lo recuerdo. Perdí la cabeza. Olvidé lo bella que eras. Un hombre tendría que estar loco para olvidarte.
La besó y ella lo besó, y le perdonó todas las penas que le había causado y fue como si nunca se hubieran separado.
Durante tres días.
Porque al cabo de tres días la princesa comenzó a entender que el príncipe había cambiado.
Ella abría los ojos después de besarlo (las princesas cierran los ojos cuando besan) y notaba que él miraba la lejanía con expresión distante. Como si apenas notara que la estaba besando. Eso no es halagüeño para ninguna mujer, ni siquiera para una princesa.
Ella notó que a veces el príncipe ni se fijaba en su presencia. Se cruzaban en un pasillo y él no hablaba, seguía de largo a menos que ella le tocara el brazo y lo saludara.
En ocasiones él se enfadaba u ofendía por naderías. Si un criado hacía un ruido o derramaba algo, él montaba en cólera y arrojaba cosas contra la pared. Nunca había alzado la voz cuando era niño.
A menudo le decía cosas crueles a la princesa, y ella se preguntaba por qué seguía queriéndolo y qué andaba mal, pero luego él pedía disculpas y ella lo perdonaba porque a fin de cuentas el príncipe había perdido un reino por culpa de una traición, y no se podía esperar que siempre fuera tierno y amable. Pero la princesa decidió que, si de ella dependía —y dependía de ella—, él nunca más dejaría de ser tierno y amable.
Una noche Oso y su padre entraron en el estudio y cerraron la puerta con llave. La princesa nunca había sido excluida del estudio, y se enfureció contra Oso porque le estaba arrebatando al padre, así que escuchó a hurtadillas. Aunque Oso quisiera excluirla, ella se las ingeniaría para enterarse. He aquí lo que oyó.
—Tengo la información —dijo Oso.
—Deben de ser malas noticias, o no habrías pedido verme a solas —dijo el rey Ethelred. «Aja —pensó la princesa—, conque Oso sí quería excluirme.»
Oso se acercó al fuego, apoyándose en la repisa, mientras el rey Ethelred se sentaba.
—¿Y bien? —preguntó el rey.
—Sé que el muchacho significa mucho para ti. Y para la princesa. Lamento traer estas nuevas.
El muchacho, pensó la princesa. No podían llamar muchacho al príncipe, ¿verdad? Vaya, había sido rey, excepto por esa traición, y un plebeyo lo llamaba muchacho.
—Significa mucho para nosotros —convino el rey Ethelred—, y por ello mismo deseo saber la verdad, sea grata o desagradable.
—Pues bien —dijo Oso—, debo decirte que fue un pésimo rey.
La princesa palideció de rabia.
—Creo que era demasiado joven. O algo parecido —prosiguió Oso—. Tal vez tenía una faceta que tú desconocías, pues en cuanto subió al trono el poder se le subió a la cabeza. Consideró que su reino era demasiado pequeño, libró guerras con condados y ducados vecinos y les arrebató sus tierras para anexionarlas. Conspiró contra otros reyes que habían sido buenos y leales amigos de su padre. Aumentó los impuestos para mantener enormes ejércitos. Iniciaba una guerra tras otra y las madres lloraban porque sus hijos caían en batalla.
»Y por último —dijo el Oso—, el pueblo se hartó, al igual que los demás reyes, y estalló una revolución y al mismo tiempo una guerra. La única parte cierta de la versión del muchacho es que tuvo suerte de escapar con vida, porque todas las personas con quienes hablé lo mencionaban con odio, como si fuera la persona más malévola que hubiesen conocido.
El rey Ethelred sacudió la cabeza.
—¿Podrías estar en un error? Me niego a creer esto de un muchacho a quien prácticamente crié yo mismo.
—Ojalá no fuera cierto, pues sé que la princesa lo ama entrañablemente. Pero me parece evidente que el muchacho no le corresponde... está aquí porque sabía que se encontraría a salvo, y que, de casarse con ella, podrá gobernar cuando tú mueras.
—Bien —dijo el rey Ethelred—, eso no ocurrirá. Mi hija jamás se casará con un hombre que destruiría el reino.
—¿Ni siquiera aunque lo ame? —preguntó Oso.
—Es el precio de ser princesa. Debe pensar primero en el reino, o jamás podrá ser reina.
En ese momento, sin embargo, ser reina era lo que menos le importaba a la princesa. Odiaba a Oso por arrebatarle a su padre, y ahora por persuadir a su padre de impedirle desposar al hombre que amaba.
Golpeó la puerta, gritando: «¡Mentiroso, mentiroso!» El rey Ethelred y Oso corrieron hacia la puerta. El rey Ethelred abrió, y la princesa irrumpió en el estudio y se puso a golpear a Oso con saña.
Claro que eran golpes leves, pues ella no era tan fuerte, y él era corpulento y resistente y esos golpes no podían causarle dolor. Pero contraía el rostro como si le apuñalaran el corazón.
—Hija, hija —dijo el rey Ethelred—. ¿Qué es esto? ¿Por qué escuchabas?
Pero ella no respondió; le pegó Oso hasta que el llanto se lo impidió. Y luego, entre sollozos, se puso a chillar. Y como rara vez chillaba, la voz se le puso ronca y tuvo que susurrar. Pero con chillidos o con susurros, las palabras eran claras, y cada palabra escupía odio.
Acusó a Oso de reducir a su padre a una nulidad, un rey debilucho que consultaba a un mugriento plebeyo cada vez que tomaba una decisión. Acusó a Oso de odiarla y de tratar de arruinarle la vida al impedirle que desposara al único hombre a quien podía amar. Acusó a Oso de ser un traidor que conspiraba para ocupar el trono y gobernar el reino. Acusó a Oso de inventar mentiras ruines sobre el príncipe porque sabía que sería mejor rey que su débil padre, y que si desposaba al príncipe daría por tierra con todos los planes de Oso para gobernar el reino.
Y al fin acusó a Oso de tener una mente tan retorcida que imaginaba que alguna vez podría casarse con ella para ser rey.
Pero eso nunca ocurriría, jadeó.
—Eso nunca ocurrirá, nunca, nunca, nunca, porque te odio y te aborrezco y si no te largas de este reino para no regresar juro que me mataré.
Cogió una espada de la repisa e intentó cortarse las muñecas, y Oso la detuvo aferrándole los brazos con sus manazas de hierro. Ella le escupió y trató de morderle los dedos y le dio cabezazos en el pecho hasta que el rey Ethelred le agarró las manos y Oso la soltó y retrocedió.
—Lo siento —dijo el rey Ethelred, aunque no sabía a quién se disculpaba ni por qué—. Lo siento. —Y comprendió que se disculpaba por sí mismo, porque en ese momento supo que su reino estaba condenado.
Si escuchaba a Oso y desterraba al príncipe, la princesa jamás lo perdonaría. Lo odiaría y él no podría soportarlo. Pero si no escuchaba a Oso, la princesa se casaría con el príncipe, y el príncipe arruinaría su reino. Y tampoco podía soportarlo.
Pero lo peor era que no podía resistir la angustiada expresión de Oso.
La princesa sollozó en brazos del padre.
El rey deseó que hubiera algo que pudiera hacer o deshacer.
Y Oso guardó silencio.
Hasta que movió la cabeza y dijo:
—Entiendo. Adiós.
Oso salió del estudio, salió del palacio, salió del jardín, salió de la ciudad y salió de todas las comarcas que el rey había oído nombrar.
No se llevó nada consigo: ni comida, ni caballo, ni mudas. Sólo usaba su ropa y portaba su espada. Se fue tal como había llegado.
Y la princesa lloró de alivio. Oso se había ido. La vida podía continuar como antes de que el príncipe se marchara y Oso llegara.
Eso creía.
No comprendió cómo se sentía su padre hasta que él falleció cuatro meses después, súbitamente envejecido, fatigado, solitario y desesperado por su reino.
No comprendió que el príncipe no era el mismo hombre que ella había amado hasta que lo desposó tres meses después de la muerte del padre.
El día de la boda ella misma lo coronó rey, lo condujo al trono.
—Te quiero —dijo con orgullo—, y tienes prestancia de rey.
—Soy rey —dijo él—. Soy el rey Eduardo I.
—¿Eduardo? ¿Por qué Eduardo? Ése no es tu nombre.
—Es nombre de rey, y yo soy rey. ¿No tengo poder para cambiarme el nombre?
—Claro. Pero tu nombre me gustaba más.
—Pero me llamarás Eduardo —dijo él, y ella lo llamó Eduardo.
Cuando lo veía. Pues no la visitaba a menudo. En cuanto se puso la corona comenzó a excluirla de la corte y manejaba los asuntos del reino donde ella no pudiera oírle. Ella no comprendía nada, porque su padre siempre le había permitido escuchar todo lo relacionado con el gobierno, para que pudiera ser buena reina.
—Una buena reina —decía el rey Eduardo, su esposo— es una mujer callada que tiene hijos, uno de los cuales será rey.
Así que la princesa, que ahora era reina, tuvo hijos, y uno de ellos fue varón, y ella trató de criarlo como correspondía a un rey.
Pero con el correr de los años comprendió que el rey Eduardo no era el chico encantador que había amado en el jardín. Era un hombre cruel y codicioso. Y no le gustaba.
Elevó los impuestos y el pueblo empobreció.
Amplió sus tropas y el ejército se fortaleció.
Usó al ejército para apropiarse de las tierras del conde Edred, que había sido padrino de la princesa.
También se apropió de las tierras del duque Adlow, que una vez le había dejado mimar a uno de sus cisnes domesticados.
También se apropió de las tierras del conde Thlaffway, quien había llorado a moco tendido en las exequias de su padre, diciendo que era el único hombre a quien había reverenciado, pues era un rey excelente.
Edred, Adlow y Thlaffway desaparecieron, y nunca más se supo de ellos.
—Incluso está contra los plebeyos —gruñó el aya un día mientras peinaba a la reina—. Ayer vinieron a la corte unos pastores para referirle un prodigio, pues es su deber, a fin de cuentas, informar al rey sobre cualquier rareza que acontezca en estas tierras.
—Sí —dijo la reina, recordando que en su infancia ella y el príncipe a menudo iban a ver a su padre para referirle prodigios: cómo la hierba crecía de pronto al llegar la primavera, cómo el agua desaparecía en un día caluroso, cómo una mariposa salía torpemente del capullo.
—Bien —prosiguió el aya—, le dijeron que había un oso en el linde del bosque, un oso que no come carne, sólo bayas y raíces. Y este oso, contaron, mataba lobos. Cada año los lobos matan gran cantidad de ovejas, pero este año no han perdido ni un cordero, porque el oso mata los lobos. Vaya si es un prodigio.
—Oh sí —exclamó la princesa, que ahora era reina.
—¿Pero qué hizo el rey? —exclamó el aya—. Pues ordenó a sus caballeros que persiguieron al oso y lo mataran. ¡Que lo mataran!
—¿Por qué? —preguntó la reina.
—¿Por qué, por qué, por qué? —preguntó el aya—. La mejor respuesta del mundo. Los pastores preguntaron lo mismo, y el rey dijo:
-«No puedo permitir que haya un oso suelto por aquí. Podría matar niños.»
—«Oh no», dijeron los pastores. «Ni siquiera come carne.»
—«Pues entonces robará grano», replicó el rey. Y ahora, mi señora, los cazadores persiguen a un oso inofensivo. Puedes apostar que a los pastores no les gusta. ¡Un oso totalmente inofensivo! La reina asintió.
—Un oso mágico.
—Pues claro. Ahora que lo mencionas, se parece al oso que te salvó ese día...
—Aya, no hubo oso ese día. Fue un sueño, producto de mi angustia. No me persiguió ningún lobo. Y desde luego no hubo ningún oso mágico.
El aya se mordió los labios. «Claro que hubo un oso —pensó—. Y un lobo.» Pero la reina, su princesa, estaba empecinada en no creer en cosas buenas.
—Claro que hubo un oso —insistió el aya.
—No hubo ningún oso —replicó la reina—, y ahora sé quién metió la idea de un oso mágico en la cabeza de los niños.
—¿Han oído hablar de él?
—Vinieron a contarme una tonta historia sobre un oso que entra en el jardín trepando por el parapeto cuando no hay nadie cerca, y que juega con ellos y se deja montar. Es evidente que les has contado tu tonta historia sobre ese oso mágico que me salvó. Les dije que los osos mágicos eran cuentos chinos y que ni siquiera los adultos los contaban, y que debían distinguir entre la verdad y la invención, y que debían guiñar el ojo cuando decían mentirijillas.
—¿Qué respondieron? —preguntó el aya.
—Les hice guiñar el ojo al hablar del oso. Pero te agradecería que no les metas más tonterías en la cabeza. Les contaste esa estúpida historia, ¿verdad?
—Sí —admitió el aya con tristeza.
—Cuántos problemas puede causar tu movediza lengua —se quejó la reina, y el aya abandonó la habitación rompiendo a llorar.
Se reconciliaron después, pero no hablaron de osos. El aya entendía. Al pensar en osos la reina se acordaba de Oso, y todos sabían que era ella quien había expulsado a ese sabio consejero.
-«Si Oso aún estuviera aquí —pensó el aya (al igual que muchos más en el reino)—, si Oso estuviera aquí no tendríamos tantos problemas.»
Y los problemas abundaban. Los soldados patrullaban las calles de las ciudades y encerraban a la gente por decir cosas sobre el rey Eduardo. Y cuando un criado de palacio cometía un error, el rey montaba en cólera, arrojaba cosas y lo azotaba con una vara.
Un día al rey Eduardo no le gustó la sopa. Le arrojó la sopera al cocinero, quien al marcharse declaró:
—He servido a reyes y reinas, señores y damas, soldados y criados, pero es la primera vez que me ponen al servicio de un cerdo.
Al día siguiente regresó a punta de espada, no para trabajar en la cocina, por supuesto, pues los cocineros están en contacto con la comida del rey. No, el cocinero fue a limpiar los establos. Y a los criados se les informó sin rodeos que no podían marcharse. Si no les gustaba su trabajo, les darían otro. Y todos vieron el trabajo que le habían dado al cocinero y contuvieron la lengua.
Excepto el aya, quien se lo contaba todo a la reina.
—Bien podríamos ser esclavos —dijo—. Y eso incluye el salario. Lo ha reducido a la mitad, en algunos casos a menos, y apenas tenemos para comer. Yo estoy bien, señora, pues no debo alimentar a nadie, pero hay quienes tienen dificultades para conseguir leña para el fuego y un mendrugo para una boca hambrienta, o media docena.
La reina pensó en suplicarle al esposo, pero comprendió que el rey Eduardo se desquitaría con los criados. Así que comenzó a regalarle al aya joyas para que las vendiera. El aya daba el dinero a los criados más necesitados, y les susurraba, aunque la reina le había dicho que no contara nada:
—Es dinero de la reina. Ella nos recuerda, aunque su esposo sea un patán y un aprovechado.
Y los criados recordaron que la reina era bondadosa.
El pueblo no odiaba tanto al rey Eduardo como los criados, pues aunque los impuestos eran altos, siempre hay tontos que se enorgullecen cuando su ejército obtiene una victoria. Y el rey Eduardo obtuvo bastantes victorias al principio. Buscaba pendencia con un rey o noble vecino y luego se apropiaba de sus tierras. La gente pensaba que el ejército de cinco mil hombres del rey Boris era una cosa mala. Pero con sus altos impuestos, el rey Eduardo pudo contratar un ejército de cincuenta mil hombres, y la guerra cambió. En suelo enemigo la soldadesca vivía de los frutos de la tierra, matando y saqueando a su gusto. La mayoría de los soldados no eran lugareños. Eran la escoria de las carreteras, mendigos o ladrones, y ahora les pagaban por robar.
Pero el rey Eduardo triplicó el tamaño del reino, y muchos buenos ciudadanos seguían las noticias de la guerra y vitoreaban cuando el rey Eduardo recorría las calles.
También alababan a la reina, pero no la veían demasiado, apenas una vez al año. Aún era bella, más bella que nunca. Nadie notaba la tristeza que ahora tenían sus ojos, y quienes lo notaban preferían callar y olvidar.
Pero el rey Eduardo había obtenido sus victorias contra hombres débiles, pacíficos y mal preparados. Y al fin los reyes vecinos se mancomunaron, y también los rebeldes de las tierras conquistadas, y planearon la caída del rey Eduardo.
Cuando el rey inició su siguiente conquista, estaban preparados, y emboscaron al ejército del rey Eduardo en el mismo campo de batalla donde el rey Ethelred había derrotado a Boris. Los cincuenta mil mercenarios de Eduardo se las vieron con cien mil, cuando antes nunca habían enfrentado a más de la mitad de su número. Su bravura a sueldo se esfumó, y quienes sobrevivieron a los primeros embates pusieron pies en polvorosa.
El rey Eduardo fue capturado y llevado a la ciudad en una jaula. Colgaron la jaula sobre la puerta de la ciudad, donde ahora se yergue la estatua del oso.
La reina salió al encuentro de los jefes del ejército que había derrotado al rey Eduardo y se arrodilló en el polvo para implorar por su esposo. Y como era bella y bondadosa, y como ellos eran buenos hombres que sólo trataban de proteger su vida y sus bienes, le perdonaron la vida. Por ella, hasta permitieron que el rey conservara el trono, aunque le impusieron un oneroso tributo. Con tal de salvar el pellejo, él aceptó.
Así que los impuestos se elevaron aún más, para pagar el tributo, y el rey Eduardo sólo pudo conservar soldados suficientes para vigilar su reino, y el tributo se destinó a pagar a soldados de los reyes victoriosos, para que permanecieran en las fronteras y vigilarán nuestras tierras. Pues sospechaba —y con razón— que si se descuidaban un instante el rey Eduardo organizaría un ejército y los apuñalaría por la espalda.
Pero no aflojaron su vigilancia. El rey Eduardo estaba arrinconado.
Entonces fue presa de un oscuro malestar, pues un codicioso ansia mucho más aquello que no tiene. Y el rey Eduardo ansiaba poder. Como no podía tener poder sobre otros reyes, comenzó a ejercer más poder en su propio reino, su propia morada y su propia familia.
Ordenaba torturar a los prisioneros hasta que confesaban conspiraciones inexistentes, hasta que denunciaban a personas inocentes. Y la gente del reino comenzó a cerrar con llave de noche y se ocultaba cuando alguien llamaba. El temor cundía por el reino, y la gente comenzó a marcharse, hasta que el rey Eduardo ordenó capturar y decapitar a los fugitivos.
Y las cosas también andaban mal en el palacio. Pues los criados eran salvajemente azotados por los errores más leves, y el rey Eduardo vociferaba cada vez que veía a sus hijos, de modo que la reina los mantenía ocultos.
Todos temían al rey Eduardo. Y la gente casi siempre odia a quien teme.
Excepto la reina. Pues aunque lo temía, recordaba la juventud, y a veces decía, hablando consigo misma o con el aya:
—En alguna parte de ese hombre triste y siniestro está el bello joven que amo. Debo ayudarle a encontrarlo y revivirlo.
Pero ni el aya ni la reina sabían cómo lograr que eso ocurriera.
Hasta que la reina descubrió que estaba embarazada. «Claro —pensó—. Con un nuevo bebé retornará a su familia y se acordará de amarnos.»
Corrió a decírselo. Y él despotricó diciendo que era estúpida al traer otro hijo a presenciar su humillación, una familia real con tropas enemigas en la frontera, sin poder en el mundo.
La cogió por el brazo y la arrastró al patio donde estaban reunidos los señores con sus damas, y declaró que su esposa iba a tener un hijo para burlarse de él, pues ella conservaba el poder de una mujer aunque él ya no poseyera el poder de un hombre. Ella clamó que no era verdad. Él le pegó, y ella cayó al suelo.
Y el problema quedó resuelto, pues la reina perdió al bebé y permaneció en cama durante días, delirando de fiebre y al borde de la muerte. Nadie sabía que el rey Eduardo se odiaba por lo que había hecho, que se mesaba la barba y el cabello pensando que la reina podía morir a causa de su cólera. Sólo veían que se emborrachaba mientras la reina convalecía, y que no iba a visitarla.
En su delirio, la reina soñó muchas veces y muchas cosas. Pero un sueño recurrente era el de un lobo que la perseguía en el bosque, y ella corría hasta caerse, pero cuando el lobo iba a devorarla, aparecía un enorme oso pardo, desnucaba al lobo y lo arrojaba al aire, y luego la recogía suavemente y la depositaba a las puertas del palacio, arreglándole la ropa y poniéndole una almohada de hojas bajo la cabeza.
Al despertar, sólo recordaba que no había oso mágico que saliera del bosque para salvarla. La magia era para los plebeyos: brebajes para curar la gota y la peste y para enamorar a una dama, hechizos susurrados en la noche para alejar a las criaturas de las tinieblas. Patrañas, decía la reina. Pues ella era una persona educada, y sabía que no había nada para ahuyentar a las criaturas de las tinieblas, ni cura para la gota o la peste, ni brebajes para enamorar a tu esposo. Se repetía esto y desesperaba.
El rey Eduardo pronto olvidó el pesar que había sentido al temer la muerte de su esposa. En cuanto la reina se recobró, anduvo tan enfurruñado como de costumbre, y no cesaba de beber, aunque la razón para ello había pasado. Sólo recordaba que la había lastimado y se sentía culpable, y cada vez que la veía se sentía mal, y como se sentía mal la trataba mal, como si fuera culpa de ella.
Las cosas no podían andar peor. Estallaban rebeliones en todo el reino, y todas las semanas decapitaban rebeldes. Algunos soldados se habían amotinado y habían cruzado la frontera con los fugitivos a quienes debían detener. Una mañana, pues, el humor del rey Eduardo estaba más negro y agrio que nunca.
La reina entró en el comedor para desayunar, hermosa como siempre, pues la pena sólo había ahondado su belleza, y uno sentía ganas de llorar al ver el dolor de aquel rostro exquisito y el sufrimiento de aquel porte erguido y orgulloso. El rey Eduardo veía el dolor y el sufrimiento, pero veía aún más la belleza, y por un instante recordó a la muchacha que había crecido sin cuitas ni pesares ni malos pensamientos. Y supo que le había causado cada pizca del dolor que ella padecía.
Así que comenzó a encontrarle defectos, y de pronto le ordenó que fuera a la cocina a cocinar.
—No puedo —objetó ella.
—Si un criado puede, tú también —gruñó el rey.
Ella rompió a llorar.
—Nunca he cocinado. Nunca he encendido el fuego. Soy una reina.
—No eres reina —rezongó el rey, odiándose por decirlo—. No eres reina, y yo no soy rey, pues somos un hato de lacayos indefensos que reciben órdenes de esos cabrones que están al otro lado de la frontera. Bien, si he de vivir como un criado en mi propio palacio, también tú has de hacerlo.
La llevó a rastras a la cocina y le ordenó que preparase y sirviese el desayuno.
La reina estaba destrozada, pero no tanto como para olvidar su orgullo. Habló con los cocineros que se acurrucaban en un rincón.
—Habéis oído al rey. Debo prepararle el desayuno con mis propias manos. Pero no sé cómo. Debéis darme indicaciones.
Le dieron indicaciones y ella procuró seguirlas, pero sus manos inexpertas lo embrollaban todo. Se quemó con el fuego y se escaldó con el potaje. Puso demasiada sal en el tocino y dejó cáscara en el huevo. También quemó los panecillos. Luego se lo llevó todo al esposo y el rey se puso a comer.
Todo sabía espantoso.
Entonces comprendió que la reina era una reina y no podía ser otra cosa, así como una cocinera no podía aspirar a ser reina. Y se miró y comprendió que nunca podría ser nada salvo un rey. Pero la reina era una buena reina, mientras que él era un pésimo rey. Siempre sería rey, pero nunca sería un buen rey. Y mientras mascaba cáscaras de huevo se hundía en la desesperación.
Otro hombre, odiándose tanto como el rey Eduardo, se habría quitado la vida. Pero el rey Eduardo no era así. En cambio cogió su vara y comenzó a pegar a la reina. Le pegó hasta hacerle sangrar la espalda, y la reina cayó al suelo llorando.
Los criados acudieron, y también los guardias. Los criados, al ver a la reina en semejante estado, trataron de detener al rey. Pero el rey ordenó a los guardias que matasen a quien tratara de intervenir. Aun así, el jefe de camareros, un cocinero y el mayordomo perecieron antes de que los demás cejaran en su intento.
Y el rey siguió azotando a la reina hasta que todos comprendieron que la mataría a golpes.
Y en su corazón, mientras yacía en el suelo de piedra, tan aturdida por el dolor de su corazón que no sentía el dolor de su cuerpo, ella deseó que el oso regresara, que acudiera a matar al lobo que se abalanzaba para devorarla.
En ese momento la puerta se astilló y un terrible rugido llenó el comedor. El rey dejó de golpear a la reina, y los guardias y criados miraron hacia la puerta, donde un enorme oso pardo se erguía sobre las patas traseras, rugiendo de furia.
Los criados huyeron.
—Matadlo —ordenó el rey a los guardias.
Los guardias desenvainaron las espadas y se lanzaron contra el oso.
El oso los desarmó, aunque eran tantos que algunos lo hirieron antes de perder la espada. Algunos trataron de luchar contra el oso sin armas, porque eran hombres valientes, pero el oso les pegó en la cabeza y el resto huyó.
Pero la reina, a pesar de su aturdimiento, presintió que el oso aún no se había valido de todas sus fuerzas, que el enorme animal ahorraba sus energías para otra batalla.
Y esa batalla era con el rey, quien se enfrentaba a él espada en mano, ávido de combate, ansiando morir, con la desesperación y el odio a sí mismo que lo transformaría en un terrible oponente, incluso para un oso.
«Un oso —pensó la reina—. Deseé un oso y aquí está.» Quedó tendida en el suelo de piedra, débil, indefensa y sangrante, mientras su esposo, el príncipe, luchaba con el oso. No sabía quién prefería que ganara, pues ni siquiera ahora odiaba a su esposo. Sin embargo sabía que su vida y la vida de sus súbditos serían insoportables mientras él viviera.
Se movían en círculos por la sala, el oso con desmañada rapidez, el rey Eduardo con gran agilidad, trazando círculos de acero en el aire. Tres veces la espada se hundió en el oso, antes de que el animal cogiera la hoja con las zarpas. Cuando el rey Eduardo extraía la espada, laceraba las zarpas del animal. Pero era una batalla de resistencia, y el oso estaba seguro de vencer al final. Arrebató la espada a Eduardo, lo estrechó en un potente abrazo y se lo llevó de la sala mientras el rey gritaba a voz en cuello.
Y en el último instante, cuando Eduardo procuraba en vano recobrar la espada y la sangre manaba de las zarpas del oso, la reina deseó que el oso resistiera, que le arrebatara la espada, que venciera para que el reino, su familia y ella misma quedaran libres del hombre que los devoraba a todos.
Pero mientras el rey Eduardo gritaba en las garras del oso, la reina sólo oyó la voz de un niño en el jardín, en el eterno y fugaz verano de su infancia. Se desmayó con un borroso recuerdo de la sonrisa de ese niño.
Despertó como había despertado en otra ocasión, pensando que era un sueño, y recordando que era realidad cuando el dolor de los golpes casi le hizo perder el conocimiento otra vez. Luchó contra su flaqueza y permaneció despierta, y pidió agua.
El aya le llevó agua, y varios señores de alto rango y el capitán del ejército y los principales sirvientes entraron a preguntarle qué debían hacer.
—¿Por qué me lo preguntáis? —dijo.
—Porque el rey ha muerto —respondió el aya.
La reina aguardó.
—El oso lo dejó en la puerta —dijo el capitán del ejército.
—Tenía el cuello roto —apuntó el jefe.
—Y ahora —prosiguió uno de los señores— debemos preguntarte qué debemos hacer. Aún no hemos informado al pueblo, y no se ha permitido que nadie entrara ni saliera de palacio.
La reina pensó con los ojos cerrados. Pero lo que vio al cerrar los ojos fue el cuerpo de su hermoso príncipe con la cabeza floja como la del lobo, aquel día en el bosque. No quería ver eso, así que abrió los ojos.
—Anunciad en todo el reino que el rey ha muerto —dijo. Y se volvió al capitán del ejército—. Ya no habrá decapitaciones por traición. Quien esté en la cárcel por traición será liberado al punto. Y todos los demás prisioneros cuyas sentencias estén a punto de expirar también quedarán libres de inmediato.
El capitán del ejército hizo una reverencia y se marchó. No sonrió hasta que traspuso la puerta, pero luego sonrió hasta que le corrieron lágrimas por las mejillas.
Al jefe de cocina le dijo la reina:
—Todos los sirvientes de palacio están en libertad de marcharse, si así lo desean. Pero por favor pídeles en mi nombre que se queden. Si se quedan, los devolveré a su anterior situación.
El cocinero iba a darle sinceramente las gracias, pero lo pensó mejor y salió para avisar a los demás.
A los señores dijo:
—Id a ver a los reyes cuyos ejércitos custodian nuestras fronteras, y decidles que el rey Eduardo ha muerto y que pueden regresar a casa. Decidles que si necesito ayuda los llamaré, pero que hasta entonces gobernaré mi reino a solas.
Y los señores le besaron las manos tiernamente y se marcharon.
Y la reina quedó a solas con el aya.
—Lo siento —dijo el aya, tras un largo silencio.
—¿Qué te aflige?
—La muerte de tu esposo.
—Ah, eso —dijo la reina—. Ah, sí, mi esposo.
Y la reina lloró con todo su corazón. No por el hombre cruel y codicioso que había combatido, matado y saqueado por doquier. Sino por el niño que se había transformado en ese hombre, el niño cuya tierna mano había sanado las heridas de su infancia, el niño cuya voz plañidera la había llamado al final de su vida, como preguntándose por qué se había extraviado dentro de sí mismo, como comprendiendo que era demasiado tarde para salir. Cuando terminó de llorar ese día, nunca más derramó una lágrima por él.
A los tres días estaba levantada, aunque tenía que usar ropas flojas a causa del dolor. Aun así presidió la corte, y fue entonces cuando los pastores llevaron a Oso. No al oso, el animal que había matado al rey, sino a Oso, el consejero que había abandonado el reino muchos años antes.
—Lo encontramos en la ladera, y nuestras ovejas lo olisqueaban y le lamían la cara —dijo el pastor más viejo—. Parece que lo sorprendieron los salteadores, pues está bastante maltrecho. Es un milagro que esté con vida.
—¿Qué lleva encima? —preguntó la reina, de pie junto a la cama donde ordenó acostar a Oso.
—Oh —dijo uno de los pastores—. Es mi capa. Lo encontraron desnudo, pero no nos pareció correcto traerlo aquí en ese estado.
Ella dio las gracias a los pastores y ofreció pagarles una recompensa, pero ellos rehusaron.
—Lo recordamos —explicaron—, y no estaría bien aceptar dinero por ayudarle, pues fue un buen hombre en tiempos de tu padre.
La reina pidió a los sirvientes —quienes, de paso, se habían quedado— que lo lavaran y le vendaran las heridas, y atendieran a sus necesidades. Y como era un hombre fuerte, sobrevivió, aunque esas heridas habrían matado a un hombre más débil. Aun así, nunca recobró el uso de la mano derecha, y tuvo que aprender a escribir con la izquierda, y desde entonces cojeó. Pero siempre decía que tenía suerte de seguir con vida y no se avergonzaba de sus dolencias, aunque también decía que había que hacer algo con los salteadores que merodeaban en las colinas.
Y en cuanto se recobró, la reina le hizo asistir a la corte, donde Oso escuchó a los embajadores de otras tierras y los casos que ella oía y juzgaba.
De noche le hizo ir al estudio del rey Eduardo, y allí le habló de las cuestiones del día y le preguntó si habría actuado de otro modo, y él le señaló sus aciertos y errores. Y la reina aprendió de Oso tal como había aprendido su padre. Un día llegó a decirle:
—Pocas veces he pedido perdón en mi vida. Pero ahora te pido perdón a ti.
—¿Por qué? —dijo él, sorprendido.
—Por odiarte, y por pensar que servías mal a mi padre, y por expulsarte del reino. Si te hubiéramos escuchado, nada de esto habría ocurrido.
—Oh, eso pertenece al pasado. Eras joven, estabas enamorada, y eso es tan inevitable como el destino mismo.
—Lo sé, y por amor quizá lo haría de nuevo, pero ahora soy más sabia y aún puedo pedir perdón por mi juventud.
Oso le sonrió.
—Fuiste perdonada antes de pedirlo. Pero ya que lo pides, con gusto te perdono de nuevo.
—¿Puedo darte alguna recompensa por tus servicios de hace tantos años, cuando te marchastes sin nuestra gratitud?
—Sí. Si me dejas quedarme para servirte como serví a tu padre, sería recompensa de sobra.
—¿Cómo puede ser una recompensa? Iba a pedirte ese favor. Y tú lo pides como un privilegio.
—Digamos que amé a tu padre como a un hermano, y a ti como a una sobrina, y ansio quedarme con la única familia que tengo.
La reina cogió la cerveza y le sirvió una jarra. Se sentaron ante el fuego y pasaron largas horas charlando.
Como la reina era viuda, y como a pesar de los problemas del pasado el reino era vasto y rico, muchos pretendientes acudieron a pedir su mano. Había duques, condes, reyes e hijos de reyes. Y ella conservaba toda su belleza, con poco más de treinta años, un trofeo en sí misma aunque nadie hubiera codiciado el reino.
Pero aunque ella reflexionó largamente en varios casos, e incluso gustaba de varios hombres, los rechazó a todos.
Reinó a solas, con Oso como consejero.
Y también hizo lo que su esposo había dicho: crió a su hijo para ser rey y a sus hijas para ser reinas. Y Oso también la ayudó en ello, enseñando al hijo a cazar, a escrutar el corazón de los hombres más allá de las palabras, a amar la paz y servir al pueblo.
Y el niño creció tan apuesto como el padre y tan sabio como Oso, y el pueblo supo que sería un gran monarca, quizá mayor que el mismísimo rey Ethelred.
La reina envejeció, y delegó gran parte de los asuntos de Estado en el hijo, quien ya era un hombre. El príncipe se casó con la hija de un rey vecino. Era una buena mujer, y la reina vio crecer a sus nietos.
Sabía muy bien que era vieja, porque tenía las carnes flojas y ya no era tan hermosa como en su juventud, aunque muchos decían que era una dama mucho más encantadora de lo que podía serlo una muchacha.
Pero nunca pensó que Oso también envejecía. ¿Acaso no paseaba por el jardín con uno de sus nietos en cada hombro? ¿No se reunía con ella y su hijo en el estudio para enseñarles el arte de ser estadistas y decirles sí, eso está bien, sí, correcto, a pesar de todo serás una gran reina, sí, tú serás un buen rey, digno del reino de tu abuelo...?
Pero un día no pudo levantarse de la cama, y un criado fue a ver a la reina con un mensaje:
—Ven, por favor.
La reina lo encontró temblando en la cama, el rostro ceniciento.
—Hace treinta años —dijo Oso— habría dicho que era sólo una fiebre y habría salido a cabalgar. Pero ahora, mi señora, sé que voy a morir.
—Pamplinas, no morirás nunca —replicó la reina, sabiendo tan bien como él que Oso se moría, y sabiendo que él sabía que ella sabía.
—He de hacer una confesión.
—Ya lo sé.
—¿De veras?
—Sí, y para mi sorpresa encuentro que yo también te quiero. Una anciana como yo —dijo riendo.
—Oh, no era ésa mi confesión. Ya sabía que sabías que te quería. De lo contrario, no habría regresado cuando me llamaste.
Y ella sintió un escalofrío y recordó la única vez en que había pedido socorro.
—Sí —dijo Oso—, lo recuerdas. Cómo me reí cuando me pusieron ese nombre. Si supieran, pensé entonces.
Ella sacudió la cabeza.
—¿Cómo es posible?
—Yo mismo lo ignoro. Pero es verdad. Conocí a un viejo sabio del bosque cuando era un niño. Era huérfano, así que nadie me echó de menos cuando me quedé con él. Me quedé hasta que él murió cinco años después, y aprendí su magia.
—No hay magia —dijo ella como recitando, y él se rió.
—Si te refieres a brebajes, hechizos y maldiciones, tienes razón. Pero hay magia de otra clase. La magia de transformarte en lo que eres. La magia del viejo del bosque era ser búho, y volar de noche viendo el mundo para comprenderlo. Ser búho estaba en él, y la magia era permitir que aflorase esa parte de él que era más él. Y me enseñó.
Oso dejó de temblar, pues su cuerpo había desistido de combatir la enfermedad.
—Así que miré en mi interior y me pregunté quién era. Y lo descubrí. Tu aya también lo supo. A la primera ojeada supo que era un oso.
—Mataste a mi esposo —dijo ella.
—No. Luché contra tu esposo y me lo llevé del palacio, pero mientras él miraba a la muerte a la cara también descubrió qué era y quién era, y su verdadero yo afloró. —Oso sacudió la cabeza—. Maté a un lobo a las puertas del palacio, y dejé un lobo desnucado cuando me fui hacia las colinas.
—Un lobo ambas veces. Pero él era un niño tan bello.
—Un cachorro es simpático, no importa lo que llegue a ser.
—¿Qué soy yo? —preguntó la reina.
—¿Tú? ¿No lo sabes?
—No. ¿Soy un cisne? ¿Un puercoespín? Últimamente camino como una gallina vieja y tullida. ¿Quién soy, al cabo de tantos años? ¿En qué animal debo transformarme por la noche?
—Te estás riendo —dijo Oso—, y yo también me reiría, pero debo ser precavido con mi aliento. No sé qué animal eres, si tú misma lo ignoras, pero creo...
Dejó de hablar y se estremeció en un enorme suspiro.
—¡No! —exclamó la reina.
—Está bien —dijo Oso—. Aún no estoy muerto. Creo que en el fondo de ti eres mujer, así que has vestido tu verdadera apariencia toda tu vida. Y eres hermosa.
—Qué viejo tonto eres, a fin de cuentas. ¿Por qué nunca me casé contigo?
—Tenías demasiado buen criterio —dijo Oso.
Pero la reina llamó al sacerdote y a sus hijos y se casó con Oso en su lecho de muerte, y su hijo, que había aprendido de él a ser rey, lo llamó padre, y luego recordaron al oso que iba a jugar con ellos en su infancia, y las hijas lo llamaron padre; y la reina lo llamó esposo, y Oso rió y comentó que ya no era huérfano. Luego murió.
Y por eso hay la estatua de un oso a las puertas de la ciudad.
Lección / Moraleja:
(Para llorar un poco)