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CUENTOS HUMORISTICOS
CUENTO JUANSADAS (por Elsa Bornemann)
Había una vez un perro que tenía un hombre que se llamaba Juan.

Digo que el perro tenía al hombre y no el hombre al perro porque —ciertamente— era así. El dueño del hombre era el mismísimo perro, un bello afgano color champán, al que habían bautizado «Sacha von Mirosnikov» —según constaba en los documentos suscriptos el día en que Juan lo había comprado— y que familiarmente respondía al nombre de Pucho.

Si bien se afirma que los afganos no suelen ser animales demasiado dotados —salvo en su aspecto físico— este Pucho era la excepción a la regla. Ya de cachorro había empezado a demostrar sus naturales condiciones de líder (líder únicamente de Juan, claro, pero líder al fin).
El caso es que apenas cumplido su primer año Pucho se había convertido en el verdadero patrón de Juan. No podía comparárselo con el autoritario patrón humano que el muchacho debía soportar en la empresa en la que trabajaba ya que al menos el treinta de cada mes éste retribuía su paciencia con un sueldo bastante generoso, mientras que del Pucho sólo obtenía cansados lengüetazos a cambio de tanta devoción como le rendía. Pruebas de su devoción (entre muchísimas otras que me resultaría fatigoso describir):

— Juan planificaba todas sus actividades y las cumplía o no de acuerdo con el estado de ánimo de su perro. Por ejemplo, era capaz de faltar al trabajo o de cancelar una cita importante si antes de salir de su casa creía detectar un lastimero «¡No me abandones!» en la mirada del Pucho. En esas ocasiones, le redoblaba las raciones de comida y bailaba, saltaba, brincaba, andaba por los aires y se movía con mucho donaire alrededor de su animal, hasta que le parecía que el desganado le regalaba su mejor sonrisa.

— Juan sólo volvía a recibir en su casa a las contadísimas personas que lograran conquistarse la simpatía de su perro a primer ladrido, quiero decir, a primera vista (vista del de cuatro patas, por supuesto...). Y como el Pucho era terriblemente celoso, apenas si toleraba la visita de dos o tres amigos de Juan... de dos o uno... bueno... de uno, en realidad, de ese único que aguantaba estoicamente sus gruñidos y las dentelladas dirigidas a sus tobillos cuando llegaba la hora de retirarse. «Hablale; explicale que pronto regresarás de visita... Decile que te espere... El pobre sufre porque te vas, quiere retenerte; por eso los mordisquitos... Decile dulcemente: “Esperame, Pucho... Esperame”, le repetía Juan a su único amigo, cada vez que éste se iba, esquivando —a los saltos— las filosas dentelladas del perro e invariablemente con algunas rasgaduras en las botamangas de sus pantalones.

— Juan se había transformado en un perfecto solterón, rotos sus compromisos de matrimonio con sucesivas señoritas que no le habían caído en gracia al exigente animal. «Si él las rechazó, por algo será...», pensaba Juan, «Su percepción de la naturaleza hu¬mana es superior a la mía... ¡Quién sabe de qué brujas me ha librado mi fiel Puchito...!»

—Juan gastaba el dinero que no tenía —contrayendo pavorosas deudas— para pagar un psicoanalista.
No; no para tratarse él —como seguramente estarán imaginando— sino para que el médico lo orientara con el propósito de evitarle al Pucho toda causa de stress, de frustraciones, de complejos...

Concluyo con esta enumeración de pruebas de devoción porque considero que es lo suficientemente elocuente como para que necesite aclararles por qué al principio de este relato aseguré que «había una vez un perro que tenía un hombre...».

Sin embargo, y por las dudas, agrego que Juan se pone taaan sentimental y dice tantas «juansadas» cuando elogia las cualidades de su animal, que me temo que éste le ordene colocarse un bozal en cualquier momento...

¡Ah...! y si acabo de aterrizar en el tiempo presente, desde el pasado en el que situé mi narración, se debe a que la singular relación entre Juan y su perro aún persiste.
¿Qué cómo lo sé? Pues porque yo soy el único testigo de la misma... ese único amigo de Juan...

Y ahora los dejo. Debo volar hacia la calle con él. Por nada del mundo quiere que me pierda la quinta vuelta del hombre que hago a diario, llevado de su correa... (no me refiero a Juan —obviamente— sino a Bizcocho, mi propio perro...).

Segundo «¡Ah...!»: y no se trata de que la relación con mi maravilloso can sea parecida a la de mi amigo y su insufrible mascota —nada de eso...
Sucede que Bizcocho está empeñado en demostrarme que no es menos que un afgano, a pesar de su tamaño insignificante y su dudoso pedigree, y yo no soy quién para contradecirlo: lo comprendo perfectamente. A veces, se me ocurre que sólo me falta ladrar.


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