Es el lunes por la mañana. Bien tempranito.
Usted sale de su casa, después de un desayuno tomado a la disparada. A la media cuadra, compra el diario.
Con los minutos contados, sigue encaminándose —rápidamente— hacia la parada del autobús que conduce a la estación de trenes.
Cuando llega a la parada, ya hay una larga hilera de gente que espera el mismo transporte que usted. Se ubica —por lo tanto— al final de la cola.
—Uf, qué serpentina humana... —comenta por lo bajo.
Hojea el diario.
De tanto en tanto controla la hora en su reloj de pulsera y la compara con la que señala el solar, instalado en la esquina. Piensa que si el micro demora un poco más, va a llegar tarde a su lugar de trabajo.
Está leyendo los chistes que aparecen en la contratapa del diario, cuando una mano femenina le da tironcitos a la manga de su chaqueta para llamarle la atención.
Usted vuelve su cara hacia la de la mujer que está a su lado, extendiéndole una tarjeta mientras le hace señas para que la lea.
De un ligero vistazo, usted adviene que la mujer es una mujer pobre y una pobre mujer (que no significa lo mismo). Toma la tarjeta —ajada y con manchas varias—y la lee. Dice así:
«SOY SORDOMUDA Y ESTOY DESOCUPADA. TENGO CINCO HIJOS A MI CARGO. MI MARIDO CAYÓ PRESO. CUENTO CON USTED PARA ALIVIAR —EN PARTE— MI DESESPERADA SITUACIÓN. LO QUE PUEDA DARME SERÁ MUY AGRADECIDO. QUE DIOS BENDIGA A USTED Y A SU FAMILIA.»
Cuando le devuelve la tarjeta, la mujer la toma con la derecha mientras le tiende la izquierda, abierta y de palma hacia arriba. Usted le da el dinero que tenía preparado para el boleto del micro y siente una extraña vergüenza, por la escasez de su limosna.
En ese mismo momento, su micro arriba a la parada. Llega repleto. Si tiene la suerte de subir, va a viajar como sardina en lata.
La serpentina humana empieza a perderse en el interior del vehículo, hasta que a usted también le toca el turno de ascender y sacar el boleto.
Menos mal que el trayecto es breve. Apenas unas veinte cuadras hasta la estación. De lo contrario, usted se deshidrataría debido al calor reinante y al apretujamiento entre los demás.
En una de las paradas del rutinario recorrido, sube un ciego.
Se abre paso con mucha dificultad, hasta alcanzar una ubicación junto al conductor del micro y de espaldas al mismo.
Casi no se puede creer que haya logrado desplazarse, a través de tantas personas apiñadas.
Carga una valijita.
Golpea con su bastón blanco el metal del respaldo del asiento del conductor.
La gente se da cuenta —entonces— de que es un vendedor ambulante y —entre compadecida y resignada— se dispone a escuchar su pregón.
Usted ya casi lo recuerda de memoria. No es la primera oportunidad en que se encuentra con tal hombre, compartiendo un viaje de esa línea.
—Estimados señores pasajeros —y el vendedor de mirada inexistente abre su valija, a la par que inicia la acelerada promoción de sus productos—. Muy buenos días. Voy a distraer brevemente su amable atención. Soy un no-vidente que se gana —con honradez— el pan cotidiano y que —gracias a la generosa cooperación del público viajero— no está condenado a vivir mendigando. En esta oportunidad, la empresa para la que —orgullosamente— trabajo y que es de primer nivel en el rubro de los plásticos, les brinda —por mi intermedio— esta fabulosa oferta.
(En ese instante, el ciego saca un sobre plegado, de papel celofán, y coloca la valija en el suelo, sosteniéndola entre sus piernas.)
—Directamente de fábrica, por única vez y a un precio absolutamente promocional, ofrezco a ustedes este set, este juego completo de peines de finísimo acrílico irrompible, flexible y de excepcional calidad.
(Y ahí mismo despliega el sobre y parte del pasaje que lo rodea —más los afortunados que viajan sentados en las primeras filas— pueden observar siete peines de diferentes tamaños y colores. El vendedor continúa —entonces— con su discurso.)
—Como podrán apreciar —y aquel que desee comprobarlo por sí mismo no tiene más que solicitármelo— se trata de siete peines —¡qué digo!— de siete auténticas piezas artesanales que van a satisfacer las necesidades de toda la familia e —incluso— de algún pariente, amigo o amiga, novio o novia, compañero o compañera de tareas con el o la que se desee quedar bien para las próximas fiestas de Navidad, Año Nuevo y Reyes. A las pruebas me remito.
(El ciego comienza a extraer —uno a uno— los distintos peines a medida que prosigue la propaganda.)
—El clásico peine negro, grande, de toilette, apto para todo tipo de cabellera al contar con dos zonas bien diferenciadas: la de los dientes gruesos y la de los dientes delgados. El típico peine para el bolsillo del caballero o la cartera de la dama, en tonalidad celeste o rosa según sea para el sexo masculino o el femenino, con un diseño tal que lo convierte en útil para toda clase de cabello, es decir, que sirve para el pelo lacio, para el pelo crespo u ondulado, para el pelo largo o corto y —también— para melenitas.
(Una brusca frenada interrumpe su monólogo. Recuperado el equilibrio, lo retoma con increíble energía)
—Y sigo, presentándoles el resistente peine para enrular, imprescindible en el equipo de belleza de cualquier señora, señorita o niña. Y como si todo esto fuera poco, el peine de extraordinaria suavidad, adecuado para la tenue pelusilla de los bebés y los débiles cabellos de los ancianos... y esta pieza que en Europa no se consigue y que es el resultado del incomparable ingenio argentino: el peine para calvos, con su acolchada almohadilla de felpa —en vez de los comunes dientes— para masajear el cuero cabelludo desprovisto de pilosidad y estimular —por lo tanto— las células capilares para inducir un rápido rebrote del cabello. Y voy completando mi oferta con este diminuto peinecito, ideal para ordenarse las cejas en una u otra dirección —atentos señores pasajeros— y con el broche de oro de este verdadero regalo sometido a su gentil consideración: ¡el peine para animales domésticos! Este originalísimo utensilio —munido de dos filas de resistentes púas de puntas redondeadas— perfecto para el aseo de la piel de perros, gatos y otros mamíferos carnívoros y felinos, pertenecientes a esas especies. Y aquí concluyo —distinguidos señores pasajeros— agradeciéndoles —desde ya— la atención dispensada y la segura compra que —no dudo— me harán de estos artículos, por el irrisorio precio de diez mil australes. Pero no quisiera despedirme sin antes augurarles una agradable jornada. Que Dios les conserve la vista. Muchas gracias y buenos días.
A esta altura de los acontecimientos, varias personas se van desprendiendo de ésa suma —que no les sobra— y se transforman en dueños de una serie de peines que no necesitan. Usted también. Y eso que ya compró cuatro o cinco sobres, meses atrás.
El ciego desciende frente a la estación, listo para abordar otro autobús y usted —detrás de él— baja y cruza la avenida, acomodando en su bolso la reciente compra. Piensa qué va a hacer con tantos peines. Ni que fuera un pulpo o una monstruosa hidra.
Mira hacia el andén: su tren está pronto a partir. Se apresura y consigue subir, no bien se pone en marcha.
Como el micro, el vagón también está repleto. ¡Uf, qué fastidio!, pocas esperanzas de conseguir asiento, como siempre. Sin embargo, apenas se alejan de la estación se desocupa uno justo a su lado.
Aún restan cuarenta minutos de recorrido hasta el centro de la ciudad por lo que —tras los pisotones y acrobacias de rigor, que impiden que otros le quiten su sitio— se sienta por fin. Los compañeros de viaje que continúan parados no disimulan cierta envidia y usted simula no acusar recibo de algunas miradas fulminantes y vuelve a hojear el diario.
Imposible concentrarse en la lectura. Un desfile de vendedores ambulantes va a hacer su irrupción durante los treinta y nueve minutos que faltan para llegar al centro.
Y el desfile se inaugura con el señor que «no vengo a vender si no a regalar tres lujosos fascículos de cocina internacional, conteniendo un centenar de recetas de los más sabrosos platos para las próximas fiestas; desde la copa de langostinos hasta el pavo relleno con almendras (por ejemplo) e incluyendo toda la variedad de entradas, comidas frías y calientes, postres helados y hasta el clásico pan dulce, insustituible en la mesa familiar navideña. Además, a todo comprador se le obsequiará —sin cargo— un suplemento de alta repostería europea».
El vendedor exhibe —entonces— tentadoras fotografías de distintos platos, «como para que vayan comiendo con los ojos el menú que consumirán durante las fiestas...» y usted se pregunta cuántos de los ocupantes del vagón contarán —siquiera— con una sidra para entonces...
No obstante, acaso conmovidos por el rostro famélico y la desdentada sonrisa del señor que las vende, varios adquieren las revistas.
Usted también. Y las enrolla dentro del bolso mientras prosigue el desfile: turrones, cuchillos multiuso, cascanueces, muñecos de peluche, portadocumentos, quitamanchas, largas tiras de caramelos, tijeritas «chinas», destapadores, hilos de coser, elefantes de yeso, alicates, apósitos autoadhesivos, pañuelos, aspirinas, elementos de pirotecnia, también «para las próximas fiestas...».
La más amplia gama de productos es expuesta «a la gentil consideración de los distinguidos pasajeros, sin compromiso alguno de adquisición por su parte».
«Sin compromiso», claro, pero en algunas personas se sigue produciendo una especie de absurda compulsión a la compra... por beneficencia.
En usted también.
Y es así como llega a su estación de destino con el bolso atiborrado de artículos vanos.
Para consolarse por lo que considera una debilidad suya, una ridiculez, piensa que «bueno; no tengo la desgracia de estar en la indigencia y si bien no me sobra el dinero, el viernes cobré y en algo puedo contribuir —hoy— para atenuar la pobreza de esta gente. Justicia, no caridad, pero mientras tanto...».
Reflexiones por el estilo, encuentran a usted en pleno descenso de la escalera mecánica hacia el subterráneo.
A una cuadra de su empleo llega ese transporte.
Sabe que otro desfile de vendedores espera allí abajo y se promete no comprar nada más. No cumple con su promesa.
¿Por qué no armarse de otro juego de bolígrafos, ya que se acaban tan rápido y estos «son especiales, diez kilómetros de escritura asegurados, tinta indeleble e inalterable ante el frío o el calor, con los que es posible hasta firmar documentos, hacer círculos, ángulos y trazos múltiples, en dirección horizontal o vertical, todo por el mismo precio»?
¿Con qué pretexto rechazar esa agenda de año nuevo si a cualquiera puede resultarle útil y si «tiene páginas divididas en los cinco días hábiles de la semana o sea: lunes, martes, miércoles, jueves y viernes más lugar destacado —en líneas rojas— para sábados y domingos; provee información exacta acerca del peso específico de todos los cuerpos, la hora de cada país del mundo y cuenta con un índice alfabético completo, de la A a la Z»?
¿Y cómo negarse a la súplica de esas criaturas desamparadas que reparten estampitas de San Cayetano, para que «a los distinguidos pasajeros no les falte trabajo»?
El final de jornada de labor de ese lunes, sorprende a usted —como de costumbre— tomándose un cafecito en un bar al paso, antes de emprender —nuevamente— los tres viajes para regresar a su domicilio particular.
Toma su café.
Entretanto, no resiste las miradas implorantes de esas nenas que le ofrecen —sucesivamente— señaladores, paquetitos con agujas y ramitos de flores.
¿A qué prolongar el «cuento con usted», si ya se adivina que la situación de este lunes será más o menos similar, va a reiterarse con ligeras variantes, a través de las cuatro semanas de cada mes de trabajo del año?
Por eso, le prepongo que salteemos algunas hojas del almanaque.
Ahora es otro lunes, muy distinto al del principio del relato.
Usted decide renunciar a su empleo y permanecer en su casita de las afueras de la ciudad.
A lo largo de los días que siguen, hace refacciones en una parte de la habitación cuya ventana da a la calle, la transforma en un diminuto local de metro y medio por dos e inaugura un kiosquito.
Total, ya tiene un surtido de mercadería suficiente como para abastecer al vecindario durante una temporada larga.