Podría haberse llamado —por ejemplo— Cristóbal. Podría haber sido músico, tejedor de lino o carpintero. Podría haber llegado de un hermoso país que quedara en algún sitio del otro lado del bosque de la diminuta aldea de Alacia... o en cierto lugar sobre la costa opuesta de su brumoso río. Pero nadie supo su nombre, ni su oficio, ni su procedencia.
No bien el muchacho de sombrero celeste, mirada celeste y barba ídem apareció entre ellos, los alacianos se contemplaron —primero— desconcertados y —después— lo contemplaron a él con sorpresa, con desconfianza, con temor, así, en ese orden, aunque rápidamente concentraron sus sentimientos en la desconfianza y en el temor. ¿Por qué? Pues... porque sí, ya que en los cuentos cualquier cosa puede suceder porque sí y no voy a ser yo quien cambie esta maravillosa causa de los acontecimientos.
Continúo:
De inmediato, los alacianos murmuraron: «Un extranjero», «Un invasor», «Un peligro». Y dispararon hacia sus casas, bajaron persianas, corrieron cortinas, cerraron puertas con llaves, clausuraron chimeneas.
Entretanto, erguido en medio de un callejón y sin entender nada, el muchacho se quedó solo, bajo la luna y dentro del miedo de Alacia.
Sintió.
Pensó.
Sintió.
Al rato, con mirada más corazón vueltos del revés —como para que se viera claramente la materia de la que ambos estaban hechos— decidió presentarse, decir «Yo soy...».
Entonces, fueron siete las puertas a las que llamó sucesivamente.
La primera puerta se entreabrió apenas y —sin darle la menor oportunidad de completar su «¡HOLA!»— un hombre le gritó:
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí usted y todos esos insectos gigantes que le sobrevuelan el sombrero!
Apenas se entreabrieron —también— la segunda puerta... la tercera... la cuarta... la quinta... la sexta...
El muchacho escuchó entonces:
—¡Fuera! ¡Fuera usted y todos esos horribles duendes que bailan en su mirada!
—¡Váyase a otra parte con su cortejo de criaturas mitad puercoespines y mitad rinocerontes!
—¡Regrese a su pueblo, si es que allí lo soportan con esas gelatinas fosforescentes enroscadas en sus botas!
—¡No se atreva a permanecer en Alacia si aprecia su vida!
—¡Fuera! ¡Ya detectamos las repugnantes caritas que nos espían, escondidas en su barba!
La séptima puerta ni siquiera se entreabrió. Desde el otro lado de la rotunda madera con aldabones, un vozarrón (amplificado por un altoparlante, ya que era el vozarrón del mandamás de la aldea) le anunció:
—¡Yo lo echo! ¡Ya me enteré de todo! ¡Cuenta con cinco minutos partidos por la mitad para marcharse de Alacia! ¡Y váyase junto con todos sus espantosos compañeros! ¡Fuera de aquí de una buena vez, pastor de monstruos!
Apenas resonaron estas tres últimas palabras, los alacianos dispararon a las calles desde sus casas. Con risas y chillidos de alegría celebraban la decisión de su mandamás. Ahora sí que iban a librarse —definitivamente— de ese extranjero, de ese invasor, de ese peligro...
Saltaban, batían palmas, hacían morisquetas alrededor del muchacho mientras que él —blandamente— desandaba los callejones rumbo vaya a saberse dónde.
Antes de que abandonara la aldea conocieron —al menos— la aspereza de su voz. Fue cuando le oyeron exclamar:
—¡Nada de lo que vieron me pertenece, dormidos! ¡Ningún monstruo llegó conmigo!
Los alacianos siguieron bailoteando hasta el amanecer.
La moraleja de este cuento enseña:
Se sabe que ninguno puede nada
frente a la estupidez organizada.
La «inmoraleja» —en tanto— asegura que —a partir de ese día— los alacianos debieron aprender a convivir con sus propios monstruos...
¡Ah! Y dicen que aquel muchacho que podría haberse llamado —por ejemplo— Cristóbal, reaparece en los recuerdos de las viejas de la aldea —una y otra vez— mencionado como «el chico-espejo».
Pero ése es otro cuento.