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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO UN RACIMO DE UVAS (por Gonzalo Drago)
Chas, chas, chas.
Va por el camino como una sombra. La noche ya se viene encima como un gigantesco murcié­lago de alas enlutadas y el hombre continúa mar­chando, resignado y sumiso, con sus miradas di­rigidas hacia la tierra. Ha caminado dos leguas y aún la carretera es una serpiente ondulante que se alarga frente a sus pupilas húmedas de ansiedad. Su rancho está lejos, más allá de la última colina que se alza sobre el telón obscuro del horizonte.
Chas, chas, chas.
El hombre camina. La noche ya está sobre él y lo envuelve entre sus velos hasta confundirlo con las sombras que llenan la campiña. El silen­cio es apenas roto por el apagado roce de sus ojotas en el polvo fino de la carretera. Para disi­par su pena enciende un cigarrillo. A la luz de la cerilla su rostro se ilumina y sus ojos tristes y mansos adquieren un brillo extraño, casi demo­níaco. En el rancho lejano lo aguarda su mujer inválida y no quiere detenerse a descansar, aunque el cansancio le encadena las piernas y le aprieta los pulmones. Entre sus manos campesinas, duras y fuertes, encallecidas con la mancera del arado, lleva un pequeño paquete con medicinas. Son para ella, para su mujer, ahora vencida por la desgracia y la miseria.

"Buen dar, taita Dios", murmura mentalmen­te, tratando de recordar sin éxito las oraciones de su infancia. El hombre, solo frente a la inmen­sidad de la noche, desamparado entre las som­bras, siente la necesidad de buscar refugio espiritual. El vuelo silencioso de una lechuza que ras­ga el manto de la noche lo hace temblar como un remanso herido, mientras las supersticiones, dormidas en sus napas subterráneas, brotan co­mo una fuente y lo convierten en un niño trému­lo frente a la soledad de la campiña.

Arriba, un cielo negro y hosco le hurta las es­trellas. El calor es sofocante. Ni una ráfaga de viento refresca el bochorno de esta noche estival. El aire es denso y se siente en el ambiente la ex­traña presencia de los fluidos eléctricos que gravitan en las nubes y excitan los nervios de los hombres y las bestias. La tempestad avanza desde la cordillera, silenciosa, preñada de amenazas, semejante a una loca manada de vacunos o a una recua de potros desbocados.

Angustiado y mudo, marchando sin descanso, semeja una bestia estimulada por el látigo. Por su frente rugosa, tatuada por los años, resbalan hilillos de transpiración que se escurren lentamen­te hacia los espesos matorrales de sus cejas. Los perros ladran a su paso, rompiendo la placidez nocturna. Cuando callan, el silencio es más pro­fundo y el desamparo crece en lentas espirales, hundiendo sus raíces en los misteriosos meandros de la sangre.
Mientras camina, el viejo evoca a su mujer. La ve flaca, demacrada, herida por un mal incura­ble y misterioso. Al comienzo se medicinaba ella misma, arrancando yerbas y raíces en los potre­ros y buscando cortezas de árboles en los bosques o en las húmedas vegas de Manantiales. El mal era rebelde y la venció y ahora es una masa es­quelética, inválida y delirante que se niega a co­mer y pasa las noches conversando con las som­bras.
El hombre la evoca así, delirante y moribunda, y siente que su angustia crece y le aprieta la gar­ganta. Apresura el paso. El rumor de sus pisadas se acelera y la respiración se le hace premiosa y anhelante. Siente la boca seca. Sabe que no podrá encontrar agua a su alcance hasta que no llegue al refugio de su rancho y ese pensamiento aumenta su ansiedad.
El camino es un túnel tortuoso abierto en el corazón de la noche colchagüina. Algunos ála­mos se alzan a la orilla, cumpliendo su misión de centinelas vegetales y de refugio a los pájaros via­jeros. El aire denso irrita los nervios de los seres y a lo lejos retumba el sordo bramido de vacas alarmadas. En el horizonte, sobre las cumbres de la cordillera, más allá de las Vegas del Flaco, el cielo se ilumina levemente a largos intervalos, co­mo presagio de la tormenta que se acerca.

"Buen dar, taita Dios, el camino relargo", mo­nologa el viejo mientras avanza, mudo y resigna­do, a través de las entrañas de la noche.
Sus ojos mansos y tristes miran hacia la tierra y sólo se alargan hacia la lejanía para tratar de descubrir algún indicio que le indique el punto preciso en que se encuentra. El calor y la sed lo sofocan. La necesidad de agua se le hace imperiosa y le seca la garganta irritada por el polvo del camino. La tormenta se retarda, incubándose en el vientre de las nubes como un feto maligno. La tierra seca, ardiente, sedienta, herida, espera con ansias la llegada de la lluvia. La noche es un horno negro, amenazante, en el que se precipi­tan, desde los cuatro puntos cardinales, la angus­tia de los hombres y las cosas. De improviso, el viejo se reanima. Sabe que debe pasar frente a la viña Santa Laura, donde los racimos maduros, rosados y bermejos, cuelgan profusamente entre las parras.
Ahora marcha más tranquilo porque lo acompa­ña la certidumbre de que podrá aplacar su sed: bastará que llegue a la altura de la viña, que es­cale la tapia carcomida por los años y que coja un racimo de uvas. Eso es todo. De pronto, lo asal­ta un pensamiento, una decidida angustia abra­zada a su incertidumbre. ¿Y si la viña estuviera ahora a sus espaldas, lejos de su esperanza? Para averiguarlo, enciende una cerilla. La densa obscu­ridad es apenas perforada por el débil resplandor de la luz y el hombre sólo puede ver un trozo de muro leproso y derruido que le intercepta la visión con su barrera muda. Luego, arranca la envoltura del paquete de medicina y con ella ha­ce una rústica antorcha que ilumina un pequeño trozo del gigantesco túnel de la noche. Su duda desaparece. Está frente a la viña y le bastará cruzar la barrera para saciar su sed. Lo hace sin esfuerzo, trepando por los adobes carcomidos por donde otros, muchas veces, lo hicieron antes que él.

Avanza con cautela, alargando los brazos para acercarse a las parras que adivina grávidas de ra­cimos maduros y jugosos, dulces y reconfortantes. Pronto choca con una parra y sus manos ávidas tactan en la sombra con la instintiva precisión de un ciego. Casi en seguida encuentra un racimo apretado, magnífico en su plena madurez. El vie­jo lo corta ansiosamente y se retira saboreando las uvas jugosas que aplacan la fiebre de su garganta seca. Luego, se dispone a escalar la tapia para reintegrarse al camino. Tropieza, resbala en su intento. Para facilitar su tarea, enciende un fósforo. En aquel preciso instante, una detona­ción seguida de un grito perverso lo hizo rodar por tierra.
Allí quedó inmóvil, respirando débilmente. Quiso incorporarse y le pareció que estaba enca­denado a la tierra. Extrañose de no sentir dolor, pero tuvo la impresión de que toda su sangre se le vaciaba por el pecho. Por su imaginación, ve­lozmente, alcanzó a pasar la figura esquelética de su mujer, retrepada en la cama, siempre implo­rante, ahogando sus quejidos, torturada por su mal incurable. Y la visión de su rancho sórdido. Y el murmullo de la acequia de riego. Y el le­jano canto de un zorzal madrugador. Y la recia figura del capataz Toledo. Todo aquello fue un relámpago, nítido y preciso, para alumbrar el fu­rioso tropel de sus imágenes.
Después experimentó un gran alivio. Ya no sintió sed ni cansancio. Abrió los ojos con di­ficultad y observó que empezaba a llover con fuerza, pero ya el agua no le causaba alegría ni malestar. Era algo tan lejano a su actitud de descanso que se extrañó de sentirla caer sobre su rostro.
"Tengo sueño", pensó con torpeza, y aún al­canzó a escuchar una voz lejana, lejanísima, que llegaba hasta sus oídos a través de una espesa niebla de misterio mientras una linterna le ilumi­naba el rostro demacrado.

—Estos son los ladrones de uva, patrón. Al fin cayó uno.

La lluvia comenzó a caer sobre su rostro con fuerza inusitada, violenta, agresiva, golpeándole las sienes con sus martinetes de agua. Quiso abrir los ojos, pero sus párpados no le obedecieron. La tempestad libre, desencadenada, danzaba sobre el campo. Un fresco olor a tierra mojada subía desde el camino y los árboles jubilosos sacudían sus ramajes húmedos mecidos por el viento. El aire se hizo más puro y respirable, y el hombre, derrumbado, inmóvil, quedó solo bajo la noche fragante. A su lado, bermejo, maduro y lavado por la lluvia, había un racimo de uvas.


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