Mr. Jara había nacido en Machalí. La mina lo había arrastrado inevitablemente hacia su vientre, como un potente electroimán atrae a la brizna de acero, cuando apenas era un muchacho inexperto y canijo, recién egresado de la escuela rural. Fue peón, alarife, capataz, alistador, escribiente y por último ayudante de ingeniero. Para llegar hasta ese cargo se había valido de dos recursos que le dieron espléndidos resultados: su rudimentario conocimiento del idioma inglés y el uso cotidiano de su flexible espina dorsal cuando se veía en presencia de un jefe rubio, auténticamente yanqui, made in USA.
Desde sus comienzos buscó con insistencia la compañía de los norteamericanos del mineral. Lo empujaban dos propósitos: su admiración servil hacia la rubia raza del norte y su interés de practicar inglés con ellos. Los yanquis, aun los de más humilde condición, evitaban la proximidad de aquel "nativo" moreno que persistía en su intento con admirable tenacidad. Ni los desprecios ni las burlas lograron desanimarlo. Mr. Jara parecía ignorar la repugnancia que inspiraba a los yanquis y se acercaba a ellos, sumiso como un perro castigado, mascullando un slang aprendido pacientemente en el silencio de su cuarto.
Cuando logró ocupar un puesto de relativa responsabilidad en la Compañía, empezó a vengarse de sus compañeros con una crueldad netamente indígena. A todo aquel que había tenido una frase hiriente o una sonrisa burlona para sus pretensiones y simplemente por espontánea antipatía, le hacía recordar que él ocupaba un peldaño más alto en el gallinero colectivo.
Para captar simpatías y afirmar su posición en las arenas movedizas, halagaba a los jefes, trabajaba como un buey cuando era observado y no escatimaba palabras mordaces contra sus compañeros de labores, logrando, con astucia y sagacidad criollas, obtener la confianza de los jefes norteamericanos que vieron en Mr. Jara un instrumento de fácil manejo que podía serles útil como espía, para conocer los pensamientos y aspiraciones del personal frente al movimiento sindical que tomaba fuerza de torrente.
Mr. Jara, de pie sobre unos durmientes de la vía ferroviaria, fumaba su pipa con el gesto severo de un hombre importante, arrojando gruesas bocanadas de humo aromático que se diluía en el aire puro y transparente de la mañana. El frío no lograba penetrar a través de su gruesa zamarra negra y permanecía más allá de sus altas botas mineras. Orgulloso, satisfecho de sí mismo, observaba con indiferencia a un grupo de obreros sudorosos y sucios que cambiaban un trozo de línea férrea. Un capataz de ojos sagaces dirigía y vigilaba aquella ruda sinfonía de esfuerzo y de trabajo, mientras los combos y las barretas se levantaban y caían con rítmico compás, con rabia sorda, haciendo saltar las piedrecillas de la vía.
De improviso, un obrero bajo y robusto permaneció inmóvil un momento, escrutando con desconfianza la severa figura de Mr. Jara. Después de ligera vacilación, empujado por un impulso espontáneo, arrojó su herramienta de trabajo y se encaminó rectamente hacia el ayudante de ingeniero, alargándole su robusta mano fraternal:
—¿Cómo te va, negro?
Mr. Jara, tomado de sorpresa, se desconcertó. En los aledaños, frente a una pequeña y potente locomotora a petróleo, estaban Mr. Taylor y Mr. Mikmans, que podían captar aquella bochornosa escena. ¿Qué pensarían de él si lo vieran estrechando la mano de aquel hombre? Su amigo no era más que un humilde obrero de la mina, desastroso y sucio, y su obligación era rechazarlo. Tomó una resolución violenta:
—I don't know you, man —contestó secamente.
El obrero lo quedó mirando sorprendido. Luego se echó a reír apretándose la barriga cual si temiera que se le escaparan los intestinos por la boca. Mr. Jara realmente veíase cómico con su seriedad simiesca y sus ojillos amenazadores bailándole detrás de las grandes antiparras.
—¿En qué circo es la función ahora, negro? Estás desconocido con esa ropa, esa pipa y esos anteojos. ¡Ja, ja, ja!
Mr. jara montó en cólera. Aquello era demasiado. Sintió deseos de abofetear a su antiguo camarada, pero aquel hombre tenía unos bíceps abultados y unas recias espaldas proletarias. Lo mejor era cortar la escena. Giró sobre sus talones y volvió las espaldas a su amigo, que permaneció extrañado mirándolo alejarse sumido en conjeturas. Por último levantó los hombros con desprecio y masculló terribles amenazas:
—¡Negro de mierda! Cuando lo pille solo le voy a rajar la guata, ¡por mi madre!
Y cogiendo la barreta continuó su labor interrumpida.
* * *
Mr. Jara no era feliz. Lo mortificaba su aspecto físico. Le habría gustado ser rubio, blanco y de ojos profundamente azules; pero la naturaleza (¡ah maldita naturaleza!) lo había dotado de signos externos marcadamente indígenas. Moreno, de ojos separados, nariz roma y labios gruesos, tenía la sólida apariencia de un mapuche. Lo que más le exasperaba en verdad era la tenaz rebeldía de su pelo que le cubría el cráneo como un grotesco erizo negro. La peineta y la escobilla nada podían contra esas cerdas duras y resistentes de pura cepa criolla.
Su absurdo mimetismo lo llevaba a adoptar usos y costumbres de un grupo étnico que se diferenciaba profundamente del suyo. Llegó a despreciar las bebidas nacionales porque había observado que los yanquis sólo bebían whisky. Al entrar a un bar sentía una íntima y húmeda satisfacción al ordenar al mesonero:
—Barman, deme un whisky.
Al comienzo aquel líquido fuerte le repugnaba y le quemaba la garganta nacida para el vino tinto. Además, se embriagaba demasiado pronto y entonces aparecía inevitablemente el indio que llevaba escondido debajo del chaleco. Llegó a temerles a sus borracheras, pero persistió en beber sólo whisky y brandy de las mejores marcas. "White Horse", repetía deleitosamente con el tono de un buen catador de licores exóticos. A veces se cansaba de aquella cotidiana farsa en público y subrepticiamente, en la complicidad de su cuarto, bebía el rojo vino criollo hasta perder el conocimiento.
Cada ascenso que lograba hacía crecer la distancia que lo separaba de sus antiguos compañeros. Entre los yanquis no logró simpatías ni mucho menos pudo conseguir un amigo. Lo miraban con desprecio mezclado de compasión. Para ellos, Mr. Jara era un self-made man con destellos de inteligencia pero absurdamente presumido. Y, además, era un indio. ¿Cómo compartir con un nativo? Sería lo mismo que estrechar la mano a un negro. Su presencia humilde y rastrera los molestaba. Algunos, los más impacientes, al tenerlo a su alcance, apenas podían reprimir un violento deseo de propinarle un puntapié en la parte baja de la espalda.
Por su parte, Mr. Jara, cuando se encontraba con algún empleado u obrero, miraba con obstinación la punta de sus botas o sentíase acometido súbitamente de un poético deseo de admirar el cielo; y si le era inevitable eludir el saludo, lo contestaba con un débil y gangoso "morning" mascullado entre dientes, como lo había escuchado en los labios groseros de los yanquis.
El nativo, por lo general, no ama al extranjero, pero es duro y cruel con el criollo que se disfraza de gringo. Llega a odiarlo. Lo considera un descastado, un traidor. Mr. Jara cosechó los frutos de su siembra absurda. Llegó a sentirse solo, aislado. Todos huían de su presencia como de un leproso. Desesperado, buscaba con frecuencia el contacto con los yanquis, pero éstos parecían no darse cuenta de su presencia. Para no aburrirse, para evadirse del tedio que comenzaba a invadirlo como una marea poderosa, Mr. Jara decidió atraer algunos amigos con el señuelo de un trago gratis. Pronto, naturalmente, se vio rodeado de un pequeño grupo de gente inescrupulosa que lo adulaba con afectada cortesía.
—My friends —mascullaba cuando estaba borracho—, no me abandonen nunca, nunca...
Le respondía un coro de gritos y promesas beodas. Mr. Jara, emocionado, estallaba en sollozos que le congestionaban el rostro moreno hasta tornárselo violáceo. Esto ocurría casi todas las noches en el "Bar Sewell", donde se reunían mineros y noctámbulos a charlar de sus vidas duras e ignoradas mientras bebían el vino barato y adulterado por manos taberneras.
Algunas mañanas, al despertarse, Mr. Jara se extrañaba de amanecer con los bolsillos vacíos. Todo su dinero desaparecía en el bar. Tuvo la certeza de que abusaban de sus borracheras y se prometió no concurrir más a las veladas.
"Además —concluyó—, no está bien que me roce con esa clase de gente. Son unos rotos abominables."
Cumplió su promesa durante dos noches. A la tercera, sediento, torturado por la soledad, se echó algunos billetes al bolsillo del pantalón y se encaminó como un sonámbulo al "Bar Sewell", donde lo recibieron alegres gritos de bienvenida.
—¡Welcome, Mr. Jara! —maulló un tunante con aspecto de gato en celo.
Y aquel saludo exótico lo hizo inflarse de orgullosa alegría y pidió trago para todos. Sentíase un hombre superior entre aquella gente sórdida y sedienta. Los amigos improvisados lo explotaban sin escrúpulos. Para halagarlo y hacerle repetir las corridas de licor, le hablaban en un inglés absurdo, desastroso, aprendido en los talleres, en libros primarios, en los muelles de Valparaíso. Mr. Jara, en esos casos, sentíase feliz. Y entonces, con gesto de gran señor, vaciaba sobre el mesón su bolsillo colmado de billetes.
* * *
Con las frecuentes libaciones, Mr. Jara terminó por enfermarse. El whisky ingerido durante largo tiempo había hecho su efecto destructor, minando su organismo paulatinamente, y una mañana no pudo abandonar el lecho.
Estuvo enfermo varios días. Se levantó demacrado, débil y vacilante. Las energías comenzaban a ceder. Pero siguió bebiendo whisky "White Horse" y otras marcas importadas, fumando pipa y echándose a la boca, de vez en cuando, con aparente satisfacción, trocitos de tabaco de mascar.
Al poco tiempo enfermó de gravedad. La fiebre lo consumía. El doctor, llamado por un vecino, pudo constatar que su mal no tenía remedio.
Mr. Jara se sintió dolorosamente abandonado. Nadie acudía a visitarlo. El doctor lo visitaba a menudo presintiendo un pronto desenlace. Como era caso perdido, autorizó a la enfermera que lo cuidaba para que accediera a sus insistentes pedidos de licor. En vez de medicinas, el enfermo ingería cucharadas de legítimo whisky escocés, suministradas por la blanca mano de Miss Joan, única enfermera que soportaba a su lado por ser de nacionalidad inglesa.
Una mañana, Miss Joan le anunció la visita de un amigo con su fría sonrisa cotidiana.
"¿Quién será? ¿Será Mr. Taylor o Mr. Monroe?", se preguntó Mr. Jara, anhelando la visita de algún auténtico jefe norteamericano.
Después de pensar un momento pidió a la enfermera que introdujera al visitante. En el marco de la puerta apareció la robusta silueta de Froilán Rojas, aquel que lo había avergonzado delante de sus jefes con su excesiva confianza.
—¿Cómo te va, negro? Supe que estabas enfermo —murmuró el recién llegado con visible emoción, alargándole su ruda mano fraternal.
Mr. Jara pareció no comprender y guardó silencio. El pulso le latía débilmente y un sudor frío le inundó la frente morena. Comprendió que se moría. La enfermera, alarmada, telefoneó al doctor.
—¿Cómo te sientes, negro? —repitió Rojas, emocionado, inclinando su auténtica y robusta estampa proletaria sobre el lecho del enfermo.
—I don't know you (No lo conozco a usted) —mintió débilmente Mr. Jara, defraudado en sus expectativas.
Y cerrando los ojos, como un telón de boca, puso punto final a la larga comedia de su vida.