Había nevado toda la noche. La mañana era fría y un viento fuerte y seco bajaba desde los picachos silbando por los cajones. Encogido en su lecho, Genaro dormía profundamente en el sórdido desorden de su camarote. Una mano ruda lo sacudió con aspereza.
—¡Levántate, hediondez, son las seis!
En el pasillo asfaltado había ruido de pisadas, carreras y juramentos. El dormido hizo un brusco movimiento, apartó la ropa de su cara y quedó mirando a su compañero con los ojos turbios por el sueño. Por la puerta entreabierta se coló una débil claridad que se fue acentuando débilmente a medida que rechazaba a las sombras espesas hacia los ángulos del cuarto. El amanecer lechoso se retardaba entre la gasa de las nubes. Genaro permaneció inmóvil, prolongando por algunos minutos la agradable pereza sobre el lecho. Después, malhumorado y friolento, empezó a vestirse torpemente. Aún no había abandonado el camarote cuando lo sorprendió el pito de prevención. Bajó al primer piso saltando los escalones, dobló hacia la izquierda y tomó el camino que lo llevaba a su nivel. Mientras avanzaba por la galería húmeda miraba distraído las paredes grises, tatuadas por la dinamita, por las que se escurría el agua de los neveros que impregnaban la montaña. Al llegar a su nivel el capataz lo miró severamente y anotó el atraso en su libreta grasienta.
—Si me dice algo le machuco el hocico— pensó Genaro malhumorado mientras se dirigía a su estocada.
—¡Guarda allá! bramó un carrero empujando su vagoneta.
De un salto el muchacho se apartó de la vía y el hombre se disolvió en la sombra, escamoteado por las manos negras de la mina. Los dinamitazos destrozaban el cerro haciendo vacilar las llamas de las lámparas. La faena continuaba con febril actividad. Trenes cargados de barras de cobre salían diariamente hacia la ciudad para seguir camino a San Antonio, con destino a los lejanos puertos europeos.
Sudorosos y jadeantes, los obreros volcaban los carros de mineral nativo en las bocas insaciables de las buitras. Genaro llenó el suyo y empezó el recorrido que había hecho tantas veces. Un ligero sudor le inundó la frente y en sus brazos robustos y morenos se dibujaban como lombrices las venas azulejas. Nunca había pensado permanecer mucho tiempo en la mina. Había llegado hasta ella atraído por la falsa fama de los salarios altos y guiado por el espíritu inestable que caracteriza a los mineros y que los lleva a cualquier parte donde pueda arañar la tierra en busca de metal. Soñaba con enormes riquezas ocultas y en su cabeza bailaban las viejas leyendas mineras. Su imaginación no descansaba. Descargando el buzón o empujando su vagoneta, saltaba de una idea a otra girando siempre sobre el mismo tema. Su gimnasia mental, estimulada por su ambición, lo hacía vivir en una perenne espera de algo insospechado que haría cambiar violentamente el curso de su vida.
La hora avanzaba y algunos obreros abandonaban sus labores para engullir su merienda. Genaro y su camarada Camilo se reunían fraternalmente para comer, iluminados por la ondulante lengua de sus lámparas de carburo. Camilo, flaco, de nariz ganchuda y ojos bovinos, aumentaba su fealdad con el casco ladeado sobre la híspida cabellera. A menudo les hacía compañía don Romualdo, un viejo minero que conocía la cordillera hasta el lado argentino. Entonces la conversación se animaba siempre sobre el mismo tema. El viejo se acercó lentamente y tomó colocación al lado de sus camaradas.
—Qué dice don Romualdo— saludó Genaro.
—Aquí estamos, compañero.
—Oiga, andan diciendo que los químicos encontraron oro en las muestras del otro nivel.
—Esas son puras mentiras. Aquí hay puro cobre nomás. En el norte sí que hay oro. Conocí a un cateador que encontró una pepa de este porte —mentía el viejo, apartando una pulgada el índice del pulgar para indicar el tamaño del pedrusco metálico.
—Bueno —inquiría Genaro. Usté que ha andado más al interior ¿no ha visto oro por esos lados?
—Dicen que hay, pero nadie lo ha visto.
—¿Qué encontraron entonces cuando fue a "catear" por esos lados?
—Nada, nada —afirmaba don Romualdo moviendo la cabeza como un péndulo. Lo único que vimos fueron piedras. Fuimos cuatro y volví yo solo. Los demás se fueron a la Argentina. Deben haber muerto en el camino porque nunca más supe de ellos. No llevaban alimentos y parecían esqueletos.
La narración lenta y segura del viejo amarraba la atención de los muchachos que lo miraban con respeto. El minero tenía conciencia de la muda admiración de sus camaradas, y se esforzaba en exagerar las hazañas de su vida con la fácil complicidad de su imaginación.
—Una vez estuve perdido en una mina abandonada en los cerros frente a Santiago. Entré solo porque nadie quiso acompañarme. Este viejo loco se va a matar —oí que decían cuando entré a la mina. Encendí mi lámpara y anduve por los socavones desiertos. Lo que me daba más miedo era el silencio. Viera hermano, lo que me pasó.
Para excitar la atención de sus camaradas hizo una pausa, acercó la cantimplora a sus labios y bebió un largo trago de café. Luego continuó lentamente, dejando caer las palabras que se escurrían por los oídos golosos de los que lo escuchaban en muda expectación.
—Iba caminando despacio. En algunas partes la mina estaba inundada y el agua me llegaba hasta las rodillas. En otras partes tenía que arrastrarme. De repente tropecé con algo redondo y me agaché a recogerlo. ¡Era una calavera con pelo y bigote, compañero! Después se me apagó la lámpara. La encendí y se me volvió a apagar. Así, hasta que terminé los fósforos. Parecía que estaba enterrado vivo y no podía moverme por temor de caerme en algún pozo de la mina. Como estaba cansado me senté un rato y me quedé dormido. Más tarde me despertaron unos maullidos como si pelearan cincuenta gatos. Sentí miedo. Dicen que el Malo cuida esa mina y que nadie sale vivo de ella. Por suerte que yo andaba con una medalla de la Virgen del Carmen, que fue la que me salvó. Me arrastré como culebra para no caerme a los pozos. Me demoré medio día en llegar a la boca-mina y cuando salí al aire libre estaba casi desnudo, La ropa se me había quedado enredada en las piedras.
—¡Chitas! exclamó Genaro en un sincero gesto de admiración hacia el viejo.
—Eso no es nada, compañero —continuó don Romualdo. Viera lo que me pasó cuando estuve en las minas de carbón en Lota. Yo era enmaderador y me ordenaron apuntalar una galería peligrosa. En eso estábamos cuando sentimos que el techo se nos venía encima. No alcanzamos a arrancar. A mí me sacaron con una pierna quebrada y a los demás compañeros los sacaron muertos. Estaban reventados como baratas.
—A trabajar abuelo. Y ustedes también, mamones— gruñó el capataz mirando de soslayo a los obreros con sus ojos torvos y malignos, escondidos bajo el cepillo de sus cejas.
Los tres hombres se levantaron.
—Parece que fuera dueño de la mina— murmuró Genaro mirándolo por debajo de la visera de su casco.
El capataz se volvió con fiereza hacia el muchacho, como si hubiera esperado aquel momento para ejercer su autoridad.
—¿Qué decís, sarnoso? ¿Querís que te suspenda el trabajo por unos quince días, mierda?
Genaro se mordió los labios. De carácter violento, su innata rebeldía lo llevaba siempre al terreno de la lucha. Nunca se amilanaba frente a un superior. Expulsado de varios minerales, había ampliado su horizonte recorriendo el país de norte a sur. En los lavaderos de oro, pobres y avaros, había agotado su paciencia lavando las arenas auríferas y en la provincia de Atacama, unido a un grupo de "cateadores", había recorrido los cerros calvos en una inútil búsqueda del preciado metal.
—En El Teniente se gana plata—, le había dicho un amigo.
Y una mañana se trepó al Longitudinal en busca de mejor suerte. El pequeño tren se arrastraba lentamente a través de campos tristes, áridos, en los que raquíticos arbustos se quemaban bajo un sol despiadado. Los asnos, humildes y sufridos, pasaban cargados por los caminos, indiferentes al resoplar del tren. Rebaños de cabras trepaban por los cerros, ágiles y elásticas, poniendo una nota de vida en los campos muertos. A medida que se acercaban al sur el paisaje se tornaba más alegre y acogedor. Los potreros verdes, los sembrados, los árboles y las acequias rumorosas penetraban por los ojos de los viajeros cansados de contemplar el muerto panorama de las tierras pobres. Ahora estaba ahí, como un feto rebelde en el vientre de la cordillera. Una acre emanación de cuerpos sudorosos y sucios flotaba en la galería negra y húmeda de la mina. Ocho horas de trabajo continuo, de ir y venir empujando vagonetas, vaciándolas en las buitras, preparando tiros, enmaderando la mina, controlando el número de carros extraídos, pintaban el cansancio en la cara de todos esos hombres enterrados en el corazón de la cordillera. Mientras afuera el sol brillaba sobre la superficie de la tierra fecundando los campos, derritiendo la nieve, desentumeciendo los miembros, ellos estaban en las entrañas de la tierra aguzando los ojos como nictálopes a través de las galerías, bajo la mirada aviesa de los capataces, y envenenando sus bronquios con el aire mefítico de la mina.
A las tres de la tarde terminaba el primer turno. De todas las galerías salían rostros sudorosos, sucios, avinagrados, dirigiéndose hacia la salida. Marchaban en silencio. El cansancio les sellaba los labios. Muchachos, casi niños, alternaban con hombres maduros. Con las ropas destrozadas, la lámpara oscilando en una mano o colgada sobre un hombro, el macabro desfile se arrastraba penosamente por la galería para cederle el lugar al segundo turno. La mina, insaciable, recibía en su vientre durante el día y durante la noche, su alimento humano. El metal, impregnado de dolor y de sufrimiento, se vendía después en los mercados extranjeros para enriquecer a unos pocos.
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Los dos muchachos departían con el viejo en la intimidad del camarote. Con un cigarrillo entre los labios, bajo la pelambre del bigote amarillo por la nicotina, el viejo minero amarraba la atención de sus camaradas con su cháchara habitual. Genaro y Camilo habían madurado largamente su plan. Al llegar el verano, cuando la cordillera se hiciera transitable, se irían por los cerros desconocidos, repitiendo la hazaña de don Romualdo. El viejo se negaba a acompañarlos.
—Estoy muy viejo pa esas cosas— les había dicho tropezando con las palabras. Les serviría de estorbo. Además, creo que lo que cuentan son puras mentiras. Por aquí no hay oro. Cuando fuimos la otra vez buscamos por todas partes y no encontramos nada. Éramos cinco y volví solo. Los demás deben haber muerto de hambre.
Pero nada los hacía desistir. Se irían cuando llegara el verano. Genaro soñaba con llegar a ser un segundo Juan Godoy, al que había visto convertido en bronce sobre un plinto de piedra en la plaza de Copiapó.
—¿Por qué no podía descubrir una mina de oro o de plata? Suceden tantas cosas —se alentaba a sí mismo.
Camilo, apático por naturaleza, se había dejado convencer por la cálida palabra de su camarada. Sus ojos bovinos también soñaban con una riqueza maravillosa escondida en el corazón de la cordillera. La vida monacal del mineral había terminado por hacérsele insoportable. Todo era preferible a permanecer enterrado durante años en las galerías negras de la mina, ¿Cuántos siglos hacía que arrastraba su vagoneta por los corredores húmedos? Cuando llegara el verano esperado, todo terminaría. Una vida nueva los esperaba en los picachos de la cordillera que encerraba el secreto de sus tesoros como una mujer púdica. A fuerza de repetírselo mentalmente, aquella idea había llegado a convertirse en certeza en su imaginación afiebrada.
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Por fin el verano asomó su cabeza rubia, despojando a la cordillera de su blanca túnica invernal. Los cerros, erectos, iban mostrando sus carnes pétreas. Por las laderas y quebradas, el agua fría y cristalina descendía hasta el cajón en pequeños arroyos que se iban juntando hasta formar un pequeño riachuelo que iba creciendo a medida que avanzaba hacia las tierras bajas, hasta formar un río turbio y encrespado que fecundaba los campos saltando entre las piedras, ahocinándose en su curso o extendiéndose como una mano abierta hasta confundirse con el mar.
Genaro y Camilo estaban inquietos. La proximidad del viaje, el embrujo de lo inesperado, cierto oculto temor a lo desconocido, los hacía reír por cualquier cosa o quedar súbitamente serios. Ninguno de los dos habría sido capaz de confesar en alta voz sus temores, pero silenciosamente consigo mismo, hacían girar el molino de sus reflexiones ante el enigma que los esperaba en el corazón de la montaña. Don Romualdo, por última vez, trató de disuadirlos:
—No vayan, cabros— les dijo. Yo sé como es eso por ahí. Quédense aquí mejor.
Y volvió a repetirles la historia de su fracasada expedición. El viejo minero se sentía cómplice de la locura que se había apoderado de los muchachos. Él, con sus relatos fantásticos y con sus historias maravillosas de tesoros escondidos, había exaltado la ardiente imaginación de sus camaradas, conduciéndolos hacia los caminos de la aventura. Ahora se daba cuenta de que era demasiado tarde para hacerlos desistir. En silencio, los vio comprar las provisiones en las concesiones de Sewell. Equipados con gruesos borceguíes para las futuras marchas, los muchachos se sentían capaces de dar la vuelta al mundo. Habían pedido su "arreglo" a la compañía el día anterior y debían bajar a Rancagua dentro del plazo fijado por los reglamentos. Tenían su plan. En cualquier punto del camino se dejarían caer del pequeño tren andino. En seguida emprenderían el viaje a través de las montañas, siempre hacia el oriente, siguiendo las indicaciones de don Romualdo.
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La mañana era clara y luminosa. La transparencia del aire, como a través de un vidrio lavado, concedía a los ojos la nítida visión de un paisaje maravilloso. Los montes azules, veteados de blanco, se erguían altaneros despreciando la pequeñez de los hombres. A la distancia, en los cerros más bajos, un puñado de nubes vagaban desorientadas, y más allá, emergiendo desde una hondonada, ascendía el humo espeso y cargado de emanaciones químicas de la fundición de Caletones, profanando la azul pureza de la altura.
Los dos muchachos, con los cuellos alargados fuera de la ventanilla, conversaban con don Romualdo que les daba las últimas instrucciones. Un silbido agudo anunció la partida. El pequeño tren se arrastró lentamente con un áspero chirrido de fierros. El viejo, emocionado, agitó su mano callosa y paternal en un tosco gesto de despedida. Los muchachos dieron una última mirada hacia la altura. Arriba quedaba la mina, como un pulpo succionador de fuerzas y de vidas. Ellos marchaban hacia la liberación oculta en la distancia.
Relato "Sed" del libro: "Cuentos mineros"