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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO ZONA SECA (por Gonzalo Drago)
La noche era fresca. El aire purificado por la al­tura daba a la atmósfera una diáfana transpa­rencia que hacía perfilarse nítidamente los pica­chos de la cordillera, verticales hacia el cielo. a intervalos, desde la altura donde blanqueaba la nieve, soplaba un viento helado. Cerca de la mole del camarote para empleados, con sus ventanas iluminadas, conversaban tres hombres. Dos per­manecían sentados en las gradas de la escalinata que sirve de calle para los peatones y el otro se mante­nía de pie. Conversaban en voz baja, con precau­ción, usando palabras veladas, por temor de ser escuchados por alguno de los serenos o vigilantes del mineral.
El que estaba de pie era un hombre robusto, de cara ligeramente roja. Se llamaba Esteban Seguel. Sus rasgos firmes y acentuados denotaban la entere­za de su carácter.
—Bueno —ordenó. Es preciso que vaya sólo uno de nosotros. Así será más fácil burlar la vigilancia. Lo jugaremos al cara o sello.
—O. K. —contestó Mike, un gringo vicioso y des­preocupado que no vacilaba en meterse en líos con los nativos.
El tercero permaneció en silencio. Era un mu­chacho de apariencia tranquila que recién había lle­gado al mineral. Sin orientarse aún en aquella vida que empezaba a conocer, había accedido en acom­pañar a sus amigos en la aventura que se proponían. Se trataba de ir a comprar doce botellas de pisco a un contrabandista conocido que llegaría esa noche, vísperas da Pascua, a las cercanías de la quebrada "El Diablo". Habían reunido el dinero necesario y sólo faltaba decidir quién sería el que correría el riesgo de burlar la vigilancia de los serenos y de los carabineros.
—Y tú, Miguel, ¿qué dices? interrogó Seguel.
—Acepto. —respondió el muchacho.
Deseaba beber para disipar la amargura que lo invadía, los recuerdos del hogar lejano y desampa­rado y la imagen de la madre que envejecía en un pueblo del sur, donde blanqueaban los manzanos en la primavera. Sus ojos recorrían las faldas de piedra de los cerros enormes, de una belleza desola­da y grandiosa, sin un rasgo de vestidura vegetal.
—Bien —murmuró Seguel— ¡Pide Mike! —agregó mirando al norteamericano mientras sacudía una moneda en sus manos ahuecadas.
—Cara.
Abrió las manos y mostró el disco de plata.
—Ganaste.
—Ahora los dos. Pide, Miguel.
—Cara.
—Gané. Fue sello. Irás tú.
Miguel no contestó. Permaneció acobardado por ­lo que podría sucederle. Nunca había andado en semejantes aventuras, y aquello de ir a escondidas, burlando vigilantes, le produjo un vivo temor que se guardó de confesar.
—Pasaremos una buena pascua —adelantó Seguel— felicitándose íntimamente de haber salido libre de aquel paso. Aquí está mi parte y la contra­seña —agregó entregando al muchacho un billete de cien pesos y una tarjeta firmada en la que se in­dicaba la cantidad de botellas que le serían vendi­das.
—Te irás luego por la orilla de la quebrada, ¿comprendes? hasta que llegues al lugar que mar­camos ayer. Pero no enciendas linterna mientras no estés seguro de que te encuentras solo. Podría ocurrirte algo malo.
—No hay cuidado —respondió Miguel— si­mulando indiferencia para aparecer como un hom­bre decidido y audaz ante los truhanes. Se levantó pausadamente y se apoderó del saco que tenía pre­parado. Se alejó sin palabras y luego su silueta se confundió con las sombras. Mientras avanzaba, el corazón le palpitaba con violencia. La obscuridad lo hacía marchar indeciso. Tropezaba con las pie­dras y sus pisadas resonaban rudamente en el silen­cio de la noche. Para evitar el miedo que persistía en apoderarse de su cuerpo magro y desambientado, ocupaba su imaginación evocando las figuras y analizando los rasgos de sus compañeros. Seguel, fanfarrón y brutal, que tenía la lengua infectada de blasfemias obscenas, era su compañero de camaro­te. Cuando Miguel llegó al mineral, lo acogió can ruda franqueza.
—Este va a ser su palacio —le había dicho, mos­trándole la habitación en completo desorden. De las paredes colgaban grabados de mujeres desnudas y el piso aparecía cubierto de colillas de cigarrillos baratas. La atmósfera del cuarto estaba impregna­da de un fuerte olor a alcohol.
—Aquí —le dijo— vivimos los nativos: allá —alargaba su mano hacia un ángulo de la pieza— queda el campamento do los gringos con su club, su piscina y todas las comodidades. Los nativos tene­mos prohibición de entrar a ese recinto. No se te vaya a ocurrir meter las narices por esos lados. Es tabú. Ellos viven en el lujo. Nosotros vivimos en la mugre. Ellos ganan cientos de dólares; nosotros ganamos lo indispensable para no reventar. Es con­veniente que sepas que es prohibido el consumo de licor y transitar por lugares solos en compañía de mujeres solteras. Si te pillan te obligan a casarte y si no aceptas el calvario te empaquetan y te man­dan a Rancagua. Además, si quieres ascender y que se reconozcan tus méritos, tienes que ponerte bi­sagras en la espina dorsal para saludar a todos los gringos que encuentres a tu paso. Esto es muy im­portante. Se trata de tu porvenir. Y si delatas a tus camaradas y los intrigas, mucho mejor. Hace diez años que me revuelco en esta inmundicia y conozco bien la ropa interior de mucha gente. ¡Ja ja ja! Creo que seremos buenos camaradas.
Mike, el gringo, había ahogado su vida en la profundidad viscosa del vicio. Dipsómano, no vacilaba en precios ni en peligros para procurarse su ración diaria de licor. De escasa instrucción, no ha­bía podido surgir a pesar de ser norteamericano. Emigrado de su país, había llegado al mineral revolcando su vida en los prostíbulos de la costa del Pacífico. Era un hombre original, simpático, en­fundado siempre en sus botas grasientas y aspiran­do incansablemente el humo perfumado de sus ci­garrillos Virginia. Un tic nervioso le hacía guiñar los ojos continuamente, como una ruda advertencia de la avariosis que le roía los nervios.
Miguel, nervioso, se detuvo un momento para encender un cigarrillo. En seguida continuó andan­do. En la sombra se columpiaba la brasa del cigarrillo como una pequeña estrella loca. Caminaba pegado a la falda del cerro. Para orientarse encendió la linterna. Le faltaba poco. Aumentó las precau­ciones. Apretó el botón de su linterna y escrutó el talud del cerro. No era fácil encontrar la señal de­jada el día anterior. El foco redondo recorría la la­dera inútilmente, buscando las tres piedras que in­dicaban el lugar. Por fin las vio. Esperó un rato. La noche tenía toda la maravillosa serenidad de la cordillera. Un silencio profundo la invadía, ame­drentando el espíritu del muchacho. Hubiera desea­do hablar para escuchar su propia voz. Por su imaginación pasaba fugazmente alguna escena de su niñez y su semblante se serenaba para luego ensom­brecerse. Recordaba las Noches Buenas pasadas en el hogar cariñoso, alrededor de la mesa donde se servía el café humeante. El padre, alegre, presidía la cena. Luego se abrían los paquetes con regalos y los chicos se iban a acostar con el corazón saltando de alegría. Después, la viudez de su madre y la mi­seria alargando sus manos escuálidas sobre el hogar deshecho. Empezó el éxodo en busca de trabajo. Su hermano mayor fue el primero en partir. Luego lo siguió él. Una mañana abandonó su casa sin despe­dirse de nadie. Quiso evitarse ese dolor. Quizá en el momento amargo de la despedida habría flaqueado su corazón y lo habría amarrado al lado de aquel hogar destruido, como una carga más. Ahora esta­ba ahí, sólo con sus recuerdos. Se levantó con des­gano y alzando la linterna sobre su cabeza, la en­cendió tres veces. Era la señal convenida. Esperó un rato. No se notaba el menor signo de vida a su alrededor. Repitió la señal y su impaciencia aumentó al no tener respuesta. De pronto lo iluminó una po­tente luz, sobresaltándolo. Se dirigió hacía donde nacía el foco. La luz se apagó y empezó el diálogo en la oscuridad.
—La contraseña— exigió una voz áspera.
—Aquí está.
—¿Quién te mandó?
—Esteban Seguel.
—Sois muy cabro para estas cosas. Hay que an­dar con cuidado.
—Conozco bien el camino.
—Será mejor que te vayas por la quebrada.
—Puede ser; pero el camino es difícil.
El hombre de la voz áspera carraspeó en la os­curidad.
—Difícil el camino —masculló entre dientes.
Si el muchacho anduviera con ellos sorteando precipicios y hundiéndose en las quebradas, bajo la constante amenaza de los carabineros, entonces sí que sabría lo que son los caminos difíciles. Se acercó con desprecio y depositó un saco en el suelo.
—Aquí está —ladró. Son trescientos pesos.
—Ahí van —contestó Miguel— deseando ter­minar pronto aquella escena. Por un instante per­cibió el brillo metálico de los ojos del hombre que lo había hablado y sintió miedo ante esa sombra que lo amenazaba sin palabras en la soledad del cerro.
—¿Para qué había venido? se repetía a sí mismo en una monótona obsesión, atemorizado por la cer­teza de ser cómplice de un delito. Un ligero temblor le sacudía las piernas.
Emprendió el regreso. El saco pesaba mucho y le dificultaba la marcha. La respiración se le hacía fa­tigosa y el sudor se le escurría en gruesas gotas por la frente. Caminaba apretando les dientes, mor­diendo su cansancio, anhelando llegar luego a su camarote y tenderse a descansar. Las sienes le latían violentamente. Descolgó el saco de su hombro y lo depositó en el suelo con cuidado. A lo lejos titila­ban las luces del campamento y explotaban los pe­tardos que encendían manos jubilosas de hombres y niños esperanzados frente al umbral de la pascua. Miguel hubiera querido participar de esa alegría, pero su corazón de niño estaba enfermo. Se sentía en un ambiente extraño, donde las palabras grose­ras salpicaban todas las conversaciones y donde la vida tenía la dureza de las rocas de la cordillera. Habituado a la serenidad de los campos del sur, sus ojos se estrellaban con violencia contra la muralla de piedra que lo circundaba. Reanudó su marcha con brío, había andado la mayor parte del camino y luego estaría en el lugar donde lo esperarían Mike y Seguel. A medida que avanzaba sentía que se debilitaba gradualmente. El esfuerzo prolongado empezó a exasperarlo y ya no se cuidaba de no ha­cer ruido. Cambiaba el saco constantemente de hombro y su marcha iba acompañada de un alegre tin­tineo de botellas. No hacía nada para evitar el rui­do. Sólo le preocupaba llegar cuanto antes para sa­lir de esa pesadilla. Tropezó y cayó. Soltó el saco de sus manos y hubo ruido de botellas rotas. Se le­vantó con dificultad y prosiguió andando, la respi­ración anhelante y la mirada vaga, como una bestia de carga. De pronto, un gruñido autoritario y ronco saltó hacia el muchacho agazapado entre las sombras.
—¡Alto!
Miguel no obedeció. Apretó el saco con manos nerviosas y se deslizó pegado al talud, amparado por la noche.
—¡Alto! volvió a rugir la misma voz amena­zadora.
Miguel no oía. El miedo y la desesperación le dieron nuevas fuerzas y emprendió una carrera lo­ca, tropezando y cayendo. En su espalda bailaban las botellas con la música de los vidrios rotos. Una detonación quebró el silencio de la noche. Luego otra y otra, Miguel se detuvo bruscamente. Avanzó algunos pasos, dejó el saco en el suelo y se sentó al borde del camino. Palpó a la altura del hombro y lo encontró mojado.
—Alguna botella se ha roto —murmuró con voz débil, engañándose a sí mismo.
Empezó a invadirlo un debilitamiento que ador­mecía sus miembros.
—La carrera me ha quitado las fuerzas —pen­só— y poco a poco fue inclinándose hasta quedar tendido en tierra, de cara a las estrellas que guiña­ban en la altura. Así permaneció un momento. Un extraño bienestar se fue apoderando de su cuerpo. Le pareció que otra vez estaba al lado de su madre, en los campos del sur, recostado sobre el pasto tier­no de los potreros. Creyó escuchar un claro repicar de campanas y supuso que sería la iglesia del pueblo austral que llamaba para la misa del gallo.
—Más tarde iré— pensó—, y se quedó inmóvil en mitad del camino.

(Zona seca cuento del libro "Cuentos mineros")


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