Liborio Espinoza se detuvo, miró hacia la altura y permaneció inmóvil y sombrío, con una arruga vertical entre las cejas pobladas, semejantes a dos alas de cóndor abiertas en el vuelo. La cordillera, impresionante, adusta, lo circundaba. Nunca se había imaginado que fuera tan extensa. Hacía dos días que vagaba sin rumbo, trepando y descendiendo sin descanso y escrutando los aledaños con la esperanza de encontrar un punto habitado. Ahora, demasiado tarde, arrepentíase de su terca decisión de aventurarse solo en la montaña.
—No vayas solo, hombre. La cordillera es celosa y no conoces bien el camino —le había aconsejado su compañero José Guerra, contrabandista envejecido en el oficio. Pero él, desoyendo la advertencia y confiando en su instinto de orientación, se había puesto en camino con un contrabando de pisco y aguardiente que ocultaba alrededor de la cintura, en seguros compartimientos, internándose por los cerros de Coya en dirección a Sewell.
Liborio Espinoza era novato en el oficio. Aquélla era la tercera vez que se dirigía a Sewell, el principal campamento minero, a través de la cordillera, por senderos desconocidos y casi intransitables, para burlar la vigilancia de los carabineros y serenos del mineral, insobornables y crueles para perseguir y castigar a los contrabandistas. La zona seca era mantenida rígidamente, con el arma al brazo, desde Coya hasta Sewell, en un amplio e imponente escenario en el que no cabían la ley y el delincuente. Las primeras veces acompañó a José Guerra, un hombre maduro, de recia estampa proletaria, que lo había iniciado en el peligroso oficio de "huachuchero".
El contrabandista creyó dominar a la montaña y ahora estaba ahí, desalentado, hambriento y dolorido, vagando sin rumbo bajo un ardiente sol de verano que calcinaba las rocas y deshidrataba su cuerpo con agujas implacables. Había errado el camino. Estaba circundado de cerros grises, ásperos, desnudos, que erguían sus catedrales de granito y sus mudos campanarios bajo el gigantesco ábside del cielo. No existían vestigios de vida vegetal y el cielo purísimo era como una inmensa pradera azul y desolada.
El silencio era impresionante y la soledad angustiosa. Súbitamente se dio cuenta de su pequeñez ante las fuerzas ciegas del destino. En la cordillera, entre picachos gigantescos y profundas quebradas, laderas empinadas y peligrosos torrenteras de cauce seco, no era más que un ser desvalido, debatiéndose desesperadamente contra las distancias que anulaban sus esfuerzos.
Joven y robusto, el contrabandista caminaba sin desmayar, con la mirada torva, irritado consigo mismo, sin separarse de la carga que le golpeaba los riñones. A ratos deteníase a escudriñar el horizonte de cerros. Sus ojos sagaces, violentos, afiebrados, recorrían las laderas, las hondonadas y picachos, para volver derrotados a fijarse en su camino, donde no había ni el más leve vestigio de huellas humanas o animales.
Llegó la segunda noche y Liborio seguía andando. Rendido, tendiose bajo el firmamento estrellado, abatió la cabeza entre los brazos y se quedó profundamente dormido. Fue un sueño reparador, en el que se sumergió arrastrado por el cansancio de las marchas agotadoras. Durante el sueño, el hombre se libera de sí mismo al penetrar en el misterioso y profundo lago del olvido. Más allá de la vigilia, cesa la realidad y la angustia cae derribada como un árbol tronchado.
Despertó a medianoche, con el cuerpo dolorido y la boca seca. Tragó saliva dificultosamente. Palpó en la obscuridad la vieja caramayola y la encontró vacía. Había agotado el agua en dos días de marcha, imprudentemente, con la falsa creencia de que sería fácil encontrar arroyos en pleno verano. Para engañar al estómago, encendió un cigarrillo que fumó de espaldas sobre la dura costra de la cordillera.
Arriba, las estrellas titilaban en un cielo de cristal. El silencio era impresionante. La soledad, agobiadora. Aquélla era una tierra muerta. El hombre, en aquel escenario de piedra, era apenas un corazón anhelante sometido a las ciegas fuerzas de la naturaleza.
Liborio, como todos los contrabandistas, era orgulloso y testarudo. Costábale convencerse a sí mismo de que se había extraviado por ignorancia del terreno. Y mientras fumaba, recordó a su mujer y a sus chiquillos. ¡Pobre Eliana! La había dejado en casa de una tía, en Machalí, mientras él encontraba trabajo en "El Teniente".
Cuando recordaba su pasado, sentía que amargas bascas ascendían desde el pecho hasta su boca voluntariosa. Liborio había sido pequeño agricultor, propietario de una chacra en las cercanías de Machalí, heredada de sus padres. Amaba a esa tierra pródiga, en la que las sandías y melones, el maíz y los porotos cubrían el potrerillo con la abundancia de sus frutos.
Todo iba bien en la chacra de Liborio. Era un hombre tranquilo y sólo bebía durante las fiestas patrias, abriendo las válvulas de su alegría contagiosa cuando el cerro San Juan de Machalí semejaba un inmenso enjambre de huasos y mineros venidos desde las haciendas vecinas y los campamentos de Sewell, Caletones, Coya y Pangal.
Pero un día, de eso hacía cuatro años, un compadre que tenía una parcela en San Felipe lo aconsejó sentenciosamente:
—No sea leso, compadre. Siembre maravilla. Eso sí que da plata. La compran a muy buen precio para fabricar aceite comestible.
—¿De veras, compadre Anselmo?
—Claro, pues, compadre. Haga la prueba. Le aseguro que se la arrebatan en verde.
Liborio, aquel año, sembró maravilla. Los potreros cubriéronse de erguidas plantas que al madurar ostentaban en su cúspide la gigantesca flor que gira persiguiendo los rayos del sol. Pero las cosas no sucedieron aquel año como las predijo el compadre Anselmo. Por falta de mercado, no hubo compradores. Liborio segó la maravilla, arrancándola a grandes brazadas, y la amontonó en su predio con la esperanza de venderla.
Llegaron las primeras lluvias y la maravilla comenzó a pudrirse. Aquello fue un desastre. Su mujer, los chiquillos, los vecinos, lo miraban consternados. No encontraba qué hacer con aquellos inmensos montones de maravilla seca, inutilizada, podrida. Algunas matas de zapallos, que crecieron solas, trepaban amorosamente por la ramada de la cocina, ostentando sus voluminosos frutos como una muda ofrenda a la angustia campesina.
El hambre, por primera vez después de mucho tiempo, se asomó aquel año al rancho de Liborio. Pero nadie se quejaba. Mudos, en silencio, comían el plato de pantrucas con tortillas de rescoldo, aguardando esperanzados, como buenos pobres, que la tierra les devolviera con creces la nueva siembra de papas y maíz.
Pero la tierra tampoco fue generosa aquel año con el campesino. Las papas se dañaron con lluvias torrenciales y el maíz no rindió como se esperaba. Fue un año malo para la agricultura. Todos se quejaban, menos Liborio, orgulloso, huraño, testarudo. A comienzos del invierno mató uno de sus bueyes, y eso fue el comienzo del desastre. Para reemplazarlo, cuando se aproximó la fecha de la rotura de la tierra, tuvo que hipotecar la propiedad. El dinero de la hipoteca se le escurrió entre los dedos como el agua en un canasto. Poco después enfermó su mujer. Nueva hipoteca, esta vez por una suma considerable.
La desgracia, dicen, nunca viene sola. La hipoteca no pudo pagarse a tiempo y la justicia procedió al remate de la propiedad.
Así fue como Liborio Espinoza quedó en la miseria. No pudo resignarse a trabajar de peón, después de pertenecer a varias generaciones de pequeños propietarios. Decidió hacerse minero de "El Teniente". Aguardaba su oportunidad cuando en una taberna de Machalí encontró a su viejo amigo José Guerra. Los amigos, en esos casos, se cuentan sus cuitas. Liborio, por primera vez, desnudó su amargura ante ojos ajenos. No sabía qué hacer. No podía resignarse a la pérdida de su rancho. Las cosas habían sucedido tan rápidamente, tan inesperadamente, que todo le parecía que había sido una pesadilla. Pero era realidad: no tenía dónde caerse muerto. Esa era la verdad.
Fue entonces cuando José Guerra, con su voz bronca y pausada, lo invitó a formar parte de su "negocio".
—Mañana salgo para la mina —le había revelado en tono confidencial— con un contrabando de licor. Si quieres, me acompañas. Es buen negocio, te lo aseguro.
Y sin pensarlo dos veces, Liborio se convirtió en contrabandista de licor en la zona seca de "El Teniente". Ahora, al evocar su primera aventura, piensa en que no debería haberse separado de los suyos. Pero ya era demasiado tarde para arrepentimientos y lo único que importaba era salir bien de esa encrucijada. Pensando en todas esas cosas, no pudo conciliar el sueño.
Al amanecer reanudó la marcha con brío, pero pronto tuvo que detenerse a descansar. Sintió hambre. Comió un pedazo de charqui que le restaba en el bolsillo. La falta de agua comenzaba a mortificarlo, clavándole sus dardos en las vísceras ardientes. Para recuperar las fuerzas, tendíase de espaldas, cara al cielo, respirando profundamente el aire seco de la altura. Luego se incorporaba reconfortado y continuaba su camino, sin rumbo, con muda desesperación, trepando y descendiendo, con la garganta seca y el cuerpo afiebrado bajo el sol implacable.
Tenía razón su compañero José Guerra: la cordillera es grande y hay que conocerla. El que se aventura en sus predios tiene que reconocer, con humildad, su infinita pequeñez frente a la grandiosidad de la montaña. Los orgullosos casi siempre caen en sus garras. Un solo grito basta para sepultar a una caravana de imprudentes que profanan el grandioso silencio cordillerano, cuando las laderas están cubiertas de nieves invernales.
En invierno la nieve cae sin descanso, cubriéndolo todo, cegando los caminos, borrando referencias, redondeando las cimas, poniendo un límite a las ambiciones de los hombres. Al llegar la primavera, comienzan los deshielos, precipitando grandes masas de nieve desde las cumbres hasta la profundidad de los cajones. Es la época en que los ríos descienden vertiginosamente, rugiendo en sus lechos de piedra para vaciarse como potros desbocados sobre los verdes campos de las tierras bajas. Y en verano, despojada de sus albas vestiduras, la cordillera es una imponente masa de rocas calcinadas por el sol, bajo la pupila de Dios, teñida de infinito.
Al cuarto día, Liborio avanzaba lentamente, como bestia sumisa, con los músculos flojos, la barba crecida, la mirada vaga. Ya no se preocupaba de encontrar el camino: sólo deseaba encontrar agua. Todos sus pensamientos, todo su ser, todos sus instintos iban dirigidos hacia el mismo fin. Sentía la boca seca, el estómago dolorido y una extraña sensación de no pertenecerse a sí mismo, de estarse observando con ojos cerebrales, como si estuviera viviendo una espantosa pesadilla.
—Debe ser la fiebre —pensó en voz alta.
Le extrañó el tono de su propia voz, como si la escuchara por primera vez, la voz de otro hombre que surgiera de su garganta reseca. Aquéllas eran las primeras palabras que escuchaba después de cuatro días de silencio, durante los cuales sólo había escuchado el sordo rumor de sus pisadas y algunas veces el leve aletazo del viento entre las piedras.
Para escucharse a sí mismo, llenó de aire los pulmones y lanzó un grito animal, primitivo, de hombre cavernario perdido en la inmensidad de la tierra despoblada. El grito chocó violentamente contra los esquistos y rebotó como una pelota de goma saltando sobre los profundos barrancos hasta diluirse en el aire claro y transparente semejante a un pájaro tragado por la distancia.
El peso de las botellas le torturaba los riñones y le sorprendió que no se le hubiera ocurrido desprenderse de aquella carga inútil. Una a una fue arrojando las botellas a un profundo barranco, donde estallaban con ruido cristalino, despidiendo fugaces relámpagos de sol aprisionado. Nada le importaba el dinero perdido. El cansancio y la angustia habían derrotado a su ambición. Sólo deseaba aliviarse para continuar la marcha en busca de agua.
A medida que se aligeraba de su carga, sentíase más ágil y liviano y una agradable sensación de alivio sucedía a la dolorosa presión en los riñones. La vacilación detuvo su brazo en arco más atrás de su hombro derecho, en actitud de lanzar la última botella. La sed lo devoraba y aquel líquido, del que había bebido algunos sorbos durante el largo trayecto, lo incitaba con su terrible señuelo cristalino. El hombre vacilaba. Sabía el peligro que encerraba la botella. Pero pudo más la sed, y decidido, con gesto soberbio y desafiante, bebió con ansias, hasta la última gota, el aguardiente que le quemaba la garganta y el estómago, pero que humedecía sus fauces secas. En seguida, con rabia sorda y desesperada, lanzó el envase al fondo del barranco.
De pronto, Liborio vio que la tierra giraba como un inmenso carrusel y que los cerros se alargaban hacia el cielo. Estaba borracho. Excitado por el alcohol, estalló su furia de volcán en erupción. Necesitaba desahogar su ira contra alguien o contra algo. Con los puños cerrados, los ojos inyectados y la boca espumosa, apostrofó a las montañas ásperas y bravías que lo circundaban impasibles.
—¡Montañas malditas! ¡No soy perro para morir en estas montañas malditas!
Sus alaridos saltaban los barrancos y se iban a estrellar contra las murallas de granito que se alzaban ante sus ojos. El eco, burlón y despiadado, repetía sus palabras mutiladas:
—Itas..., itas..., itas..., itas...
Intentó continuar la marcha, pero tropezó en un pedrusco y se desplomó. Allí quedó de bruces, bajo el sol, bebiendo un agua imaginaria que le circulaba en mudos espejismos por el silencioso río de sus venas.
Cuando despertó, con la garganta seca y el cuerpo ardiendo, el sol comenzaba a descender. Se irguió penosamente y miró en torno con ojos dementes y facciones contraídas por el malestar de la borrachera. Poco a poco fue reintegrándose a la realidad y tuvo conciencia de su situación, que había olvidado por algunas horas bajo el influjo quemante del alcohol.
Anduvo sin rumbo, hasta que anocheció. Tenía los pies desollados y las manos ensangrentadas. La sed continuaba atormentándolo, exacerbada por el aguardiente ingerido. Un duendecillo, ahora, bailaba ante sus ojos, mofándose de su angustia.
—Ja, ja, ja. ¿Querías beber? Has bebido hasta reventar. Ahora, aguanta, desgraciado.
Liborio, furioso, lanzó un puñetazo al duende burlador. Pero no era fácil golpearlo porque saltaba en rapidísimos esguinces, como un elegante y entrenado boxeador. Luego se sumergió en un sueño delirante, en el que veía cascadas de agua que no podía tocar, riachuelos que se alejaban de su paso, rumorosos esteros semejantes a los que corrían en las feraces tierras doñihuanas.
Después la cordillera se cubría de matas de maravilla, enhiestas, coronadas de flores gigantescas, inundándolo todo como una marea vegetal. Su mujer, de pronto, aparecía llorando. ¿Por qué lloraba? Él se irritaba por aquel llanto silencioso y la insultaba a gritos. La tierra estaba cubierta de maravillas, semejantes a enormes ases de oro de los naipes, y ella estaba llorando como una estúpida, ignorante de esa riqueza acuñada en las semillas.
Despertó con los primeros rayos del sol. Los cerros más altos sombreaban profundos barrancos y empinadas laderas. El paisaje era el mismo, impresionante, áspero, salvaje. Sintió malestar de volver a la realidad. Tenía fiebre. Procuró tragar saliva, pero la garganta se le apretó en un espasmo doloroso. Quiso gritar, pedir auxilio, pero la lengua hinchada lo hizo emitir un extraño gruñido de bestia herida.
"Agua, agua, agua, agua", repetía mentalmente en un delirante estribillo de angustia solitaria.
—¡Si lloviera, Dios mío! —suspiró con amargura.
Miró hacia el cielo: estaba puro, diáfano, sin una nubécula. Era una inmensa pantalla de cristal azul cubriendo el ardiente escenario de la cordillera. Pensó en Dios, en un milagro. Si lloviera, estaba salvado. Sin comer podía aguantar varios días, pero sin beber moriría sin remedio. Esa idea precisa, clara y rotunda, no le causó miedo. Nunca le había tenido miedo a la muerte, pero no quería darse por vencido: tenia que luchar y encontrar la salvación por cualquier medio. ¡Si lo encontraran los carabineros que recorren la cordillera en busca de contrabandistas! ¿Lo matarían? Correría el riesgo. Es difícil matar a un hombre hambriento y extraviado. Lo llevarían preso a Sewell. Nunca había sentido con tanta fuerza el deseo de ser encarcelado. Después podría evadirse o lo pondrían en libertad por falta de pruebas, porque había hecho desaparecer su carga de pisco y aguardiente.
En la cumbre de un picacho blanqueaban las nieves eternas. Liborio, delirante, comenzó a ascender, agarrándose a las piedras salientes, sin sentir las magulladuras, devorado por la fiebre, resbalando, cayendo y levantando, atraído por el espejismo que agitaba sus albas banderas en lo alto de la montaña.
Después de dos horas de marcha se detuvo extenuado. Cuando creía que le faltaba poco para llegar, salía a su encuentro un precipicio, cerrándole el paso con su presencia muda e inmutable. El picacho erguíase siempre lejano, llamándolo con sus pañuelos de nieve. Las sienes le latían y los oídos le zumbaban con irritante insistencia, mientras el corazón era una loca pandereta que golpeaba en la desgarrada caja de su pecho. Hizo un último esfuerzo y continuó ascendiendo maquinalmente. Sólo el instinto de conservación movía sus músculos destrozados por el cansancio y la falta de agua y alimentos.
De improviso sintió que se le nublaba la vista y cayó de rodillas. Siguió arrastrándose penosamente en un supremo esfuerzo por alcanzar la altura donde estaba la vida, incitándolo con sus blancas manos de samaritana. Aquella tortura terminó por enloquecerlo. Cerró los ojos y permaneció inmóvil. La fiebre quemaba su sangre. A su lado, brotando de las rocas, vio una vertiente clara y rumorosa. Alargó las manos delirantes y la fuente, carcajeando, se alejó de su lado para seguir derramándose fuera de su alcance. En ese instante apareció nuevamente el duendecillo bailarín.
—¡Alcánzala! —le dijo al oído.
Liborio se había burlado siempre de las supersticiones de sus compañeros. No creía en brujerías, en fantasmas ni en La Lola, de la que le habían hablado los mineros de "El Teniente". Sin embargo, ahí estaba ahora ese maldito duende, hostigándolo, hablándole al oído, saltando ante sus ojos como un pequeño payaso narigón.
—¡Agua, agua, agua!
—¡Alcánzala, alcánzala!
Algunas veces creyó atrapar a la esquiva vertiente y hasta sintió el frescor de su caricia líquida, pero al querer hundir sus labios en el agua sólo mordía el polvo de las rocas. Poco a poco, cayó en un sopor alucinante. Mientras permanecía con los ojos cerrados sintió que alguien estaba a su lado. Pensó que sería el duende, maldito duende que lo perseguía a través de la cordillera. Abrió los ojos y reconoció al Negro José que le alargaba un vaso de agua con gesto fraternal.
Alargó la mano ansiosa. Repentinamente, la visión desapareció. Y entonces el hombre, derrotado, lloró sobre su desamparo por primera vez en su vida. Amargamente. Silenciosamente. Sin testigos. El silencio que lo circundaba se hizo más intenso. El cielo semejaba una inmensa carpa azul, cuyas bases comenzaban a teñirse de sangre. La piel le ardía, reseca, quemada por el sol.
Luego vio a su mujer que recogía sandías en la chacra. Apartaba una y la partía en el canto de una piedra. La pulpa roja, fresca, jugosa, caía sobre la tierra parda, y él no podía cogerla, inmovilizado por una fuerza extraña. Después veía un chorro de chicha dulce que brotaba de un fudre perforado, sin descanso, deslizándose por el piso, formando lagunas bermejas, arroyuelos purpurinos irisados por el sol. Y él continuaba encadenado a la tierra, sin poder saciar su tremenda sed de agonizante.
Poco a poco sintió un dulce bienestar, un apaciguamiento de sus ansias, una extraña resignación que lo hizo olvidarse de su angustia. Con el rostro sumergido entre los brazos, cayó en un largo desmayo, ajeno a la sed, al hambre, al cansancio, al dolor, a la angustia y al arrepentimiento. Así permaneció largo rato, horas tal vez, mientras oleadas de aire caliente emergían de los cajones cordilleranos como de la boca de un horno gigantesco.
Al atardecer, Liborio recobró el conocimiento, pero dejó de percibir el murmullo del viento entre las rocas. Sólo sus ojos tenían vida. Tendido de espaldas, vio cómo las estrellas aparecían, una a una, sigilosamente, en el cielo que se teñía de añil. El viento de la noche era fresco y le agradaba sentirlo sobre su piel. No podía dormir y permaneció así, durante largo tiempo, mirando al infinito.
Al día siguiente aún estaba así, con los ojos abiertos, mirando fijamente hacia la altura. Fue en ese momento cuando escuchó la voz de su compadre Anselmo, fuerte y segura, aconsejándolo:
—Para el próximo año, compadre, siembre pura maravilla. Se la arrebatan en verde. Haga la prueba.
"Bueno, compadre Anselmo", respondió mentalmente el hombre derrumbado. Y continuó mirando hacia la altura mientras los buitres descendían en lentos e impecables círculos, sin premura, aguardando la hora del festín.