La superstición y la ignorancia, aumentada con el ambiente tétrico y sombrío de las galerías, ha creado entre los mineros de El Teniente la leyenda de la Lola, el fantasma de la mina. Algunos opinan que es una mujer horrible y desgreñada cuyos alaridos enloquecen al que la escucha, otros que es un monstruo extraño, mezcla de mono y de hombre que cuida un tesoro oculto de la mina, o un ser impalpable e invisible que sólo anuncia su presencia por un hálito frío soplado en la nuca de la víctima.
Mientras sorben su café y mastican su merienda, los mineros se complacen en relatar ante el nuevo alistador, novicio en las tareas, historias inverosímiles de la Lola, tratando de alarmarlo y atemorizándose ellos mismos con sus fantásticos relatos.
—Una vez— habla un minero viejo— estaba con un compañero en una galería nueva de Teniente B. cuando lo vi llegar corriendo, aterrorizado, con los ojos extraviados. Temblaba como un niño, y era un hombronazo que casi tocaba al techo de la mina. Cayó al suelo con convulsiones. ¿Qué le pasa compañero? le pregunté, creyendo que le había dado algún ataque.
—La Lola— me dijo apenas, y no habló más. Se lo llevaron loco a Rancagua. Creo que después murió.
El alistador, un muchacho pálido y taciturno, prendida su atención a los labios del viejo minero, siente calofríos que le recorren el cuerpo con angustiosa insistencia. Los rostros de los obreros, serios y medrosos, se transmiten un temor que se hace colectivo. El miedo, negro y sutil, vaga por las galerías de la mina, se prende a las piernas de los hombres y acelera el corazón en cada encrucijada.
—Yo— empieza otro con voz que quiere ser serena— la sentí una vez. Me había quedado solo en una galería cuando de repente se me apagó la lámpara. Busqué los fósforos y no los encontré. Entonces, hermano, sentí que a mis espaldas había alguien. No la oí, sino que la sentí. Era algo como un viento helado que me soplaba la nuca. Quise correr para alcanzar a mis compañeros, pero tuve miedo de caerme a una "buitra" en la obscuridad. Después sentí a mis espaldas una carcajada, tan rara y horrible, que me desmayé. Sí, compañero, me desmayé. Y así me encontraron cuando volvieron a buscarme.
—Sí. Es cierto— confirmó un muchacho demacrado.
El hombre que había hablado era un minero recio y de aspecto duro, que imponía respeto con su presencia. No podía decírsele cobarde impunemente. Como un perenne recuerdo de sus pendencias, ahí estaba esa honda cicatriz que le rebanaba la cara desde la ceja hasta el labio: eran sus credenciales de macho arrojado y pendenciero.
La fantasía popular aumentaba los hechos de la Lola. Cada uno contaba algo que le había ocurrido o que había escuchado de labios ajenos. En esos momentos, agrupados, esos hombres recios y endurecidos por el trabajo, eran como niños atemorizados por los cuentos de brujas contados por la abuela.
—Parece una leyenda— se atrevió a dudar el alistador sin levantar los ojos del suelo, como si hablara consigo mismo.
—¿Qué está alegando, alistador? ¿Cree que son mentiras? lo increpó el viejo minero, mirándolo con sorpresa. Ojalá que no se desengañe por sí mismo. ¿Se acuerdan —prosiguió dirigiéndose al grupo— lo que le pasó al ingeniero que se reía de la Lola? Lo encontraron muerto, con la boca llena de espuma y los ojos abiertos. Había visto a la Lola.
El capataz se acercaba. Su presencia, muda y torva, irritaba a los mineros que se sentían observados en sus menores movimientos y azuzados por sus gruñidos cuando alguno, agotado por el largo esfuerzo, estiraba los músculos adoloridos. El grupo de obreros se dispersó en dirección a sus faenas, llevándose cada uno, oculto en sus pensamientos, la certeza o la duda de la existencia del fantasma.
El alistador, después de lo escuchado, perdió la tranquilidad. Evitaba andar solo por las galerías. En cada encrucijada le parecía divisar una sombra que se deslizaba sin ruido, advirtiendo que su lámpara no alumbraba lo suficiente para ahuyentar la densa noche de la mina.
—Estoy nervioso, eso es todo —se decía a sí mismo para serenarse, o bien se insultaba para recobrar la serenidad.
—¡Animal, bestia, eres como una mujerzuela! Te asustas de tu propia sombra.
El miedo, invisible, impalpable pero presente, se había metido en las venas del alistador, tomando posesión de su cuerpo y anulando su voluntad. En las noches tenía pesadillas horribles. La Lola se le aparecía como una mujer alta, hermosa, desnuda, que se deslizaba suavemente en su lecho, semejante a un tibio ovillo de carne, limpio y palpitante. Después, casi sin transición, la Lola se transformaba en un ser extraño, horrible y peludo, mitad bestia, mitad hombre, que lo oprimía en sus brazos basta sofocarlo. El ambiente sombrío de la mina contribuía a aumentar su desequilibrio nervioso.
Los mineros, después de la charla sostenida, parecían haberse olvidado de la Lola. El alistador hubiera querido reanudar aquella conversación para mostrarse incrédulo, para exigir pruebas, para liberarse de aquella opresión del miedo oculto, pero lo detenía la vergüenza, el temor de aparecer pusilánime ante aquellos hombres rudos, que escupían blasfemias por cualquier motivo, como una válvula de escape para su malestar interior.
—¿Qué le pasa, alistador, está enfermo? lo interrogó el ingeniero de seguridad, mirándolo con desprecio.
—Nada, Mr. Kerrigan. Estoy bien.
Palpablemente, el muchacho languidecía dentro de la mina como una flor de invernadero que le faltara calor. El ambiente trágico y deprimente que lo circundaba lo mordía como un can rabioso, sin descanso. Y además, el viento negro del miedo lo perseguía sin tregua, acechándolo tenazmente en la sombra de cada rincón para destrozarle los nervios cansados, o perforando su descanso en la sordidez de su camarote.
—¿Que hacer? se preguntaba a sí mismo. Pensó abandonar el trabajo pero lo detuvo el temor de la cesantía, cuya dureza ya había palpado. Recordó sus angustias pretéritas, sus cotidianas esperas en compañía de otros desgraciados como él, frente al amplio portón de la empresa minera en la ciudad, con la esperanza de que los llamaran. En Rancagua había conocido la miseria. Se había alimentado con un mendrugo y había dormido en los bancos de la alameda o buscado refugio en el atrio de los conventos. No. Rotundamente no. Prefería estar hundido en la montaña, entre las tinieblas de la mina, respirando el acre olor de la pólvora quemada y sentir el hálito mortal del miedo, pero tener un pan seguro y un lecho donde tender el esqueleto.
—Oiga, alistador— le dijo un minero magro. Usté está enfermo del mal de la mina.
—¿Del mal de qué?
—Del mal de la mina. Hay algunos que no duran dos meses. Enflaquecen y de aquí se van al hospital y del hospital al cementerio.
—¡Bah! Yo me siento bien.
—Todos dicen lo mismo. Esa enfermedad no duele. Mata por dentro —murmuró sentenciosamente el obrero quitándose el casco de seguridad para limpiar el sudor que se le escurría por la frente.
El muchacho no contestó. Sentía pereza de libertar palabras. En su interior pensó:
—Estúpido. No sabe lo que está diciendo.
Pero el gusano de la inquietud le roía el corazón como una rata hambrienta.
Habían transcurrido tres meses desde su llegada. Siempre era el mismo muchacho pálido y taciturno. La monotonía de la labor empezaba a hastiarlo. Aquello era demoledor. De la mina al camarote y del camarote a la mina. El paisaje invernal, las montañas albas de nieve y las tempestades violentas, obligaban a los obreros a permanecer confinados en sus madrigueras colectivas, fumando, charlando o jugando a las cartas lo ganado durante la semana.
Le tocaba turno de amanecer. El alistador, soñoliento, malhumorado, abandonó su camarote y se encaminó a la boca-mina, con los ojos pesados y una molesta laxitud en los músculos. Todos los camarotes vomitaban obreros harapientos y huraños, que se unían a los que ya avanzaban por el angosto pasillo asfaltado, en dirección hacia la mina. Un acre olor a sudor y a cuerpos sin lavar flotaba en el ambiente mal ventilado. Una niebla espesa envolvía la montaña nevada y se colaba por los vidrios rotos o las ventanas abiertas humedeciendo los rostros y las manos. En las galerías los esperaba la actividad de siempre: el ruido ensordecedor de las vagonetas al vaciar el mineral, los dinamitazos y los gritos de prevención.
El muchacho empezó su tarea comprendiendo la inutilidad de su esfuerzo. Siempre sería el mismo alistador, mal rentado y despreciado por los de arriba.
—¿Qué hacerle? Nada. Trabajar. El que no ha heredado más que dos manos y no posee otro capital que su esfuerzo, tiene que soportar eso y mucho más.
Cortó sus divagaciones la presencia de Mr. Kerrigan. A altas horas de la noche, cuando no se le esperaba, aparecía inspeccionando la mina, escrutando las vigas, recorriendo las estocadas y niveles, para prevenir cualquier peligro. Era su costumbre.
El ingeniero miró a su alrededor, masculló un saludo entre dientes y se alejó diluyéndose en las tinieblas de la mina. El alistador, al bajar los ojos a la tierra distinguió entre la penumbra la roja tapa de una libreta. La tomó y la examinó. En la primera página había una firma de rasgos nerviosos y alargados: E. C. Kerrigan. El muchacho, abandonando momentáneamente su puesto se internó por una galería oblicua que lo llevaría hasta el ingeniero. Algunas estocadas lo desorientaron. Siguió adelante a través de un estrecho corredor saturado de humedad y luego se encontró en una galería abandonada. De las vigas agrietadas caía el agua insistentemente, formando charcos en el pavimento. Un viento helado le apagó la lámpara. Se detuvo amedrentado. Encendió una cerilla y una gota de agua inutilizó su esfuerzo. Con mano nerviosa extrajo los fósforos del bolsillo. La cajetilla, escurriéndosele de los dedos, cayó en un charco. Buscó, tentó anhelante, hasta que la encontró. Desesperado raspó el resto de las cerillas inútilmente. La humedad frustró sus esperanzas. Se sintió solo y abandonado en medio de las tinieblas de la mina. Le parecía que estaba en un sepulcro. El miedo, que dormía en su interior, alargó sus tentáculos envolviéndolo y tomando posesión de su sangre. Una densa noche de alquitrán, espesa y satánica, lo rodeaba y se metía dentro de su cuerpo a través de sus pupilas asombrosamente dilatadas e inútiles frente a la negra actitud del túnel abandonado. Las sombras hostiles le cerraban el paso, mudas y despiadadas. Nunca había experimentado el muchacho aquella extraña sensación de estar aprisionado en un lago de luto. La obscuridad era absoluta. Maravillosa. Horrible. Desesperado, pasó sus manos por sus ojos como si quisiera arrancarse una venda. Luego palpó la muralla fría y viscosa de la galería.
Avanzó con cautela, con los brazos alargados hacia adelante, como un ciego, temiendo encontrar bajo sus pies la traicionera boca de una "buitra". El silencio apenas era quebrado por el desprendimiento de alguna partícula de tierra o por el lagrimear de la mina al formar pequeños arroyuelos. Anduvo así algunos metros. Se detuvo. Reanudó la marcha. Era sólo un corazón palpitante en la cavidad de la montaña. De improviso el miedo, intangible, imperioso, dominante, se apoderó del hombre. Sintió un viento helado que le soplaba la nuca. El corazón aceleró su marcha.
—¡La Lola! pensó súbitamente. ¡La Lola!
Tuvo la impresión de que alguien estaba detrás de él, acechándolo, en la oscuridad. Sentía en su nuca la mirada fría de un ser extraño. Volvió a sentir en su espalda el viento helado del misterio y aún le pareció percibir el ligero roce de una mano. Trémulo de espanto, horrorizado, echó a correr en medio de las tinieblas, rodando sobre el fango y estrellándose violentamente contra las paredes de piedra, enloquecido, huyendo de su propio miedo.
—¡La Lola, la Lola!
Sus gritos danzaban en las galerías, se estrellaban en las rocas y se deshacían inútiles entre las sombras espesas y la indiferencia de la montaña profanada.
De pronto sintió que la tierra faltaba bajo su cuerpo. Un alarido se escapó desde el fondo de su vida. Vertiginosamente descendió por la boca hambrienta de una "buitra", para despedazarse en el fondo de un nivel.
Cuento "La Lola" del libro: "Cuentos mineros"