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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO SED (por Gonzalo Drago)
Liborio se detuvo, miró hacia la altura y permaneció inmóvil y sombrío, con una arruga verti­cal entre sus cejas pobladas. La cordillera lo cir­cundaba. Enorme. Dura. Maravillosa. Nunca se había imaginado que fuera tan extensa. Hacía dos días que vagaba sin rumbo, trepando y descendien­do sin descanso y escrutando los aledaños con la es­peranza de encontrar un punto habitado. Ahora, demasiado tarde, se arrepentía de su brusca decisión.
—No vái sólo, testarúo. Vos no conocís bien el camino —le había aconsejado su camarada José Guerra, contrabandista envejecido en el oficio. Pe­ro él, desoyendo la advertencia y confiando en su instinto de orientación, se había puesto en camino con un apreciable contrabando de pisco que ocultaba alrededor de la cintura, en seguros compartimen­tos.
Liborio era un contrabandista novato. Aquella era la segunda vez que se dirigía a Sewell, el prin­cipal campamento minero, a través de la cordillera, por senderos desconocidos y casi intransitados, pa­ra burlar la vigilancia de los carabineros. Creyó do­minar a la montaña y ahora estaba ahí, desalenta­do y dolorido, vagando sin rumbo bajo un ardiente sol de verano que calcinaba las rocas milenarias. Había errado el camino. Estaba circundado de ce­rros grises, ásperos, desnudos. Un silencio absoluto hacía más desoladora su espantosa soledad. No exis­tían vestigios de vida vegetal y el cielo purísimo y diáfano era como una inmensa pradera azul y de­solada, en la que no se advertía ni la más leve se­ñal de vida. Liborio, frente a la naturaleza bravía, que lo circundaba, sintió con fuerza primitiva el terror de su soledad. Súbitamente se dio cuenta de su pequeñez ante las fuerzas ciegas del destino. En el corazón de la cordillera, lejos de todo punto habitado, rodeado de rocas ardientes, era una fuerza muda y amarga debatiéndose inútilmente contra las distancias que anulaban sus esfuerzos.
Joven y robusto el contrabandista caminaba sin desmayar, con la mirada torva, irritado contra sí mismo, sin separarse de la carga que le golpeaba los riñones. A ratos se detenía a escudriñar el horizon­te interceptado. Llegó la noche y Liborio seguía andando. Al día siguiente reanudó la marcha con brío, pero pronto tuvo que detenerse a descansar: estaba debilitado. Además, la falta de agua empe­zaba a mortificarlo. Para recuperar las fuerzas se tendía de espaldas, cara al cielo, respirando profun­damente el aire seco de la altura. Luego se levanta­ba reconfortado y reanudaba la marcha con muda desesperación, trepando y descendiendo, con la boca seca y el cuerpo afiebrado bajo el sol impla­cable. Tenía la certeza de que caminando sin cesar tendría que llegar a un punto habitado, pero su desconocimiento de la cordillera lo hacía girar alre­dedor de un mismo cerro y apartarse fatalmente de la dirección buscada. La ausencia absoluta de hue­llas lo hacía desesperar.
—Aguanta idiota— se insultaba a sí mismo, deseoso de abofetearse por su absurda presunción de conocer la montaña.
El sol del cuarto día lo sorprendió avanzando lentamente como bestia sumisa, con los músculos flojos y la mirada vaga. Ya no se preocupaba de encontrar el camino: sólo deseaba encontrar agua. Todos sus pensamientos, todo su ser, todos sus ins­tintos iban dirigidos hacia ese fin. Sentía la boca seca, el estómago dolorido y una extraña sensación de no pertenecerse a sí mismo. Algo así como si es­tuviera viviendo una pesadilla espantosa.
—Debe ser la fiebre— pensó en voz alta. Le ex­trañó el tono de su propia voz. Aquel era el primer ruido que escuchaba después de cuatro días de si­lencio absoluto, en que sólo había escuchado el sordo rumor de sus pisadas y algunas veces el leve aletazo del viento entre las piedras. Para oírse a sí mismo llenó de aire los pulmones y lanzó un largo grito animal, primitivo. El grito chocó violenta­mente contra los esquistos y rebotó como una pelota de goma saltando sobre los profundos barran­cos hasta diluirse en el aire claro y transparente, como un pájaro tragado por la distancia. Después el silencio, tirano y vigilante, volvió a cercarlo irremediablemente.
El peso de las botellas de licor le torturaba los riñones y le sorprendió que no se le hubiera ocu­rrido desprenderse de aquella molestia. Una a una fue arrojando las botellas a un profundo barranco. Nada le importaba el dinero perdido. Sólo deseaba aliviarse para continuar la marcha. A medida que se aligeraba de su carga se sentía más ágil y liviano, experimentando la misma sensación de alivio que una acémila liberada de su carga después de una marcha agotadora. La vacilación lo detuvo antes de arrojar la última botella. La sed lo devoraba y aquel líquido, del que había bebido algunos sorbos durante el trayecto, lo incitaba con su señuelo cris­talino. Vaciló. Luego, decidido, bebió con ansias el aguardiente que le quemaba la garganta y el es­tómago, pero que humedecía sus fauces secas. Be­bió hasta la última gota. Después con un gesto de rabia sorda y desesperada, lanzó el envase que se rompió con alegre musicalidad entre las rocas de la montaña.
Debilitado por la larga marcha, la cabeza empezó a darle vueltas vertiginosamente. Veía girar la tie­rra como un inmenso carrousel y los cerros enormes parecían bailar empinándose hacia el cielo. Estaba borracho. Espantosamente borracho. Excitado por el alcohol, estalló su furia contenida. Necesitaba desahogar su ira contra alguien o contra algo. Con los puños cerrados, los ojos inyectados y la boca espumosa, apostrofó a las montañas mudas y bra­vías que lo circundaban burlándose de su desam­paro.
—No importa, no, no importa— farfullaba con el rostro encendido y las pupilas llameantes. ¡No soy un perro pa morir en estas montañas malditas!
Sus alaridos se perdían en la lejanía, saltaban los barrancos y se iban a estrellar contra la muralla de granito que se alzaba ante sus ojos. Siguió an­dando con dificultad. La tierra se le evadía de los pies y sentía que los ojos se le cerraban con una pesadez de plomo. Tropezó con un pedrusco y ca­yó de bruces. No se levantó. Sintió un intenso bie­nestar y se quedó dormido. Cuando despertó, con la garganta seca y el cuerpo ardiendo, el sol empe­zaba a descender. Se levantó penosamente y miró a su alrededor con los ojos estúpidos y las facciones contraídas por el malestar de la borrachera. Andu­vo sin rumbo hasta que anocheció. El aire frío de la noche le devolvió la lucidez. Tenía los pies desollados y las manos ensangrentadas. La sed lo atormentaba, exacerbada por el aguardiente inge­rido. Luego se sumergió en un sueño intranquilo, delirante, en el que veía cascadas de agua hirviente que no podía tocar. Deliró toda la noche.
Abrió los ojos con los primeros rayos del sol. Sintió malestar de volver a la realidad. Otra vez vivía. En esos momentos toda su vida se encerraba en una sola palabra: caminar. Sentía que el cuerpo le ardía y comprendió que tenía fiebre. Procuró tragar saliva pero la garganta reseca se le apretó en un espasmo doloroso. Quiso gritar pero la lengua hinchada lo hizo emitir un extraño sonido de bestia herida.
—Agua, agua, agua— repetía mentalmente, co­mo un doloroso estribillo de su angustia exaspe­rada.
Desalentado hizo girar los ojos hacia la altura donde blanqueaban las nieves eternas en un pica­cho inaccesible. Dio un grito de alegría. Arriba estaba su salvación. Iría hasta allá y se revolcaría en la nieve fresca y pura. Devorado por la fiebre sólo pensaba en llegar lo más pronto posible. Empezó a ascender, agarrándose a las piedras salientes sin sentir las magulladuras y sin hacer caso de su cansan­cio. Después de algunas horas de marcha se detuvo extenuado. Cuando ya le parecía que iba a llegar salía a su encuentro un precipicio, cerrándole el pa­so con su presencia muda e inmutable. El picacho se alzaba siempre lejano llamándolo con sus pañuelos de nieve. Las sienes le latían y los oídos le zumba­ban con una insistencia irritante. Hizo un último esfuerzo y siguió ascendiendo maquinalmente. Só­lo el instinto de conservación hacía mover sus músculos destrozados por el cansancio. De pronto sintió que se le nublaba la vista y cayó de rodillas. Siguió arrastrándose penosamente en un esfuerzo supremo por alcanzar la altura donde estaba la vi­da, incitándolo con sus blancas manos de samaritana. Arriba brillaba la nieve alba, limpia y pura para apagar su sed. Aquella tortura terminó por enloquecerlo. Cerró los ojos y permaneció inmóvil. La fiebre le quemaba la sangre. Al alcance de su mano vio una vertiente clara y rumorosa. Alargó las manos delirantes, y la fuente, en un rápido es­guince se alejó de su lado lanzando una clara car­cajada que lo hizo estremecerse. El hombre la siguió arrastrándose y gimiendo lastimeramente.
—¡Agua, agua, agua!
Algunas veces creyó atraparla y hasta sintió el frescor de su caricia, pero al querer hundir sus la­bios en la fuente sólo mordía el polvo de las rocas despiadadas. Poco a poco se sintió mejor. Ya no sentía el sol sobre sus espaldas y le pareció que so­plaba un viento fresco. El delirio de la sed le dan­zaba en el cerebro. Mientras permanecía con los ojos cerrados sintió que alguien estaba a su lado, Abrió los ojos y reconoció al "negro José" que le alargaba un vaso de agua con un gesto fraternal. Era un agua pura, limpia, helada. Repentinamente la visión desapareció. Y entonces el hombre, por primera vez en su vida, lloró sobre su desamparo. Amargamente. Silenciosamente. El silencio que lo rodeaba se hizo más intenso. El cielo semejaba una inmensa carpa azul, cuyas bases empezaban a teñir­se de sangre. Un buitre, único signo de vida en la montaña despiadada, empezó a dibujar grandes círculos en la maravillosa pizarra del cielo. Sin impacientarse, oteaba al hombre derrumbado.
Después, Liborio continuó mirando obstinada­mente la cumbre del picacho nevado. Al atardecer dejó de percibir los ruidos del viento entre las ro­cas, pero seguía viendo. Sus ojos aún tenían vida. Al otro día aun estaba así, inmóvil, con los ojos abiertos, mirando fijamente hacia la altura.

Relato "Sed" del libro: "Cuentos mineros"


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