- ¡Papá, papá!, -decía
la tierna Rosa, del jardín volviendo-.
la jaula que guardaste el otro día
no seguirá vacía,
porque he logrado el nido que estás viendo.
¡Mira qué pajaritos tan pintados!
En esa jaula les pondré su nido;
prodigaré solícitos cuidados
a los que aprisionar he conseguido,
y les daré en constantes ocasiones,
migas de pan, alpiste y cañamones.
Luego la jaula pintaré por fuera
y mandaré que doren su alambrera...
Pero, ¿en qué estás pensando?
¿No me escuchas papá?, ¡te estoy hablando!
- Sí, querida hija mía;
pensaba al escuchar esa querella,
que en la cárcel me han dicho que hay vacía
una celda muy bella...
y que te pienso trasladar a ella.
Como allí el reglamento es algo fuerte,
ni tu mamá ni yo podremos verte;
pero te mandaremos cien brocados
que aumenten tu hermosura,
haré dorar cerrojos y candados,
y de bronce pondré la cerradura.
Pero ... ¡cómo! ¿Llorando estás por eso?
- Ya no lloro, papá; te he comprendido...
Corro a llevar al árbol este nido,
y... vuelvo por un beso.