Cada vez que me cruzo en la calle
con un noble viejo,
a quien tiemblan las piernas y abate
de la vida el peso,
inefable impresión de ternura
en el alma siento:
le saludo, y su mano arrugada
con cariño estrecho.
A veces, alguno, ignorando
la causa del hecho,
pregunta curioso: «¿Es acaso
de usted algún deudo?»
«Algo más, -le respondo orgulloso-
ese noble viejo
a quien amo y saludo, ése ha sido
mi primer maestro».