Érase una cocinera llamada Margarita, que calzaba zapatos de tacón colorado; y cuando salía con ellos, se contoneaba, muy satisfecha y presumida, y pensaba:
«¡Eres una guapa moza!».
Y cuando llegaba a casa, de puro contenta se bebía un trago de vino, y como el vino le abría el apetito, empezaba a probar los guisados que tenía en el fuego, hasta quedarse harta, al tiempo que decía:
«La cocinera ha de vigilar cómo sabe el guisado».
Un día le dijo su señor:
- Margarita, esta noche vendrá un invitado; prepárame un par de gallinas tiernas, que estén bien asadas.
- ¡Descuide el señor! -respondió Margarita.
Degolló las dos gallinas, las escaldó, las desplumó, las ensartó en el asador y, al anochecer, las puso al fuego para que se asaran. Las gallinas comenzaron a dorarse, y el huésped no comparecía, por lo que dijo Margarita a su amo:
- Si no viene el invitado tendré que sacar las gallinas del fuego, y será lástima no poder comerlas pronto, pues ahora es cuando están más jugosas y en su punto.
- Me llegaré yo a buscar al invitado -respondió el dueño.
No bien hubo vuelto el amo la espalda, Margarita puso de lado el asador con las gallinas, diciéndose:
«El estar junto al fuego hace sudar y da sed. ¡Sabe Dios cuándo volverán! Mientras tanto, bajaré a la bodega a echar un traguito».
Bajó muy ligera, llenóse un jarro y diciendo:
«Que Dios te lo bendiga, Margarita», se echó al coleto un buen trago. «Eso del vino se pega -añadió-, y no es bueno cortarlo», y volvió a empinar el codo. Volvió luego a la cocina, puso otra vez las gallinas al fuego, bien untadas con mantequilla, y empezó a dar vueltas alegremente al asador. El asado desprendía un tufillo de lo más delicioso, y pensó Margarita:
«Tengo que probarlo, no fuera caso que le faltara algo», y les pasó un dedo y se lo chupó. «¡Caramba -exclamó-, y qué buenas son las gallinas! Es un pecado y una vergüenza no comérselas cuando están a punto». Corrió a la ventana para ver si llegaban el dueño y su invitado; y como no venía nadie, se volvió a sus gallinas y pensó: «Esta ala se quemará; mejor es que me la coma». Cortóla, pues, se la zampó, ¡y lo bien que le supo! Una vez terminada, se dijo: «Hay que quitar también la otra, para que el señor no note que falta algo». Zampado que se hubo las dos alas, volvió a la ventana; pero el amo no aparecía por ninguna parte.
«¡Quién sabe! -se le ocurrió-; a lo mejor no vienen, se habrán metido en alguna parte», y al cabo de un ratito: «Vamos, Margarita, anímate; una está ya empezada, otro traguito y te la comes entera; verás qué tranquila te quedas. ¿Por qué desperdiciar este don que te hace Dios?». Bajó, pues, a la bodega, echó un buen trago y se comió la gallina en buena paz y alegría,
Desaparecida ya la primera, y como quiera que aún no comparecía el señor, mirándose la otra pensó Margarita:
«Donde está la una debe estar la otra, pues forman pareja; hay que medir a todos con el mismo rasero. Creo que otro traguito no me haría ningún daño». Y otra vez alzó el codo, e hizo seguir a la segunda gallina el camino de la primera. Y he aquí que, hallándose en plenas delicias, llega el señor y le grita:
- Date prisa, Margarita, que enseguida estará aquí el invitado.
- Sí, señor, voy a servir inmediatamente -respondió Margarita. Mientras tanto, el dueño fue a comprobar si la mesa estaba bien puesta, y cogiendo el gran cuchillo con el que pensaba cortar las gallinas, lo afiló en el borde de un plato. En esto llegó el invitado y llamó modosa y delicadamente a la puerta. Margarita corrió a abrir y ver quién era, y al encontrarse con el invitado, poniéndose el dedo en los labios le dijo:
- ¡Chiss, chiss! Volveos deprisa, pues si mi señor os atrapa, lo pasaréis mal. Os ha invitado a cenar, pero su verdadera intención es cortaros las dos orejas. Escuchad, si no, como está afilando el cuchillo.
Oyó el forastero el ruido y echó a correr escaleras abajo. Margarita no se durmió, sino que, corriendo al comedor, exclamó:
- ¡Valiente personaje habéis invitado!
- ¿Por qué, Margarita? ¿Qué quieres decir?
- Pues -respondió ella- que estaba yo trayendo las dos gallinas y me las ha quitado de la fuente y ha escapado con ellas.
- ¡Vaya modales! -dijo el dueño, sintiendo en el alma la pérdida de las aves-. Si al menos nos hubiese dejado una, nos habría quedado algo de cena.
Y salió a la calle, gritándole que volviese, pero el otro se hizo el sordo. Echó entonces a correr tras él, cuchillo en mano y gritándole:
- ¡Sólo una, sólo una! -para que, al menos, no se llevase toda la cena. Pero el invitado, entendiendo que quería decir que se conformaría con una sola oreja, apresuró la carrera con todo el vigor de sus piernas, deseoso de salvar las dos.