El lo persiguió durante semanas y semanas. Lo perseguía con el fin de matarlo. Era el asesino más cruel de toda esa ciudad, la sola idea de que había matado a una niña empujándola de un acantilado le daba escalofríos. Sabía todo de él. Había estudiado archivos suyos hasta el hartazgo. Se privaba de comer, de beber y hasta de dormir. Lo único que hacía es buscar y buscar algún indicio que le revele su guarida.
Un día como cualquier otro, descubrió su escondite. Su primera reacción fue de sorpresa, todos los indicios apuntaban a que estaba en esa misma habitación, en ese mismo lugar.
Desesperado comenzó a golpear paredes, a patear el piso. Pero no lo encontraba por ningún lado. De repente, una idea se le cruzó por la cabeza – y si… ¿el criminal fuera ÉL? Todo coincidía el lugar, su descripción, ¡hasta su nombre!, ¡como podría haber sido tan tonto! ¡Él era el criminal! Comenzó a golpearse la cabeza fuertemente contra las paredes, debía hacerlo, debía matarse. Por el bien de la sociedad. En eso estaba cuando una alarma sonó y de repente vio todo negro…
-Murió de una rotura en el cráneo causado por los reiterados golpes contra la pared, - declaró la enfermera. – llevaba aquí dos años. Era un detective jubilado, llevaba una vida normal hasta que la trágica muerte de su hija lo arrojó hacía la locura, siempre se sintió culpable de su muerte. La niña se cayó de un acantilado a los 9 años en una excursión familiar, el no la pudo detener. Desde ese día lo único que hacía era leer un papel con su autobiografía escrita. Los oficiales no observaron los primeros golpes ya que estaban en un breve descanso, llegaron a advertir los segundos, pero era tarde.
Bueno sentimos mucho lo ocurrido hoy, ¡adiós!- fueron las palabras de la enfermera mientras retiraba el cadáver del manicomio.
Lección / Moraleja:
Por editar.