Hace muchos años, en un país lejano, había un rey muy poderoso llamado Leopoldo.
Si bien Leopoldo era un muy buen rey que se ocupaba felizmente de sus tareas, tenía una gran tristeza en su corazón. Augusto, su único hijo y futuro heredero de la corona, no podía caminar y jamás podría hacerlo.
Como papá era difícil convivir con este impedimento que la vida le había dado a su hijo, como rey, era más difícil aún pensar en cómo podría sucederlo en el trono en un futuro.
A pesar de ello, el príncipe era un niño feliz. Sabía que no podía correr por los extensos jardines del palacio, tampoco saltar o bailar en las grandes fiestas que daban sus padres, pero aún así siempre estaba contento.
En su imaginación de niño para él todo era posible. Sabía que dependía de su silla de ruedas, pero no lo vivía como una limitación. Sentía que ése era su trono, el que le había entregado la vida y que desde allí todo podía pasar.
Como no tenía hermanos, Augusto jugaba con los hijos de los criados. Cuando su padre lo veía, por un lado se alegraba y por el otro se lamentaba diciendo:
– Pensar que estos niños cuyos padres son tan humildes, pueden hacerlo todo. En cambio yo por más rey que sea, no puedo hacer que mi hijo camine.
Leopoldo había hecho lo imposible para que su hijo pudiese caminar. Había consultado a los mejores doctores de todos los reinos, pero la respuesta siempre había sido la misma. Su hijo nunca caminaría.
El principito lo sabía y había aceptado esa imposibilidad de la mejor manera posible. Estudiaba, cantaba, jugaba y sobre todo, sonreía. Sabía que en un futuro tendría que suceder a su padre en el trono. Sabía también que Leopoldo era un rey muy valiente quien, además de ocuparse de los asuntos del palacio, participaba activamente en los frentes de batalla, cosa que para él sería imposible.
Sin embargo, Augusto más que sufrir su imposibilidad, disfrutaba inmensamente de una imaginación con la cual sí podía moverse, viajar, elevarse y cuánta cosa se propusiera. No había límites para imaginar. Aunque estuviese sentado en su silla, viajaba a dónde quisiera, conocía países que ni siquiera existían, gente a la que jamás le habían presentado.
El decía que su silla era mágica, pues gracias a la necesidad de estar siempre sentado en ella, había desarrollado una imaginación prodigiosa.
Pasaron unos años y el príncipe se convirtió en un joven muy sabio, que no había perdido la sonrisa que lo caracterizaba y que seguía sintiendo que su silla era mágica.
Cierto día, su padre cayó de un caballo y se fracturó las dos piernas. Si bien su estado no era grave, quedó postrado en cama por mucho tiempo. Desde su lecho, atendía los asuntos del palacio, pero su mayor preocupación era no poder acompañar a su gente en caso de librarse una batalla con algún reino vecino. Leopoldo creía que las guerras solucionaban problemas, en cambio su hijo creía que sólo estando en paz con los demás se encuentran las verdaderas soluciones.
Los problemas no tardaron en llegar. El Rey Dionisio II declaró la guerra al reino de Leopoldo y a él se sumaron otros muchos reyes que no estaban de acuerdo con cómo el padre de Augusto hacía las cosas.
Desesperado, el rey no sabía qué hacer. Podía dar órdenes desde su cama, pero no así luchar junto a su gente, como un verdadero rey, según sus palabras.
El príncipe, sabiendo la angustia de su padre, le pidió que lo dejara actuar. Quería intervenir en el conflicto y solucionarlo, sabía que podía hacerlo.
Leopoldo no quería hacer sentir mal a su hijo, pero él pensaba que en una silla de ruedas, poco era lo que podía llegar a hacer. Sin embargo, para no desalentar al joven y sobre todo, para no borrar la sonrisa siempre presente en la cara de su hijo, lo dejó hacer. No estaba tranquilo es verdad, ya dijimos que el rey creía en el poder de las batallas armadas y ésta debería ser librada de un modo muy distinto. Suponía que perderían, que su hijo no podría hacer demasiado, pero el amor de padre pudo más y encomendó a su hijo para que nada malo le ocurriera.
Augusto se dispuso a hacer frente al desafío que se había impuesto. Como primera medida se le ocurrió mandar llamar al palacio a todos los reyes en conflicto para conversar acerca de los problemas que tenían y así poder llegar a una solución.
Ninguno de ellos quiso asistir. También los otros reyes creían que era mejor pelear que dialogar.
El joven príncipe no se dio por vencido y decidió ir él mismo reino por reino, a conversar con cada uno de los reyes. No sería tarea fácil desplazarse de un lado al otro, pero –como él decía- con su silla mágica, todo se podía.
Con varios súbditos que lo acompañaban comenzó su viaje. El primer rey en recibirlo, no de muy buen talante por cierto, fue el Rey Gervasio. El palacio de este rey no tenía rampas, por lo que era imposible acceder al mismo con la silla de ruedas. A Augusto poco le importó. Se hizo alzar a upa por sus ayudantes y cuando estuvo dentro del palacio pidió su silla.
Gervasio quedó desconcertado pues vio un verdadero interés en el muchacho en conversar y llegar a un acuerdo. Lo hizo pasar y luego de una larga charla, los reinos hicieron las paces.
El segundo rey visitado fue Clemente, un hombre de muy mal carácter y poca paciencia. Cuando vio al príncipe se sorprendió a ver que no podía caminar, pero lo que más le llamó la atención fue su amplia sonrisa.
– Alguien que sonríe así merece ser recibido por mí. Comentó Clemente.
También en este caso ambas partes llegaron a un acuerdo, creo que más por la sonrisa de Augusto que por sus palabras. No eran épocas en las que las sonrisas abundaran y eran realmente muy bienvenidas.
El príncipe visitó varios reinos más, todos con éxito.
La última visita que Augusto debía hacer era al rey Dionisio II, quien había declarado la guerra. No era fácil llegar hasta allí, pero tanto había viajado el príncipe en su imaginación que no le fue dificultoso encontrarlo.
Dionisio no podía creer que alguien lo visitara. Acostumbrado a ser temido, no sólo por su gente, sino por los reinos vecinos, era un hombre muy solitario. Menos aún pensó en encontrarse con un joven que le sonreía y que venía a conversar con él, sin espadas, ni capas, sólo acompañado de su gente y por supuesto de su silla.
Lo primero que hizo Dionisio fue preguntar al joven cómo había llegado hasta allí. Augusto empezó a describirle todos los paisajes que había atravesado y todos los que había imaginado también. Comenzaron a viajar juntos con la imaginación y descubrieron que allí donde el corazón nos lleva nunca hay lugar para la guerra. Por primera vez este rey malhumorado tenía frente a si a alguien que no sólo no le temía, sino que le sonreía y dialogaba con él amigablemente.
Conversaron largas horas, ya no del conflicto que había desencadenado todo, sino de viajes imaginarios y paisajes verdaderos e inventados también.
Todo se había resuelto. Ya no habría guerra, sólo armonía entre los reinos.
El príncipe volvió a su palacio con la sonrisa más grande aún que cuando se había ido. No podía parar de hablar y contarle a su padre todo lo ocurrido. Leopoldo lo escuchaba orgulloso y un poco avergonzado también por no haberlo creído capaz de resolver el problema.
- ¡Ay hijo mío, si tan sólo pudieses caminar, si no te vieses obligado a estar en esa silla, cuántas más cosas podrías hacer! Se lamentó Leopoldo.
- No se padre, no se. Contestó el príncipe. El estar sentado aquí todo el tiempo me hizo pensar mucho y sobre todo imaginar mucho. ¿Quién dice que pudiendo caminar hubiera hecho más? ¿Porque hubiera podido luchar como lo haces tu? No, padre, no es mi forma. Aunque mis piernas me sostuvieran, no las usaría para la lucha. La gente se entiende hablando con el corazón, los reyes también y para ello no hace falta caminar.
Leopoldo quedó maravillado ante la respuesta de su hijo. Supo que ya era el momento de dejarle su corona.
Para el traspaso del mando Leopoldo pensó en acondicionar su trono para que su hijo pudiese estar cómodamente sentado allí. Le cambió los tapizados, hizo poner detalles de oro en la madera y muchas cosas más.
Augusto no lo aceptó y así se lo dijo a su padre.
– Padre, no te ofendas, pero yo ya tengo mi trono. El que me tocó en suerte. No quiero lujos, no los necesito. Desde aquí, desde mi silla, no sólo quiero reinar, sino seguir imaginando y viviendo como hasta ahora viví, contento y feliz.
Además, tu trono nada tiene de mágico, mi silla mucho.
Lección / Moraleja:
La aceptación de una imposibilidad física y el no dejarse vencer.