Eran aquellos tiempos terribles en los que sobre la tierra reinaba la anarquía, el rapto, los vicios por doquier y el autoritarismo desenfrenado del poder sin ninguna clase de acotamientos ni reglas que lo normalizaran, en los que cualquier ser poderoso tanto podía resultar una ignominia de individuo, un alevoso y desentrañable monstruo que comía a los hombres y a los animales, como ser una deidad plena de bondad y de sabiduría que acudía prestamente a la llamada de socorro de los humanos expoliados y maltratados tanto por los fenómenos de la naturaleza como por la insidia de un monstruo zoomorfo que gozaba con hacer el mal allá por donde pasaba...
Eran los tiempos en los que, al norte del país de los indios maidu, surgiera de alguna oscura y tétrica caverna, donde asentara su morada misteriosa y secreta, el pérfido médico Haikutwotupeh. Quizá, después de adquirir su sapiencia sobre las medicinas y las hierbas curatorias en el Mundo Superior, y como castigo a causa de alguna tropelía o insensatez cometida con su sabiduría, fue arrojado a la Tierra para que inquietara con sus intrigas a los humanos y dejara de una vez a los divinos vivir en paz.
El médico, una vez liberado de sus pócimas, triacas mágicas y hierbajos con los que trataba de hechizar a los pobres pieles rojas que trataban de convivir pacíficamente con las cosas buenas y con las malas, como suele hacer cualquier gente de bien, que les había tocado en el reparto de los territorios de la Tierra, salió de su casa con el firme propósito de...
—Me acercaré hasta la tribu de los maidu, buscaré al jefe, le propondré jugar una partida en la que apostaremos las personas que pueblan sus aldeas. Y yo con mis artes le ganaré.
Con gran regocijo —porque sabía que era invencible en el extraño juego que él mismo había inventado y aojado con sus oraciones y sus visajes mágicos, así como también con sus triacas desconocidas, sus sortilegios y sus fórmulas ocultistas— el curandero tomó camino hacia el Norte con la malsana intención de configurar con firmeza sus propósitos de ganar, o más bien raptar a todos los individuos que pudiera de aquella tribu. El fin que perseguía era el de retenerlos en sus dominios y cercenar definitivamente las ansias de prosperidad y progreso que poseían; sentimientos que por otra parte eran los que la naturaleza con su sabiduría les imponía con severidad.
Llegó a la aldea que pretendía desvalijar. Penetró en ella con el rostro sonriente y con la palabra fácil y generosa en la boca. Se topó con un grupo de mujeres que tejían a las puertas de sus casas innumerables cestos muy variados, a veces trenzando y otras veces rizando las pleitas con que llevaban a cabo su trabajo. Y las encontró en estas labores porque llegó por la tarde, cuando las féminas descansaban de sus labores domésticas; porque era por la mañana cuando preparaban las bellotas y los otros cientos de plantas comestibles, así como la carne de alce y de ciervo que eran casi exclusivamente los alimentos que componían su magra dieta.
El médico no se explicaba para que querían o necesitaban tantos cestos como llenaban las puertas de sus casas, apilándolos los unos sobre los otros, sobrepasando las cubiertas de aquéllas, que a decir verdad tampoco es que fueran muy altas, porque sus moradas eran "abovedadas, cubiertas de escobón o hierba", "en las grandes estructuras cubiertas de tierra, casi subterráneas".
El curandero se dirigió a un grupo de mujeres —de cuyo cuello pendían innumerables abalorios y piedras multicolores, y de sus orejas pendientes artísticos y de vario color, lo que les daba un estatus de riqueza y de situación social de privilegio— y astutamente, en vez de enfrentar el problema que allí le traía, les preguntó sonriendo ladinamente:
—¿Qué construís?
—Cestos. Ya lo ves —le repusieron con la curiosidad en el rostro al descubrir ante ellas un personaje tan extraño y peculiar.
Otra mujer le preguntó con claridad:
—¿Quién eres tú?
Él repuso sin ambages:
—Un viajero que llega de lejos —y añadió seguidamente—: Os he visto realizar esas labores primorosas y he querido saber.
Una mujer repuso llena de orgullo:
—Construimos cestos.
—Es el símbolo de la riqueza de nuestra tribu.
El médico dijo sin darle importancia:
—A ver si os comprendo.
—A ver...
—Cuanto más cestos tengáis más ricos y nobles sois ¿no?
—Eso es.
Pero siguió preguntando:
—¿Y luego qué hacéis con ellos? ¿Los guardáis todos? ¿Los vendéis?
Una de las mujeres repuso:
—Te explicaré...
Le dijo que "los jefes de las aldeas aseguraban su prestigio en las fiestas presentando una gran variedad de cestos enormes llenos de gachas de bellotas", y también le aclaró que "para honrar a los difuntos se hacían algunos (cestos) que se quemaban durante las ceremonias de duelo".
Nada de ello le importaba al perverso Haikutwotupeh, que en realidad lo que verdaderamente perseguía era el hallar la morada del jefe de la aldea y embaucarlo para que cayera en el ardid que él mismo había urdido, y persuadirle para que jugara al envite de su propia invención, con lo que le ganaría a todos aquellos hombres que estaban destinados para conducir con éxito el ordenamiento del país piel roja. Con ello se opondría efectivamente al progreso y prosperidad de los pieles rojas sumiéndolos para siempre en la oscuridad y la ignorancia. El médico taimadamente y acaramelando intensamente su voz le preguntó a una de las cesteras:
—¿Y los hombres no os ayudan en tan importante labor?
Las risas de la interrogada sonaron con gran estruendo en la aldea y se escaparon hacia los cercanos montes. Cuando consiguieron la normalidad en la interpelada y en las otras que le hicieron el coro al escuchar tan ignorante y simple pregunta, le repuso:
—Los hombres están destinados a otros menesteres de superior valor.
—¿Y dónde se encuentran a estas horas magníficas? —preguntó con cierta ironía el malévolo extranjero.
La mujer contestó:
—¿Y dónde van a estar? Todo el mundo lo sabe.
Y otra dijo:
—Descansando. Deben guardar sus fuerzas...
Pero el médico no la dejó terminar la frase, porque preguntó:
—¿Y el jefe también? —y añadió lleno de ironía—: Pues sí que veo que se preocupa mucho de vosotros...
Las mujeres, a coro, enojadas, se revolvieron clamando:
—Es un buen jefe y se sacrifica por nosotros.
—Claro.
—Mientras todos descansan, él medita y recibe en su casa a quienes necesitan su ayuda —respondieron con cierto enojo.
—Junto con el hechicero discute nuestro porvenir y nuestra felicidad.
Una de ellas dijo señalando la cabaña más grande que surgía bajo un enorme montón de tierra y que se adosaba junto a la ladera de la colina que les protegía del viento frío del Norte:
—En la casa del jefe puede entrar quien quiera; vive para todos nosotros.
El astuto médico preguntó con insidia:
—¿A mí también me recibirá?
—Claro.
—¿Por qué no?
Otra dijo:
—A ti más que a nadie.
—¿Por qué?
—Porque le puedes traer noticia de cosas y promesas nuevas.
El hombre, sin decir más, despreciando toda la labor que hacían las indias e incluso su belleza, se dirigió a la entrada de la cabaña del jefe y penetró en ella. Al cabo de dos días de permanecer encerrado en la casa con el mandatario salió Haikutwotupeh muy ufano y sonriente. Tras él caminó en fila india un inacabable número de hombres que, con rostros atristados y actitud afectada, le seguían dóciles y disciplinados como rastro de hormigas. Salieron de la aldea. Atravesaron los montes aledaños y se perdieron en la oscuridad de los caminos y quizá de las mazmorras del taimado médico que vivía en las tierras del Norte.
El jefe, días después, muy afligido y contristado, salió a la luz del día y se dejó caer a la puerta de su casa lleno de amargura.
—¿Qué te pasa? —le preguntó su joven y bella hija, que sufría con la actitud penosa de su padre—. ¿Te ha dado aojamiento el maligno médico con quien has hablado?
El jefe la miró con ojos llenos de lágrimas y le contestó:
—Jugué con él una extraña y amañada partida que me enseñó para la ocasión. Perdí con ella a todos los hombres que tenían la sacra misión de traer el buen futuro a nuestro pueblo. Por eso estoy triste, por eso redimo con mi sufrimiento y mis lágrimas mi mala acción.
Toda la aldea se afligió con su jefe. La tristeza, la monotonía, la lasitud y la angustia se apoderaron del lugar.
La hija declaró ante toda la aldea:
—No os tenéis que preocupar. He tenido un sueño y en él se me anuncia que por mí se han de resolver todas nuestras inquietudes.
Pero el pueblo no le hizo ningún caso.
La hija del jefe se retiró a la soledad de la cabaña de su padre. Nadie desde ese momento supo nada de ella, hasta que pasaron nueve meses en que en sus brazos apareció...
"... Oankoitupeh, que nació milagrosamente de la hija del jefe en tiempos terribles."
La madre vio en su hijo la salvación de todas sus tribulaciones.
—Cuando crezca será un gran guerrero y entonces nos conducirá al triunfo...
Pero su padre y los demás indios veían todo este sueño con gran escepticismo y muy lejano.
—Muchos de nosotros incluso habremos muerto.
—Todo ha sido una ensoñación y como tal se ha esfumado al despertar.
Pero Oankoitupeh...
"... alcanzó la mayoría de edad en cuatro días y se dispuso a arreglar el mundo."
Convertido en un joven y macizo guerrero, bello y fuerte, dotado sin duda alguna por el poder de los dioses que habitan el Mundo Superior, el nieto del jefe de la aldea tomó sus armas, sus alforjas y las bendiciones de su abuelo y de su madre, y abandonó sus lares con el propósito firme de no regresar a ellos hasta que pusiera orden en las cosas de la Tierra que vagaban sin rumbo, en medio del caos.
Entre las innumerables hazañas en que intervino se cuenta que realizó, como el gran coloso que era, una preclara, que consistió en desaguazar los terrenos de Sacramento Valley, abriendo zanjas o haciendo cañerías de desagüe, "separando las montañas donde están hoy en día los Carquinez Straits".
Cuando su titánica labor terminó, siguió su camino topándose con un monstruoso pájaro que tenía aterrorizada a toda una comarca entera de la feraz península. Confiando en sus poderes divinos, la fuerza que le inculcaron los dioses y su buena voluntad, se dirigió hacia el terrible pájaro y...
"... destruyó un águila negra espantosa del tamaño de un hombre y un monstruo que mataba a la gente."
Después de su triunfante periplo en el cual se hizo reconocer por todo el país piel roja como un verdadero y arrojado héroe, se dirigió a los territorios del Norte, donde habitaba el insidioso y astuto médico que engañara a su abuelo haciéndole aceptar una partida injusta en la que perdió el orden y la prosperidad de su país. Buscó por todos los rincones de aquella escabrosa comarca la morada de Haikutwotupeh y, cuando la halló, directamente se fue en su busca; cuando estuvo frente a él, le provocó, le ...
"... retó al médico Haikutwotupeh a una partida en la que apostaba por la vuelta de las personas que éste había ganado al abuelo del héroe."
El nieto del jefe venció porque había nacido para ello y sólo para ello, y...
"... Oankoitupeh ganó y restableció a cada tribu en su lugar de origen."
Y el país de los pieles rojas comenzó su desarrollo, las cosas que sobre él pululaban se ordenaron, y llegó el progreso y la prosperidad.
(Leyenda maidu)